Las mentiras de los cardenales
Las mentiras de los cardenales
GARRY WILLS
En el año 425 se produjo un gran escándalo en la diócesis africana del obispo Agustín, a quien hoy día todos conocemos como San Agustín. Había fallecido un sacerdote de la comunidad, destinado al servicio de la catedral, y había dejado todo su patrimonio personal para San Agustín. Poco después, el atribulado obispo se presentaba ante su congregación para explicar por qué no podía aceptar aquel legado. El sacerdote en cuestión, al igual que los demás integrantes de la comunidad (y el propio San Agustín entre ellos), al hacer sus votos había jurado desprenderse de todo tipo de bienes personales. El simple hecho de aceptar aquella herencia habría convertido a una comunidad que se dedicaba a la propagación de la verdad del Evangelio, en cómplice de una transacción fraudulenta.
A continuación, San Agustín manifestó su intención de nombrar un consejo especial, en el que estarían incluidos «algunos hermanos leales y respetados de entre vosotros» para que tomara una decisión sobre la forma más justa de repartir la herencia entre los miembros de la familia del sacerdote fallecido. Pero aquello no podía ser suficiente. Porque si un hombre había sido capaz de romper sus votos, ¿no podría sospechar la gente que otros miembros de la congregación también podían hacer lo mismo? En tal caso, la buena reputación del sacerdocio quedaría en entredicho. «Descuidar la buena reputación es una forma de ser cruel con los demás», escribía San Agustín, «especialmente en una posición de Iglesia como es la nuestra y sobre la que el apóstol San Pablo escribió a sus seguidores: 'Presentaos ante todo el mundo como un modelo de buenas acciones'».
Pero San Agustín no se dedicó a proteger la reputación de sus sacerdotes ocultando sus posibles delitos, sino investigando abiertamente a todos y cada uno de ellos, bajo la solemne promesa de que los resultados de la auditoría de sus finanzas serían hechos públicos durante la celebración de la Misa. Y, en efecto, así lo hizo: informó caso por caso. Tras haberse encontrado con que algunos sacerdotes tenían aún negocios con sus familiares, San Agustín insistió en que todos los afectados renunciaran inmediatamente a su condición, poniéndoles como requisito inexcusable para poder seguir perteneciendo a la comunidad la renuncia pública a todos sus bienes.
A continuación, San Agustín emitió un comunicado advirtiendo de que todo sacerdote al que se le descubriera que tenía propiedades sería instantáneamente expulsado. «No permitiré que un sacerdote en tales circunstancias se limite a renunciar a sus bienes y se quede entre nosotros. Lo que haré será tachar su nombre del registro sacerdotal. Aunque apele contra mí en miles de concilios o me lleve ante todos los tribunales de arbitraje que pueda encontrar, ese hombre nunca más será sacerdote mientras yo siga siendo obispo.Y que Dios me ayude en ello. Estáis todos advertidos».
Pobre San Agustín, qué ingenuo era al pensar que el Evangelio le exigía decir la verdad y comportarse con la máxima transparencia.Lo que le ocurría era que, simplemente, no sabía cómo manejar un escándalo. Podría haber aprendido de estos modernos manipuladores de la verdad, quienes, cuando se han visto obligados a tratar con el tema del abuso sexual de menores, han llegado a afirmar que se debería castigar solamente a «los sacerdotes cuyos casos se hubieran convertido en notorios» y cuyos delitos hubieran sido «en serie» y «depredatorios». Después de todo, lo del sacerdote de San Agustín no había sido nada notorio incluso el propio San Agustín no lo había sabido hasta después de que el sacerdote falleciera y, además, no había roto sus votos «en serie» y tan sólo se había desviado del buen camino una vez. ¿Por qué habría de enterarse nadie de sus circunstancias dentro de la comunidad? ¿Por qué desprestigiar a la comunidad revelando lo que ésta había hecho?
Si los herederos pertenecientes a la familia de aquel sacerdote hubieran sabido que iban a recibir una buena parte de las propiedades, San Agustín podría haber llegado a algún acuerdo secreto con ellos y obligarles a no revelar los términos del mismo. Con la vista puesta en conseguir un bien mayor, ¿no hubiera sido mejor que la herencia pasara a poder de la Iglesia, antes que desperdiciarla de mala manera entregándosela a los herederos seglares? Y por lo que respecta al resto de los sacerdotes, no habría habido ninguna necesidad de advertirles en contra de la notoriedad ni en contra de la ruptura en serie de sus votos. Ni tampoco hubiera existido necesidad, en absoluto, de reducirlos a la condición de laicos.
San Agustín era tan idiota que creía que si encubría las transacciones secretas de un sacerdote, sería él, y no dicho sacerdote, quien más estaría traicionando a la verdad. Él era el responsable ante la comunidad, ante el honor del sacerdocio y ante Dios, que es, El mismo, la Verdad. Si se hubiera divulgado una sola palabra sobre algo malo, lo que él habría hecho hubiera sido difundir entre todos quién había sido el responsable, llamar a todo el mundo al arrepentimiento por todos los errores cometidos por medio de la celebración de un día de oración nacional y haber declarado que él era la persona más indicada para reparar los daños que se pudieran haber causado, puesto que era él quien se encontraba al frente de la comunidad cuando se cometió el error. Un líder de la Iglesia que mantuviera una postura semejante nunca hubiera tenido que ofrecer su dimisión, algo que el propio San Agustín haría posteriormente, cuando, tras verse sometido a presiones para otorgar un determinado puesto, asignó una parroquia a un sacerdote que se mostró indigno de ella.
San Agustín debería haber imitado el sentido de la moral del cardenal Bernard Law, quien aseguró a los católicos de Boston que su dinero no iba a formar parte de esos millones de dólares destinados a sufragar indemnizaciones legales y ciertas terapias.Un poco de desparpajo a la hora de mentir le hubiera resuelto el problema. El cardenal Law debería haber sido su modelo, sobre todo si nos basamos en el tratamiento que éste dio a los cargos que se hicieron contra el padre Paul Shanley.
Con el fin de mantener los pagos «bajo control» de su diócesis, creó una fundación con el objetivo de prestar dinero al padre Shanley para que afrontara las indemnizaciones legales y sin ninguna perspectiva de que éste lo devolviera alguna vez. A partir de ahí, se podía decir que era el sacerdote quien corría con sus propios gastos, aún cuando los cheques a él destinados estaban firmados por el propio cardenal Law. San Agustín debería haber sido capaz de llegar a un acuerdo similar con los herederos de su sacerdote.
¿Acaso no era una tontería por parte de San Agustín decir que con la mentira nunca se podía servir a Dios? Cuando en una ocasión alguien le avisó de que había determinadas personas que estaban utilizando credenciales falsas para encubrir herejes, San Agustín denunciaba a todos aquellos que «atraían a otros a la verdad, pero abandonándola ellos mismos, de forma tal que, al atrapar a mentirosos con mentiras, les enseñamos una forma de mentir mucho más profunda».
Mentir en nombre de Dios es la peor clase de mentira. Antes de mentir por una buena causa, e incluso por la propia Iglesia, San Agustín se preguntaba a sí mismo qué hubiera hecho en su lugar Jesucristo (una medida que algunos de nuestros políticos dicen que también ellos adoptan). La respuesta que siempre obtuvo resulta, hoy día, pasmosa: «Cuando yo evocaba, ante los que se podrían llamar los ojos de mi corazón, la increíble belleza de Cristo, de cuya boca jamás salió algo que tuviera que ver con la falsedad más mínima, entonces, y aunque la verdad resplandecía con una intensidad superior a la propia intensidad, desatando mis temblorosos nervios, el amor hacia tal esplendor me traspasaba con sus llamas haciéndome desear intensamente la renuncia ante toda atadura humana que me pudiera mantener apartado de semejante verdad».
Pero todo esto sólo serviría para que cualquier cardenal medianamente sofisticado se riera disimuladamente.
Garry Wills es profesor de Historia en la Northwestern University y autor del libro de próxima aparición Por qué Soy Católico.
Copyright/The New York Times/Op-Ed.