Fundamental/Fundamentalismo
Máximo García Ruiz
El fundamentalismo no es patrimonio de una determinada religión u opción política; hay fundamentalistas en todas las religiones y en todos los partidos políticos, sean de izquierdas o de derechas. En cualquier caso el término, en su sentido etimológico, no puede ser más atractivo: fundamentalismo, lo que sirve de fundamento, lo que es realmente importante.
En el campo protestante, el fundamentalismo está íntimamente relacionado con The Fundamentals, los folletos que aparecieron a principios del siglo XX en los Estados Unidos y que hacen referencia a las doctrinas irreductibles de la fe, que darían lugar a la aparición de la World’s Christian Fundamentals Association (1919).
Los seguidores de esta corriente teológica propugnan una teología individualista del éxito, identificada con un evangelicalismo conservador. El cristiano es alguien a quien el Señor concede éxito, salud, dinero, poder... Uno de los más conspicuos representantes de esta corriente ha sido el telepredicador Jerry Falwell (cf. “mayoría moral”, 1979).
Los fundamentalistas no dan paso a la duda ni a la tolerancia. La verdad no hace ningún tipo de concesiones; llegado el caso, hay que defenderla de todo tipo de agresiones, sin escatimar esfuerzos ni medios (las confrontaciones bélicas más importantes son siempre provocados por mentes fundamentalistas).
Hay un fundamentalismo propio de la ignorancia. A él se apuntan los conservadores de la nada; es decir, aquellos que, incapaces de pensar por sí mismos, se refugian en el cálido seno que les abren generosamente los “gurús” de turno. Nada más cómodo que renunciar a pensar por sí mismos y seguir disciplinadamente los dictados del líder.
Pero hay otro fundamentalismo ilustrado, integrado por aquellos que aún a pesar de haber adquirido una educación formal suficiente como para poder utilizar las herramientas instrumentales necesarias para una correcta interpretación de los textos en su historia, asumen un pacto de obediencia a una instancia superior, renuncian al uso de esas herramientas y no están dispuestos a permitir que la razón ocupe el lugar que le corresponde. Estas personas, en el fondo, no son capaces de admitir la inescrutable grandeza de Dios que se escapa, en cualquier caso, a definiciones y encasillamientos humanos.
La libertad ha sido una conquista de la modernidad, un reconocimiento de la pluralidad de pensamiento y la aceptación de diferentes cosmovisiones; el nada despreciable derecho a utilizar la razón para tratar de desentrañar los grandes misterios de la creación. No hay lugar para algo así como “verdades absolutas”, “certezas irremovibles” o “posesión de la Verdad (con mayúscula)”.
El fundamentalismo, por el contrario, es una oposición a la modernidad, independientemente de cuál sea el “fundamento” en el que se apoye; puede variar el objeto material, pero el resultado es coincidente: miedo ante la razón ilustrada, miedo a la duda razonable e intolerancia con el disidente (disidente = hereje). Los fundamentalistas no admiten su convicción como una alternativa, o como una aproximación a la verdad; su postura es la única legítima. “El fundamentalismo –en palabras de Joseph Moingt- conduce al fanatismo, entendido como un comportamiento que se sustrae a los controles de la razón y a las exigencias de la conciencia ética común” (“Religión, Tradición y Fundamentalismo” en Selecciones de Teología, nº 122, pgs. 176-182).
En definitiva, al considerarse a sí mismos en posesión de la verdad absoluta, los fundamentalistas rechazan la razón ilustrada y la modernidad. Cualquier posible remoción de sus ideas, cualquier opción al diálogo, provoca una reacción de miedo por la posible pérdida de los puntos de referencia. Buscan una seguridad sin fisuras, por lo regular mediante una comprensión ahistórica de la verdad o bien, bajo la dirección de un “líder infalible”. No dialogan, sentencian; no comparten, imponen; no admiten ningún cambio en sus posiciones teológicas ya que se mueven en el terreno de las certezas absolutas derivadas de una comunicación directa con Dios.
Desde esta postura fundamentalista, cualquier manifestación teológica que se aparte de la “línea oficial” es una herejía que hay que controlar y combatir sin desmayo.
Máximo García Ruiz es Teólogo, Sociólogo y Secretario ejecutivo del Consejo Evangélico de Madrid.
© Máximo García, I+CP, 2003. I+CP (www.ICP-e.org)
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- Boinas (M. López) 10/10/01
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Máximo García Ruiz
El fundamentalismo no es patrimonio de una determinada religión u opción política; hay fundamentalistas en todas las religiones y en todos los partidos políticos, sean de izquierdas o de derechas. En cualquier caso el término, en su sentido etimológico, no puede ser más atractivo: fundamentalismo, lo que sirve de fundamento, lo que es realmente importante.
En el campo protestante, el fundamentalismo está íntimamente relacionado con The Fundamentals, los folletos que aparecieron a principios del siglo XX en los Estados Unidos y que hacen referencia a las doctrinas irreductibles de la fe, que darían lugar a la aparición de la World’s Christian Fundamentals Association (1919).
Los seguidores de esta corriente teológica propugnan una teología individualista del éxito, identificada con un evangelicalismo conservador. El cristiano es alguien a quien el Señor concede éxito, salud, dinero, poder... Uno de los más conspicuos representantes de esta corriente ha sido el telepredicador Jerry Falwell (cf. “mayoría moral”, 1979).
Los fundamentalistas no dan paso a la duda ni a la tolerancia. La verdad no hace ningún tipo de concesiones; llegado el caso, hay que defenderla de todo tipo de agresiones, sin escatimar esfuerzos ni medios (las confrontaciones bélicas más importantes son siempre provocados por mentes fundamentalistas).
Hay un fundamentalismo propio de la ignorancia. A él se apuntan los conservadores de la nada; es decir, aquellos que, incapaces de pensar por sí mismos, se refugian en el cálido seno que les abren generosamente los “gurús” de turno. Nada más cómodo que renunciar a pensar por sí mismos y seguir disciplinadamente los dictados del líder.
Pero hay otro fundamentalismo ilustrado, integrado por aquellos que aún a pesar de haber adquirido una educación formal suficiente como para poder utilizar las herramientas instrumentales necesarias para una correcta interpretación de los textos en su historia, asumen un pacto de obediencia a una instancia superior, renuncian al uso de esas herramientas y no están dispuestos a permitir que la razón ocupe el lugar que le corresponde. Estas personas, en el fondo, no son capaces de admitir la inescrutable grandeza de Dios que se escapa, en cualquier caso, a definiciones y encasillamientos humanos.
La libertad ha sido una conquista de la modernidad, un reconocimiento de la pluralidad de pensamiento y la aceptación de diferentes cosmovisiones; el nada despreciable derecho a utilizar la razón para tratar de desentrañar los grandes misterios de la creación. No hay lugar para algo así como “verdades absolutas”, “certezas irremovibles” o “posesión de la Verdad (con mayúscula)”.
El fundamentalismo, por el contrario, es una oposición a la modernidad, independientemente de cuál sea el “fundamento” en el que se apoye; puede variar el objeto material, pero el resultado es coincidente: miedo ante la razón ilustrada, miedo a la duda razonable e intolerancia con el disidente (disidente = hereje). Los fundamentalistas no admiten su convicción como una alternativa, o como una aproximación a la verdad; su postura es la única legítima. “El fundamentalismo –en palabras de Joseph Moingt- conduce al fanatismo, entendido como un comportamiento que se sustrae a los controles de la razón y a las exigencias de la conciencia ética común” (“Religión, Tradición y Fundamentalismo” en Selecciones de Teología, nº 122, pgs. 176-182).
En definitiva, al considerarse a sí mismos en posesión de la verdad absoluta, los fundamentalistas rechazan la razón ilustrada y la modernidad. Cualquier posible remoción de sus ideas, cualquier opción al diálogo, provoca una reacción de miedo por la posible pérdida de los puntos de referencia. Buscan una seguridad sin fisuras, por lo regular mediante una comprensión ahistórica de la verdad o bien, bajo la dirección de un “líder infalible”. No dialogan, sentencian; no comparten, imponen; no admiten ningún cambio en sus posiciones teológicas ya que se mueven en el terreno de las certezas absolutas derivadas de una comunicación directa con Dios.
Desde esta postura fundamentalista, cualquier manifestación teológica que se aparte de la “línea oficial” es una herejía que hay que controlar y combatir sin desmayo.
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