Re: DIOS ES ABORTISTA
Interesante estudio de José Grau.
Un poco largo, pero recoimiendo su lectura.
LA IRA DE DIOS y LAS ÓRDENES DE EXTERMINIO - José Grau
Admitida y comprendida la ira de Dios, tal como viene expuesta en la Biblia, y admitida la necesidad de su manifestación en el ultimo día, el día del juicio final, queda sin embargo planteada todavía una cuestión que suscita perplejidad, cuando no escándalo, en muchos creyentes: ¿cómo explicar el hecho de que Dios ordenara el exterminio de pueblos enteros al conquistar Israel la tierra prometida?
En la conquista de Jericó, de Hai y de otras ciudades, la ley del anatema se proclama y ejecuta en nombre de Dios (Josué 6 y 8). Fueron entregados al exterminio hombres y mujeres, jóvenes y viejos, incluso los bueyes, las ovejas y los asnos; todos fueron pasados a filo de espada (Jos. 6:21).
¿Cómo comprender estos hechos? Ante todo, debemos recordar aquí que nos encontramos frente a verdades profundas y complejas Por lo tanto, no sirven las respuestas apresuradas y superficiales. Nos encontramos investigando una de aquellas secciones de la Palabra de Dios, de la cual Pablo exclamaba: «¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¿Cuán insondables son tus juicios, e inescrutables sus caminos!» (Ro. 11: 33) Tengamos en cuenta, asimismo, el carácter progresivo de la Revelación y su cumplimiento en el Nuevo Pacto. El carácter progresivo de la Historia de la Salvación, aunado al hecho de que los libros de la Sagrada Escritura constituyen una unidad básica dentro de su diversidad, nos obliga a considerar cada sección de la misma dentro de su contexto global. Si queremos comprender una parte de la Biblia, cualquiera que esta sea, debemos relacionar este punto concreto con una visión completa de la Escritura, en todas sus etapas, desde el primer libro del Antiguo Testamento hasta el último del Nuevo. Solo respetando esta unidad profunda de la Biblia, como Revelación de Dios, en su progresión y en el discernimiento de los propósitos divinos, es como podremos dar algunas respuestas a los interrogantes planteados
Una primera lectura de los textos en Números, Josué y algún otro libro, parece indicar que en el caso de las ciudades conquistadas, el anatema pronunciado contra ellas expresaba la obligación de extirpar la idolatría y de afirmar la santidad y la verdad del verdadero y único Dios. Pero, ¿por qué Dios ordenó en aquella ocasión, y no en otras, el total exterminio de pueblos enteros?
Hay tres preguntas fundamentales que hacer a los textos bíblicos:
1) ¿Eran los cananeos unas víctimas cualquiera?
2) ¿Era Israel un pueblo conquistador cualquiera?
3) ¿Fue el exterminio de los cananeos una regla para cualquier otro tiempo histórico?
1. Los cananeos, ¿unas víctimas cualquiera?
Génesis 15:16 demuestra claramente que se trataba de unos pueblos que habían llegado a una situación límite en cuanto a perversidad, corrupción e impiedad.
Al igual que Nínive para quien «no hay medicina». y cuya «herida es incurable». (Nah. 3: 19), los habitantes de Palestina habían llegado al colmo de su maldad, Gn. 15: 16 es un texto importantísimo para nuestro tema: Dios es paciente para con el pecador. No castiga sino cuando la iniquidad ha llegado a su cenit; ni un solo minuto antes alzará su mano. Además, su misericordia es tal que permitirá la esclavitud de su pueblo en Egipto, con todos los sufrimientos que la misma conllevó, con tal de no hacer violencia a su principio de justicia y no infringir castigo antes del tiempo justo, exacto y definitivo, cuando ya no queda ninguna esperanza de salvación, cuando la maldad ha llegado a su colmo.
La sentencia que Dios ejecutó por medio de los hebreos no fue mas que anticipar un castigo que tenía que llegar, inevitablemente, más tarde o temprano. En este caso se anticipó la manifestación de la ira divina en contra del pecado.
2. ¿Fue Israel un pueblo conquistador cualquiera?
Por todos los medios, Dios quiere proteger a Israel para hacerla depositario y transmisor de su Revelación y su salvación a todas las familias de la tierra (Gn. 12:3).
La perversidad, la idolatría y la impiedad de los amorreos, los madianitas, y los demás pueblos que habitaban Palestina, constituía una infección cancerosa que hubiera acabado destruyendo a Israel. A lo largo del Antiguo Testamento leemos como, a pesar de la protección divina, Israel cayó una y otra vez ante el atractivo que las formas de vida pecaminosas de los cananeos ejercieron en ellos. Y ello por haber desobedecido, en varias ocasiones, la orden de exterminio y preferir la convivencia con los idolatras, a la manera de Lot en Sodoma.
Olvidamos demasiado fácilmente que Israel fue llamado expresamente por Dios para recibir, guardar y transmitir el conocimiento redentor del Dios único, en medio de un mundo y unas sociedades atraídas irresistiblemente por la idolatría y toda su secuela de inmoralidad, crueldad, y corrupción, A ellos les fue confiada la Palabra de Dios (Ro. 3: 1-2). Por consiguiente, Jesús afirma que la salvación viene de los judíos Un. 4:22). Esta custodia de la Revelación divina se encontrara en peligro muchas veces, en el devenir histórico de Israel; en ocasiones, por causas internas, otras veces por amenazas externas. Pensemos, como una combinación de ambos elementos, en la situación de Israel bajo el reinado de Acab y Jezabel (1 R, 18 Y ss.) Y como Dios permitió el exterminio de los sacerdotes de Baal-obcecados, obstinados en su idolatría y prestos a eliminar a todos sus oponentes con el beneplácito de la reina-, de la misma manera que antes había pronunciado sentencia contra Sodoma y Gomorra.
La protección que Dios brinda a Israel no se debe a que fuera mejor o peor que los demás pueblos (Dt. 7:6-11) sino al hecho de ser instrumento de bendición universal mediante la Revelación y la salvación que debe entregar al mundo.
La singularidad de Israel le viene de que no hay, ni hubo jamás, ningún otro pueblo como el Israel del Antiguo Testamento, cuya supervivencia fuera tan vital para la historia de la humanidad y muy particularmente para la historia de la salvación que tuvo lugar en su seno. La preservación de Israel era algo fundamental para el bien del futuro del mundo, y esta preservación tenía que ser tanto física como moral, nacional y espiritual.
Existe una relación indisoluble entre la existencia de Israel como pueblo de Dios en la Antigua Alianza y la realidad histórica de la persona y la obra de Jesucristo.
Jesús de Nazaret ha irrumpido en la historia del mundo para iluminar y salvar definitivamente a los hombres y mujeres que creen en él. Ahora bien, los autores del Nuevo Testamento establecen una vinculación inseparable entre el gran hecho salvador del ministerio y la muerte, la resurrección y la ascensión de Jesucristo y la historia pasada, es decir: la historia del Israel bíblico.
El Nuevo Testamento establece una relación inconsútil entre la obra de Dios en la historia de Israel y la obra de Dios en Cristo.
Lejos de ser un acontecimiento inicial, o aislado, la manifestación de Jesucristo aparece en el Nuevo Testamento como el cumplimiento de la obra que Dios emprendió ya desde la más remota antigüedad y la condujo a su término con incansable paciencia en el seno, y a través, del pueblo de Israel constituido bajo la égida de Moisés. La grandeza y la eficacia decisivas del hecho central del Calvario destacan mucho mas si se contemplan a la luz del cuadro de toda la historia de la salvación desde el principio y hasta su cumplimiento. Separar este acontecimiento que llena las páginas del Nuevo Testamento de las promesas dadas a Israel -¡y aun de los eventos vividos tipológicamente por el antiguo pueblo de Dios!- equivale a un robo: equivale a quitarle al Nuevo Testamento las raíces históricas de su profundo significado revelador y salvador. Esta es la razón por la que el Nuevo Testamento cita continuamente del Antiguo. Y es imposible admitir la verdad de aquel sin reconocer, al mismo tiempo, la de éste. El camino de Emaús conduce a esta verdad inexorablemente (Lc. 24: 13-35).
3. ¿Fue el exterminio de los cananeos una regla para cualquier otro tiempo histórico?
¿No ha habido a lo largo de la historia otros pueblos que han caído en iguales, o parecidos, excesos y corrupciones? Efectivamente, los ha habido, A veces, Dios fulmina a imperios y a culturas antes del juicio final. Pero quedan otras colectividades y otras personas nefandas cuyos crímenes esperan todavía sentencia; la sentencia del último día.
Lo que no ha habido nunca, después de realizada la obra salvadora de Jesucristo y cerrado el canon de la Revelación bíblica, es otro pueblo cuya supervivencia fuera tan necesaria e imprescindible para ]a bendición de toda la humanidad como la existencia del Israel de la Antigua Alianza.
No es lícito, por lo tanto, apoyarse en estos textos veterotestamentarios para tratar de justificar acciones similares de las que, desgraciadamente, está llena la crónica de las naciones. Tanto las cruzadas medievales como la Inquisición apelaban a estos textos como incitadores de las mal llamadas «Guerras santas».
Atinadamente, el filosofo judío Martín Buber escribió: «Lo que la Torah enseña es esto: nadie sino Dios puede ordenamos la destrucción de un ser humano».
Sólo Dios puede dar tales órdenes, porque sólo él es Juez perfecto, infinitamente justo y sabio.
No podemos negar la existencia de pueblos tan corruptos y decadentes como los cananeos de tiempos de Moisés y Josué. Pero lo que ha cambiado es la situación histórica, y muy concretamente el momento de la historia de la salvación. No hay ninguna comunidad humana, hoy, cuya supervivencia tenga para la preservación del depósito de la Palabra divina, la misma importancia que tuvo entonces Israel, ya los apóstoles vivieron en la plenitud de la revelación de esta Palabra, Revelación y redención han sido consumadas en los días apostólicos. Esta es la ventaja que tenemos sobre los fieles del Antiguo Testamento (1 P. 1: 10-12). Tanto la acción redentora como la reveladora han sido realizadas plena y perfectamente. Su testimonio ya no es patrimonio de un solo pueblo nacional y políticamente organizado sino del nuevo Israel de Dios, la Iglesia de Jesucristo desparramada por todo el mundo, como pueblo en medio de los demás pueblos de la tierra.
Hay que comprender, pues, que las órdenes dadas por Dios en el tiempo de la conquista de Canaán no son de aplicación universal ni justifican cualquier acto de violencia contra el prójimo en nombre de ]a religión. Quienes apelan superficialmente al Antiguo Testamento no sólo cometen errores de exégesis sino, lo que es más grave, suelen verse arrastrados hacia conductas indignas del Evangelio. Esta ha sido siempre la tragedia de las guerras de religión y de todas las inquisiciones. Nada hay que justifique el uso de la violencia por parte de la Iglesia.
Tenemos que dejar el juicio en manos de Dios: «No os venguéis vosotros, amados mío, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor» (Ro. 12: 19). Esto no significa que, mientras tanto, el cristiano debe estar cruzado de brazos, a la manera del descanso sabático de los judíos en el que no cabía siquiera la posibilidad de obrar activamente en favor del bien. Significa simplemente que la acción cristiana debe tomar como motivación el amor y como precaución la crítica constructiva, realista y comprensiva, para vencer con el bien el mal (Ro. 12:21; Lc. 6:28 ). Porque, como escribió Santiago, «la ira del hombre no obra la justicia de Dios» (Stg. 1 :20).
La ira divina es siempre la expresión de su santa justicia; la ira del hombre, por el contrario, refleja la pecaminosidad del ser humano y su incapacidad para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios.
De ahí la alerta constante frente al peligro de confundir la expresión de la ira del hombre y la justicia de Dios.
Nuestras emociones, y nuestras reacciones, son ambivalentes: necesarias y peligrosas a la vez. Dios nos ha creado con la capacidad de airamos, es decir: de enfadamos. Pero siempre es un problema para nosotros los humanos el saber hasta donde podemos llegar con nuestra indignación.
Algunos textos de la Escritura se hacen eco de esta doble realidad; es decir, de la necesidad y de la peligrosidad de nuestra ira. En primer lugar, el libro de los Salmos. En el Sal. 39: 1-3 su autor es consciente de su deber de denunciar el mal y controlar al mismo tiempo su cólera contra los impíos. Un exceso de ira, al igual que un exceso de falsa prudencia son malos. El Sal. 4:4 aconseja: «Temblad y no pequéis; meditad en vuestro corazón estando en vuestra cama y callad». El temblor de que se habla aquí es el producido por la indignación que provoca toda situación de injusticia.
Efesios 4:26-27 va en la misma dirección: «Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al diablo».
En ninguno de estos textos encontramos prohibiciones. Todo lo contrario, los verbos en imperativo mas bien sugieren la responsabilidad que tenemos, como creyentes, de indignamos frente a toda forma de injusticia. En un mundo caído, tan corrompido como extraviado, lo pecaminoso seria quedar indiferente. Hay casos en que la insensibilidad es pecado. Pero estos textos advierten también del peligro de caer en pecado al montar en cólera incontrolada.
La cuestión estriba en saber mantenerse dueño de uno mismo. Y esto vale para las colectividades lo mismo que para los individuos. Los textos citados, sin prohibiciones, invitan a la armonía que se deriva siempre del autocontrol. Animan a velar sobre nuestras reacciones, a que no se ponga el sol sobre nuestro enojo.
Se trata de empezar arreglando las cosas primeramente en nosotros mismos -meditad en vuestro corazón estando en vuestra cama- antes que la luz se apague o el sueño nos invada con su universo de fantasías.
Montar en cólera contra la injusticia no nos exime del serio auto-examen y del esfuerzo por hallar vías de reconciliación y de lucha eficaz contra los males de este mundo. Es así como no daremos lugar al diablo.
La ira del hombre no obra la justicia de Dios. Los inquisidores de toda laya (inquisidores políticos, religiosos o culturales) supieron airarse pero no pudieron establecer la justicia ni mostrar el amor de Dios.
En cambio, la revelación divina, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, presenta un santo equilibrio entre el juicio y la misericordia de Dios.