EN EL año 325 E.C., el emperador romano Constantino convocó un concilio de obispos en la ciudad de Nicea, Asia Menor.
Su objetivo era zanjar las continuas disputas religiosas sobre la relación del Hijo de Dios con el Dios Todopoderoso.
Respecto a los resultados de ese concilio, la Encyclopædia Britannica dice:
“Constantino mismo presidió y dirigió activamente las discusiones y personalmente propuso [...] la fórmula decisiva que expresaba la relación de Cristo con Dios en el credo que el concilio emitió, que es ‘consustancial [ho·mo·óu·si·os] al Padre’. [...]
Impresionados por el emperador, los obispos —con solo dos excepciones— firmaron el credo, aunque muchos de ellos no estaban muy inclinados a hacerlo”. (Encyclopædia Britannica, 1971, tomo 6, página 386.)
Según se publicó originalmente, el credo entero decía:
“Creemos en un solo Dios Padre omnipotente, creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles; y en un solo Señor Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
Y en el Espíritu Santo”.
(El Magisterio de la Iglesia, por Enrique Denzinger (traducción directa de los textos originales por Daniel Ruiz Bueno), 1963, páginas 23, 24.)