Cuando ya hemos pasado los 45 años de experiencia en la vida de iglesia, hemos advertido en diversas congregaciones la presencia de quienes pasando por “hermanos”, no evidencian por su testimonio de que alguna vez hubiesen nacido de nuevo. Esta tremenda realidad como que pasa desapercibida, dado que la generalizada apostasía que se infiltra por todas partes casi ya no tiene quien la detecte y denuncie públicamente. Los pocos que se atreven a hablar de estas cosas, son tenidos por radicales, legalistas y otras calificaciones semejantes, aunque sin ser jamás refutados.
Está claro para nosotros todos que la fe cristiana, bíblica e histórica, contempla un antes y un después en la experiencia individual del pecador, que tras su encuentro con Cristo -de quien y por quien recibe el perdón, salvación y vida eterna- es cambiado, transformado, renacido, regenerado. Por más variadas y distintas que sean las experiencias particulares, la conversión es el hecho real, que con el arrepentimiento y la fe muestran la gracia de Dios en una vida tocada por el poder del Evangelio, Espíritu y Palabra de Dios. En unos casos la crisis es puntual y dramática; en otros se parece a un proceso lento en que el alma va respondiendo paso a paso a la revelación de la verdad de Dios a su propio espíritu.
La necesidad de aumentar la membresía, ingresos y prestigio de muchas iglesias, ha hecho que con tal que la gente venga y se amolde al sistema, se le reciba sin más trámite, bautizándola, congregándola y dándole algún puesto de responsabilidad para que se sienta realizada. Caso que provenga de otra iglesia o denominación el riesgo todavía es mayor, pues de venir con carta de recomendación o transferencia, es tácita su admisión. De este modo, la religiosidad que otrora condenábamos en el catolicismo, ya la tenemos entre nosotros.
Entre estos miembros inconversos en las iglesias, los hay de dos clases bien diferenciadas: 1 - los que han abrazado la religión evangélica y participan rutinaria y pasivamente, sin hacer bien ni mal, ni metiéndose con nadie. Normalmente son personas morales y que no contravienen la reglamentación interna de la iglesia, y hasta se escandalizan cuando otros sí lo hacen.
2 – los problemáticos: aunque talentosos y con capacidades y habilidades en ciertos ministerios, su protagonismo choca y lastima a los hermanos, permaneciendo ufanos e insensibles al daño que provocan. Su semejanza con los cristianos auténticos pero carnales y mundanos es tal, que se mimetizan fácilmente con ellos, siendo difícil discernir unos de otros. Esta impunidad les deja el campo libre para sembrar discordias entre los verdaderos hijos de Dios, y de esta manera trocar una iglesia de Cristo en sinagoga de Satanás.
¿Qué hacer con ellos? Sabemos que con los primeros conviene orar por ellos, y ministrarles a Cristo con nuestras palabras y ejemplo, a fin de que se conviertan al Señor.
¿Y con los segundos? Sabemos también que tratándose de hermanos que andan fuera de orden la iglesia debe amonestarlos y disciplinarlos. Pero los que no son hijos sino bastardos quedan sin disciplina (He.12:8). Así que no les podemos echar de la iglesia, ni disciplinar ni seguir tolerando su accionar nocivo a la salud de la iglesia y comprometedor del testimonio al nombre del Señor.
Según las Escrituras, ¿tenemos alguna forma de depurar las iglesias de los falsos hermanos que atentan contra la misma? ¿O debemos resignarnos y rogar al Señor que se apresure para que Él resuelva lo que nosotros no sabemos como resolver?
Ricardo.
Está claro para nosotros todos que la fe cristiana, bíblica e histórica, contempla un antes y un después en la experiencia individual del pecador, que tras su encuentro con Cristo -de quien y por quien recibe el perdón, salvación y vida eterna- es cambiado, transformado, renacido, regenerado. Por más variadas y distintas que sean las experiencias particulares, la conversión es el hecho real, que con el arrepentimiento y la fe muestran la gracia de Dios en una vida tocada por el poder del Evangelio, Espíritu y Palabra de Dios. En unos casos la crisis es puntual y dramática; en otros se parece a un proceso lento en que el alma va respondiendo paso a paso a la revelación de la verdad de Dios a su propio espíritu.
La necesidad de aumentar la membresía, ingresos y prestigio de muchas iglesias, ha hecho que con tal que la gente venga y se amolde al sistema, se le reciba sin más trámite, bautizándola, congregándola y dándole algún puesto de responsabilidad para que se sienta realizada. Caso que provenga de otra iglesia o denominación el riesgo todavía es mayor, pues de venir con carta de recomendación o transferencia, es tácita su admisión. De este modo, la religiosidad que otrora condenábamos en el catolicismo, ya la tenemos entre nosotros.
Entre estos miembros inconversos en las iglesias, los hay de dos clases bien diferenciadas: 1 - los que han abrazado la religión evangélica y participan rutinaria y pasivamente, sin hacer bien ni mal, ni metiéndose con nadie. Normalmente son personas morales y que no contravienen la reglamentación interna de la iglesia, y hasta se escandalizan cuando otros sí lo hacen.
2 – los problemáticos: aunque talentosos y con capacidades y habilidades en ciertos ministerios, su protagonismo choca y lastima a los hermanos, permaneciendo ufanos e insensibles al daño que provocan. Su semejanza con los cristianos auténticos pero carnales y mundanos es tal, que se mimetizan fácilmente con ellos, siendo difícil discernir unos de otros. Esta impunidad les deja el campo libre para sembrar discordias entre los verdaderos hijos de Dios, y de esta manera trocar una iglesia de Cristo en sinagoga de Satanás.
¿Qué hacer con ellos? Sabemos que con los primeros conviene orar por ellos, y ministrarles a Cristo con nuestras palabras y ejemplo, a fin de que se conviertan al Señor.
¿Y con los segundos? Sabemos también que tratándose de hermanos que andan fuera de orden la iglesia debe amonestarlos y disciplinarlos. Pero los que no son hijos sino bastardos quedan sin disciplina (He.12:8). Así que no les podemos echar de la iglesia, ni disciplinar ni seguir tolerando su accionar nocivo a la salud de la iglesia y comprometedor del testimonio al nombre del Señor.
Según las Escrituras, ¿tenemos alguna forma de depurar las iglesias de los falsos hermanos que atentan contra la misma? ¿O debemos resignarnos y rogar al Señor que se apresure para que Él resuelva lo que nosotros no sabemos como resolver?
Ricardo.