El 11 de enero de este año (2003) compré una conejita.
Me sentía como niño con juguete nuevo. La llevaba en una cajita de cartón y, mientras iba caminando rumbo a mi casa, me detenía algunas veces para mirarla.
Era una conejita blanca, de orejas negras y también tenía pelaje negro alrededor de sus ojitos y una que otra manchita de pelaje negro en su lomo y nariz. Decidí no ponerle nombre a esta coneja porque no tenía otra.
Se veía tan tierna e indefensa. Me decía para mis adentros: “Quiero verla hasta dónde puede vivir. Me gustaría que se muriera siendo ya viejita”.
No me pesó tener que cuidarla y alimentarla. Sabía que iba a disfrutarla mucho al mirarla y tenerla como mascota.... quizá, y no exagero, hasta como a una hija.
Así pasaron los días, las semanas, los meses... La coneja iba creciendo, ¡y vaya si se hizo grande!
Todo parecía ir bien... hasta que un buen día empecé a notar que se formaban unas escamas en sus orejas. No le di mucha importancia al asunto. Pero luego esta enfermedad empezó a extenderse poco a poco.
Llegó un momento en el que sus orejas estaban cubiertas de esas escamas y había perdido el pelaje.
Consulté con un veterinario y me dijo que muy probablemente era sarna. Aunque era posible darle medicamentos, ya no iba a quedar igual que antes, si conseguía vivir... Las partes donde había perdido su pelaje iban a quedar así, y eso le daría mal aspecto. Eso no me importaba, así la quería.
La coneja estaba empeorando con el paso de los días. La enfermedad se extendió a su cabeza y también por dentro porque empezaba a orinar sangre... en fin, tomé una decisión difícil para evitarle un sufrimiento mayor: debía ser inyectada para “dormirla”.
La llevé con otro veterinario y le aplicó dos inyecciones: una para dormirla y otra para provocarle un paro respiratorio. En una palabra, la vi morirse. Al menos no sufrió.
Cuando la enterré en el jardín de mi casa, no pude más y me encerré en mi cuarto para llorar por su muerte. Realmente me dolió y, lo digo sin pena porque es la verdad, la voy a extrañar mucho.
Probablemente esto no sea tan importante para mucha gente. Para mí, sí lo es.
En la Biblia, hay un fragmento que dice: “...Dios está poniendo a prueba a los hombres para que se den cuenta de que también ellos son como animales. En realidad, hombres y animales tienen un mismo destino: unos y otros mueren por igual, y el aliento de vida es el mismo para todos. Nada de más tiene el hombre que el animal [porque] todo es vanidad” (Eclesiastés, capítulo tres, versículos dieciocho y diecinueve).
Por esto, quizá bajo otras circunstancias, yo hubiera pensado: “Si esto es así, entonces ¿para qué existimos? ¡De todos modos vamos a morir!”. Pero tal pensamiento sería una gran estupidez de mi parte.
También pensaba: “¿Porqué la enfermedad? ¿Porqué la muerte? ¿Porqué se tienen que morir nuestros seres queridos y las mascotas con las que hemos vivido, haciéndonos sufrir por su ausencia?”. No puedo evitar el recuerdo de mi sobrina, Elda, quien falleció a causa de la leucemia, aunque ella, para consuelo de todos nosotros, murió en Cristo. Aún así, su ausencia también me dolió mucho...
Al pensar con más cuidado, llegué a la conclusión de que Dios ha permitido que pase esto como un serio recordatorio de nuestra realidad: los seres humanos no somos “dioses” si se puede decir de algún modo. Somos criaturas pequeñas y frágiles en este mundo enorme, y podemos perder la vida cuando menos lo pensemos (ya sea por un accidente, por una enfermedad, por una herida grave)... Lo mismo sucede con los animales. Y la coneja que había criado tenía que morirse también en algún momento... pero ¿así, enferma?
Los humanos somos animales, de la misma forma en que todos los demás lo son. La manera en que Dios juzga a los demás seres vivos y les ha dado la manera en que viven, eso no nos debe importar a nosotros, los humanos. Pero nosotros debemos aprender de la muerte una cosa que sí es importante: ¿Qué estamos haciendo en esta vida?
Los seres humanos no somos más que una parte dentro de este mundo. La manera en que concebimos la vida nos distingue del resto de los demás animales. Tenemos conciencia y, de acuerdo a la Biblia, “somos como Dios”, hechos a su imagen y semejanza. Sabemos que vivimos y podemos comunicarnos de manera muy compleja. Tenemos la capacidad de transmitir todos nuestros conocimientos a otras generaciones, y también somos capaces de mostrar sentimientos como la compasión, la alegría, la ira o la tristeza.
Sin embargo, desde hace poco tiempo, y con estudios en el comportamiento y la forma de vivir de los demás animales, se ha podido descubrir que TODOS LOS SERES VIVOS (INCLUIDO EL SER HUMANO) SOMOS IGUALES.
Mi intención no es hacer una nueva doctrina porque eso sería una maldición. Todo lo que quiero decir es que los animales también tienen, aunque de manera diferente a nosotros, las mismas capacidades de conciencia y de inteligencia.
A ver, ¿quién les enseña a las gatas o a las hienas a cuidar a sus crías? ¿El instinto? En parte...
¿Quién les enseña a las hormigas o a las abejas a organizarse, formar colonias complejas, trabajar para su bienestar común? ¿El instinto? En parte...
¿Quién le enseña a las ardillas a guardar semillas en el verano para disponer de ellas en el invierno, cuando el alimento escasea? ¿El instinto? En parte...
¿Quién le dice a las mariposas monarcas o las aves que migran, que tienen que viajar antes que llegue el invierno? ¿El instinto? En parte...
Los animales también sienten lo mismo que nosotros. También se ponen contentos. También pelean por defender lo que les pertenece y atacan cuando están en peligro de muerte. También experimentan dolor. También sufren por las enfermedades o las heridas. Lo expresan de manera distinta a los seres humanos, pero los animales también son seres vivos, y porqué no decirlo, tienen algo que se podría describir como “alma”. Si no fuera así, entonces no podrían hacer lo que hacen.
De la misma forma, nosotros, seres humanos, raza “superior” (dizque), seres con dominio de la razón, y que tenemos el rimbombante nombre científico de “Homo sapiens sapiens”, nos atrevemos a comparar muchas de nuestras conductas con las que tienen muchos otros animales.
Se dice, solo por mencionar algunas frases, cosas como: “Eres tan terco como un buey”, “Ese tipo está más loco que una cabra”, “Aquel de allá tiene tantos hijos que parece conejo”, “No te engoriles”, “Pareces perico de tanto que hablas”, “Esa mujer es tan ‘ligera’ como una zorra”, y así por el estilo. Casi siempre, se hace mención de algunas conductas animales en el hombre para resaltar sus cosas malas, sus debilidades, sus necedades. Es una forma de denigración de la gente empleando a seres “de menor inteligencia” que los hombres.
Como quiera que sea, esto sugiere la idea que quizá muchos no entienden de que todos tenemos algo de animales y que los animales tienen algo de humanos. Todos somos seres vivos y algún día nos tendremos que morir.
Hay algo que no puedo dejar pasar. Y es que lo único que nos mueve, lo único que hace que sigamos estando de pie en esta vida, es algo que se llama “Esperanza”. No es como dijo alguien una vez: “Dios es una ilusión infantil”. Y quien diga que Dios no existe, es porque no puede entenderlo.
Con el tiempo vivido, he podido comprobar dos cosas que nunca cambiarán: Primero, que Jesucristo es el Señor. Segundo, que todos tendremos que morirnos algún día... Es decir, nuestros cuerpos tendrán que dejar de funcionar y, cuando eso pase, todo habrá acabado para nosotros en esta vida.
Si consigo alcanzar la vida eterna, entonces quiero creer que nuestros seres queridos, y aún las mascotas que hemos tenido con nosotros, también volverán a vivir. Creo que Dios tendrá grandes sorpresas para quienes hemos compartido una misma esperanza... Y hasta me atrevo a pensar que eso puede ser posible. ¿O no dijo el mismo Señor Jesucristo que “Todo es posible para el que cree?”. Esto es lo único que me hace pensar que la coneja que he criado y que se murió, volverá a vivir... ¿Cómo? ¿Cuándo? Eso no puedo saberlo. Sólo Dios lo sabe. Por lo pronto, tendré que soportar este mal rato. Quizá después no tenga este dolor de ahora, pero el recuerdo estará presente en mi memoria hasta que yo también me muera.