La salvación: muerte del viejo hombre y nueva creación en Cristo
Según la revelación de las Escrituras, la salvación del ser humano no consiste en “des-corromper” o reparar su naturaleza caída, sino en algo mucho más radical: la
muerte del “viejo hombre” y el
nacimiento de una nueva creación en Cristo.
A continuación se exponen las bases bíblicas de este concepto paso por paso.
Creación del hombre bajo mandato divino
Dios creó al ser humano como un ser responsable, colocándolo bajo un mandato claro.
En el huerto del Edén, Dios dio a Adán una orden explícita: podía comer de todos los árboles menos del
árbol del conocimiento del bien y del mal (Génesis 2:16-17).
Este mandato muestra que el hombre fue creado con libertad y responsabilidad moral bajo la autoridad divina.
La obediencia traería vida y comunión continua con Dios, mientras que la desobediencia traería consecuencias severas.
Desde el principio, el ser humano estaba llamado a responder al mandamiento de Dios, evidenciando que su relación con el Creador dependía de la fidelidad a Su palabra.
Corrupción por la desobediencia y sentencia de muerte
La historia sagrada relata que el hombre desobedeció a Dios, introduciendo así el pecado en la experiencia humana.
Esta desobediencia (la Caída, narrada en Génesis 3) corrompió la naturaleza del hombre: la inocencia se perdió y entró una inclinación al mal.
Dios dictó entonces la sentencia:
“polvo eres y al polvo volverás” (Génesis 3:19).
Es decir, la muerte física entró en la creación como resultado del pecado.
El Nuevo Testamento confirma que
por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, de modo que la muerte alcanzó a todos porque todos pecaron (Romanos 5:12).
Cada ser humano nacido en Adán hereda esta naturaleza caída y está bajo la realidad de la corrupción y la muerte.
La
“antigua naturaleza” del hombre, dañada por el pecado, no es capaz de agradar a Dios ni de salvarse a sí misma.
Su condición es terminal bajo la justa condena divina.
La solución de Dios: Muerte del viejo hombre y nueva creación
Frente a esta condición desesperada, la solución divina no fue
reparar al hombre caído ni mejorar gradualmente lo que se había corrompido. Por el contrario, Dios decretó la
muerte del “viejo hombre” y ofreció el nacimiento de una
nueva creación en Cristo.
El apóstol Pablo enseña que, al creer en Cristo, nuestro
viejo hombre fue crucificado juntamente con Él para que el cuerpo de pecado sea destruido, a fin de que ya no sirvamos al pecado (Romanos 6:6-7).
En la cruz, Dios ejecutó la sentencia de muerte que pendía sobre nuestra antigua naturaleza pecaminosa.
Esto significa que, a los ojos de Dios, nuestro “yo” viejo (la vida heredada de Adán, esclava del pecado) muere con Cristo.
No se trata de rehabilitar al pecador, sino de hacerlo morir en la muerte de Jesús.
Solo sobre esas ruinas Dios edifica algo completamente nuevo:
“Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, he aquí son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).
En la salvación, el creyente
nace de nuevo por obra de Dios; recibe una vida nueva, espiritual e incorruptible, que no es prolongación de la vida vieja sino una creación totalmente distinta.
La gracia de Dios no reforma al
Adán caído; más bien, nos une a la muerte de Cristo para dar origen a una
nueva humanidad redimida.
Jesús, el segundo Adán y nuevo origen de la humanidad
Jesucristo no vino al mundo para “reparar” a Adán desde dentro ni para arreglar la antigua raza caída; Él vino para
sustituir a Adán como cabeza de una nueva humanidad.
La Escritura lo llama “el postrer Adán” y “el segundo hombre” (1 Corintios 15:45-47).
El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente y transmitió a sus descendientes una naturaleza terrenal, corruptible y mortal.
En cambio, Cristo, el último Adán, es
Espíritu vivificante que comunica vida eterna a todos los que están en Él.
Adán, como origen de la humanidad, nos legó el pecado y la muerte; Jesús, como nuevo origen, nos
imparte justicia y vida.
Así, el plan de Dios no fue enviar a Cristo simplemente como un maestro moral o un reformador de la vieja naturaleza humana, sino como el iniciador de una creación enteramente nueva.
En Cristo se inaugura una nueva genealogía espiritual: los que nacen de Él por fe dejan de estar “en Adán” (bajo condena) y pasan a estar “en Cristo” (bajo gracia y vida).
Jesús reemplaza al antiguo cabeza: donde Adán fracasó trayendo ruina, Cristo triunfó trayendo restauración mediante una vida nueva.
Él es el
nuevo Adán, y en unión con Él participamos de
su vida resucitada en lugar de la vida contaminada que heredamos de Adán.
Muerte y resurrección: único camino a la naturaleza incorruptible
Para efectuar esta transformación de una vieja creación caída a una nueva creación santa, Dios estableció un camino exclusivo: la
muerte y resurrección.
Estos no son meros símbolos ni metáforas espirituales, sino realidades centrales sin las cuales no hay salvación.
La muerte de Cristo en la cruz fue necesaria para satisfacer plenamente el justo juicio de Dios contra el pecado.
La santidad divina exigía la pena de muerte: el pecado no podía ser pasado por alto ni “curado” sin ejecución de sentencia.
Jesús tomó nuestro lugar, cargando la condena y muriendo efectivamente por nuestros pecados; solo así la justicia de Dios quedó satisfecha.
Pero la obra redentora no termina con la muerte:
la resurrección de Cristo es igualmente indispensable.
Al resucitar, Jesús inaugura la vida incorruptible y eterna que ofrece a los creyentes.
La Biblia enseña que, al unirnos a Cristo, somos sepultados con Él en muerte y
resucitados a una vida nueva (Romanos 6:4-5).
Esto implica que, espiritualmente, el cristiano pasa por una muerte al pecado y un renacimiento por el poder de Dios, caminando ahora en “novedad de vida”.
Además, se nos promete que esta realidad espiritual tendrá su plenitud en lo físico: nuestros cuerpos mortales un día serán transformados en incorruptibles en la resurrección final.
“La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios… es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad” (1 Corintios 15:50-53).
En resumen, la
muerte con Cristo liquida el régimen antiguo (el pecado es condenado y eliminado en su raíz) y la
resurrección con Cristo introduce al creyente en un orden nuevo, libre de corrupción. No hay atajo distinto ni reforma parcial que logre esto: únicamente la cruz y la tumba vacía garantizan tanto la satisfacción del juicio divino como el nacimiento de una naturaleza nueva, apta para la eternidad.