La Biblia responde con claridad: el Espíritu Santo es una Persona divina, no una fuerza impersonal. Esto se confirma en los textos originales y en el uso constante de lenguaje personal para referirse a Él.
En el Nuevo Testamento, Jesús lo llama paráklētos (Consolador, Abogado), término que solo se aplica a personas (Juan 14:16, 26). Aunque la palabra griega pneûma (“espíritu”) es gramaticalmente neutra, Jesús deliberadamente usa el pronombre masculino ekeinos (“Él”) al hablar de Él: “Cuando venga Él, el Espíritu de verdad… Él os guiará a toda la verdad” (Juan 16:13). Este cambio intencional del género gramatical al personal revela que se trata de una Persona consciente, no de una energía.
El Espíritu Santo ejerce funciones propias de una persona: habla (Hechos 13:2), enseña (Juan 14:26), testifica (Juan 15:26), intercede con gemidos indecibles (Romanos 8:26–27), distribuye dones como Él quiere (1 Corintios 12:11), y puede ser entristecido (Efesios 4:30). Una fuerza no se entristece; una energía no decide. Solo una Persona lo hace.
Su lugar en la vida de la Iglesia confirma su deidad y personalidad. En el bautismo de Jesús (Mateo 3:16–17), las tres Personas actúan distintamente: el Hijo es bautizado, el Espíritu desciende, el Padre habla. En la Gran Comisión (Mateo 28:19), se bautiza “en el nombre” (singular) “del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” una fórmula de igualdad ontológica, no de jerarquía o subordinación esencial.
En el Antiguo Testamento, rûaḥ YHWH (Espíritu de Jehová) actúa con voluntad y propósito: guía (Nehemías 9:20), puede ser resistido (Hechos 7:51), y es objeto de relación personal —el pueblo entristeció a su santo Espíritu (Isaías 63:10). El Salmo 139:7 lo une inseparablemente a la presencia de Dios: “¿A dónde iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia?”.
Por tanto, el Espíritu Santo no es un atributo, un poder o una emanación.
Es Dios mismo, la tercera Persona de la Trinidad, eterno, santo, soberano y personal —que mora en los creyentes, sella su redención y los conduce a Cristo. Negar su personalidad es despojar al evangelio de su centro: la comunión con el Dios vivo, que nos habla, nos ama y permanece con nosotros para siempre.
עֶלְיוֹן
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P.A.E.