“Justos entre las naciones”
El Parlamento judío, en 1953 creó el título de “Justos entre las Naciones”. Es el más alto reconocimiento otorgado a ciudadanos no judíos: con él se recuerda a aquellos que han salvado la vida a uno o más judíos destinados a los campos de exterminio. Son alrededor de quince mil las personas de todo el mundo que han obtenido este título. “Para los judíos, este reconocimiento equivale a vuestra causa de beatificación”, sostiene Emanuele Pacifici, presidente italiano de la asociación Amigos del Yad Vashem.
“Es el judío salvado del Holocausto quien instruye la causa, pidiendo al Yad Vashem que se reconozca entre los “justos” a aquel que arriesgó su vida por salvarlo. Se recoge los documentos, los testimonios y se procede al reconocimiento”.
Pacifici ha explicado que para ser reconocido entre los “justos” es necesario satisfacer al menos tres condiciones, a saber: “Haber salvado a los judíos de la persecución, haberlo hecho arriesgando la vida y no haber recibido nada a cambio”.
Lucien Lazare, excombatiente de la Resistencia francesa, ha escrito en el libro Le livre des Justes que, “de acuerdo a mis investigaciones históricas, resulta que fueron al menos tres las categorías profesionales más comprometidas en la protección y salvación de los judíos, en este orden: los miembros del clero, los diplomáticos, y los funcionarios de las localidades y de la policía”.
Presentamos a nuestros lectores algunos ejemplos de estos héroes, tomados del magnífico libro de Antonio Gaspari “Los judíos, Pío XII y la Leyenda Negra”.
“Emanuele Pacifici no ha tenido una vida fácil. De niño sufrió el horror del Holocausto. Su padre, Riccardo, rabino de Génova, y su madre, Wanda Abenaim, murieron en Auschwitz. Él se salvó, junto a su hermano Raffaele, gracias a las monjas del Instituto de Santa Marta de Settignano, cerca de Florencia. Enfermo de tuberculosis, pasó varios años en sanatorios. Tras su curación, encontró trabajo y formó una familia, pero el 8 de octubre de 1982 estuvo a punto otra vez de morir, herido de lleno por la bomba que explotó frente a la sinagoga de Roma. Sobrevivió y es, en la actualidad, el presidente italiano de la asociación Amigos del Yad Vashem.
“Los recuerdos más felices de Emanuele Pacifici están ligados a la figura de sor Cornelia Cordini, sor Ester Busnelli y don Gaetano Tantalo. Todos recordados en los Justos entre las Naciones.
“Cuenta Pacifici: “En 1943, cuando yo tenía doce años, mi padre fue capturado por los nazis. Entonces, junto a mi madre y a mi hermano Raffaele de seis años, buscamos refugio en Florencia. Fuimos ayudados por el cardenal de Génova, Pietro Boetto, y por el cardenal de Florencia, Elia della Costa, que nos proporcionaron una lista de conventos en los cuales podríamos escondernos. La búsqueda no fue fácil ya que los conventos contactados estaban todos llenos. Tras mucho peregrinar, y ya desesperados, fuimos acogidos por sor Ester Busnelli, que nos abrió la puerta del convento de las franciscanas misioneras de la Piazza del Carmine en Florencia. Pero en el convento sólo podían alojar a mujeres, por lo que mi hermano y yo fuimos trasladados al convento de Santa Marta en Settignano. Pocos días después, los nazis irrumpieron en el convento de sor Ester y se llevaron a mi madre junto a otras ochenta mujeres judías. Fueron deportadas a Auschwitz y ninguna de ellas volvió».
“Como paja en la tempestad -continúa Pacifici- y ya huérfanos sin saberlo, encontramos alojamiento, comprensión y afecto en el convento de Santa Marta. Recuerdo que todas las noches, antes de irnos a la cama, cada niño debía besar la cruz que las monjas llevaban sobre el pecho. Pero cuando me tocaba a mí, sor Cornelia, sin que nadie se diese cuenta, ponía dos dedos sobre el crucifijo de manera que besase sus dedos y no la cruz. Después me susurraba al oído:
"Ahora vete a la cama y reza tus oraciones bajo las mantas." Y esto fue así durante un año. Estoy tan agradecido a sor Comelia que siempre la he llamado mamá Cornelia".
“En 1939, durante las vacaciones -sigue contando Emanuele Pacifici- mis tíos y yo hicimos amistad con don Gaetano Tantalo, párroco de Tagliacozzo. Don Gaetano sabía leer y escribir muy bien hebreo. En 1943, mis tíos, perseguidos por los nazis, pidieron hospitalidad a don Gaetano, quien con la ayuda de su hermana encontró un refugio seguro a la numerosa familia de los Pacifici y a la de los Orvieto. Permanecieron encerrados durante nueve meses sin salir nunca. Don Gaetano proveía todas las necesidades. Al acercarse la Pesach (la fiesta judía de la Pascua), el tío Enrico se dio cuenta de que no sabía la fecha exacta. Don Gaetano hizo los cálculos y descubrió que el 14 de nisán (marzo-abril en el calendario hebreo) caía el 8 de abril de 1944. Además, les proporcionó harina para hacer pan ázimo y alguna sartén nueva para poder cocinar. Así, con los alemanes a dos pasos, el tío Enrico y su familia pudieron comenzar el Seder, la ceremonia de la Pascua judía. En la ceremonia participó también don Gaetano. Después de su muerte, los familiares encontraron entre sus cosas una pequeña caja que contenía un fragmento de pan ázimo con el que había celebrado la Pascua judía con mis tíos. Hace poco he sabido que la Iglesia católica ha comenzado el proceso de su beatificación”.
“Lia Levi, conocida escritora y durante muchos años directora de la revista judía Shalom, tenía doce años cuando comenzaron en Roma las represalias nazis.
Los padres, a través de la directora de la escuela judía, entraron en contacto con las monjas de San José, que tenían un convento en Casaletto, una zona que estaba entonces en plena campiña. Cuenta Lia que: “La disponibilidad de las religiosas fue inmediata. Se ofrecieron a darnos asilo, en cualquier momento”. Tres hermanas Levi llegaron al convento de Casaletto. Por poco, porque el 16 de octubre de 1943 fue la fecha de la gran redada del gueto y un millar de judíos romanos fueron enviados a los campos de concentración. Después de la redada, aumentó el número de chicas judías refugiadas entre los muros del convento. «Éramos treinta en una habitación -recuerda Lia- y había otras chicas. Luego, cuando la situación empeoró, llegó también mi madre y la alojaron en una pensión aparte”. Lia Levi ha recordado aquella experiencia en el libro Una bambina e basta. En el convento, las chicas judías se sentían protegidas y respetadas. Las monjas vigilaban. Las religiosas repartieron a las muchachas judías documentos falsos de alumnas que estaban en el sur de Italia. “He guardado hacia las monjas una gran gratitud -confiesa Lia-. Durante muchos años hemos ido a visitarlas”.
El riesgo era mayor por la cercanía al comando nazi
“Fue el pontífice Pío XII quien nos ordenó abrir las puertas a todos los perseguidos. Si no hubiera sido por la orden del Papa, habría sido imposible salvar a tanta gente”. Quien habla es sor Ferdinanda que, el 17 de marzo de 1998, recibía de la embajada israelí en Roma la medalla de Justo entre las Naciones por haber contribuido a salvar a muchos judíos durante la ocupación nazi de Roma. Sor Ferdinanda ha recibido la medalla en representación del Instituto de las Hermanas de San José de Chambéry, pero insiste en las intenciones de Pío XII y muestra, como confirmación de sus palabras, una carta del secretario de Estado, cardenal Luigi Maglione, enviada a la reverenda madre superiora el 17 de enero de 1944, en plena ocupación nazi. En la carta, el secretario de Estado escribía: “Su Santidad, paternalmente agradecida, implora sobre estos amados hijos las inefables recompensas de la divina misericordia, de manera que, reducidos los días de dolor, les conceda el Señor un sereno, tranquilo y próspero futuro. Entretanto, en signo de particular benevolencia, Su Santidad, admirado por la obra de misericordia que estas amadas Hermanas de San José de Chambéry ejercitan con comprensión cristiana, les envía a ellas y a los queridos refugiados la bendición apostólica”. Cuenta sor Ferdinanda que “todo comenzó en septiembre de 1943 cuando, con muchas dificultades, llegaron a la portería muchos señores y señoras, muchos niños y jovencitas. Eran judíos que, perseguidos y rastreados, buscaban refugio en nuestro instituto. Pío XII había pedido a todas las comunidades religiosas que abrieran sus puertas a estos hermanos perseguidos. Nuestras superioras, confiando en la Divina Providencia, con valentía y amor evangélico, acogieron a los que se presentaban. Así, poco a poco y como mejor se podía, fueron muchos los hermanos alojados y, según su número, las habitaciones, las clases, se transformaban en dormitorios y salas de estar. Recuerdo, entre otras, a Lia Levi, a la señora Ravenna, mujer de un rabino, con dos nietos, la señora Calderoni, la señora Pugliese y tantas otras de quien no se sabía el nombre porque, además de a los judíos, la casa se abrió a algunas familias de militares en peligro”.
“Para evitar sospechas -cuenta sor Ferdinanda-, a los niños judíos en edad escolar se les hizo pasar por alumnos regulares. La directora les proporcionó documentos de algunos coetáneos que frecuentaban el instituto antes del estallido de la guerra. Así, las clases se desarrollaron de manera regular. Pero no podíamos estar tranquilas, estábamos siempre en peligro, porque en la cercana Villa Coen, hoy sede del Colegio Mexicano, estaba el mando de las SS. Nuestro instituto estaba en el número 260 de la Via del Casaletto, y el de Villa Coen era el 314. Nuestro jardín limita con el de Villa Coen. Hay que decir, además, que los alemanes pasaban continuamente por las cercanías de nuestro instituto, y con frecuencia venían para pedimos usar la cocina, un salón con piano para sus tardes de diversión, o exigían platos y vasos para sus reuniones. Un capitán llamado Sigismondo venía con frecuencia para tocar el armonio de nuestra iglesia. Una vez, este capitán cogió del brazo y bromeó con Rosannina, una niña judía que teníamos con nosotros porque no estaba todavía en edad escolar.
“Para evitar que descubrieran la identidad de nuestros huéspedes -explica sor Ferdinanda- nos habíamos organizado. Cada vez que los alemanes se acercaban, sor Anastasia Palombi, una rápida y atenta portera, avisaba a todos con signos y palabras acordadas. Seguía un revuelo lleno de miedo. Las mujeres se transformaban en monjas enfermas en la cama o en trabajadoras en la cocina. Muchas se vestían con un delantal y un pañuelo en la cabeza y hacían como que trabajaban en las labores del huerto. Estas escenas de terror colectivo se repetían también cuando sor Anna Maria nos advertía que en las cercanías daban vueltas patrullas alemanas para rastrear a judíos y perseguidos. Entonces, por el altavoz, se nos comunicaba: "Los hermanos de sor Guglielmina (que era alemana) se encuentran cerca de nosotros”.
“Con la llegada de las tropas aliadas se terminó la guerra y también nuestra aventura compartida con los judíos. Algunos de ellos han vuelto a ver el instituto, y el 15 de noviembre de 1996, Roberto Calderoni, que era uno de los niños refugiados, acudió con dos representantes de la comunidad judía de Roma y nos entregaron un bellísimo documento en recuerdo y reconocimiento de la hospitalidad de aquellos días lejanos”.
En el documento está escrito: “Quien salva una vida es como si salvara al mundo entero”, firmado por “La Comisión Judía de Roma a las Hermanas de San José en Casaletto, recordando a cuantos arriesgando su propia vida se prodigaron para salvar a los judíos de las atrocidades nazifascistas”.
Mártires cristianos por salvar a los judíos
Pero no todos estos sucesos tuvieron un final feliz. Es larga la lista de sacerdotes que perdieron la vida en la labor de salvar a los judíos. El obispo emérito de Crema, Carlo Manziana, fue internado en el campo nazi de Dachau. Entonces era asistente de los licenciados y universitarios de Brescia, y fue arrestado por estar de acuerdo con los jóvenes en la libre afirmación de los principios de la ley cristiana. Llegó a Dachau en 1944 y allí encontró a mil cuatrocientos eclesiásticos, la mayor parte católicos, de todas partes de Europa. Ya habían muerto mil, incluido el obispo polaco Kozal.
Monseñor Manziana cuenta que: “Al confrontar espontáneamente nuestras experiencias nos sorprendimos, no sin satisfacción, de encontrar motivos comunes y análogos episodios, que directa o indirectamente nos habían merecido el castigo nazi: la defensa de los jóvenes y de los débiles, la libertad de conciencia y de palabra, la protección de los judíos”. A propósito de la defensa de los judíos, el obispo de Crema ha escrito: “¿Por qué no recordar la figura de nuestro padre Giuseppe Girotti, el valeroso biblista dominico, junto al alma de niño del padre Jean Himmelrreich, el culto franciscano holandés, ambos encarcelados y asesinados por los nazis por haber escondido a judíos?”.
Entre las muchas víctimas estuvo también el joven don Aldo Mei, párroco de Fiano, que por haber ocultado a un judío fue fusilado el 4 de agosto de 1944 en Lucca. En febrero de 1944, las persecuciones racistas se intensificaron, y aun sabiendo los riesgos que afrontaba no dudó en esconder a un joven judío en su casa parroquial. La mañana del 2 de agosto los nazis irrumpieron en la iglesia y arrestaron a don Aldo. Tres fueron los motivos de imputación: haber dado refugio a un judío, haber asistido espiritualmente a los partisanos de la zona y haber escuchado Radio Londres. Fuera de la prisión, el obispo de Lucca, monseñor Torrini, estuvo tres horas ante el mando alemán sin ser recibido. Don Aldo Mei murió sin el consuelo de un hermano.
Un laico santo que salvó miles de judíos
No fueron sólo sacerdotes, monjas o religiosos los que escondieron, alimentaron y salvaron a los judíos sino también simples ciudadanos, responsables de asociaciones católicas y padres de familia.
Entre los héroes olvidados destaca el nombre de Giovanni Palatucci, el último cuestor italiano de Fiume. Ferviente católico, dio su propia vida por salvar a más de cinco mil judíos, liberados de la deportación a los campos de exterminio.
Giovanni Palatucci había nacido en Montella, provincia de Avellino, en 1909, dentro de una familia de sólidas raíces católicas. Después de doctorarse en leyes, comenzó la carrera de funcionario de seguridad pública y fue nombrado juez de primera instancia de Fiume. Cuando en 1938 el régimen fascista dictó las leyes raciales, su ocupación principal fue la de ayudar a judíos y antifascistas, llegando a salvar a unos cinco mil, enviándoles a un campo de trabajo que llevaba un tío suyo, monseñor Giuseppe Palatucci, obispo de Campagna (Salerno), que los fue colocando en los lugares más inverosímiles. En realidad no era un campo de trabajo sino un pueblo de colonos, donde las familias perseguidas se pudieron refugiar evitando las redadas de los republicanos y los nazis. Permaneció en su puesto hasta el final, a pesar de haber sido advertido de que su arresto era inminente. Fue deportado a Dachau, donde fue torturado y asesinado el 10 de febrero de 1945 a pocos días de la liberación.
En 1990, Palatucci fue honrado como Justo entre las Naciones y en 1995 la Asociación Nacional Istriana Miriam Novitch, desde hace tiempo comprometida en la lucha contra el racismo y el antisemitismo, quiso recordar a este Schindler italiano rindiéndole homenaje y presionando a las autoridades italianas para que haya un reconocimiento oficial de su obra, de su valor moral y de su sacrificio extremo. “Hay que sacar del olvido y de la indiferencia su dramática y heroica historia -ha explicado el presidente de la organización Adolfo Perugia , lo que significa tener un punto de referencia histórico positivo, especialmente en la situación actual, al que mirar con la confianza y la esperanza de que una enseñanza como ésta sea acogida por las jóvenes generaciones”.
“En la época en que actuó Palatucci -ha declarado Toaff-, yo iba con frecuencia a Fiume. Y me sorprendía de cuánta solidaridad demostraba en relación con tantos judíos que pasaban la frontera de Yugoslavia. Los niños eran auxiliados por los policías fronterizos, las familias, escondidas y ayudadas a llegar a sus destinos. Esto no ha ocurrido en otros países de Europa. La población italiana, por el contrario y salvo alguna excepción, ha visto en el pueblo judío una de las imágenes de Dios”.
Tapiados en la cúpula de la iglesia
En marzo de 1996, Giuliana Lestini recibió la medalla de los Justos entre las Naciones. El reconocimiento se dirige también a su padre Pietro Lestini y al padre Antonio Dressino, párroco de la iglesia de San Joaquín en el barrio de Prati.
Cuando en 1943 el nazi Herbert Kappler y el fascista Pietro Koch rastreaban Roma a la caza de judíos, partisanos y escapados de la leva, el ingeniero Pietro Lestini, que presidía la Acción Católica de la parroquia, junto a su hija Giuliana y al párroco padre Dressino escondieron a un grupo de unos treinta y cinco perseguidos, entre los que había siete judíos.
Para evitar riesgos de represalias, los perseguidos fueron puestos entre la cubierta del ábside y el techo de la iglesia. La entrada fue tapada. Comida, mensajes y comunicaciones llegaban a los refugiados a través del rosetón de la iglesia”.
Entre los judíos salvados estaba el profesor Gilberto Finzi, médico de urgencias en el hospital del Santo Espíritu, y su hermano Arrigo, hoy profesor de Física en Jaffa, Israel.
Cuenta la profesora Lestini que “el primer acogido fue Poldo Moscati, un chico judío de quince años. La madre nos lo había confiado con el encargo de salvarle la vida. Después llegaron los demás. Mi padre conocía muy bien cada rincón de la iglesia porque se encargaba de los trabajos de restauración interiores. Al principio hizo que se escondieran en el sótano, pero era un lugar poco seguro, fácil de descubrir. Entonces pidió al párroco padre Dressino la posibilidad de utilizar la estancia que estaba entre la cúpula y el techo de la iglesia. El padre Dressino lo habló con sus hermanos redentoristas. Alguno temía represalias y dudaba, pero la decisión fue puesta a votación y el padre Dressino tuvo la mayoría. De noche, los refugiados subieron a aquella estancia y se levantó un tabique en la entrada con argamasa y ladrillos. Para mantener contacto con el exterior, comunicarse y recibir la comida y vaciar los desechos, se utilizaba el rosetón de la iglesia. Durante la noche, teniendo en cuenta las noches de luna llena, la ventana del rosetón se abría y desde allí con la ayuda de una polea tenían lugar los intercambios. Sor Margherita se ocupaba de los víveres”.
El profesor Gilberto Finzi recuerda que después de haber escapado a una redada, se enteró de que su madre y su hermana estaban escondidas en una pensión que se encontraba cerca de la iglesia de San Joaquín. Todo lo había organizado sor Margherita, la cual había encontrado un refugio para su hermano Arrigo. El profesor Finzi se dirigió al ingeniero Lestini, que llevaba la operación de salvamento. Hacia finales de enero de 1944 se decidió esconder también al profesor Finzi en el techo de la iglesia. Para no abrir un agujero en el muro subió por una escalera de cuerda tirada desde el rosetón.
“En mi recuerdo -cuenta Gilberto Finzi- puedo decir que había un cierto aire de conspiración, hacía mucho calor y teníamos una gran confianza en Pietro Lestini. Estábamos convencidos de que en sus manos llegaríamos sin daños al fin de nuestra aventura. Todos superamos indemnes aquellos trágicos momentos y volvimos a la vida.”.
El heroísmo de un hombre normal
Treinta y siete años, padre de siete hijos, director de la Acción Católica y administrador del periódico Avvenire d'Italia, comenzó a ocuparse de los judíos antes del 8 de septiembre, cuando ayudó a un grupo de refugiados llegados de Varsovia. Salvó a 105 judíos de la deportación nazi. Fue hecho prisionero mientras visitaba a un judío enfermo e internado en el campo de Hersbruck, donde murió el 27 de diciembre de 1944.
Es la historia de la vida breve e intensa de Odoardo Focherini, Justo entre las Naciones y futuro “beato”. El 17 de mayo se concluyó en la catedral de Carpi el proceso diocesano de beatificación y, ante el obispo y las autoridades ciudadanas, la documentación fue entregada a manos del postulador, el padre Luca de Rosa.
Odoardo Focherini es un “mártir” cuyo testimonio es tan intenso que llega hasta nuestros días y todavía hoy es un “ejemplo” a imitar. Vivió en un período histórico tormentoso pero no se dejó atenazar por el pesimismo, ya que siempre fue confiado y optimista.
Activísimo en el mundo católico, a los veintisiete años era ya presidente de la Acción Católica. Durante la persecución fascista de 1933, Focherini fue de una sede a otra de la Acción Católica para esconder las banderas, ocultar las cartas y poner en lugar seguro las listas y actas de las reuniones.
En 1939, en la vigilia de la guerra, Focherini se convirtió en el director administrativo de Avvenire d'Italia. El periódico estaba dirigido entonces por Raimondo Manzini, autor de encendidas polémicas contra el fascismo, y Focherini lo apoyó decididamente.
El día de la invasión alemana de Bélgica y Holanda, los fascistas de Bolonia quemaron y cerraron el Avvenire d'Italia, culpable de publicar los telegramas de Pío XII a los gobiernos y a los pueblos afectados por esta desgracia. El jefe fascista Farinacci había definido al Avvenire como una “cueva de víboras curil” porque había rechazado la política racial.
Cuando los nazis ocuparon Italia, el Avvenire se cerró y, frente a los alemanes que pedían la reapertura, Focherini sostuvo que las reservas de papel se habían agotado. No era cierto, pero de esta manera el Avvenire no se puso nunca al servicio del ocupante nazi. El 26 de septiembre de 1943 Bolonia sufrió el primer bombardeo y la sede del Avvenire fue destruida. Desde entonces Focherini se puso al frente de la organización para salvar a los judíos y a los perseguidos.
Focherini había contratado en el Avvenire de Italia al periodista judío Giacomo Lampronti, despedido por culpa de las leyes raciales. Ya en 1942, a petición de Raimondo Manzini, a quien el cardenal de Génova, Pietro Boetto, había enviado algunos judíos que llegaban de Polonia, se esforzó por ponerlos a recaudo de la persecución en un tren de la Cruz Roja Internacional.
Lo que había sido una actividad esporádica se convirtió desde octubre de 1943 en la principal ocupación de Focherini.
Con el recrudecimiento de las leyes antijudías y el inicio de las deportaciones raciales, Odoardo Focherini, con don Dante Sala, la señora Ferrarini delle Concerie Donati di Modena y algunos otros, organizó una eficaz red para expatriar hacia Suiza a más de un centenar de judíos. Odoardo era el alma de la organización. Contactaba con las familias, procuraba los documentos de las sinagogas, buscaba la financiación y proporcionaba documentación falsa. Un amigo le había facilitado documentos de identidad que él hábilmente rellenaba con los nombres de ayuntamientos del sur, ya en manos de los aliados (Carpi se volvía así Capri). Una vez que organizaba a un pequeño grupo se lo confiaba a don Dante Sala, que los acompañaba hasta Cernobbio, donde gracias a la complicidad de dos valientes católicos que paraban junto a la frontera los hacían pasar a Suiza.
A pesar del absoluto secreto con que se desenvolvían las operaciones, los nazis recibieron algunas cartas anónimas y arrestaron a don Dante Sala, que escapó de la pena por insuficiencia de pruebas.
El 1 de marzo de 1944 Focherini fue apresado en el hospital mientras atendía a un judío enfermo. Fue trasladado al mando de las SS en Bolonia y de allí a la cárcel de San Giovanni in Monte. Durante una visita, su cuñado Bruno Marchessi le dijo: “Despabila, quizá te estás exponiendo mucho, ¿no piensas en tus hijos?” Y Odoardo respondió: “Si tú hubieras visto, como yo he visto en esta cárcel, lo que hacen padecer a los judíos, no llorarías otra cosa sino el no haber hecho bastante por ellos, el no haber salvado a más”.
Trasladado al campo de concentración de Gries (Bolzano), permaneció allí hasta el 5 de septiembre de 1944. Seleccionado en el campo de Flossenburg, Focherini fue trasladado al campo de trabajo de Hersbruck, un lugar horrible que parecía la antecámara del infierno. Se trabajaba desde las tres y media de la mañana hasta la noche y quien no aguantaba era marcado con una K en la frente y enviado a los hornos crematorios. Herido en una pierna y sin recibir cura, Focherini contrajo la septicemia y murió el 27 de diciembre de 1944. Antes de morir dictó a su amigo Olivelli las dos últimas cartas a los familiares. Olivelli las escribió en alemán para no tener problemas con la censura del campo y Odoardo las selló con su firma. Son el último testimonio directo de que Odoardo estaba todavía vivo.
He aquí las palabras confiadas al compañero de prisión: “Mis siete hijos... querría verlos antes de morir.. sin embargo, acepta, oh Señor, también este sacrificio y guárdalos tú, junto a mi mujer, a mis padres, a todos mis seres queridos. Declaro que muero en la más pura fe católica, apostólica y romana y en plena sumisión a la voluntad de Dios, ofreciendo mi vida en holocausto por mi diócesis, por la Acción Católica, por el Papa y por que vuelva la paz al mundo. Os pido que digáis a mi mujer que le he sido siempre fiel, he pensado siempre en ella, y la he amado profundamente”.
La noticia de la muerte llegó a Carpi en junio de 1945 y desde aquel momento Odoardo Focherini fue recordado como una figura excepcional. Don Claudio Pontiroli, arcipreste de Quarantoli y Gavello, cuenta que: “Encontramos más de trescientas cartas de condolencia, en 62 de las cuales se habla de Odoardo como de un "mártir de la caridad". Por ninguna otra víctima de la guerra se han hecho celebraciones como por él”.
Olga Focherini, una de las hijas de Odoardo, recuerda así a su padre: “Durante treinta años he sufrido la imagen del padre importante, del héroe inimitable, un padre grande y lejano, hasta que mi madre me ha entregado sus cartas y es entonces cuando he accedido a un padre normal. Dotado de una gran inteligencia, valiente pero normal. Su grandeza está en el hecho de que frente al mal que estaba destruyendo la sociedad, él no miró hacia otro lado como hicieron tantos. Contempló el sufrimiento de los perseguidos y creyó que valía la pena arriesgar la propia vida por ayudarles, como hubiera ayudado a sus hijos y familiares”
El heroísmo de un hombre normal, confirmado también por el testimonio de una señora judía de Ferrara que dijo a la viuda de Odoardo: “He perdido a catorce de los míos, sólo me ha quedado este hijo, pero he encontrado la fuerza para salvarme y sobrevivir por lo que me dijo su marido: "Habría ya cumplido con mi deber si pensara sólo en mis siete hijos, pero siento que no puedo abandonaros, que Dios no me lo permite.”