Leamos la BIBLIA

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Pasado algún tiempo en Antioquia, emprendió Pablo otro viaje y recorrió Galacia y Frigia, animando a los discípulos.
Llegó a Éfeso un judío llamado Apolo, natural de Alejandría, hombre elocuente y muy versado en la Escritura.
Lo habían instruido en el camino del Señor, y era muy entusiasta; aunque no conocía más que el bautismo de Juan, exponía la vida de Jesús con mucha exactitud.
Apolo se puso a hablar públicamente en la sinagoga. Cuando lo oyeron Priscila y Aquila, lo tomaron por su cuenta y le explicaron con más detalle el camino de Dios. Decidió pasar a Acaya, y los hermanos lo animaron y escribieron a los discípulos de allí que lo recibieran bien. Su presencia, con la ayuda de la gracia, contribuyó mucho al provecho de los creyentes, pues rebatía vigorosamente en público a los judíos, demostrando con la Escritura que Jesús es el Mesías.



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En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «Yo os aseguro, si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará.
Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa.
Os he hablado de esto en comparaciones; viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que os hablaré del Padre claramente.
Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere, porque vosotros me queréis y creéis que yo salí de Dios.
Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre.»

Palabra del Señor.
 
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En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido, movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios.
Una vez que comían juntos, les recomendó:
- «No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo.»
Ellos lo rodearon preguntándole:
- «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?»
Jesús contestó:
- «No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad.
Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo.»
Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron:
- «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse.»



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Hermanos:
Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro.
Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.



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En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo:
- «ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación.
El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado.
A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.»
Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.

Palabra del Señor.


Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
 
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La ilusión de un joven es ascender, subir siempre más arriba, ser el mejor en su trabajo, en el deporte, en la cultura, en la influencia social...
Pero a medida que nos vamos haciendo mayores nos damos cuenta de nuestras limitaciones físicas, intelectuales o sociales. Nos conformamos con unas metas humanas asequibles a nuestra capacidad y nos acogemos, si somos medianamente inteligentes y sensatos, a la misericordia y a la fuerza de Dios que todo lo puede.

Hay personas que, poseyendo grandes actitudes, se han visto sacudidas duramente por la vida de pobreza, privaciones y fracasos, a menudo provenientes de la falta de oportunidades. Pero han sabido mantener la dignidad y la compostura, el tesón en el trabajo, la entereza en el dolor, la bondad en la acogida generosa y la entrega sacrificada..
Son personas dignas de admiración y profundo respeto.
Podemos recordar palabras de muchos de nuestros padres y su comportamiento, sin rencores ni envidias:“¡Que mi hijo sea mejor que yo en todo! Ya que yo no he podido, al menos que él sí!”
Y lo dicen con el sano orgullo de ver crecer a su hijo, al vecino o a cualquier persona allegada.
Sin saberlo nos han puesto una cota muy alta. ¡Ya quisiéramos nosotros mantener su misma dignidad y honradez!

Por desgracia, en nuestra vapuleada sociedad de la competencia y la rivalidad malsana imperan cauces poco éticos. Nos hemos vuelto egoístas, recelosos, envidiosos y, con frecuencia, rencorosos. ¿Cómo voy a pasar a éste mis apuntes si será mi rival en las oposiciones?
Es más importante buscar el enchufe, trepar con adulaciones, desvirtuar la realidad, salvaguardar las apariencias, comprar “capacidades ajenas” para mantener el poder que no merecemos.
La figura del “trepa”, del que busca tener y aparentar más que ser y ascender por méritos propios, es la nota predominante de una parte de nuestra sociedad farisaica y demagógica.
Nada de todo esto es objeto de glorificación o alabanza.


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Sin embargo, la ascensión del Señor nos confirma y expresa la plenitud de una vida, la de Jesús, que ha sido glorificada, y con ella la de millones de seres humanos que sentimos que nuestra esperanza no ha sido defraudada.
De esta manera el fracaso se transforma en triunfo y la vida misma, regada por los valores que proyectamos cada día, va poco a poco adquiriendo su plenitud.
La entrega, el sacrificio, la bondad, el amor y las actividades nobles recobran así una nueva dimensión y no quedan baldías, porque dignifican las relaciones humanas y se glorifican en Dios a través de Jesús.

Mirar al cielo no es quedarse absorto en la contemplación del mismo.
Es ver que Jesús triunfante es el modelo a seguir, imitando su vida, y trabajar por sembrar los mismos ideales que sembró el Maestro de Galilea; a saber:
La civilización del amor, que busca el crecimiento constante de la persona a quien se ama.
La denuncia de las injusticias que obstaculizan el pleno desarrollo de las capacidades y riquezas interiores de cada individuo.
La liberación de todo tipo de esclavitudes que oscurecen la dignidad de todos los hijos de Dios, que hemos sido llamados a subir a lo más alto, desarrollando en libertad los talentos que él nos regaló al nacer.


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No estamos solos: Jesús camina a nuestro lado hasta el final de nuestro itinerario terrestre, como guía que nos lleva al Padre.
Al enchufar la tv o abrir las páginas del periódico nos damos cuenta de cuán cara resulta a veces la libertad para los que cruzan en pateras el Estrecho, entran como polizontes en las costas de los países desarrollados o atraviesan empalizadas policiales en busca de mejores condiciones económicas. Y lo hacen con un objetivo concreto: un trabajo, una familia, una vida más digna que garantice un porvenir para sí y los suyos, no porque no se sientan vinculados a su tierra, a la que anhelan volver.

Nosotros tenemos una Patria, una libertad, una familia, un hogar., una razón suprema para vivir y amar:

Una Patria: el Reino de los cielos
Una libertad: la que Jesús nos ha regalado con su muerte y resurrección.
Una familia: la familia de los hijos de Dios.
Un hogar: la Iglesia que nos acoge, guía y acompaña.
Una razón suprema para vivir y amar: los hombres, nuestros hermanos, en los que resplandece el proyecto de Dios, y a través de ellos la presencia del Resucitado que ha prometido estar con nosotros hasta la consumación de los siglos.

Reitero lo dicho más arriba:
No podemos quedarnos contemplando el cielo, sino activando nuestros mejores recursos para que la misión evangelizadora que nos encargó Jesús llegue a todos los hombres.

Cuando El nos llame, “lo veremos tal cual es” y alcanzaremos la plenitud en un estado espiritual nuevo que, parafraseando a San Pablo, “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado, lo que Dios ha preparado para los que lo aman”.
 
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Mientras Apolo estaba en Corinto, Pablo atravesó la meseta y llegó a Éfeso. Allí encontró unos discípulos y les preguntó:
- «¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe?»
Contestaron:
- «Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo.»
Pablo les volvió a preguntar:
- «Entonces, ¿qué bautismo habéis recibido?»
Respondieron:
- «El bautismo de Juan.»
Pablo les dijo:
- «El bautismo de Juan era signo de conversión, y él decía al pueblo que creyesen en el que iba a venir después, es decir, en Jesús.»
Al oír esto, se bautizaron en el nombre del Señor Jesús; cuando Pablo les impuso las manos, bajó sobre ellos el Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar. Eran en total unos doce hombres.
Pablo fue a la sinagoga y durante tres meses habló en público del reino de Dios, tratando de persuadirlos.



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En aquel tiempo, dijeron los discípulos a Jesús:
- «Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios.»
Les contestó Jesús:
- ¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo.»

Palabra del Señor.
 
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En aquellos días, desde Mileto, mandó Pablo llamar a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso. Cuando se presentaron, les dijo:
-«Vosotros sabéis que todo el tiempo que he estado aquí, desde el día que por primera vez puse pie en Asia, he servido al Señor con toda humildad, en las penas y pruebas que me han procurado las maquinaciones de los judíos.
Sabéis que no he ahorrado medio alguno, que os he predicado y enseñado en público y en privado, insistiendo a judíos y griegos a que se conviertan a Dios y crean en nuestro Señor Jesús.
Y ahora me dirijo a Jerusalén, forzado por el Espíritu.
No sé lo que me espera allí, sólo sé que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me asegura que me aguardan cárceles y luchas. Pero a mí no me importa la vida; lo que me importa es completar mi carrera, y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús: ser testigo del Evangelio, que es la gracia de Dios.
He pasado por aquí predicando el reino, y ahora sé que ninguno de vosotros me volverá a ver. Por eso declaro hoy que no soy responsable de la suerte de nadie: nunca me he reservado nada; os he anunciado enteramente el plan de Dios.»



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En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo:
- «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que le confiaste.
Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.
Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste.
Y ahora, Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese.
He manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo.
Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra.
Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado.
Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que tú me diste, y son tuyos.
SI, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado.
Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti.»

Palabra del Señor.
 
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En aquellos días, decía Pablo a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso:
- «Tened cuidado de vosotros y del rebaño que el Espíritu Santo os ha encargado guardar, como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con su propia sangre.
Ya sé que, cuando os deje, se meterán entre vosotros lobos feroces, que no tendrán piedad del rebaño.
Incluso algunos de vosotros deformarán la doctrina y arrastrarán a los discípulos. Por eso, estad alerta: acordaos que durante tres años, de día y de noche, no he cesado de aconsejar con lágrimas en los ojos a cada uno en particular. Ahora os dejo en manos de Dios y de su palabra de gracia, que tiene poder para construiros y daros parte en la herencia de los santos. A nadie le he pedido dinero, oro ni ropa. Bien sabéis que estas manos han ganado lo necesario para mí y mis compañeros. Siempre os he enseñado que es nuestro deber trabajar para socorrer a los necesitados, acordándonos de las palabras del Señor Jesús: “Hay más dicha en dar que en recibir.”»
Cuando terminó de hablar, se pusieron todos de rodillas, y rezó. Se echaron a llorar y, abrazando a Pablo, lo besaban; lo que más pena les daba era lo que había dicho, que no volverían a verlo. Y lo acompañaron hasta el barco.



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En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, oró, diciendo:
- «Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros.
Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodiaba, y ninguno se perdió, sino el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura.
Ahora voy a ti, y digo esto en el mundo para que ellos mismos tengan mi alegría cumplida.
Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal.
No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Conságralos en la verdad; tu palabra es verdad.
Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo.
Y por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad.»

Palabra del Señor.
 
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En aquellos días, queriendo el tribuno poner en claro de qué acusaban a Pablo los judíos, mandó desatarlo, ordenó que se reunieran los sumos sacerdotes y el Sanedrín en pleno, bajó a Pablo y lo presentó ante ellos.
Pablo sabía que una parte del Sanedrín eran fariseos y otra saduceos y gritó:
- «Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseo, y me juzgan porque espero la resurrección de los muertos.»
Apenas dijo esto, se produjo un altercado entre fariseos y saduceos, y la asamblea quedó dividida. (Los saduceos sostienen que no hay resurrección, ni ángeles, ni espíritus, mientras que los fariseos admiten todo esto.)
Se armó un griterío, y algunos escribas del partido fariseo se pusieron en pie, porfiando:
- «No encontramos ningún delito en este hombre; ¿y si le ha hablado un espíritu o un ángel?»
El altercado arreciaba, y el tribuno, temiendo que hicieran pedazos a Pablo, mandó bajar a la guarnición para sacarlo de allí y llevárselo al cuartel.
La noche siguiente, el Señor se le presentó y le dijo:
- «¡Animo! Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén tienes que darlo en Roma.»



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En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, oró, diciendo:
- «Padre santo, no sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.
También les di a ellos la gloria que me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y los has amado como me has amado a mí.
Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo.
Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos.»

Palabra del Señor.
 
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En aquellos días, el rey Agripa llegó a Cesarea con Berenice para cumplimentar a Festo, y se entretuvieron allí bastantes días. Festo expuso al rey el caso de Pablo, diciéndole:
-«Tengo aquí un preso, que ha dejado Félix; cuando fui a Jerusalén, los sumos sacerdotes y los ancianos judíos presentaron acusación contra él, pidiendo su condena. Les respondí que no es costumbre romana ceder a un hombre por las buenas; primero el acusado tiene que carearse con sus acusadores, para que tenga ocasión de defenderse. Vinieron conmigo a Cesarea, y yo, sin dar largas al asunto, al día siguiente me senté en el tribunal y mandé traer a este hombre. Pero, cuando los acusadores tomaron la palabra, no adujeron ningún cargo grave de los que yo suponía; se trataba sólo de ciertas discusiones acerca de su religión y de un difunto llamado Jesús, que Pablo sostiene que está vivo. Yo, perdido en semejante discusión, le pregunté si quería ir a Jerusalén a que lo juzgase allí. Pero, corno Pablo ha apelado, pidiendo que lo deje en la cárcel, para que decida su majestad, he dado orden de tenerlo en prisión hasta que pueda remitirlo al César.»



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Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos, después de comer con ellos, dice a Simón Pedro:
- «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Él le contestó: - «Sí, Señor, tú, sabes que te quiero.»
Jesús le dice:
- «Apacienta mis corderos.»
Por segunda vez le pregunta:
- «Simón, hijo de Juan, ¿me arnas?»
Él le contesta:
- «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.»
Él le dice:
- «Pastorea mis ovejas.»
Por tercera vez le pregunta:
- «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?»
Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó:
- «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.»
Jesús le dice:
- «Apacienta mis ovejas.
Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras.»
Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios.
Dicho esto, añadió:
- «Sígueme.»

Palabra del Señor.
 
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Cuando llegamos a Roma, le permitieron a Pablo vivir por su cuenta en una casa, con un soldado que lo vigilase.
Tres días después, convocó a los judíos principales; cuando se reunieron, les dijo:
- «Hermanos, estoy aquí preso sin haber hecho nada contra el pueblo ni las tradiciones de nuestros padres; en Jerusalén me entregaron a los romanos. Me interrogaron y querían ponerme en libertad, porque no encontraban nada que mereciera la muerte; pero, como los judíos se oponían, tuve que apelar al César; aunque no es que tenga intención de acusar a mi pueblo. Por este motivo he querido veros y hablar con vosotros; pues por la esperanza de Israel llevo encima estas cadenas.»
Vivió allí dos años enteros a su propia costa, recibiendo a todos los que acudían, predicándoles el reino de Dios y enseñando lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos.



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En aquel tiempo, Pedro, volviéndose, vio que los seguía el discípulo a quien Jesús tanto amaba, el mismo que en la cena se había apoyado en su pecho y le había preguntado: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?» Al verlo, Pedro dice a Jesús:
- «Señor, y éste ¿qué?»
Jesús le contesta:
- «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme.»
Entonces se empezó a correr entre los hermanos el rumor de que ese discípulo no moriría. Pero no le dijo Jesús que no moriría, sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué?»
Éste es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero.
Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que los libros no cabrían ni en todo el mundo.

Palabra del Señor.
 
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Al Regar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.
Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos, preguntaban:
- « ¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?
Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.»



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Hermanos:
Nadie puede decir: «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo.
Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común.
Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo.
Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.



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Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos; por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.



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Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
- «Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió:
- «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
- «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»

Palabra del Señor.


Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
 
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El aliento que insufla vida y la paz son gestos que aparecen desde los comienzos de la Biblia, en representación de Dios, que busca la plenitud del hombre y su desarrollo en libertad.
Consecuencia del mal uso de esa libertad es el estropicio que los hombres hemos hecho del mundo, fruto del egoísmo y las profundas injusticias.
Jesús ha venido a sacarnos de esa postración, que atenta contra el proyecto inicial de Dios, y se ha ofrecido a sí mismo para salvarnos. Este es el sentido de su misión, que no acaba con su muerte y resurrección, sino que comienza desde sus seguidores, encargados de llevar adelante su obra. La comunidad de creyentes- lo que llamamos Iglesia- se investirá desde el principio con la fuerza del Espíritu que Jesús prometió, que acompañará a los hombres y les guiará en libertad hasta el fin de los tiempos.
Todo está pues por completar.
No podemos quedarnos cruzados de brazos, esperando que el Reino de Dios descienda como algo prefabricado o pagado a plazos.
Los discípulos comprendieron el día de Pentecostés que debían cambiar y construir el mundo, salir de su encierro de miedo e incertidumbre y lanzarse a su conquista, con la más valiosa de todas las “armas”, la fuerza de Jesús.
Desde entonces proclamarán sin descanso la esperanza firme de que Jesús vive y está presente entre los hombres. Y lo celebrarán en los grandes acontecimientos de su vida, que compartirán en el ágape eucarístico.
Ya no habrá obstáculo humano que pueda parar la irrupción evangélica.

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Hoy es el día de la Iglesia, la comunidad nacida de la predicación de Jesús, que a lo largo de más de dos milenios de historia ha acompañada a los hombres, envueltos en sus luces y en sus sombras, como testigo directo de la presencia salvadora de Jesús.
Si analizamos la realidad de la Iglesia que vivimos en España, quizás nos tengamos que llevar las manos a la cabeza y asombrarnos de las barbaridades que proferimos con nuestros labios y a través de nuestras actitudes.

La imagen pública de la Iglesia en España que reflejan los medios de comunicación, deja mucho que desear. Todos lo sabemos. Hay silencios sospechosos que distorsionan la verdadera imagen de lo cristiano y la polarizan en lo negativo y en los sesgadamente “oficial”. Existe una religiosidad muy superficial y una ignorancia culpable de lo que ha sido y es la Iglesia en el mundo.

El abismo que se ha abierto entre clérigos y laicos, jerarquía y fieles, es responsable de que los medios hablen de la Iglesia de modo peyorativo.
Y no basta con descargar las responsabilidades en los clérigos, y eximir de las mismas. A las asociaciones religiosas de laicos.
Habrá que preguntarse a qué responde tanto insulto gratuito y tanta desvergüenza en la calumnia sistemática y malintencionada.

Por otra parte sigue pesando el lastre de la dolorosa herencia del “nacional catolicismo” y de los slogan que gratuitamente proferimos por la calle:”con la Iglesia hemos topado”.

Con todo ello ha ido creciendo un ambiente manifiestamente hostil, bajo el pretexto de laicidad, imparcialidad, progresismo... que afecta a la escuela y a la mayor parte de las instituciones, contaminadas por los tópicos al uso, en una sociedad ,mimetista y farisaica, donde se permite sin rubor exhibir “piercing” en la oreja, en el ombligo o en la nariz y se vetan los crucifijos o símbolos religiosos. Libertad y comprensión para unos; dictadura e incomprensión para otros.

No es lo mismo un estado laico, aconfesional, pero respetuoso con la religión y la cultura, que una actitud laicista y hostil, que pretende ignorarla y eliminarla de la vida pública, reduciéndola al ámbito de la privacidad.

Ya va siendo hora que pongamos la realidad en su sitio y, sin protagonismos por parte de nadie o demagogias baratas, reconocer la luz que resplandece sobradamente por encima de las sombras. Quizás hoy más que nunca.

A pesar de orquestadas campañas en su contra, la Iglesia sigue siendo en España el último y el primer reducto al que se acogen los pobres y donde acuden, incluso los denostadores de su imagen. Echemos un vistazo a nuestras parroquias, a los centros de mayores sin recursos, la asistencia a los enfermos, emigrantes, perseguidos...
La Iglesia siempre es la primera en ofrecer ayuda altruista a los necesitados y la última que recibe apoyo, comprensión y subvención con el dinero público. Algo que se facilita con generosidad a instituciones de dudosa moralidad.
Hay injusticias que claman al cielo.

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Necesitamos un nuevo Pentecostés que despierte nuestras conciencias y nos abra a la sabiduría, a la bondad, al temor de Dios, al amor...
Debemos estar atentos a los signos de los tiempos y ser dóciles al soplo del Espíritu que sigue presente en su Iglesia. Atisbo cada vez más el papel de los laicos en la misma como poseedores del mismo Espíritu e impulsores de una renovación profunda que empape la sociedad en la que vivimos con un talante de esperanza e inquietud por la transformación de las personas.
De esta manera, cuando el verdadero protagonista de la Iglesia sea el pueblo de Dios, su imagen será más auténtica y visible.

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Confiemos en el Espíritu, capaz de sembrar en la esterilidad y resucitar lo que está muerto, como rezamos en la bellísima secuencia de la Eucaristía.
Juan XXIII calificó el Concilio Vaticano II por él convocado como “nueva primavera de la Iglesia”.
Pronzato dice que el “día de Pentecostés nació, no la Iglesias de las respuestas, sino la Iglesia que suscita preguntas”.
Hay una Iglesia , como estructura y organización, y la Iglesia formada por personas con distintos dones, servicios y carismas, llena de vitalidad y abierta a nuevos caminos.
En este último ámbito, yo, cristiano practicante, he de plantearme cuál es mi papel creyente, el don que poseo y mi misión en la vida.
Porque son estas cualidades, personales y únicas, las que deben estar en el centro de mi misión en la vida.
Hemos nacido, por singular gracia de Dios, “como criaturas originales, no copias”, (en palabras de Javier Gafo), para contribuir con nuestro esfuerzo a impulsar una nueva humanidad.

Nos aguardan tiempos difíciles por causa de la recesión económica mundial y de la mala gestión de nuestros gobernantes.
La subida de impuestos, la rebaja de salarios a los funcionarios y pensionistas y la destrucción continúa de empleo, nos obligará a apretarnos el cinturón y demostrar hasta dónde llega nuestra solidaridad y nuestras auténticas convicciones cristianas.

Pidamos al Espíritu que “no deje de realizar hoy en el corazón de los fieles aquellas mismas maravillas que obró en los comienzos de la predicación apostólica,... para que nos lleve al conocimiento pleno de la verdad revelada” (liturgia del día).