En la laura de nuestro santo padre Sabas visitamos a aba Atanasio, que nos contó este relato:
"Cuando yo vivía en el cenobio de la Pentucla había allí un tal Conón, apodado el Cilicio. Era el presbítero encargado de administrar el bautismo y le habían asignado esta misión por ser un gran monje. Aplicaba la unción prebautismal y bautizaba a quienes acudían al monasterio con este fin. Pero cada vez que debía ungir a una mujer se sentía turbado y por ete motivo quería abandonar el cenobio. Sin embargo, siempre que pensaba hacerlo se le aparecía san Juan y le decía:
-Aguanta y te libraré de este combate.
Un día fue una joven persa a batuizarse. Era tan hermosa que, desnuda como estaba, el presbítero no podía ungirla con el santo óleo. La joven pasó dos días alllí y el asunto llegó a oídos del arzobispo Pedro, que se quedo estupefacto ante el incidente. Al principio quisó delegar el asunto en una diaconisa, pero no lo hizo por no admitir esta costumbre. El presbítero Conón, por su parte, cogió su manto de piel y se marchó.
-Yo no sigo en este lugar -dijo.
Después de salir en dirección a las colinas, he aquí que fue a su encuentro San Juan Batuista, que le dijo con dulce voz:
-Vuelve a tu monasterio, que te libraré del combate.
-Ten la seguridad de que no voy a volver -le respondió aba Conón con ira-. Ya me lo has prometido muchas veces y no has hecho nada.
Entonces san Juan lo cogió, lo sentó en lo alto de una de las colinas, le levantó la ropa y le hizo la señal de la santa cruz tres veces debajo del ombligo, diciéndole:
-Créeme, presbítero Conón, yo quería que tuvieras una recompensa por tu combate, pero ya que no has querido luchar, te he librado de él. Ya no tendrás recompensa.
El presbítero Conón regreso al monasterio donde bautizaba y al día siguiente ungió y bautizó a la persa, sin ver ni siquiera que tenía naturaleza de mujer. Allí pasó otros doce años ungiendo y bautizando, sin experimentar ya movimiento carnal alguno ni distinguir la naturaleza de las mujeres. Y así murió
