Tengo un perrito, llamado Quique.
A su escala, si Quique pudiera preguntarse si tiene libre albedrío, concluiría que sí.
Anda por todo mi departamento como quiere, sin restricción ni barrera. Cuando desea dormir, se echa en donde se le pegue la gana... y luego se despierta hasta que está satisfecho. Si desea tomar agua, sabe dónde encontrarla. Quiere comer o recibir una caricia, es cuestión de llorar o acercarse a mí para recibirlo. Lo que no sabe (aunque quizá intuye), es que su espacio, su alimento, y su horario mismo, están acotados por lo que su amo, yo, le fijo. Mi voluntad y pensamientos son inaccesibles para él. No sabe por qué lo tengo conmigo ni qué pretendo de él.
Lo que quiero decir con este ejemplo es que el ser humano tiene libre albedrío, pero dentro de los límites de la voluntad de Dios. Cada vida nuestra es como una burbuja dentro del mar de Dios. Dentro de esa burbuja, por supuesto que somos libres. Pero a la escala del mar que nos contiene, estamos predeterminados.
Nuestra responsabilidad individual es intentar elegir siempre el bien dentro de esa burbuja, y confiar en que Dios hará el resto.