Silueta de Ricardo
Guillermo Sánchez Borbón
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Si mal no recuerdo, conocí a Ricardo Silvera a principios de 1945 en el Café Coca Cola. Nos presentó Hugo Víctor. Nuestra amistad comenzó con una violenta discusión sobre Freud, por quien a la sazón yo profesaba una admiración sin límites (hoy sé que Ricardo tenía la razón). El hecho es que esta bronca fue el comienzo de una duradera amistad, que sobrevivió a todos los desacuerdos y discusiones (que fueron muchas).
Lo vi por última vez en el Hospital Santo Tomás. Él se sentía moderadamente optimista sobre la operación que le habían practicado unos días antes. No volví a verlo. El caldero político panameño se había recalentado hasta el punto de ebullición. Mi estimado amigo, Ricardo Arias Calderón, me llevó a la Embajada de Venezuela, donde –por gestiones del mismo Ricardo– me dieron asilo político.
Cuando llegó la hora de partir, el mismo embajador me llevó personalmente al aeropuerto y luego al avión que me dejaría en su patria. Yo estaba en Caracas, cuando a los días me telefoneó Tuto Arosemena para darme la noticia de que Ricardo acababa de morir. Uno de esos sacerdotes que rondan los hospitales cazando almas de moribundos, se le acercó y trató de tentarlo con una confortable eternidad. Ricardo lo mandó a freír espárragos.
Y es que él era ateo. Un ateo de verdad, que no hacía ostentación de sus convicciones. A un amigo común, que sí se jactaba de serlo, Ricardo le dijo secamente: “Tú no eres ateo. Tú eres enemigo de Dios. Un verdadero ateo ni siquiera blasfema, porque para él no tiene ningún sentido hacerlo”.
Ricardo odiaba –con un odio sin límites– a los ladrones, a otros delincuentes y a las personas abusivas y ruidosas. Una de nuestras diversiones era picarlo para que nos explicara los castigos que había ideado para todos los que entraban en una de esas categorías. Para todos ellos había inventado castigos terribles. Por ejemplo, si sorprendían por primera vez a un ladrón robando, lo arrojarían a la calle desde una ventana situada en el primer piso de un edificio. Si reincidía, lo lanzarían desde el segundo. Si volvía a robar, desde un tercer piso y así por el estilo. “Te garantizo que muy pocos pasarían de su cuarto robo”. Otros castigos no eran menos imaginativos y eficaces, por ejemplo: los ladrones presos por delitos menores, recibían castigos no tan feroces pero no menos terribles que los anotados arriba: no les servirían su desayuno hasta que hubieran memorizado un capítulo entero de la Biblia.
Una vez estábamos conversando en un café de la ciudad. En eso entró un individuo empuñando un enorme tocadiscos, lo puso sobre su mesa y lo prendió a todo volumen, obligando a los otros parroquianos a suspender sus conversaciones para escuchar una canción particularmente odiosa. Ricardo comentó: “En momentos como éste lamento que nadie haya inventado un teletransportador. Apuntabas tú con él a este desgraciado, y quedaba en Chepo, preguntándose cómo diablos había ido a parar allá. Y sin un centavo en el bolsillo para regresar en autobús a la capital”. Él se divertía más que nadie con estas siniestras fantasías.
Cuando los rusos lanzaron al espacio el primer satélite artificial, Ricardo se emocionó. Le entusiasmaba tanto el portentoso logro como el hecho de que los rusos se les hubieran adelantado a los gringos. Típicamente, estudió a fondo la cuestión y una noche nos dio una brillante conferencia sobre el asunto.
Podía ser increíblemente sarcástico. En una ocasión, al enterarse de que Ricardo (nunca ocultó su edad) había cumplido 50 años, una muchacha se maravillaba: –¡Cincuenta años! ¿Usted tiene 50 años?
Ricardo le respondió secamente: –Vea, señorita. La única forma de no llegar a los 50 es morirse antes.
Años después de la gran hazaña del viaje a la Luna, una irresponsable película demostraba que los gringos no habían ido en realidad de verdad a la Luna, sino que todo era una farsa urdida en Hollywood.
–Hacer eso –opinó Ricardo– hubiera sido incomparablemente más difícil que ir, en realidad de verdad, a la Luna.