Hasta bien avanzado el siglo XIX, la gran mayoría de lectores de la Biblia, fueran judíos o cristianos, daba por sentado que el libro de Isaías había sido escrito en su totalidad por el profeta homónimo, que vivió en los siglos VIII y VII a.C. Sin embargo, en dicho siglo fue ganando adeptos la conclusión del análisis realizado por distintos estudiosos en el sentido de que Isaías solo habría sido el autor de los primeros 39 capítulos, mientras que los capítulos siguientes serían obra de un “segundo Isaías” o Deuteroisaías. Ya cerca del final del siglo XIX la explicación se complicó algo más con la noción de un Tritoisaías, que sería el autor (o incluso un grupo de autores) de la última porción del libro (capítulos 56-66). La idea de una estructura bipartita o tripartita ha ganado adeptos y en la actualidad es el punto de vista más común entre los expertos. En todo caso, no es el propósito de este breve ensayo evaluar la validez de la noción de que el libro de Isaías que conocemos sea obra de un único autor, de dos o de tres.
El Nuevo Testamento cita distintas porciones del libro de Isaías, igual que cita distintos pasajes de otros libros del Antiguo Testamento. Entre los pasajes de Isaías con mayor significación para la iglesia primitiva se cuentan los cánticos del Siervo Sufriente de Yahveh (Isa. 42:1-4; 49:1-6; 50:4-9; y, sobre todo, el capítulo 53 en su totalidad; algunos añaden a la lista 61:1-3). De ser cierta la autoría múltiple de Isaías, los cuatro cánticos acreditados serían obra de Deuteroisaías, quien habría vivido en tiempos del exilio babilónico. El quinto cántico, de serlo, sería también exílico o incluso postexílico. También era de gran interés para los primeros cristianos un pasaje interpretado cumplido en el ministerio de Juan el Bautista: «En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Felipe tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconite, y Lisanias tetrarca de Abilinia, y siendo sumos sacerdotes Anás y Caifás, vino palabra de Dios a Juan hijo de Zacarías, en el desierto. Y él fue por toda la región contigua al Jordán predicando el bautismo del arrepentimiento para perdón de pecados, como está escrito en el libro de las palabras del profeta Isaías, que dice: “Voz del que clama en el desierto: "Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. Todo valle se rellenará y se bajará todo monte y collado; los caminos torcidos serán enderezados, y los caminos ásperos allanados, y verá toda carne la salvación de Dios”» (Luc. 3:1-6, citando Isa. 40:3-5).
¿Qué peso interpretativo cabe atribuir a estas indicaciones de autoría por parte del Nuevo Testamento? Para el caso que nos ocupa, veamos lo que afirman los adventistas. En la página 128 del tomo 4 de su Comentario bíblico, tras una tabla que contiene las citas del libro de Isaías en el Nuevo Testamento, se afirma resueltamente: «Es evidente que Cristo y los apóstoles aceptaron el libro de Isaías como una sola unidad, fruto de la pluma del profeta Isaías, y podemos estar enteramente seguros que procedemos bien si hacemos lo mismo. Nótese especialmente la referencia de Cristo a Isa. 6:9-10; 53: 1 tal como se cita en Juan 12: 38-41, donde él se refiere al profeta como autor de ambas secciones del libro; también Rom. 9:27, 29, 33; 10:15-16, 20-21, donde Pablo hace otro tanto». No aprovecharemos el desliz cometido al atribuir a Jesús las citas de Isaías realizadas por el cuarto evangelista en Juan 12:38-41.
En todo caso, queda claro que el adventismo no duda en aceptar la validez de tales atribuciones de paternidad literaria por parte de varios autores del NT y entiende que la sola mención en la Biblia de tal parecer constituye un valioso criterio para zanjar la cuestión de la paternidad del libro de Isaías. Veamos ahora otras explicaciones de la misma fuente sobre el valor de otras afirmaciones de la Biblia.
En una ocasión, Jesús afirmó lo siguiente:
No acabamos de leer el interesante pasaje cuando los adventistas corren en tropel a “informarnos” que el pasaje en cuestión es “una parábola”, por lo que, por lo visto, no hay que tomarse el asunto del todo en serio. Ni tan siquiera hay que darle el mismo peso que a “otras” parábolas que esconden preciosas gemas de verdad. En el caso de la historia de Lázaro y el rico epulón, según cuentan los adventistas, hay que tener muy en cuenta lo siguiente:
«Jesús estaba hablando a la gente de acuerdo con lo que ella conocía. Muchos de los presentes, sin tener el menor apoyo del AT, habían llegado a creer en la doctrina de que los muertos están conscientes entre la muerte y la resurrección (PVGM 206-207). Esta falsa creencia, que no aparece en el AT —ni tampoco en el NT—, impregnaba, en general, la literatura judía posterior al exilio (ver pp. 84-103), y como muchas otras creencias tradicionales se había convertido en parte del judaísmo en el tiempo de Jesús (ver com. Mar. 7:7-13). En esta parábola Jesús sencillamente se valió de una creencia popular para presentar con claridad una importante lección que deseaba inculcar en sus oyentes» (CBA, tomo 5, p. 810).
En este cúmulo de falsas afirmaciones, el comentario “bíblico” de los adventistas se olvida por un momento de la típica falacia de que para el “pensamiento hebreo” el hombre sea una unidad inseparable en cuerpo, alma o espíritu y reconoce a regañadientes que los hebreos de la época de Jesús, con la excepción de los saduceos, creía en la inmortalidad del alma. Flavio Josefo, sacerdote, militar e historiador hebreo, afirma que los saduceos no creían en la inmortalidad del alma (Antigüedades, xviii.1.4). Por su parte, el Nuevo Testamento señala que los saduceos no creían en la resurrección (Mat. 22:23; Mar. 12:18; Luc. 20:27; Hech. 23:6-8). Una comparación entre ambas fuentes debería bastar para establecer una equiparación iluminadora.
Dejando a un lado la aceptación casi universal entre los israelitas de la idea de la inmortalidad del alma en la época de Jesús y en siglos anteriores, lo más interesante de lo afirmado en dicho comentario “bíblico” es que «Jesús sencillamente se valió de una creencia popular para presentar con claridad una importante lección que deseaba inculcar en sus oyentes».
Resulta enormemente pintoresco que, cuando interesa a la secta, el respaldo de las creencias populares por parte del Nuevo Testamento constituya una evidencia probatoria de la unidad de Isaías pero que, cuando no interesa, el respaldo de Jesús a las creencias populares sobre la inmortalidad del alma no sea más que un artificio. Tan caprichosa hermenéutica es digna de reproche.
El Nuevo Testamento cita distintas porciones del libro de Isaías, igual que cita distintos pasajes de otros libros del Antiguo Testamento. Entre los pasajes de Isaías con mayor significación para la iglesia primitiva se cuentan los cánticos del Siervo Sufriente de Yahveh (Isa. 42:1-4; 49:1-6; 50:4-9; y, sobre todo, el capítulo 53 en su totalidad; algunos añaden a la lista 61:1-3). De ser cierta la autoría múltiple de Isaías, los cuatro cánticos acreditados serían obra de Deuteroisaías, quien habría vivido en tiempos del exilio babilónico. El quinto cántico, de serlo, sería también exílico o incluso postexílico. También era de gran interés para los primeros cristianos un pasaje interpretado cumplido en el ministerio de Juan el Bautista: «En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Felipe tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconite, y Lisanias tetrarca de Abilinia, y siendo sumos sacerdotes Anás y Caifás, vino palabra de Dios a Juan hijo de Zacarías, en el desierto. Y él fue por toda la región contigua al Jordán predicando el bautismo del arrepentimiento para perdón de pecados, como está escrito en el libro de las palabras del profeta Isaías, que dice: “Voz del que clama en el desierto: "Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. Todo valle se rellenará y se bajará todo monte y collado; los caminos torcidos serán enderezados, y los caminos ásperos allanados, y verá toda carne la salvación de Dios”» (Luc. 3:1-6, citando Isa. 40:3-5).
¿Qué peso interpretativo cabe atribuir a estas indicaciones de autoría por parte del Nuevo Testamento? Para el caso que nos ocupa, veamos lo que afirman los adventistas. En la página 128 del tomo 4 de su Comentario bíblico, tras una tabla que contiene las citas del libro de Isaías en el Nuevo Testamento, se afirma resueltamente: «Es evidente que Cristo y los apóstoles aceptaron el libro de Isaías como una sola unidad, fruto de la pluma del profeta Isaías, y podemos estar enteramente seguros que procedemos bien si hacemos lo mismo. Nótese especialmente la referencia de Cristo a Isa. 6:9-10; 53: 1 tal como se cita en Juan 12: 38-41, donde él se refiere al profeta como autor de ambas secciones del libro; también Rom. 9:27, 29, 33; 10:15-16, 20-21, donde Pablo hace otro tanto». No aprovecharemos el desliz cometido al atribuir a Jesús las citas de Isaías realizadas por el cuarto evangelista en Juan 12:38-41.
En todo caso, queda claro que el adventismo no duda en aceptar la validez de tales atribuciones de paternidad literaria por parte de varios autores del NT y entiende que la sola mención en la Biblia de tal parecer constituye un valioso criterio para zanjar la cuestión de la paternidad del libro de Isaías. Veamos ahora otras explicaciones de la misma fuente sobre el valor de otras afirmaciones de la Biblia.
En una ocasión, Jesús afirmó lo siguiente:
Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquel, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas. Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado. En el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces, gritando, dijo: «Padre Abraham, ten misericordia de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama». Pero Abraham le dijo: «Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, males; pero ahora este es consolado aquí, y tú atormentado. Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quieran pasar de aquí a vosotros no pueden, ni de allá pasar acá». Entonces le dijo: «Te ruego, pues, padre, que lo envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento». Abraham le dijo: «A Moisés y a los Profetas tienen; ¡que los oigan a ellos!». Él entonces dijo: «No, padre Abraham; pero si alguno de los muertos va a ellos, se arrepentirán». Pero Abraham le dijo: «Si no oyen a Moisés y a los Profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levante de los muertos» (Luc 16:19-31).
No acabamos de leer el interesante pasaje cuando los adventistas corren en tropel a “informarnos” que el pasaje en cuestión es “una parábola”, por lo que, por lo visto, no hay que tomarse el asunto del todo en serio. Ni tan siquiera hay que darle el mismo peso que a “otras” parábolas que esconden preciosas gemas de verdad. En el caso de la historia de Lázaro y el rico epulón, según cuentan los adventistas, hay que tener muy en cuenta lo siguiente:
«Jesús estaba hablando a la gente de acuerdo con lo que ella conocía. Muchos de los presentes, sin tener el menor apoyo del AT, habían llegado a creer en la doctrina de que los muertos están conscientes entre la muerte y la resurrección (PVGM 206-207). Esta falsa creencia, que no aparece en el AT —ni tampoco en el NT—, impregnaba, en general, la literatura judía posterior al exilio (ver pp. 84-103), y como muchas otras creencias tradicionales se había convertido en parte del judaísmo en el tiempo de Jesús (ver com. Mar. 7:7-13). En esta parábola Jesús sencillamente se valió de una creencia popular para presentar con claridad una importante lección que deseaba inculcar en sus oyentes» (CBA, tomo 5, p. 810).
En este cúmulo de falsas afirmaciones, el comentario “bíblico” de los adventistas se olvida por un momento de la típica falacia de que para el “pensamiento hebreo” el hombre sea una unidad inseparable en cuerpo, alma o espíritu y reconoce a regañadientes que los hebreos de la época de Jesús, con la excepción de los saduceos, creía en la inmortalidad del alma. Flavio Josefo, sacerdote, militar e historiador hebreo, afirma que los saduceos no creían en la inmortalidad del alma (Antigüedades, xviii.1.4). Por su parte, el Nuevo Testamento señala que los saduceos no creían en la resurrección (Mat. 22:23; Mar. 12:18; Luc. 20:27; Hech. 23:6-8). Una comparación entre ambas fuentes debería bastar para establecer una equiparación iluminadora.
Dejando a un lado la aceptación casi universal entre los israelitas de la idea de la inmortalidad del alma en la época de Jesús y en siglos anteriores, lo más interesante de lo afirmado en dicho comentario “bíblico” es que «Jesús sencillamente se valió de una creencia popular para presentar con claridad una importante lección que deseaba inculcar en sus oyentes».
Resulta enormemente pintoresco que, cuando interesa a la secta, el respaldo de las creencias populares por parte del Nuevo Testamento constituya una evidencia probatoria de la unidad de Isaías pero que, cuando no interesa, el respaldo de Jesús a las creencias populares sobre la inmortalidad del alma no sea más que un artificio. Tan caprichosa hermenéutica es digna de reproche.