Jesús el Mesías: El que Ejecuta la Ira Divina
Juan el Bautista fue el último profeta del Antiguo Testamento y el que tuvo el privilegio de presentar a Jesús como el Mesías de Israel. Cuando Juan habló del Mesías que vendría, habló del que vendría como Aquel que ejecutaría la ira divina:
“Y salía a él Jerusalén, y toda Judea, y toda la provincia de alrededor del Jordán, y eran bautizados por él en el Jordán, confesando sus pecados. Al ver él que muchos de los fariseos y de los saduceos venían a su bautismo, les decía: ¡Generación de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera? Haces, pues, frutos dignos de arrepentimiento, y no penséis decir dentro de vosotros mismos: A Abraham tenemos por padre; porque yo os digo que Dios puede levantar hijos de Abraham aún de estas piedras. Y ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por lo tanto, todo árbol que no de buen fruto es cortado y echado en el fuego. Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. Su aventador está en su mano, y limpiará su era; y recogerá su trigo en el granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará” (Mateo 3:5-12).
Aún cuando el propósito principal de la venida de nuestro Señor, no era ejecutar la ira de Dios, Jesús manifestó ira (la de Dios), en varias ocasiones. Se enojó por la forma en que los líderes religiosos judíos habían comercializado la adoración en el templo, por lo que Él sacó a los cambistas de ese lugar, tanto en el principio de Su ministerio público (Juan 2:13-17) como al final (Mateo 21:12-13). También tuvo algunas palabras muy severas de reproche para los escribas y fariseos. Las ‘maldiciones’ de este texto, son una manifestación de la ira divina:
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque edificáis los sepulcros de los profetas, y adornáis los monumentos de los justos, y decís: Si hubiésemos vivido en los días de nuestros padres, no hubiéramos sido sus cómplices en la sangre de los profetas. Así que dais testimonio contra vosotros mismos, de que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Vosotros también llenad la medida de vuestros padres! ¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno? Por tanto, he aquí yo os envío profetas y sabios y escribas; y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad; para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías hijo de Berequías, a quien matasteis entre el templo y el altar. De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! He aquí vuestra casa os es dejada desierta. Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Mateo 23:28-39).
Hay algo especialmente significativo con relación a las palabras de Jesús en estos versículos, que nunca había notado anteriormente. Los hombres no sólo serán el objeto de la ira de Dios por su propio pecado al rechazar a Cristo como el Mesías, sino que también serán culpables de los pecados de sus antecesores. ¿Cómo es esto? Los santos del Antiguo Testamento, esperaban la venida del Mesías a través de quien Dios expiaría el pecado (ver Juan 8:56). Los profetas del Antiguo Testamento hablaron de la venida del Mesías (ver Deuteronomio 18:15; Isaías 52:13-53-12; Malaquías 4). Los escribas y fariseos decían honrar a estos santos de la antigüedad y sin embargo, negaban a Aquel en quien los santos depositaban su fe. Es así que aquellos que rechazan a Cristo como el Mesías, se disocian de los santos de la antigüedad y se identifican con los que rechazaron, persiguieron y mataron a los santos y profetas de la antigüedad. Al rechazar a Jesús como el Mesías, se identifican con los que mataron a los justos y así se hicieron culpables tanto de los pecados pasados de los judíos incrédulos como de los propios. Aquí tenemos un pensamiento digno de reflexión.
Jesús advirtió a quienes se inclinaban a juzgar en base a las apariencias externas (Lucas 16:15). Les sugiere que no consideren todas las calamidades terrenales como manifestación de la ira divina y de que aquellos que sufren demasiado deben ser culpables de grandes pecados:
“En este mismo tiempo estaban allí algunos que le contaban acerca de los galileos cuya sangre Pilatos había mezclado con los sacrificios de ellos. Respondiendo Jesús, les dijo: ¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los galileos? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lucas 13:1-5)
Los desastres no son necesariamente manifestaciones de la ira divina (a no ser que se especifique como tal), de la misma manera que la prosperidad no debe interpretarse como una prueba de la piedad. Los sufrimientos de los hombres en esta vida, no son necesariamente proporcionales a sus bendiciones o a sus sufrimientos en la eternidad, tal como lo deja claramente establecido, la historia del hombre rico y de Lázaro.
“Por tanto, cuando veáis en el lugar santo la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel (el que lea entienda), entonces los que estén en Judea, huyan a los montes. El que esté en la azotea, no descienda para tomar algo de su casa; y el que esté en el campo, no vuelva atrás para tomar su capa. Mas, ¡ay de las que estén encintas, y de las que críen en aquellos días! Orad, pues, que vuestra huida no sea en invierno ni en día de reposo; porque habrá entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá, Y si aquellos días no fuesen acortados, nadie sería salvo; mas por causa de los escogidos, aquellos días serán acortados” (Mateo 24:15:22).
“Pero si aquel siervo malo dijere en su corazón: Mi señor tarda en venir; y comenzare a golpear a sus consiervos, y aun a comer y a beber con los borrachos, vendrá el señor de aquel siervo en un día que éste no espera, y a la hora que no sabe, y lo castigará duramente, y pondrá su parte con los hipócritas; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mateo 24:48-51; ver también el Capítulo 25).
“Pero cuando viereis a Jerusalén rodeada de ejércitos, sabed entonces que su destrucción ha llegado. Entonces los que estén en Judea, huyan a los montes; y los que en medio de ella, váyanse; y los que estén en los campos, no entren en ella. Porque estos son días de retribución, para que se cumplan todas las cosas que están escritas. Mas ¡ay de las que están encintas, y de las que críen en aquellos días! porque habrá gran calamidad en la tierra, e ira sobre este pueblo. Y caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones; y Jerusalén será hollada por los gentiles, hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan. Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas; desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra; porque las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces verán al Hijo del Hombre, que vendrá en una nube con poder y gran gloria. Cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca” (Lucas 21:20-28).
Esta gran ira futura de Dios es necesaria y cierta, debido a los hombres rechazan la provisión que Dios ha hecho para los pecadores en la muerte sacrificial de Cristo en el Calvario:
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios” (Juan 3:16-21).
“El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36).
La solución al problema del pecado y al juicio, es el arrepentimiento, reconocer el pecado de cada uno confiar en el Señor Jesucristo quien ha recibido la ira de Dios en lugar del pecador.
“Pero Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos sus profetas, que su Cristo había de padecer. Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado; a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habó Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo. Porque Moisés dijo a los padres: El señor vuestro Dios os levantará profeta de entre vuestros hermanos, como a mí; a él oiréis en todas las cosas que os hable; y toda alma que no oiga a aquel profeta, será desarraigada del pueblo” (Hechos 3:18-23).
Si los hombres desean evitar la ira de Dios, deben arrepentirse y confiar en el que llevó la ira de Dios en el monte Calvario. Los que rechazan la provisión de Dios para el perdón y salvación, deberán enfrentar la ira de Dios, un juicio mucho más grande que el que se ha visto nunca. Esta es la ira de la cual habla el Libro del Apocalipsis:
“Miré cuando abrió el sexto sello, y he aquí hubo un gran terremoto; y el sol se puso negro como tela de cilicio, y la luna se volvió toda como sangre; y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera deja caer sus higos cuando es sacudido por un fuerte viento. Y el cielo se desvaneció como un pergamino que se enrolla; y todo monte y toda isla se removió de su lugar. Y los reyes de la tierra, y los grandes, los ricos, los capitanes, los poderosos, y todo siervo todo libre, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes; y decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero; porque el gran día de su ira ha llegado; ¿y quién podrá sostenerse en pie?” (Apocalipsis 6:12-17).
“Oí una gran voz que decía desde el templo a los siete ángeles: Id y derramad sobre la tierra las siete copas de la ira de Dios. Fue el primero, y derramó su copa sobre la tierra, y vino un úlcera maligna y pestilente sobre los hombres que tenían la marca de la bestia, y que adoraban su imagen. El segundo ángel derramó su copa sobre el mar, y éste se convirtió en sangre como de muerto; y murió todo ser vivo que había en el mar. El tercer ángel derramó su copa sobre los ríos, y sobre las fuentes de las aguas, y se convirtieron en sangre. Y oí al ángel de las aguas, que decía: Justo eres tú, oh Señor, el que eres y que eras, el Santo, porque has juzgado estas cosas. Por cuanto derramaron la sangre de los santos y de los profetas, también tú les has dado a beber sangre; pues lo merecen. También oí a otros, que desde el altar decía: Ciertamente, Señor Dios Todopoderoso, tus juicios son verdaderos y justos. El cuarto ángel derramó su copa sobre el sol, al cual fue dado quemar a los hombres con fuego. Y los hombres se quemaron con el gran calor, y blasfemaron el nombre de Dios, que tiene poder sobre estas plagas, y no se arrepintieron para darle gloria. El quinto ángel derramó su copa sobre el trono de la bestia; y su reino se cubrió de tinieblas, y mordían de dolor sus lenguas, y blasfemaron contra el Dios del cielo por sus dolores y por sus úlceras, y no se arrepintieron de sus obras” (Apocalipsis 16:1-11).
“Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: El Verbo de Dios. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos. De su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: Rey de reyes y Señor de señores” (Apocalipsis 19:11-16).
La ira de Dios con los impíos es grande. Los hombres la merecen. Y no hay escapatoria. Los hombres saben que la ira que cae sobre ellos, viene de Dios; un juicio sobre sus pecados. Y aún así, nadie se arrepiente. El tiempo para arrepentirse, ya pasó. Aquellos que eligieron rechazar el sacrificio de Cristo por sus pecados, ahora deben ser juzgados según sus obras. Es un sino terrible; pero es el que estos pecadores merecen absolutamente. La ira divina no es sólo un fenómeno del Antiguo Testamente; es una certeza de profecía bíblica. A los hombres se les conmina a tener prisa y a arrepentirse mientras todavía haya tiempo para escapar de la ira de Dios, teniendo fe en Cristo.
“Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:38).
“Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” (Hechos 17:30-31).