La Humanidad Santísima de Jesucristo
«En la Encarnación ‘la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida’ (GS 22, 2)» (Catecismo, 470). Por eso la Iglesia ha enseñado «la plena realidad del alma humana, con sus operaciones de inteligencia y de voluntad, y del cuerpo humano de Cristo. Pero paralelamente, ha tenido que recordar en cada ocasión que la naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido. Todo lo que es y hace en ella pertenece a “uno de la Trinidad”. El Hijo de Dios comunica, pues, a su humanidad su propio modo de existir en la Trinidad. Así, en su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad (cfr. Jn 14, 9-10» (Catecismo, 470).
El alma humana de Cristo está dotada de un verdadero conocimiento humano. La doctrina católica ha enseñado tradicionalmente que Cristo en cuanto hombre poseía un conocimiento adquirido, una ciencia infusa y la ciencia beata propia de los bienaventurados en el cielo. La ciencia adquirida de Cristo no podía ser de por sí ilimitada: «por eso el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso progresar “en sabiduría, en estatura y en gracia” (Lc 2, 52) e igualmente adquirir aquello que en la condición humana se adquiere de manera experimental (cfr. Mc 6, 38; 8, 27; Jn 11, 34)» (Catecismo, 472). Cristo, en quien reposa la plenitud del Espíritu Santo con sus dones (cfr. Is 11, 1-3), poseyó también la ciencia infusa, es decir, aquel conocimiento que no se adquiere directamente por el trabajo de la razón, sino que es infundido directamente por Dios en la inteligencia humana. En efecto, «El Hijo, en su conocimiento humano, demostraba también la penetración que tenía de los pensamientos secretos del corazón de los hombres (cfr. Mc 2, 8; Jn 2, 25; 6, 61» (Catecismo, 473). Cristo poseía también la ciencia propia de los beatos: «Debido a su unión con la Sabiduría divina en la persona del Verbo encarnado, el conocimiento humano de Cristo gozaba en plenitud de la ciencia de los designios eternos que había venido a revelar (cfr. Mc 8, 31; 9, 31; 10, 33-34; 14, 18-20.26-30» (Catecismo, 474). Por todo esto debe afirmarse que Cristo en cuanto hombre es infalible: admitir el error en Él sería admitirlo en el Verbo, única persona existente en Cristo. Por lo que se refiere a una eventual ignorancia propiamente dicha, hay que tener presente que «lo que reconoce ignorar en este campo (cfr. Mc 13, 32), declara en otro lugar no tener misión de revelarlo (cfr. Hch 1, 7)» (Catecismo, 474). Se entiende que Cristo fuera humanamente consciente de ser el Verbo y de su misión salvífica[13]. Por otra parte, la teología católica, al pensar que Cristo poseía ya en la tierra la visión inmediata de Dios, ha siempre negado la existencia en Cristo de la virtud de la fe[14].
Frente a las herejías monoenergeta y monotelita que, en lógica continuidad con el monofisismo precedente, afirmaban que en Cristo hay una sola operación o una sola voluntad, la Iglesia confesó en el III Concilio ecuménico de Constantinopla, del año 681, que «Cristo posee dos voluntades y dos operaciones naturales, divinas y humanas, no opuestas, sino cooperantes, de forma que el Verbo hecho carne, en su obediencia al Padre, ha querido humanamente todo lo que ha decidido divinamente con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación (cfr. DS 556-559). La voluntad humana de Cristo “sigue a su voluntad divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino todo lo contrario estando subordinada a esta voluntad omnipotente” (DS 556)» (Catecismo, 475). Se trata de una cuestión fundamental pues está directamente relacionada con el ser de Cristo y con nuestra salvación. San Máximo el Confesor se distinguió en este esfuerzo doctrinal de clarificación y se sirvió con gran eficacia del conocido pasaje de la oración de Jesús en el Huerto, en el que aparece el acuerdo de la voluntad humana de Cristo con la voluntad del Padre (cfr. Mt 26, 39).
Consecuencia de la dualidad de naturalezas es también la dualidad de operaciones. En Cristo hay dos operaciones, las divinas, procedentes de su naturaleza divina, y las humanas, que proceden de la naturaleza humana. Se habla también de operaciones teándricas para referirse a aquéllas en las que la operación humana actúa como instrumento de la divina: es el caso de los milagros realizados por Cristo.
El realismo de la Encarnación del Verbo se manifestó también en la última gran controversia cristológica de la época patrística: la disputa sobre las imágenes. La costumbre de representar a Cristo, en frescos, iconos, bajorrelieves, etc., es antiquísima y existen testimonios que se remontan al menos al siglo segundo. La crisis iconoclasta se produjo en Constantinopla a comienzos del siglo VIII y tuvo su origen en una decisión del Emperador. Ya antes había habido teólogos que se habían mostrado a lo largo de los siglos partidarios o contrarios al uso de las imágenes, pero ambas tendencias habían coexistido pacíficamente. Quienes se oponían solían aducir que Dios no tiene límites y no puede por tanto encerrarse dentro de unas líneas, de unos trazos, no se puede circunscribir. Sin embargo, como señaló San Juan Damasceno es la misma Encarnación la que ha circunscrito al Verbo incircunscribible. «Como el Verbo se hizo carne asumiendo una verdadera humanidad, el cuerpo de Cristo era limitado (…) Por eso se puede “pintar” la faz humana de Jesús (Ga 3, 2)» (Catecismo, 476). En el II Concilio ecuménico de Nicea, del año 787, «la Iglesia reconoció que es legítima su representación en imágenes sagradas» (Catecismo, 476). En efecto, «las particularidades individuales del cuerpo de Cristo expresan la persona divina del Hijo de Dios. El ha hecho suyos los rasgos de su propio cuerpo humano hasta el punto de que, pintados en una imagen sagrada, pueden ser venerados porque el creyente que venera su imagen, venera a la persona representada en ella»[15].
El alma de Cristo, al no ser divina por esencia sino humana, fue perfeccionada, como las almas de los demás hombres, mediante la gracia habitual, que es «un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor» (Catecismo, 2000). Cristo es santo, como anunció el arcángel Gabriel a Santa María en la Anunciación: Lc 1, 35. La humanidad de Cristo es radicalmente santa, fuente y paradigma de la santidad de todos los hombres. Por la Encarnación, la naturaleza humana de Cristo ha sido elevada a la mayor unión con la divinidad –con la Persona del Verbo- a que puede ser elevada criatura alguna. Desde el punto de vista de la humanidad del Señor, la unión hipostática es el mayor don que jamás se haya podido recibir, y suele conocerse con el nombre de gracia de unión. Por la gracia habitual el alma de Cristo fue divinizada con esa transformación que eleva la naturaleza y las operaciones del alma hasta el plano de la vida íntima de Dios, proporcionando a sus operaciones sobrenaturales una connaturalidad que de otro modo no tendría. Su plenitud de gracia implica también la existencia de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo. De este plenitud de gracia de Cristo, «recibimos todos, gracia sobre gracia» (Jn 1, 16). La gracia y los dones han sido otorgados a Cristo no sólo en atención a su dignidad de Hijo, sino también en atención a su misión de nuevo Adán y Cabeza de la Iglesia. Por eso se habla de una gracia capital en Cristo, que no es una gracia distinta de la gracia personal del Señor, sino que es un aspecto de esa misma gracia que subraya su acción santificadora sobre los miembros de la Iglesia. La Iglesia, en efecto, «es el Cuerpo de Cristo» (Catecismo, 805), un Cuerpo «del que Cristo es la Cabeza: vive de Él, en Él y por Él; Él vive con ella y en ella» (Catecismo, 807).
El Corazón del Verbo encarnado. «Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: “El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Nos ha amado a todos con un corazón humano» (Catecismo, 478). Por este motivo, el Sagrado Corazón de Jesús es el símbolo por excelencia del amor con que ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres (cfr. ibidem).