Yo estuve presente, Ponciano, cuando el
gobernador de Michoacán, un tal Epitacio Huerta, de
quien ya te he contado algún otro pasaje de su vida,
pidió recursos a la población para ayudar al
financiamiento de la guerra, de otra suerte tendría que
entrar a la Catedral de Morelia a saquear la plata y las
alhajas que pudiera encontrar en su interior. Como lo
aportado no satisfizo ni mucho menos sus pretensiones,
al día siguiente ordenó que rompieran la puerta del
sagrario y ataran a los reclinatorios al cura, a los
vicarios, a los acólitos, no sin antes revisar su
indumentaria por si estaban armados. Estos curitas son
una amenaza... Acto seguido, mientras los sacerdotes
advertían el peligro de provocar la ira de Dios, el general
Régules entendió llegado el momento de impedir que
los comentarios venenosos de los representantes de
Dios terminaran por intimidar a sus soldados. Entonces
se colocó en el centro del altar y gritó:
—Si Dios existe, que me castigue ahora mismo por
estar profanando su casa. Exijo que se me caiga encima
el techo —abrió los brazos en cruz mientras
contemplaba el ábside.
Como nada acontecía, preguntó de modo que todos
pudieran escucharle:
—¿Verdad que tu silencio, Señor, debemos
entenderlo como una autorización para que nos
hagamos de esta pequeña cantidad de bienes de tu
propiedad, con tal de defender la causa del progreso y
de la libertad y ayudar a los pobres por los que tanto te
preocupas?
Como sabían que dentro del templo habían más
reliquias y joyas, Régules cuestionó a uno de los
sacerdotes para que le informara dónde estaba lo gordo,
cabrón.
La enorme papada de aquel hombre se empapó de
sudor al sentir el filo del acero de la espada de mi
general en la piel.
—Ustedes, malditos curas, tienen todo el dinero del
país y a nosotros, los jodidos, de quienes se
aprovecharon para hacer su gigantesca fortuna, no nos
queda nada, cochino bulto de grasa.
Silencio. Intentos de hablar, si acaso de
tartamudear.
—A ver, ¿por qué no van a la guerra como nosotros,
en lugar de quedarse a tragar teleras con chocolate en
las noches y a hablar con las pinches beatas, como si
fueran maricones? ¿Por qué no platican con hombres
como nosotros, cabroncetes? ¿Por qué no se juegan el
cuero en las batallas? ¿No pueden matar, verdad? Pero
sí mandar a los fieles a asesinarnos entre hermanos...
¿Por qué no se ganan el pan como nosotros, trabajando,
en lugar de vivir de las limosnas que les quitan a los
pobres, a los muertos de hambre, advertidos de que si
no pagan se irán al infierno? —la tropa empezaba a
rodearlo—. No sólo son unos parásitos que viven de la
caridad, sino además de todo explotan a los pendejos
que no saben ni de qué va. Primero no los dejan
estudiar, luego los embrutecen con su religión y más
tarde los saquean y los esquilman en sus miedos e
ignorancia... Dime a mí, maldito cobarde, que Dios me
va a castigar si te meto la espada en el culo, pedazo de
cagada humana, dime, a ver dime, medio hombre y
medio señora con tus enaguas negras, contéstame...
—¿Qué? —dijo el religioso con un hilo de voz
mientras sentía que el acero traspasaba sus abundantes
carnes.
—Lo que te acabo de decir, cabrón, ¿o además eres
sordo o pendejo?
—¿Quiere que le diga, por qué no soy maricón?
—¡No!: quiero que me digas donde está el dinero, las
joyas,¿dónde guarda el obispo lo gordo, pinche pelota
de cebo?
—Eso sí no sé. Él y el Señor sabrán dónde guardan
esos bienes, yo lo desconozco, lo juro...
—¿Lo juras...? A ver tú, Picochulo —se dirigió a uno
de sus hombres de confianza, que durante el
levantamiento de Ayutla había recibido un tiro en la
boca—, tráeme un mecate grueso y pásalo por encima de
ese corralito —se refería a las balaustradas que
separaban el segundo piso, donde se encontraba el
órgano de la Catedral
—para colgar a este mamarracho, uno de los
parásitos más grandes que he conocido. Tragarás harta
carne, ¿verdad?, a ver si no se nos viene encima el
ahorcado este con todo y techo.
Dicho lo anterior pidió que metieran un caballo al
templo para subir sobre sus lomos al condenado y
dejarlo colgado al primer fuetazo; cuando lo llevaban al
cadalso improvisado, de repente se dejó caer al piso.
—No, no, por lo que más quiera usted, no me mate...
—¿Pero de qué te preocupas, hijo mío? —preguntó
Régules como beato de sacristía—. Si te pelas para el
otro lado Dios te estará esperando con los brazos
abiertos. Ya tienes el perdón asegurado, ¿o no? ¿Sabes
la cantidad de veces que he oído cómo convocan desde
ese púlpito a los michoacanos a la guerra? ¿Verdad que
no te importa la muerte de terceros, ovejas del Señor,
pero sí la tuya? Ahora sí más que nunca, me digas o no
dónde está el tesoro, te voy a colgar pero de los huevos
y por cobarde, cabroncete...
—No, por el amor de Dios, no —dijo tirado en el
piso, sabiendo que sería imposible levantarlo ni siquiera
entre ocho...
—Por el amor de Dios no lancen a la guerra a sus
fieles, por el amor de Dios no usen su dinero en matar
mexicanos inocentes, por el amor de Dios ya no
destruyan este país, por el amor de Dios respeten la
Constitución, por el amor de Dios reconozcan la
legalidad y al gobierno del señor Juárez, por el amor de
Dios respeten las decisiones, por el amor de Dios
traigan un mecate, ahora sí ya me encabroné...
—¡Picochulo! ¿Dónde andas? ¿Qué no quieres
pozole de cerdo hoy en la noche? —preguntó cuando
sintió la soga en sus manos.
—Los cajones del armario de la sacristía son falsos.
Sáquelos todos y al fondo verá como una pared de
madera, quítela y ahí encontrará todo lo que busca
—confesó de golpe el sacerdote aterrorizado,
olvidándose de sus juramentos.
Antes de que Régules pudiera contestar se quedó
absolutamente solo. La tropa corrió al lugar señalado.
Momentos después volvían dando gritos y aullidos
salvajes. Habían dado con lo «gordo», mi general.
Llegaban con las manos llenas de joyas y contando las
monedas de oro y plata. Para su sorpresa, también
encontraron varios rifles, pistolas y metralla. Régules no
pudo disimular su alegría. Ya había dinero para la
guerra.
—Ahora más que nunca, ¡cuelguen a este miserable
por cobarde, traidor, zángano y, además, mentiroso!
—No, por favor, apiádense de mí...
—¿Ustedes se apiadan de todas las casas que enlutan
por defender su patrimonio y sus privilegios? ¿Ustedes
se apiadan de la miseria de la gente mientras viven
como príncipes? ¿Ustedes se apiadan de la destrucción
del país cuando el mismo clero la provocó? ¿Ustedes se
apiadan por haber acaparado los bienes que eran y son
propiedad de la sociedad? ¿Ustedes se apiadan de los
fieles que tienen que escoger entre pagar las limosnas o
comer? ¿De qué o de quién se apiadan ustedes? No
conocen la piedad.
Los mismos chillidos de horror que se escuchan
cuando llevan a un cerdo al matadero y el animal
presiente su muerte se oyeron por toda Morelia cuando
arrastraron al sacristán hasta donde lo esperaba el
caballo. Obviamente no pudieron hacer que lo montara,
además, por la resistencia feroz que opuso. Sólo que mi
general Régules no era de los que se quedaban con los
brazos cruzados. Alguno de los suyos todavía trató de
convencerlo para que no continuara con la ejecución, al
fin y al cabo, ya tenían lo que buscaban.
—No. Matando a este siento que hago justicia.
¿Cuántos de nosotros, liberales o conservadores, van a
morir en esta guerra?
—Cientos de miles, mi general...
—¿Y cuántos sacerdotes, obispos, curas, sacristanes,
acólitos, capellanes y alacranes de esta fauna crees que
pierdan la vida en la contienda?
—Ni uno.
—¿Lo ves? Hágase tu voluntad, Señor, en las mulas
de mi compadre, ¿verdad? Hijos de puta. Son tan
asesinos que contratan a otros para que maten. Ellos se
lavan las manos como Pilatos... ¡Cuélguenlo! Mientras
más hablo, más me encabrono...
Tirado en el piso le pusieron la soga en el cuello
mientras lanzaba patadas y mordidas a diestra y
siniestra. Muy pronto le inflaron los cachetes
introduciéndole los más diversos trapos, en tanto le
ataban las manos firmemente. Todo parecía indicar que
nada haría a Régules cambiar de opinión. El Picochulo
ya estaba arriba, anudando muy bien la cuerda en el
barandal y pidiendo que subieran varios hombres al
segundo piso para ayudar a jalar semejante peso cuando
la voz de Régules insistió.
—Ya me voy a contar la lana, cabrones, apúrenle...
Cinco minutos más tarde el sacerdote colgaba
inmóvil de la soga. Tan pronto dejó de columpiarse
pendularmente, Régules abandonó la Catedral
pensando el bien que se le haría al país si todos esos
malos bichos corrieran la misma suerte de ese
miserable.