Copiado de La Vanguardia, periódico catalán
http://www.lavanguardia.es/web/20020415/23435795.html
Contra el cinismo y el prejuicio
MARCOS AGUINIS
Desde que publiqué -hace tres décadas- la novela "Refugiados, crónica de un palestino", apoyo con firmeza los derechos del pueblo palestino y el logro de una paz justa y estable para Medio Oriente. La ecuanimidad que me esforcé por mantener en esa obra produjo el malestar y las críticas de ambos bandos. Parecía un delirio que los protagonistas de esa novela (una israelí y un árabe palestino) llegaran a amarse. Años después hice público mi rechazo a la guerra de Líbano, que generó el enojo de las autoridades de Israel.
Tengo, pues, credenciales para ser crudo en lo que voy decir.
La reciente versión del peligroso conflicto de Oriente Medio no ha estallado en forma espontánea. Ninguna guerra empieza sin previa incubación. Hagámonos entonces las incómodas preguntas, porque esta segunda "intifada" no fue lanzada contra Sharon, sino contra el pacifista Barak, que la debió soportar durante cinco meses, sin un día de tregua. No perdamos la memoria.
¿Era el Gobierno de Ehud Barak, más "paloma" que el mismo asesinado Yitzhak Rabin, quien eligió el enfrentamiento? Hacía pocos meses que había reintegrado a Líbano la franja de seguridad, pese a que nada se le concedió a cambio. Su osada generosidad para con los palestinos en Camp David dejó atónita a la mayoría israelí y cosechó el reproche de casi todo el espectro político, incluso de Lea Rabin, viuda del recordado "premier". Barak, el hombre que casi logró una paz definitiva, ¿era quien anhelaba desencadenar las hostilidades y provocar una espiral de odio? Recordemos lo que trascendió de Camp David: propuso compartir la soberanía de Jerusalén, pero Arafat dijo no. Entonces ofreció que el monte del Templo quedase bajo jurisdicción del Consejo de Seguridad de la ONU, y Arafat también dijo no. Llegó incluso a conceder una nueva partición de Jerusalén -tabú para los israelíes- entregándole los barrios árabes de la parte oriental. Más rechazos.
Fue diferente la actitud de ambos líderes cuando regresaron de la frustrada reunión. Eran impresionantes los contrastes reflejados por televisión. Barak aterrizó triste y abrumado porque sus concesiones, sin precedentes, no habían conseguido la deseada paz. El presidente de la Autoridad Nacional Palestina, en cambio, fue ovacionado como un héroe por haberla abortado. Ahí empezó el nuevo y lúgubre capítulo.
Dicen que la visita realizada el 28 de septiembre por Ariel Sharon al monte del Templo fue el detonante. ¿No pudo haber servido de detonante otro hecho cualquiera? Porque si bien Sharon era odiado por los palestinos, ¿se justificaba la magnitud de las agresiones que se extendieron como el fuego, orquestadamente, por todos los sitios donde era posible apedrear a un israelí? No olvidemos que los ataques no se produjeron sólo contra militares, sino también contra quienes estaban rezando ante el muro de las Lamentaciones.
Reconozco que Sharon es un "halcón". Era rechazado por la mayoría de Israel y sólo lidera una fracción de 19 diputados sobre 120. ¿Se justificaba tirar por la borda las negociaciones y avances que se venían haciendo desde los acuerdos de Oslo?
Con horror nos enteramos de que el predicador de la mezquita de Al Aqsa, en lugar de pedir serenidad, llamó a "erradicar los judíos de Palestina". Y Palestina, para los dirigentes y el imaginario árabe, no es sólo la franja de Gaza y Cisjordania, sino todo Israel. Hubo manifestantes que reclamaron Tel Aviv. Oslo no era para ellos un camino hacia la paz, sino una etapa hacia el exterminio de Israel. Así de simple.
Por eso, a renglón seguido la televisión oficial palestina empezó a emitir documentos sobre la primera "intifada", la de 1987. Exaltaba el modelo heroico de jóvenes y niños apedreando a los israelíes. Se transmitieron canciones de guerra. Es decir, sobre un terreno explosivo se arrojó más pólvora. Como si no alcanzase, el Gobierno de Arafat ordenó cerrar las escuelas y declaró una huelga general que tuvo como efecto la proyección hacia las calles de miles de jóvenes y niños. Los lanzaban al martirio, para que el mundo se conmoviese con las inocentes víctimas.
Esa estrategia tuvo éxito: el mundo se conmovió con los niños que morían. Pero era una estrategia que abortaba la paz e impedía el nacimiento del Estado palestino que Israel estaba dispuesto a reconocer. La segunda "intifada" pateó el tablero, prendió el odio y llamó los vientos que ahora se han convertido en tempestad. El presidente del Parlamento israelí, Abraham Burg, al borde de las lágrimas, exclamó en esos días: "¿Acaso entendemos lo que está pasando? Después de ceder en casi todas las demandas, ¿qué es lo que quieren?".
Durante siete años la Autoridad Nacional Palestina constituyó una fuerza de 40.000 hombres armados, incluso con asistencia israelí. Pero no se ocupó de frenar la propaganda antijudía ni en los medios -que controla- ni en los libros de texto escolares. Por un lado dialogaba con los israelíes y por el otro cultivaba el odio. La famosa "yihad" (guerra santa) nunca fue dejada de lado.
Por supuesto que hay frustración palestina. El proceso de paz no concluyó ni brindó a ese pueblo el bienestar que esperaba. Israel tiene parte de culpa, tanto por acción como por omisión. ¡Pero no seamos cínicos!: parte de la culpa, ¡no toda! Confunde decir que la "intifada" reclama los territorios ocupados, porque Barak ofreció reintegrárselos apenas se firmase la paz; además, prometió en Camp David el reconocimiento pleno al primer Estado palestino que registrará la historia.
¿Qué pasó, entonces? La misma pregunta se formularon, desesperados, millones de israelíes que venían luchando en el frente interno para llegar a la paz con sus vecinos.
Yasser Arafat volvió al camino que mejor conoce: la violencia. La misma que aplicó durante décadas contra autobuses escolares y aeropuertos, o mediante secuestros de aviones, atentados urbanos y hasta asesinatos de atletas en los Juegos de Munich. Ahora es nuevamente un héroe, mimado por los dirigentes árabes. Tuvo el talento de aprovechar la televisión para conseguir una lástima universal. El malestar que había producido su intransigente negativa a los ofrecimientos de Barak en Camp David fueron revertidos cuando logró convencer al mundo de que su gente era víctima de la congénita maldad israelí. La muerte de niños y mujeres es más efectiva para causar indignación, y por eso no hay órdenes suyas para impedir que se introduzcan en las zonas de riesgo, como tampoco hay órdenes para que cesen los ataques suicidas contra civiles israelíes. Nadie de la Autoridad Palestina ha expresado una sola palabra o realizado un solo acto para detener la emoción violenta que sólo logrará aumentar el número de víctimas.
Los resultados, hasta ahora, le favorecen. En sus cálculos no importa si mueren 100 o 10.000. Ha podido establecer un criterio simplificador y maniqueísta mediante el cual sólo aparecen como víctimas los palestinos y sólo como criminales los israelíes.
¿Esto es bueno para los intereses del pueblo palestino? ¡Qué va! Es pésimo. Sólo es bueno para las ilusiones irresponsables de Arafat, las organizaciones fundamentalistas y una masa demagógicamente manipulada. El mismo criterio de guerra a ultranza fue aplicado hace cincuenta y tres años, cuando los árabes se opusieron a la partición de Palestina en un Estado judío y un Estado árabe que debían convivir en paz. Su belicosa obstinación, estimulada por el sueño reiterado de "arrojar los judíos al mar", desembocó en la tragedia que vino después y reina hasta el presente.
Quienes rechazamos el odio y el fanatismo, y consideramos que no existe una opción más noble que la paz, debemos abrir los ojos ante el cinismo con el que se manejan estas cosas. Cuando Rabin y Arafat se dieron la mano, en 1993, la esperanza era de que los niños de ambos pueblos podrían jugar juntos, estudiar juntos, reír juntos. Que terminaba una pesadilla; que los traumas sufridos por ambas partes serían superados. Que Israel tendría seguridad y los sufridos palestinos un Estado soberano. Que empezaba "un nuevo Medio Oriente", como vaticinó Shimon Peres.
Hace ya décadas que en Israel se han constituido movimientos impresionantes por la paz. Israel ha devuelto tierras que triplicaban su tamaño para conseguirla. La continuación del proceso de paz hubiera encontrado una solución para las pocas diferencias que quedaban. Los israelíes y los árabes están condenados a ser vecinos. A cooperar y respetarse.
Pero no se los ayuda a mantener la racionalidad. Debemos expresar nuestro desencanto ante los medios de comunicación que, con parcialidad y prejuicios, estimulan la irracionalidad de los dirigentes palestinos, que no se deciden a separar su causa de la que esgrimen los terroristas. No ordenan en árabe el cese del fuego y el cese de los ataques suicidas, sino que se limitan a falsas condenas en inglés. No han arrestado a los terroristas, no cumplen la tarea que corresponde a una Administración seria, y han obligado a que esa horrible tarea sea efectuada por los israelíes, con un espantoso saldo de muertes y heridos. La segunda "intifada" era innecesaria, criminal: en vez de asesinatos hacía falta negociar los pocos puntos que faltaban para lograr un entendimiento definitivo. Más aún, los dirigentes palestinos demuestran simpatizar con los terroristas que sueñan psicóticamente con destruir por completo Israel.
Como cierre, ilustraré hasta dónde los medios, infectados de prejuicio antiisraelí, distorsionan los hechos. Nada menos que el "New York Times" publicó una foto, que también apareció en este diario, que mostraba a un soldado israelí bastón en mano, aullando sobre la cabeza sangrante de un palestino. Si alguien sangra, es palestino, obviamente; si golpea, es israelí. Bien: días después ese diario tuvo que retractarse porque insistentes denuncias probaban que el herido era el judío Tuvia Grossman, quien había sido brutalmente apedreado por palestinos; el soldado israelí le estaba salvando la vida al ahuyentar a los agresores.
MARCOS AGUINIS, ministro de Cultura en Argentina entre 1983 y 1987, bajo la presidencia de Raúl Alfonsín. Escritor y premio Planeta 1970