Re: El Concilio de Constanza y el Mito de la Sucesión Apostólica.
Entrega XLVI.-
Constitución antigua de la iglesia
El papado y los concilios.
Seguiremos para ello “El Papa y el Concilio” por Döllinger (cap. III. Sec. 5)
Para abarcar la panorámica que proyecta la enorme diferencia que media entre la posición del Primado ─o sea la autoridad suprema del Papa en cuestiones de fe, moral y gobierno eclesiástico─, tal como existía en el Imperio Romano y lo que llegó a ser durante la Edad Media, basta con mencionar los siguientes hechos:
I.- Los Papas no tuvieron ninguna intervención en la convocatoria de los concilios. Todos los grandes concilios fueron convocados por los emperadores, y concurridos por obispos venidos de diversos países. Los Papas tampoco fueron consultados de antemano. Si éstos consideraban que era necesario convocar que era necesario un concilio ecuménico, peticionaban a la corte imperial que lo hiciera, como lo hizo Inocencio I en el caso de Crisóstomo, y León I después del sínodo del año 449, llamado el “Latrocinios” de Éfeso. Y no siempre obtenían lo que solicitaban, como tuvieron que aprenderlo por experiencia los dos Papas mencionados.
II.- No siempre se permitió a los papas presidir los concilios ecuménicos, ya fuera personalmente o por delegación, aunque nadie les negó el primer lugar en la Iglesia. Otras personas presidieron el Concilio Ecuménico, o general, de Nicea del año 325; los dos de Éfeso. De 341 y 449, y el Quinto Ecuménico de 553. Los delegados papales presidieron solamente en el de Calcedonia de 451 y en el de Constantinopla de 680. También resulta evidente que los Papas jamás pretendieron que éste fuera su derecho exclusivo. Cuando León I envió sus delegados a Éfeso, en el año 449, sabía que el emperador había nombrado al obispo de Alejandría para que presidiera el Concilio.
III.- Ni las decisiones dogmáticas, ni las disciplinarias, emanadas de estos concilios, necesitaron la confirmación papal para darles validez, porque la fuerza y autoridad de las mismas dependían del consentimiento de la Iglesia expresado por los Sínodos y, además por el hecho de que eran aceptados universalmente. Lo de que el Papa Silvestre I confirmó lo que resolvió en Nicea en el 325, es un cuento que se inventó en Roma, porque los hechos que ya se perpetuaban no coincidían con lo que se estaba enseñando y practicando hasta entonces.
IV.- Durante los primeros mil años del cristianismo, ningún Papa promulgó doctrina alguna destinada y dirigida a toda la Iglesia. Cuando se pronunciaba en alguna doctrina, ya fuera en ocasión de condenar herejías nuevas o contestar requisiciones de uno o más obispos, siempre se sometía a un sínodo. Tales dictámenes se convertían en norma de fe una vez que habían sido leídos, examinados y aprobados por un concilio ecuménico.
V.- Los papas no poseían ninguno de los tres poderes que son los atributos propios de toda soberanía, o sea el legislativo, al administrativo y el judicial. Con todo, el concilio de Sárdica del año 343, les dio pretexto para hacer progresar su poder judicial. Allí se decretó por vez primera y como privilegio personal concedido al entonces Papa Julio I. que quedaba autorizado para nombrar jueces en el caso de que un obispo hubiese de escuchar algún caso en segunda instancia, con la asistencia de un legado romano. Pero ni la Iglesia Oriental ni la Iglesia Africana jamás admitieron semejante reglamentación. La primera nunca la observó y la segunda la rechazó de plano, y nunca se impuso de un modo general en al Iglesia hasta después que se fraguaron las famosas Decretales de Isidoro. Los obispos africanos escribieron al Papa Bonifacio I. diciéndole que “ellos estaban resueltos a no admitir estas arrogantes pretensiones”
“non sumus jam istum typhum passuri”, reza la declaración en latín (Epist. Pontf. Edit. Coust. P 113).
Los papas no intentaron en modo alguno el ejercicio del poder legislativo en aquellos tiempos. En Occidente no se impusieron durante muchísimo tiempo ninguna clase de cánones sino los del Concilio de Nicea, según propias declaraciones pontificias y en Oriente, los de los sínodos de esa parte del mundo. Las declaraciones u ordenanzas emanadas de los Papas, como respuesta a problemas particulares de los obispos, no pueden ser consideradas como leyes generales de la Iglesia, por la simple razón de que fueron conocidas solamente por las Iglesias u obispos afectados por las mismas. La difusión de los llamados escrito Dionisianos, con una segunda parte compuesta por documentos papales, comenzó a abrirse camino gradualmente después del siglo sexto, para dar paso a la idea de que ciertas decretales emanadas de los obispos romanos, tienen fuerza de ley, aunque su autoridad estaba limitada todavía, como es el caso de la Iglesia española, por los decretos de los sínodos romanos, o como en otros casos dependían de la aceptación expresa de las Iglesias Nacionales.
Aunque los papas hubieran pretendido ejercer un gobierno formal sobre la Iglesia en aquellos tiempos, les hubiese resultado totalmente imposible. El gobierno no puede llevarse a cabo mediante sínodos ocasionales, y no existía otra forma de gobierno. Los Papas hubiesen necesitado una corte, un sistema de empleados eclesiásticos, congregaciones y elementos semejantes; pero entonces no se soñaba, ni remotamente, en todo eso. El clero romano estaba organizado como cualquier otro; entonces no existía necesidad ni ocasión de todos los puestos y funciones que aparecieron más tarde convertidos en funciones de una corte.
Continuará