http://www.eldiadecordoba.com/pg030904/opinion/opinion_opinion265786.htm
<CENTER>Los silencios de Dios</center>
Grupo Tomás Moro.
Hoy resulta más necesario que nunca hablar de Dios porque vivimos inmersos en una cultura fuertemente secularizada donde se desarrolla la increencia, sobre todo en los sectores más dinámicos y jóvenes de la sociedad. Y esto sucede por primera vez en la Historia: una parte muy importante de la juventud española no cree en casi nada.
Es necesario hablar de Dios en "tiempos de indigencia", decía Heidegger, en tiempos de silencio o silenciamiento de Dios. El lenguaje sobre Dios ha pasado a ser "insignificante" en el espacio público e incluso en la vida cotidiana. Ha quedado relegado al interior de las conciencias y de las comunidades en su vida específicamente religiosa. Y por consiguiente, no por azar, nuestro lenguaje se ha empobrecido.
Por los años sesenta y setenta -tiempos en los que el huracán de la secularización barrió Occidente y también penetró en la Iglesia- se presentó a veces este silencio como ventajoso para la fe; se purifica, se decía, el verdadero saber de Dios en el silencio, porque el silencio protege el misterio de Dios. Pero tal silencio, como también la secularización, es un fenómeno ambiguo. Rebasar todo saber acerca de Dios en el amor y la adoración protege, es cierto, la realidad del misterio de Dios, le libra de falseamiento. Pero no hablar de Dios o de toda otra realidad ha ido unido estos años con el agnosticismo y la indiferencia religiosa, fenómenos que se han condicionado mutuamente.
Detrás de la supuesta realidad silenciada de Dios muchos no han reconocido nada: consiguientemente se han replegado y reafirmado sobre su propia finitud, sobre sus grandes o modestos proyectos, sobre sus grandes o pequeñas satisfacciones. Otros, al no rebasar ese espeso silencio, lo toman como un telón de fondo sobre el que el ser humano proyecta magnificados, en símbolos e imágenes, sus propios deseos y sueños. Pero detrás del telón tampoco reconocen nada.
Este silencio de Dios es el acontecimiento fundamental de estos tiempos de indigencia en Occidente. No hay otros que pueda comparársele en radicalidad y en lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras. Ni siquiera la pérdida del sentido moral.
Durante los veinticinco últimos años, aproximadamente, se ha producido entre nosotros una verdadera "revolución cultural", que fomenta una particular manera de entender al hombre y al mundo, al margen de Dios y como si Dios no existiera. Los peligros que de ahí se derivan son patentes y mortales para el hombre: a pesar de todas las proclamas en contrario, asistimos a una profunda quiebra de humanidad. No es alarmista el reconocer lo que está sucediendo a nuestro alrededor, sino realista. Si existe una enfermedad grave, es preciso descubrirla y reconocerla, sólo así habrá sanación.
Basta mirar a nuestro alrededor, al hombre occidental actual y ver la posición tan generalizada que tiene ante el destino y la vida, o ante la verdad y la mentira; basta mirar a sus ideales, a su vida familiar, a sus esperanzas de futuro, para percatarse que ese hombre anda vacío y desorientado, fugitivo de sí mismo y con unas aspiraciones e ideales prevalentes como el dinero, el sexo, la evasión y el goce narcisista, el vivir bien y el disfrutar, el consumo y el bienestar, el gozar del cuerpo y de la vida, la pluralidad y la permisividad moral amplia y sin trabas de ningún tipo... La misma trascendencia y la expresión religiosa tienen, con frecuencia, los límites de la corteza de la piel, queda en superficie, en la sensibilidad, en el gusto o en el consumo. Se vive como si Dios propiamente no existiera; por supuesto, no se vive en su presencia, ya que Dios es como algo evanescente, relacionado con los sentimientos o los estados anímicos; la fe en Dios deja de configurar la entera realidad de la vida; Dios queda relegado a los márgenes de la vida, lo cual no ocurre, empero, sin gravísimas consecuencias para el hombre.
La indiferencia religiosa, el rechazo o el olvido de Dios quiebra interiormente el verdadero sentido del hombre, altera en su raíz la interpretación de la vida humana y debilita y deforma los valores éticos y morales.
Lo que está en juego, por eso, es la manera de entender la vida, con Dios o sin Dios, con esperanza de vida eterna o sin más horizonte que los bienes del mundo, con un código moral objetivo respetado desde dentro o con la afirmación soberana de la propia libertad como norma absoluta de comportamiento hasta donde permitan las reglas externas de juego. No da lo mismo una cosa que otra, éste es el reto para nosotros los cristianos: que los hombres entiendan y vivan la vida con Dios y con esperanza en la vida eterna. Y para ello necesitamos hablar de Dios. Nada hay tan urgente.
<CENTER>Los silencios de Dios</center>
Grupo Tomás Moro.
Hoy resulta más necesario que nunca hablar de Dios porque vivimos inmersos en una cultura fuertemente secularizada donde se desarrolla la increencia, sobre todo en los sectores más dinámicos y jóvenes de la sociedad. Y esto sucede por primera vez en la Historia: una parte muy importante de la juventud española no cree en casi nada.
Es necesario hablar de Dios en "tiempos de indigencia", decía Heidegger, en tiempos de silencio o silenciamiento de Dios. El lenguaje sobre Dios ha pasado a ser "insignificante" en el espacio público e incluso en la vida cotidiana. Ha quedado relegado al interior de las conciencias y de las comunidades en su vida específicamente religiosa. Y por consiguiente, no por azar, nuestro lenguaje se ha empobrecido.
Por los años sesenta y setenta -tiempos en los que el huracán de la secularización barrió Occidente y también penetró en la Iglesia- se presentó a veces este silencio como ventajoso para la fe; se purifica, se decía, el verdadero saber de Dios en el silencio, porque el silencio protege el misterio de Dios. Pero tal silencio, como también la secularización, es un fenómeno ambiguo. Rebasar todo saber acerca de Dios en el amor y la adoración protege, es cierto, la realidad del misterio de Dios, le libra de falseamiento. Pero no hablar de Dios o de toda otra realidad ha ido unido estos años con el agnosticismo y la indiferencia religiosa, fenómenos que se han condicionado mutuamente.
Detrás de la supuesta realidad silenciada de Dios muchos no han reconocido nada: consiguientemente se han replegado y reafirmado sobre su propia finitud, sobre sus grandes o modestos proyectos, sobre sus grandes o pequeñas satisfacciones. Otros, al no rebasar ese espeso silencio, lo toman como un telón de fondo sobre el que el ser humano proyecta magnificados, en símbolos e imágenes, sus propios deseos y sueños. Pero detrás del telón tampoco reconocen nada.
Este silencio de Dios es el acontecimiento fundamental de estos tiempos de indigencia en Occidente. No hay otros que pueda comparársele en radicalidad y en lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras. Ni siquiera la pérdida del sentido moral.
Durante los veinticinco últimos años, aproximadamente, se ha producido entre nosotros una verdadera "revolución cultural", que fomenta una particular manera de entender al hombre y al mundo, al margen de Dios y como si Dios no existiera. Los peligros que de ahí se derivan son patentes y mortales para el hombre: a pesar de todas las proclamas en contrario, asistimos a una profunda quiebra de humanidad. No es alarmista el reconocer lo que está sucediendo a nuestro alrededor, sino realista. Si existe una enfermedad grave, es preciso descubrirla y reconocerla, sólo así habrá sanación.
Basta mirar a nuestro alrededor, al hombre occidental actual y ver la posición tan generalizada que tiene ante el destino y la vida, o ante la verdad y la mentira; basta mirar a sus ideales, a su vida familiar, a sus esperanzas de futuro, para percatarse que ese hombre anda vacío y desorientado, fugitivo de sí mismo y con unas aspiraciones e ideales prevalentes como el dinero, el sexo, la evasión y el goce narcisista, el vivir bien y el disfrutar, el consumo y el bienestar, el gozar del cuerpo y de la vida, la pluralidad y la permisividad moral amplia y sin trabas de ningún tipo... La misma trascendencia y la expresión religiosa tienen, con frecuencia, los límites de la corteza de la piel, queda en superficie, en la sensibilidad, en el gusto o en el consumo. Se vive como si Dios propiamente no existiera; por supuesto, no se vive en su presencia, ya que Dios es como algo evanescente, relacionado con los sentimientos o los estados anímicos; la fe en Dios deja de configurar la entera realidad de la vida; Dios queda relegado a los márgenes de la vida, lo cual no ocurre, empero, sin gravísimas consecuencias para el hombre.
La indiferencia religiosa, el rechazo o el olvido de Dios quiebra interiormente el verdadero sentido del hombre, altera en su raíz la interpretación de la vida humana y debilita y deforma los valores éticos y morales.
Lo que está en juego, por eso, es la manera de entender la vida, con Dios o sin Dios, con esperanza de vida eterna o sin más horizonte que los bienes del mundo, con un código moral objetivo respetado desde dentro o con la afirmación soberana de la propia libertad como norma absoluta de comportamiento hasta donde permitan las reglas externas de juego. No da lo mismo una cosa que otra, éste es el reto para nosotros los cristianos: que los hombres entiendan y vivan la vida con Dios y con esperanza en la vida eterna. Y para ello necesitamos hablar de Dios. Nada hay tan urgente.