Era un atardecer a comienzos del verano del año 30 cuando el emperador Tiberio fue espantado en su recién construida Villa Jovis, sobre el monte Júpiter de Capri, por los fenómenos de la naturaleza. El sol se oscureció repentinamente, un resoplante viento de tormenta parecía venir directamente del cielo que se cubría rápidamente con las nubes volantes.
El mar rugió a continuación, una ola enorme entró en el golfo de Nápoles desde el cabo Miseno y la montaña sobre la que se alzaba el castillo de hadas de Tiberio comenzó a temblar. Se quebraron las rocas que cayeron, atronadoras, al mar; esclavos, funcionarios y oficiales huían a la estampida de las casas. Todos gritaban a la vez y esperaban una catástrofe. Pero el terremoto y maremoto pasó con la misma rapidez que el eclipse parcial de sol. El mundo recayó en su cotidianidad. Nadie suponía que en esa hora había tenido lugar en una de las provincias marginales del imperio una ejecución que echaría su sombra sobre éste, sobre el mundo entero y la historia de la humanidad.
Ocurrió sobre la montaña rocosa del Gólgota (es decir, el lugar de las calaveras), el campo de las ejecuciones extramuros de Jerusalén. Se habían levantado tres cruces en las que los verdugos romanos habían clavado tres condenados por criminales. La tropa romana acordonaba el lugar; sólo a los pies de la cruz central pudo reunirse un grupo de parientes y amigos de la víctima. Porque de esa cruz pendía el torturado y moribundo Joshua ben Josef de Nazaret en Galilea, que no había sido condenado por sucesos criminales, sino por motivos políticos. Por eso los romanos, a petición de los irritados sumos sacerdotes y fariseos judíos, habían colgado una tablilla sobre la cabeza de Jesús con la inscripción INRI (Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum). El evangelista Lucas narró más tarde lo que a él le contaron los testigos presénciales:
“Era ya como la hora de sexta (las 12 horas), y las tinieblas cubrieron toda la tierra hasta la hora de nona (las 15 horas), oscurecióse el sol y el velo del templo se rasgó por medio, Jesús, dando una gran voz, dijo: ¡Padre, en tus manos entrego mi espíritu!; y diciendo esto, expiró”.
¿Quién era ese Joshua o Jesús de Nazaret, al que los tiempos posteriores dieron en traducción de la palabra hebrea “mahsiah” (es decir, “el ungido”) el sobrenombre de Cristo Soter (el salvador), que cambiaría el espíritu y la faz de Roma y movería los pueblos del mundo?
Para el judaísmo ultranacionalista que entonces soñaba en la liberación y el retorno de los tiempos de los reyes, se convirtió en una decepción cuando proclamó: “Mi reino no es de este mundo”. La casta ilustrada de rabinos, sacerdotes del templo y fariseos le había tomado a mal al soñador Jesús, que vagaba por el país, sus críticas al estado de la religión mosaica que ellos representaban, aunque confesara: <¡No he venido a abrogar la ley, sino a consumarla!>
El predicador había continuado la ley de Moisés, la había renovado y ampliado mediante revelaciones enormes. Todo ello significaba intranquilidad en el pueblo, subversión de lo existente, rebelión, molestas exigencias sociales a los gobernantes.
¿No se había dirigido el «profeta» en su sermón de la montaña en primer lugar a los «pobres de espíritu y mansos», no había proclamado la igualdad de todas las almas humanas ante Dios, no se había dirigido finalmente, rompiendo el tabú mosaico, a los gentiles, a los griegos, romanos y pueblos extraños: «Id, pues; enseñad a todas las gentes»?.
La revelación de la que hablaba significaba el amor al prójimo, incluso el amor a los enemigos, es decir la paz, cuando sólo la lucha podía liberar la nación judía. Despertaba audaces esperanzas en un más allá y trazaba el retrato de un Dios Padre bondadoso, que abarcaba a todos, al que debían dirigirse todos los hombres. Eso excedía del estrecho marco del orden mosaico, se dirigía a todo el mundo, Jesús Cristo se llamaba Mesías, Redentor. Juan el Bautista, un primo de Jesús, lo "inicio" por el bautismo en el Jordán, dando asi comienzo a la historia que cambiaria, Jerusalem, Roma y al mundo entero.
Jesús fue una figura singular. Sólo tuvo tres años para enseñar y obrar antes de que lo aplastaran los engranajes de la política, el odio de las clases dominantes y el duro puño de los romanos. Sabía desde el principio el destino que correría; siguió, empero, su camino, pues «no se haga como yo quiero, sino como quieres tú». Ya al principio de su vida pública, sobre la montaña de las tentaciones cerca de Jericó, resistió a los atractivos del mundo, una posible vida agradable, la tentación del poder, la capitulación ante la realidad.
Se mantuvo fiel a sí mismo. Cuando hablaba con su padre divino, abandonado por todos, incluso por sus apóstoles y discípulos, en el olivar de Getsemaní, ante el temor de la muerte, volvió a confirmar su sacrificio. Se entregó voluntariamente, sin lucha, a los esbirros conducidos por el traidor Judas y recriminó a su temperamental Pedro, que había sido el único en sacar la espada y cortarle una oreja a Malco.
A aquel, que había sido un sencillo pescador llamado Simón, lo había escogido Jesús como su portaestandarte, como su representante en el futuro cercano, como el lider de un grupo de hombre debiles, corrompibles, y mas que nada, pecadores en busca de inspiracion divina, Jesus le dijo a Simon: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.»
Jesús ha sido la figura más significativa y efectiva de la historia universal. Pues de Jesús partió la transformación a fondo de la historia. Por primera vez se proclamaban el amor, la misericordia, la igualdad ante Dios con la finalidad de la redención y la resurrección.
Cuando Jesús Cristo muere en la cruz del Gólgota es muy pequeño el grupo de los convencidos, de los discípulos y sucesores. Solo Juan, su santa madre Maria, y las mujeres parecen quedar a su lado. Sin embargo, al tercer dia resucita de entre los muertos, es entonces cuando el Reino de los Cielos es inagurado en la tierra, Jesus deja a Pedro como pastor de la naciente Iglesia.
Al principio, la pequeña comunidad alrededor de Pedro estaba acosada por todos lados: los judíos ortodoxos los combatían del mismo modo que los soberanos romanos, que no veían en ella más que una molesta secta judía. Entonces la comunidad gana en su apasionado perseguidor, Pablo de Tarso, judío ennoblecido con el derecho de ciudadanía romana, un diligente paladín. Pablo lleva la nueva doctrina con toda la elocuencia de su formación helenístico-israelita a las ciudades del imperio: a Efeso, Tesalónica, Atenas, Corinto. Pedro y Pablo van a Roma, Santiago llegó hasta España, el discípulo predilecto de Jesús, Juan, escribe en Patmos sus recuerdos y visiones del triunfo del Señor Jesus.
El espíritu atraviesa todas las barreras, cada vez se hallan nuevos maestros, apóstoles, adeptos y testigos. La nueva doctrina comienza a arraigar en las provincias. Roma había tenido desde siempre dificultades con su provincia judía. La cerrazón nacionalista de los judíos, su inquebrantable afán de libertad, su rechazo demasiado patente de la cultura y la religión del dominante mundo pagano los habían hecho tan poco apreciados que ya bajo Tiberio se proclamaron algunas leyes contra los judíos. Eso en un imperio que toleraba todas las religiones, nacionalidades y razas. Cuando en tiempos de Nerón ardió Roma y pronto corrió el rumor que acusaba al césar, maníaco de grandeza, de haber ordenado personalmente el incendio para conseguir espacio de solares para su Casa Aurea y un nuevo foro, le fue fácil a la política cortesana imperial echar las culpas de la catástrofe sobre los muy poco apreciados cristianos. Se inició la primera persecución sangrienta de los cristianos.
Pablo, como ciudadano romano, fue ejecutado mediante la espada, Pedro fue crucificado y despues fue enterrado en los jardines Vaticanos; incontables cristianos fueron quemados, echados a las fieras o encerrados en mazmorras. Las jóvenes comunidades se refugiaron en la clandestinidad.
Las ciudades antiguas tenían sus cementerios en el extrarradio. En las localidades grandes había asociaciones de sepultureros que se encargaban de los enterramientos y las sepulturas. En Roma, Alejandría o Cartago, donde había un suelo rocoso blando o una tierra fácil de trabajar, se disponían esos cementerios gigantes en forma de galerías subterráneas-catacumbas. La mas famosa fue una colina cercana al rio Tiber, al occidente de la ciudad de Roma, un cementerio pagano donde un hombre llamado Lino ejercia su labor de obispo y pastor de toda la Iglesia Catolica, un hombre debil que tras un "conclave" fue electo sucesor de san Pedro, ese lugar con el tiempo se convertiria en el centro de todo el cristianismo, el Vaticano.
Ningún romano, ni el más celoso policía secreto, hubiera gustado ir después de la puesta del sol a una de esas catacumbas. El miedo a los fantasmas protegía esos lugares. Por ello eran los sitios de reunión y refugios ideales de esas gentes piadosas para quienes la muerte no significaba más que la puerta de la resurrección. Así los cristianos se ampararon en las catacumbas.
La persecución en tiempos de Nerón no había sido más que un inicio. Emperadores siguientes, como Domiciano, Trajano, Cómodo o Decio, extendieron más todavía la lucha contra los cristianos. Sus motivos eran principalmente de índole política, porque en materia religiosa Roma era tan tolerante que incluso admitía en su panteón los dioses de los pueblos vencidos y permitía sus estatuas en la capital del imperio.
¿Por qué, entonces, los romanos perseguían sólo a los cristianos?
Como pacifista que era, Cristo había enseñado: «Quien toma la espada a espada morirá.» Eso significaba para un imperio cuyo orden y poder descansaba en la integridad de las legiones, en la capacidad ofensiva y belicosidad, la disolución de la voluntad combativa. Los cristianos eran pacifistas, y no sólo se negaban personalmente a matar, sino también predicaban este espíritu a otros.
Con esas ideas peligraba la potencia militar de Roma. A ello se sumaban otras cosas.
Cuando ascendía al trono un nuevo emperador, los talleres de escultura y modeladores de yeso romanos enviaban a cada guarnición desde Inglaterra al Cáucaso, desde Maguncia a Damasco, los bustos del nuevo emperador. Muchas veces incluso se colocaban esas cabezas sobre las estatuas vestidas de sus antecesores o simplemente como medios retratos en el augusteo. Eso era el ábside semicircular de la basílica -la sala del consejo y asamblea, al mismo tiempo de justicia- de las ciudades provincianas. En esa hornacina entraban entonces todos los oficiales, funcionarios y dignatarios de la provincia, ciudad o guarnición para deponer su reverencia. La ceremonia tenía el valor de un juramento de fidelidad o de constitución y se realizaba según el rito religioso. Se ofrecía al nuevo emperador incienso, sacrificios y se realizaba una genuflexión. También esa ceremonia la rechazaban los cristianos, por- que ellos sólo dedicaban sacrificios, incienso y genuflexión a Dios. Roma los comprendía, por lo tanto, como enemigos de la constitución o del emperador y los colocaba, si se negaban consecuentemente, al margen de la ley.
Había un tercer elemento de intencionalidad política que había de convertir a los cristianos en enemigos del estado. ¿No proclamaban que todo el mundo era poseedor de un alma inmortal e igual ante la faz de Dios? ¿Cómo podían ser iguales un senador y un esclavo galeote, un patricio y un jornalero en una sociedad fundamentada en la más dispar diferenciación de las clases? Esa doctrina del igualitarismo, ese desprecio por parte de las comunidades cristianas contradecía la ordenación social y económica romana.
Un cristiano era, en consecuencia, enemigo del estado y revolucionario según la concepción de aquellos romanos que querían conservar inalterada la forma de su imperio.
Está en la naturaleza de las cosas el que al principio sólo se afiliaran -a la nueva fe las gentes predominantemente humildes: esclavos, braceros, obreros proletarios, unos pocos legionarios, funcionarios bajos y maestrescuelas griegos. Pero el espectáculo público en el Circo Máximo, donde cristianos salmodiantes se dejaban destrozar, sin resistir y con la cara iluminada, por leones, lobos y osos; la estremecedora visión de todas las doncellas, madres y niños que iban como ovejas a los más terribles modos de ejecución y aún agonizantes loaban a Cristo, perdonaban a sus enemigos y aceptaban la muerte con tranquilidad y aceptación entre oraciones movió pronto también a las clases ilustradas.
“Sanguis martyrum semen christianorum”, dijo el teólogo Tertuliano hacia el 200 d. JC. La sangre de los mártires fue la semilla de nuevos cristianos.» Pronto también hubo acusaciones de cristianismo entre las clases más elevadas. En los tiempos de los emperadores filósofos de Adriano a Marco Aurelio, y por influencia de la stoa, remitieron temporalmente las persecuciones, que volvieron a tomar una gran virulencia por el contrario, en los días de los emperadores soldados.
El último en intentar de nuevo la solución por el camino de la violencia de la cuestión de los cristianos fue el gran emperador reformador Diocleciano. Las persecuciones que ordenó en el año 303 y que se extendieron por todo el imperio fueron las más sangrientas y las que mayor número de víctimas costaron. Y, no obstante, hubo ya distritos en que la persecución no se hizo más que con medios formales y precavidos. En la corte del césar de Occidente, Constancio Cloro, una antigua camarera, Elena, había ascendido a esposa del general y posterior césar; se había convertido ésta secretamente al cristianismo, influyó también en su hijo Constantino en esa dirección y consiguió que sus compañeros de fe fueran tratados con menos dureza en la zona de poder de Tréveris que, por ejemplo, en Roma, Milán o también en Nicomedia. Después de la dimisión de Diocleciano estalló la guerra civil entre las partes del imperio y sus césares. Constantino, que por su propia gracia había sucedido a su difunto padre Constancio, estaba solo contra otros tres poderosos pretendientes a la corona. No le quedaba más que la huida hacia adelante: marchó con las legiones germánicas y galas que le eran fieles sobre Roma.
Lo que necesitaba para vencer realmente en la totalidad del imperio era un partido que tuviera adeptos en todas partes del vasto imperio. Eso eran los cristianos. Constantino creía en toda clase de supersticiones, tenía muchas religiones, tendía al mismo tiempo al misticismo y al realismo. Durante la víspera de la batalla decisiva del puente Milvio ante Roma salió de su tienda y explicó un sueño que le había mostrado un ángel que le entregaba la cruz: «In hoc signo vinces» (bajo esta señal vencerás). Oídas esas palabras, las legiones arrancaron de sus estandartes las águilas del imperio y las sustituyeron por cruces. En una brillante batalla vencieron a las fuerzas superiores en número del emperador Majencio y entraron en Roma. El emperador Constantino recibió al papa y le regaló el palacio requisado de un enemigo, la casa de los Lateranos. Por esa época se estimaba el número de los cristianos en cerca de un diez por ciento de la población del imperio -pero eran activistas, revolucionarios, gentes dispuestas a morir por su causa-. Con ellos ganó Constantino el imperio. En 313, un año después de la batalla del puente Milvio, decretó aquel famoso edicto de tolerancia de Milán, que permitía la religión cristiana y la religion pagana vivir en plena tolerancia, fue entonces que un papa salio al mundo, su nombre era san Silvestre I, por fin era hora de salir de la oscuridad, tras 4 siglos de persecuciones, papas, obispos y sacerdotes habian sido perseguidos, ahora era distinto, ahora podian florecer en el mundo.
El cristianismo se hizo entonces religión oficial bajo Constantino II y religión oficial única del estado bajo Teodosio el Grande en 391. El papa ahora tenia un titulo, Pontifice Maximo de Cristo, y tambien Vicario de Cristo. Cuando el cristianismo pudo salir de las catacumbas y del aislamiento fue necesario darle un orden. Eso ocurrió en el concilio de Nicea en 325, en el que venció la forma Atanasiana (latina y ortodoxa) sobre Arrio e incontables otras sectas.
Mas la lucha interna de teólogos, patriarcas, papas y obispos se continuó, la Iglesia Catolica Apostolica y Romana habia nacido del dolor de la muerte de Cristo, y la gloria de su resurrecion, al igual que su fundador esta sera llenada de escandalos, sera entregada a los infieles, sera martirizada y arrojada al suelo, pero la promesa sigue firme. "Las puertas del infierno no prevaleceran sobre ella." Tras 2000 años de cristianismo, asi parece ser.
El mar rugió a continuación, una ola enorme entró en el golfo de Nápoles desde el cabo Miseno y la montaña sobre la que se alzaba el castillo de hadas de Tiberio comenzó a temblar. Se quebraron las rocas que cayeron, atronadoras, al mar; esclavos, funcionarios y oficiales huían a la estampida de las casas. Todos gritaban a la vez y esperaban una catástrofe. Pero el terremoto y maremoto pasó con la misma rapidez que el eclipse parcial de sol. El mundo recayó en su cotidianidad. Nadie suponía que en esa hora había tenido lugar en una de las provincias marginales del imperio una ejecución que echaría su sombra sobre éste, sobre el mundo entero y la historia de la humanidad.
Ocurrió sobre la montaña rocosa del Gólgota (es decir, el lugar de las calaveras), el campo de las ejecuciones extramuros de Jerusalén. Se habían levantado tres cruces en las que los verdugos romanos habían clavado tres condenados por criminales. La tropa romana acordonaba el lugar; sólo a los pies de la cruz central pudo reunirse un grupo de parientes y amigos de la víctima. Porque de esa cruz pendía el torturado y moribundo Joshua ben Josef de Nazaret en Galilea, que no había sido condenado por sucesos criminales, sino por motivos políticos. Por eso los romanos, a petición de los irritados sumos sacerdotes y fariseos judíos, habían colgado una tablilla sobre la cabeza de Jesús con la inscripción INRI (Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum). El evangelista Lucas narró más tarde lo que a él le contaron los testigos presénciales:
“Era ya como la hora de sexta (las 12 horas), y las tinieblas cubrieron toda la tierra hasta la hora de nona (las 15 horas), oscurecióse el sol y el velo del templo se rasgó por medio, Jesús, dando una gran voz, dijo: ¡Padre, en tus manos entrego mi espíritu!; y diciendo esto, expiró”.
¿Quién era ese Joshua o Jesús de Nazaret, al que los tiempos posteriores dieron en traducción de la palabra hebrea “mahsiah” (es decir, “el ungido”) el sobrenombre de Cristo Soter (el salvador), que cambiaría el espíritu y la faz de Roma y movería los pueblos del mundo?
Para el judaísmo ultranacionalista que entonces soñaba en la liberación y el retorno de los tiempos de los reyes, se convirtió en una decepción cuando proclamó: “Mi reino no es de este mundo”. La casta ilustrada de rabinos, sacerdotes del templo y fariseos le había tomado a mal al soñador Jesús, que vagaba por el país, sus críticas al estado de la religión mosaica que ellos representaban, aunque confesara: <¡No he venido a abrogar la ley, sino a consumarla!>
El predicador había continuado la ley de Moisés, la había renovado y ampliado mediante revelaciones enormes. Todo ello significaba intranquilidad en el pueblo, subversión de lo existente, rebelión, molestas exigencias sociales a los gobernantes.
¿No se había dirigido el «profeta» en su sermón de la montaña en primer lugar a los «pobres de espíritu y mansos», no había proclamado la igualdad de todas las almas humanas ante Dios, no se había dirigido finalmente, rompiendo el tabú mosaico, a los gentiles, a los griegos, romanos y pueblos extraños: «Id, pues; enseñad a todas las gentes»?.
La revelación de la que hablaba significaba el amor al prójimo, incluso el amor a los enemigos, es decir la paz, cuando sólo la lucha podía liberar la nación judía. Despertaba audaces esperanzas en un más allá y trazaba el retrato de un Dios Padre bondadoso, que abarcaba a todos, al que debían dirigirse todos los hombres. Eso excedía del estrecho marco del orden mosaico, se dirigía a todo el mundo, Jesús Cristo se llamaba Mesías, Redentor. Juan el Bautista, un primo de Jesús, lo "inicio" por el bautismo en el Jordán, dando asi comienzo a la historia que cambiaria, Jerusalem, Roma y al mundo entero.
Jesús fue una figura singular. Sólo tuvo tres años para enseñar y obrar antes de que lo aplastaran los engranajes de la política, el odio de las clases dominantes y el duro puño de los romanos. Sabía desde el principio el destino que correría; siguió, empero, su camino, pues «no se haga como yo quiero, sino como quieres tú». Ya al principio de su vida pública, sobre la montaña de las tentaciones cerca de Jericó, resistió a los atractivos del mundo, una posible vida agradable, la tentación del poder, la capitulación ante la realidad.
Se mantuvo fiel a sí mismo. Cuando hablaba con su padre divino, abandonado por todos, incluso por sus apóstoles y discípulos, en el olivar de Getsemaní, ante el temor de la muerte, volvió a confirmar su sacrificio. Se entregó voluntariamente, sin lucha, a los esbirros conducidos por el traidor Judas y recriminó a su temperamental Pedro, que había sido el único en sacar la espada y cortarle una oreja a Malco.
A aquel, que había sido un sencillo pescador llamado Simón, lo había escogido Jesús como su portaestandarte, como su representante en el futuro cercano, como el lider de un grupo de hombre debiles, corrompibles, y mas que nada, pecadores en busca de inspiracion divina, Jesus le dijo a Simon: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.»
Jesús ha sido la figura más significativa y efectiva de la historia universal. Pues de Jesús partió la transformación a fondo de la historia. Por primera vez se proclamaban el amor, la misericordia, la igualdad ante Dios con la finalidad de la redención y la resurrección.
Cuando Jesús Cristo muere en la cruz del Gólgota es muy pequeño el grupo de los convencidos, de los discípulos y sucesores. Solo Juan, su santa madre Maria, y las mujeres parecen quedar a su lado. Sin embargo, al tercer dia resucita de entre los muertos, es entonces cuando el Reino de los Cielos es inagurado en la tierra, Jesus deja a Pedro como pastor de la naciente Iglesia.
Al principio, la pequeña comunidad alrededor de Pedro estaba acosada por todos lados: los judíos ortodoxos los combatían del mismo modo que los soberanos romanos, que no veían en ella más que una molesta secta judía. Entonces la comunidad gana en su apasionado perseguidor, Pablo de Tarso, judío ennoblecido con el derecho de ciudadanía romana, un diligente paladín. Pablo lleva la nueva doctrina con toda la elocuencia de su formación helenístico-israelita a las ciudades del imperio: a Efeso, Tesalónica, Atenas, Corinto. Pedro y Pablo van a Roma, Santiago llegó hasta España, el discípulo predilecto de Jesús, Juan, escribe en Patmos sus recuerdos y visiones del triunfo del Señor Jesus.
El espíritu atraviesa todas las barreras, cada vez se hallan nuevos maestros, apóstoles, adeptos y testigos. La nueva doctrina comienza a arraigar en las provincias. Roma había tenido desde siempre dificultades con su provincia judía. La cerrazón nacionalista de los judíos, su inquebrantable afán de libertad, su rechazo demasiado patente de la cultura y la religión del dominante mundo pagano los habían hecho tan poco apreciados que ya bajo Tiberio se proclamaron algunas leyes contra los judíos. Eso en un imperio que toleraba todas las religiones, nacionalidades y razas. Cuando en tiempos de Nerón ardió Roma y pronto corrió el rumor que acusaba al césar, maníaco de grandeza, de haber ordenado personalmente el incendio para conseguir espacio de solares para su Casa Aurea y un nuevo foro, le fue fácil a la política cortesana imperial echar las culpas de la catástrofe sobre los muy poco apreciados cristianos. Se inició la primera persecución sangrienta de los cristianos.
Pablo, como ciudadano romano, fue ejecutado mediante la espada, Pedro fue crucificado y despues fue enterrado en los jardines Vaticanos; incontables cristianos fueron quemados, echados a las fieras o encerrados en mazmorras. Las jóvenes comunidades se refugiaron en la clandestinidad.
Las ciudades antiguas tenían sus cementerios en el extrarradio. En las localidades grandes había asociaciones de sepultureros que se encargaban de los enterramientos y las sepulturas. En Roma, Alejandría o Cartago, donde había un suelo rocoso blando o una tierra fácil de trabajar, se disponían esos cementerios gigantes en forma de galerías subterráneas-catacumbas. La mas famosa fue una colina cercana al rio Tiber, al occidente de la ciudad de Roma, un cementerio pagano donde un hombre llamado Lino ejercia su labor de obispo y pastor de toda la Iglesia Catolica, un hombre debil que tras un "conclave" fue electo sucesor de san Pedro, ese lugar con el tiempo se convertiria en el centro de todo el cristianismo, el Vaticano.
Ningún romano, ni el más celoso policía secreto, hubiera gustado ir después de la puesta del sol a una de esas catacumbas. El miedo a los fantasmas protegía esos lugares. Por ello eran los sitios de reunión y refugios ideales de esas gentes piadosas para quienes la muerte no significaba más que la puerta de la resurrección. Así los cristianos se ampararon en las catacumbas.
La persecución en tiempos de Nerón no había sido más que un inicio. Emperadores siguientes, como Domiciano, Trajano, Cómodo o Decio, extendieron más todavía la lucha contra los cristianos. Sus motivos eran principalmente de índole política, porque en materia religiosa Roma era tan tolerante que incluso admitía en su panteón los dioses de los pueblos vencidos y permitía sus estatuas en la capital del imperio.
¿Por qué, entonces, los romanos perseguían sólo a los cristianos?
Como pacifista que era, Cristo había enseñado: «Quien toma la espada a espada morirá.» Eso significaba para un imperio cuyo orden y poder descansaba en la integridad de las legiones, en la capacidad ofensiva y belicosidad, la disolución de la voluntad combativa. Los cristianos eran pacifistas, y no sólo se negaban personalmente a matar, sino también predicaban este espíritu a otros.
Con esas ideas peligraba la potencia militar de Roma. A ello se sumaban otras cosas.
Cuando ascendía al trono un nuevo emperador, los talleres de escultura y modeladores de yeso romanos enviaban a cada guarnición desde Inglaterra al Cáucaso, desde Maguncia a Damasco, los bustos del nuevo emperador. Muchas veces incluso se colocaban esas cabezas sobre las estatuas vestidas de sus antecesores o simplemente como medios retratos en el augusteo. Eso era el ábside semicircular de la basílica -la sala del consejo y asamblea, al mismo tiempo de justicia- de las ciudades provincianas. En esa hornacina entraban entonces todos los oficiales, funcionarios y dignatarios de la provincia, ciudad o guarnición para deponer su reverencia. La ceremonia tenía el valor de un juramento de fidelidad o de constitución y se realizaba según el rito religioso. Se ofrecía al nuevo emperador incienso, sacrificios y se realizaba una genuflexión. También esa ceremonia la rechazaban los cristianos, por- que ellos sólo dedicaban sacrificios, incienso y genuflexión a Dios. Roma los comprendía, por lo tanto, como enemigos de la constitución o del emperador y los colocaba, si se negaban consecuentemente, al margen de la ley.
Había un tercer elemento de intencionalidad política que había de convertir a los cristianos en enemigos del estado. ¿No proclamaban que todo el mundo era poseedor de un alma inmortal e igual ante la faz de Dios? ¿Cómo podían ser iguales un senador y un esclavo galeote, un patricio y un jornalero en una sociedad fundamentada en la más dispar diferenciación de las clases? Esa doctrina del igualitarismo, ese desprecio por parte de las comunidades cristianas contradecía la ordenación social y económica romana.
Un cristiano era, en consecuencia, enemigo del estado y revolucionario según la concepción de aquellos romanos que querían conservar inalterada la forma de su imperio.
Está en la naturaleza de las cosas el que al principio sólo se afiliaran -a la nueva fe las gentes predominantemente humildes: esclavos, braceros, obreros proletarios, unos pocos legionarios, funcionarios bajos y maestrescuelas griegos. Pero el espectáculo público en el Circo Máximo, donde cristianos salmodiantes se dejaban destrozar, sin resistir y con la cara iluminada, por leones, lobos y osos; la estremecedora visión de todas las doncellas, madres y niños que iban como ovejas a los más terribles modos de ejecución y aún agonizantes loaban a Cristo, perdonaban a sus enemigos y aceptaban la muerte con tranquilidad y aceptación entre oraciones movió pronto también a las clases ilustradas.
“Sanguis martyrum semen christianorum”, dijo el teólogo Tertuliano hacia el 200 d. JC. La sangre de los mártires fue la semilla de nuevos cristianos.» Pronto también hubo acusaciones de cristianismo entre las clases más elevadas. En los tiempos de los emperadores filósofos de Adriano a Marco Aurelio, y por influencia de la stoa, remitieron temporalmente las persecuciones, que volvieron a tomar una gran virulencia por el contrario, en los días de los emperadores soldados.
El último en intentar de nuevo la solución por el camino de la violencia de la cuestión de los cristianos fue el gran emperador reformador Diocleciano. Las persecuciones que ordenó en el año 303 y que se extendieron por todo el imperio fueron las más sangrientas y las que mayor número de víctimas costaron. Y, no obstante, hubo ya distritos en que la persecución no se hizo más que con medios formales y precavidos. En la corte del césar de Occidente, Constancio Cloro, una antigua camarera, Elena, había ascendido a esposa del general y posterior césar; se había convertido ésta secretamente al cristianismo, influyó también en su hijo Constantino en esa dirección y consiguió que sus compañeros de fe fueran tratados con menos dureza en la zona de poder de Tréveris que, por ejemplo, en Roma, Milán o también en Nicomedia. Después de la dimisión de Diocleciano estalló la guerra civil entre las partes del imperio y sus césares. Constantino, que por su propia gracia había sucedido a su difunto padre Constancio, estaba solo contra otros tres poderosos pretendientes a la corona. No le quedaba más que la huida hacia adelante: marchó con las legiones germánicas y galas que le eran fieles sobre Roma.
Lo que necesitaba para vencer realmente en la totalidad del imperio era un partido que tuviera adeptos en todas partes del vasto imperio. Eso eran los cristianos. Constantino creía en toda clase de supersticiones, tenía muchas religiones, tendía al mismo tiempo al misticismo y al realismo. Durante la víspera de la batalla decisiva del puente Milvio ante Roma salió de su tienda y explicó un sueño que le había mostrado un ángel que le entregaba la cruz: «In hoc signo vinces» (bajo esta señal vencerás). Oídas esas palabras, las legiones arrancaron de sus estandartes las águilas del imperio y las sustituyeron por cruces. En una brillante batalla vencieron a las fuerzas superiores en número del emperador Majencio y entraron en Roma. El emperador Constantino recibió al papa y le regaló el palacio requisado de un enemigo, la casa de los Lateranos. Por esa época se estimaba el número de los cristianos en cerca de un diez por ciento de la población del imperio -pero eran activistas, revolucionarios, gentes dispuestas a morir por su causa-. Con ellos ganó Constantino el imperio. En 313, un año después de la batalla del puente Milvio, decretó aquel famoso edicto de tolerancia de Milán, que permitía la religión cristiana y la religion pagana vivir en plena tolerancia, fue entonces que un papa salio al mundo, su nombre era san Silvestre I, por fin era hora de salir de la oscuridad, tras 4 siglos de persecuciones, papas, obispos y sacerdotes habian sido perseguidos, ahora era distinto, ahora podian florecer en el mundo.
El cristianismo se hizo entonces religión oficial bajo Constantino II y religión oficial única del estado bajo Teodosio el Grande en 391. El papa ahora tenia un titulo, Pontifice Maximo de Cristo, y tambien Vicario de Cristo. Cuando el cristianismo pudo salir de las catacumbas y del aislamiento fue necesario darle un orden. Eso ocurrió en el concilio de Nicea en 325, en el que venció la forma Atanasiana (latina y ortodoxa) sobre Arrio e incontables otras sectas.
Mas la lucha interna de teólogos, patriarcas, papas y obispos se continuó, la Iglesia Catolica Apostolica y Romana habia nacido del dolor de la muerte de Cristo, y la gloria de su resurrecion, al igual que su fundador esta sera llenada de escandalos, sera entregada a los infieles, sera martirizada y arrojada al suelo, pero la promesa sigue firme. "Las puertas del infierno no prevaleceran sobre ella." Tras 2000 años de cristianismo, asi parece ser.