No ha resultado nada atractivo el epígrafe “La última gran aventura”, pues una vez que se supo que el tema era cómo encarar nuestra propia muerte, se esfumó cualquier interés en seguirlo, tal como se previó desde el inicio.
Probablemente este corra la misma suerte, pues forma con el otro un nada simpático binomio. Es natural que el hombre soslaye todo cuanto lo reprenda así como cualquier funesta perspectiva que se alce en su horizonte. Ignorarlo no soluciona nada sino que lo empeora todo; por lo menos se pretende disfrutar el momento presente alejando aciagas ideas.
Los cristianos saben, los lectores de la Biblia también, y la conciencia universal no ignora, que cualquier mal hecho deliberadamente acarrea castigo, a veces inmediato y otras no.
Entre los juicios instantáneos de la Biblia, recuerdo ahora el de Nadab y Abiú, los hijos de Aaarón, que por encender fuego extraño en la presencia del Eterno murieron quemados al momento (Lv 10:1,2). Otro, es cuando David pretendía traer el arca a Jerusalem y Uza extendió su mano para sostenerla, cayendo muerto (2Sa 6:6,7). En el NT tenemos el caso de Ananías y Safira, con muerte súbita tras las palabras que les dice Pedro (Hch 5:1-11). En otros casos, el juicio es también rápido pero tras un proceso de horas o días.
Los juicios más prolongados en su ejecución, han llevado años, siglos y milenios desde que fueron pronunciados.
El cristiano no vive miedoso o atemorizado, con la angustia permanente de que en cualquier momento Dios pueda castigarle por alguna fechoría, sino que por el contrario, alegremente procura agradar a quien tanto le ha perdonado, no queriendo reincidir en nada de lo que le trajo tanta vergüenza. Nuestra actitud es confiada y positiva. Nuestra preocupación no se centra tanto en evitar cometer el mal, sino en vivir haciendo el bien.
En la conciencia universal permanece la noción de recompensa por el bien hecho y el castigo por el mal cometido. Sabemos que el amor siempre nos proyecta a lo bueno, y que la falta del mismo nos hace incurrir en lo malo.
Nuestra vida diaria consiste en una siembra de bendiciones a cada paso que damos, mientras que simultáneamente, y sin darnos cuenta, cosechamos bendiciones.
Andar en el temor de Dios no es el miedo al castigo, pero sí somos conscientes que así como le agrada al Padre todo cuanto podamos hacer en el nombre del Señor Jesús, podemos ser corregidos dolorosamente cuando nos distraemos de nuestros deberes o incurrimos en lo que le desagrada.
La invitación es a considerar como pensamiento principal, que la demora en el juicio de Dios no implica amnesia divina o impunidad humana.
Probablemente este corra la misma suerte, pues forma con el otro un nada simpático binomio. Es natural que el hombre soslaye todo cuanto lo reprenda así como cualquier funesta perspectiva que se alce en su horizonte. Ignorarlo no soluciona nada sino que lo empeora todo; por lo menos se pretende disfrutar el momento presente alejando aciagas ideas.
Los cristianos saben, los lectores de la Biblia también, y la conciencia universal no ignora, que cualquier mal hecho deliberadamente acarrea castigo, a veces inmediato y otras no.
Entre los juicios instantáneos de la Biblia, recuerdo ahora el de Nadab y Abiú, los hijos de Aaarón, que por encender fuego extraño en la presencia del Eterno murieron quemados al momento (Lv 10:1,2). Otro, es cuando David pretendía traer el arca a Jerusalem y Uza extendió su mano para sostenerla, cayendo muerto (2Sa 6:6,7). En el NT tenemos el caso de Ananías y Safira, con muerte súbita tras las palabras que les dice Pedro (Hch 5:1-11). En otros casos, el juicio es también rápido pero tras un proceso de horas o días.
Los juicios más prolongados en su ejecución, han llevado años, siglos y milenios desde que fueron pronunciados.
El cristiano no vive miedoso o atemorizado, con la angustia permanente de que en cualquier momento Dios pueda castigarle por alguna fechoría, sino que por el contrario, alegremente procura agradar a quien tanto le ha perdonado, no queriendo reincidir en nada de lo que le trajo tanta vergüenza. Nuestra actitud es confiada y positiva. Nuestra preocupación no se centra tanto en evitar cometer el mal, sino en vivir haciendo el bien.
En la conciencia universal permanece la noción de recompensa por el bien hecho y el castigo por el mal cometido. Sabemos que el amor siempre nos proyecta a lo bueno, y que la falta del mismo nos hace incurrir en lo malo.
Nuestra vida diaria consiste en una siembra de bendiciones a cada paso que damos, mientras que simultáneamente, y sin darnos cuenta, cosechamos bendiciones.
Andar en el temor de Dios no es el miedo al castigo, pero sí somos conscientes que así como le agrada al Padre todo cuanto podamos hacer en el nombre del Señor Jesús, podemos ser corregidos dolorosamente cuando nos distraemos de nuestros deberes o incurrimos en lo que le desagrada.
La invitación es a considerar como pensamiento principal, que la demora en el juicio de Dios no implica amnesia divina o impunidad humana.