Queridos hermanos, no, no se trata de un sistema más para el ecumenismo
, sino de dos capítulos de un excelente libro que acaba de publicar la Web cristiana de E.Apablaza de la Web de www.aguasvivas.cl , titulado "Los amigos también tienen que morir" el cual recomiendo de forma muy especial.
Este articulo merece la pena ser leído, pocas veces encontrareis nada igual. <IMG SRC="leyendo.gif" border="0">
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19
Unidos
(El camino hacia la unidad)
Juan 17:21-23
La tercera petición que el Hijo hace al Padre a favor de los suyos es que sean uno.
Para que ello sea posible Jesús nos ha dado la gloria que el Padre le había dado.
Por otro lado, el modelo de la unidad, el grado y la calidad de ella están dados por la unidad que existe entre el Padre y el Hijo.
- Como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti. (Juan 17:21).
- Como nosotros somos uno. (17:22)
- Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad. (17:23).
Como vemos, la unidad de los cristianos es un hecho espiritual, depende de otro hecho espiritual y la calidad de ella es absolutamente espiritual. La unidad de los cristianos no es asunto de acuerdos, de negociaciones, porque ellos sólo tocan la epidermis, y sólo se reducen a unos cuantos papeles y apretones de mano.
Si no conocemos la gloria del Hijo y si no vemos que Cristo está en nosotros, la unidad será sólo un concepto. Por eso es que los caminos para la unidad están tan extraviados.
Si, como suele decirse, todos los caminos conducen a Roma, no todos los caminos que se trazan en estos días para la unidad conducen a ella.
Algunos caminos
De tiempo en tiempo, y más aún en los nuestros, se alzan por aquí y por allá “promotores” de la unidad.
Ellos dicen:
- Vengan a mí, y seamos uno.
Ellos quieren que todos se conviertan a su causa para encontrar en su camino, el secreto de la unidad. Ellos están dispuestos a realizar un gran “sacrificio” para producir la unidad de los cristianos.
Invitar a la unidad desde una particular doctrina, o desde un reducto estructurado, es una ingenuidad, una presunción, o bien una frescura. Es la ingenuidad de quien no se conoce a sí mismo; la presunción de pensar que su camino es el correcto, o la frescura de pensar que todos los demás son ilusos y que no se darán cuenta de que algo anda mal con ese tipo de propuesta.
Hay quienes confían en las doctrinas. Hay “vendedores de doctrinas”; de correctas, famosas, y ancestrales doctrinas. Ellos pretenden que sus doctrinas (en realidad no son suyas: son prestadas) sean el camino para la unidad. Pero esas “probadas” doctrinas no son el camino de la unidad.
Quienes esgrimen doctrinas como medio para la unidad no saben, o no se dan cuenta, cuán moldeados suelen estar ellos mismos por sus doctrinas.
La historia de la Iglesia nos demuestra que el énfasis en las doctrinas no une a los cristianos, sino que los divide.
Otros piensan que si los cristianos se alinearan tras algún gran hombre del pasado, y caminaran en pos de su visión y de su teología, podrían alcanzar la unidad. Los líderes del pasado -reformadores, profetas- resultan atractivos como aglutinadores para la cristiandad.
Sin embargo, quienes así piensan suelen comprometerse de tal manera con esa especial visión, que pierden el sentido de las proporciones. La amplia y rica verdad de Dios -el consejo de Dios- es reducido a una visión plana, de una sola lectura, estéril y unívoca. Así, ellos caen a merced de la mente de un hombre, por más espiritual que éste haya sido.
La visión del más grande hombre de Dios es demasiado estrecha como para que Dios pueda poner en ella sus amplios pensamientos y servirse de ella hasta el fin de las edades. Lo que él dijo en sus días puede que haya sido lo que Dios tenía que decir en ese momento (aunque, tal vez, no todo lo que Dios tenía que decir, ni tampoco en la forma en que lo hizo, pero, en fin, Dios es misericordioso, y no puede esperarse más de vasos tan viles), pero diez, o cien años después, esa visión ya es evidente y lamentablemente insatisfactoria.
Si resulta que, de allá hasta acá, Dios ha querido “atreverse” a decir algo diferente, o a “añadir” algo a lo que en sus días vio aquél gran hombre, lamentablemente ¡no será tomado en cuenta!, porque esta nueva acción de Dios no aparece ni siquiera esbozada en ninguna de la multitud de obras escritas por aquél. Su cuerpo de doctrinas está tan bien configurado, su sistema es tan hermético, tan pulido y brillante, que ni siquiera Dios puede penetrar en él para modificarlo.
Y de nuevo tenemos el mismo viejo problema: los árboles no dejan ver el bosque, Dios no puede ser escuchado ni obedecido porque esa particular interpretación de la Palabra de Dios no lo permite, y porque los grandes hombres de Dios ya le pusieron molde a lo que Dios debe decir en el futuro.
Otro camino que se está empezando a abrir en nuestros días es el de los grandes acuerdos a nivel de cúpulas. Los líderes de las grandes transnacionales religiosas se están sentando a la mesa de diálogo. Ya se han elaborado documentos conciliadores entre las dos más grandes corrientes cristianas de Europa. Y también hay acercamientos en el mismo sentido hacia el Este europeo.
Los que en otro tiempo se descalificaban, hoy buscan darse la mano por encima de las diferencias. Entonces, la redacción de los acuerdos tiene que poner en la balanza cada palabra, cada coma y cada tilde, para que ninguno se sienta menoscabado.
Es necesario oír a Dios
Sin embargo, la unidad de los hijos de Dios no se producirá por los caminos antes examinados. Tales vías son inadecuadas, porque se quedan en un nivel muy superficial: la mente.
La unidad de los hijos de Dios es espiritual y sólo puede ser espiritual. ¿Cuáles son los resortes que la harán posible?
Necesariamente, los cristianos llamados a la unidad son aquellos que han visto algo de parte de Dios, los que han visto la gloria de Dios. Si todos nos pusiéramos delante de Dios con un corazón abierto, recibiríamos una visión de Dios. Y luego, al confrontar esa visión con las que Dios ha dado a otros siervos en otros lugares, veríamos que es posible la unidad, porque Dios no se contradice a sí mismo.
Dios no tiene dos voluntades diferentes para una misma generación. Podrá tener énfasis distintos para alcanzar ciertos propósitos específicos en áreas determinadas, pero en lo sustancial no puede diferir. Porque se trata de la voluntad de Dios, del propósito de Dios y de la obra de Dios.
Cuando estamos delante de Dios, comienza a producirse una obra profunda y gloriosa en el corazón: Podemos ver a Dios y oír a Dios. A la par que nuestros argumentos se silencian, los de Dios comienzan a oírse. Y se va produciendo una transformación, porque caen nuestras grandes doctrinas, nuestros pequeños y grandes ídolos, y nuestros prejuicios se ven muy pequeños ante la grandeza de Dios. Nuestro corazón va siendo desvinculado de las muletas que hasta ese momento nos sostenían, y vamos percibiendo un nuevo grado de libertad que no conocíamos. Seguramente nos invadirá también el pánico en más de algún momento, nos sentiremos aterrados -como quien va cayendo en el vacío- pero entonces podremos sentir que una Mano superior nos sostiene.
Los patrones de un avivamiento anterior
Es demasiado fácil y cómodo tener una religión perfectamente estructurada. Todo está claro y definido. Pero en esa rígida estructura Dios tiene dificultades para hacerse oír. Porque sus caminos son más altos que los nuestros, y sus pensamientos sobrepasan nuestra más alta imaginación.
Las estructuras de la mejor de las corrientes obedecen normalmente al patrón de algún avivamiento anterior. A un estado de cosas relativamente ideal, a algún nuevo Pentecostés. Pero Dios quiere introducirnos en la corriente de su Espíritu, que va más allá del avivamiento anterior. Dios quiere llevarnos a un estado de cosas más avanzado, el cual siempre será más y más parecido al principio, al génesis del la Iglesia.
Normalmente nos sentimos atados a nuestro pasado, (al nuestro en particular, o al de nuestra denominación o grupo), pero no sentimos que debemos volver al más remoto pasado de la Iglesia, al Pentecostés de Hechos 2 y al modelo que le fue mostrado a Pablo, según vemos en sus epístolas; único modelo que merece tenerse como ejemplo, con todas sus consecuencias en cuanto a la vida de iglesia.
Llevar su vituperio
El Señor dijo que nos había dado su gloria para que fuésemos uno. Sin gloria no hay unidad. Sin libertad no hay gloria. Porque donde está el Espíritu del Señor allí hay libertad. (2ª Corintios 3:17). De manera que el camino de la unidad no comienza en el hombre, sino en Dios, en la gloria de Dios.
¿Cómo podemos tener la gloria de Dios? La gloria de Dios la tenemos cuando estamos dispuestos a menospreciar la gloria de los hombres (Juan 5:44). Hay un sinfín de cosas que perdemos (de valor bastante relativo, en todo caso) cuando tomamos el camino del desprecio de los hombres, pero, sin duda, ¡ganamos la gloria de Dios!
Es preciso salir del campamento llevando su vituperio. (Hebreos 13:13). No podemos permanecer dentro de los sistemas y pretender que Dios nos revele su voluntad perfecta.
Dentro de los sistemas, la voluntad de Dios será vista al tamiz del sistema. Ella (la voluntad de Dios) tendrá las mismas distorsiones y deformidades del sistema. Si el énfasis del sistema es la sanidad de los enfermos, entonces conocer la voluntad de Dios significará saber cómo podemos sanar a más enfermos. Si el énfasis del sistema son los dones espirituales, entonces conocer la voluntad de Dios significará saber cómo podemos tener más dones espirituales.
Es preciso salir de eso y auscultar el corazón de Dios.
Algunos signos alentadores para la unidad
Si un hijo de Dios tiene alguno de los síntomas que a continuación se señalan (mejor si los tiene todos), está en el camino de la unidad.
La insatisfacción
La insatisfacción que sentimos en la obra que estamos haciendo es un buen síntoma para buscar el camino de la unidad. La insatisfacción es fruto de todo lo que es menor que Cristo, o de lo que excede a Cristo. Cuando estamos perfectamente en Cristo haciendo la obra de Dios, la insatisfacción desaparece.
Los caminos del hombre son rutinarios, secos, y pesados; no así el camino de Dios. El camino de Dios podrá acarrear infinidad de sufrimientos, pero nunca producirá insatisfacción. Los ríos de Dios fluirán sin parar porque es Dios mismo quien está en el río. Es preferible sufrir en medio del río, que gozar en la sequía de una religión sistematizada. La rutina de los programas, la carga de la infinidad de estrategias, la inoperancia de los énfasis, la desacertada visión del camino a seguir, serán insufribles, aunque todo lo hagamos en el nombre del Señor y para -como lo decimos- su exclusiva gloria.
El sentido del fracaso
Otro síntoma alentador para la unidad son los repetidos fracasos que hemos tenido, a pesar de los ingentes esfuerzos por evitarlos. Dios sólo puede hacer su obra con gente fracasada. Dios puede obrar sólo con aquellos que se han pasado algunos años levantando su propia obra, sin frutos. O con aquellos que han estado alzando su voz desaforadamente para hacerse oír, sin que nadie les haya prestado atención. Con hombres como éstos, fracasados, cansados, quebrantados, que, en el colmo de su desesperación miran al Cielo en busca de alguna respuesta, de alguna explicación, Dios puede producir la unidad.
El hombre exitoso tiene una receta para todo. La vanidad de sus pequeños triunfos le lleva a pensar que todo puede ser mejorado si sólo le dan la oportunidad para hacerlo. Su mente ágil, su experiencia de años, sus altas dotes, no pueden ser sino una señal de que es un vaso escogido, y por tanto, de que él está llamado a dirigir este asunto, o de que él tiene mucho que decir al respecto. Los demás, ¡a escuchar!
Un hombre exitoso podrá ser necesario en una empresa alicaída, o en una transnacional ambiciosa, pero nunca tendrá derecho a voz -ni menos a voto- en la obra de Dios. Si no ha aprendido que es un inútil absoluto, un cero a la izquierda, un ser destinado -y con pleno merecimiento, sin excusas- al fracaso, un esclavo torpe, un vocero tartamudo, un guerrero cobarde, un guía ciego, y un pecador desnudo, no podrá tener parte en la obra de Dios.
Dios junta a los fracasados
Luego, suponiendo que estos cristianos fracasados hayan aprendido algo delante de Dios acerca de su nulidad, deberán pasar a otro punto, directamente relacionado. Deberán ver que a los fracasados, Dios los quiere juntar para que caminen juntos. Serán juntos una turba de amargados de espíritu, con un pasado negro a cuestas, que llorarán sus desgracias a coro y sin tapujos delante de Dios. Ellos aprenderán a amarse y a soportarse allí, en el más ignominioso lugar: en la cueva de Adulam. (1 Samuel 22:1-2).
Allí Dios les revelará a su propio y único David: al Señor Jesucristo, perfecto en hermosura, feliz remedio para sus males, y único contentamiento para su alma. En ese lugar oscuro podrán ellos comprobar cuán maravillosa es su luz esplendente; en ese lugar inhóspito podrán ellos ver que se puede estar muy bien en su compañía, que, en realidad, no necesitan nada más, que no desean nada más. En ese lugar serán sanados de toda dolencia del alma, y vendados de toda herida de muerte. Sus amarguras serán trocadas en paz; sus rencores darán paso al perdón generoso. Toda tiniebla dejará de ser y la luz irrumpirá, irresistible.
Con Cristo en la cueva de Adulam compartirán la dicha del auxilio oportuno y del exilio feliz. Afuera rugirán los Saúles, con sus armas sofisticadas, y sus ejércitos incontables. Pero ¿qué importa? Aquí adentro está el Dechado de hermosura, que hace bien al corazón, que quita el temor, y da perfecto descanso al alma.
Aquí conocerán el verdadero compañerismo, el amor fraterno que está sólo un punto más bajo que el amor sumo (2ª Pedro 1:7).
Conocerán, además, al verdadero amigo, al que les socorrerá en el día malo, al compañero de milicia, al dulce hermano. Los títulos quedaron allá afuera, aquí somos todos hermanos. Ahora podremos conocer de verdad la familia de Dios, a Dios como nuestro Padre y a Jesús como el Primogénito de ella.
Perfil sicológico de los fracasados
Definir la sicología de un fracasado (o de un quebrantado por Dios) es de lo más difícil. Su semblanza podría parecer la de un loco, o de uno clínicamente desahuciado. Los quebrantados por Dios son gente extraña.
Ellos pudieron haber alcanzado en el pasado algunos títulos, algunas honras humanas, pero hoy no cuentan con nada de eso. Y no es porque, en un acto de humildad, accedan a renunciar a eso con una escondida satisfacción. Más bien, no quieren hablar ni oír hablar de ello. Hasta pueden sentirse avergonzados de haberlos tenido. Todo aquello ha sido pesado en la balanza de Dios, y de ello no ha quedado nada en pie. Lo espantoso de tal certeza llena el alma de una profunda contrición, de un sentimiento de irreparable pérdida, porque saben que, en lo futuro, todo lo que salga de ese cauce llevará el mismo estigma de muerte, ¡que nada de eso servirá de nada, para absolutamente nada!
Ellos tuvieron en el pasado una cierta firmeza de carácter, un repertorio de principios muy claros y definidos, por los cuales podían darlo todo. Hoy ya no están seguros de nada, sino sólo de que Dios es bueno y de que para siempre es su misericordia. Si pueden tener alguna certeza, algún rasgo de firmeza, es totalmente extraña a ellos, algo que saben que no procede de su deleznable corazón.
Ellos, tal vez, amaban el arte, las sutilezas del “espíritu” humano. Ellos creían en las cosas buenas del mundo, en la grandeza de los hombres, en la nobleza de las buenas intenciones. Ellos podían mezclar con la fe todas las innumerables ciencias humanas, podían hacer una perfecta simbiosis de fe y razón. Ellos se sentían orgullosos de tener en sus filas profesionales “cristianos”, artistas “cristianos”, políticos “cristianos”. Les parecía que aquellos cristianos inmersos en el gran mundo podrían reivindicar la fe, y hacer más noble la profesión cristiana. Les parecía que ellos podrían vengarles de tantos ultrajes que los cristianos recibieron en el pasado. Cada concierto, cada intervención pública, cada página de los diarios era una palmada más en la espalda de Cristo, de lo cual hasta él mismo debería sentirse orgulloso.
Estos derrotados por Dios vieron que todo eso no tenía sentido. Que era una pura farsa, una presunción que a Dios no le interesaba en absoluto. Que a Dios no le interesa que su Cristo sea levantado de esa manera. Su Cristo es mucho más, es infinitamente más grande, como para necesitar ser manoseado, exhibido, como imitando la grandeza del mundo.
Los derrotados por Dios no sienten ninguna satisfacción en nada de la tierra, ni aunque aparezca asociado al precioso Nombre.
Antes bien, una sensación de horror y espanto suele embargarlos cuando se le representa tan mal, cuando se le muestra como deseando alguna reivindicación histórica.
Los derrotados por Dios son una gente extraña. Ellos perdieron la fisonomía de un carácter ordinario, contemporizador, amoldado a los cánones de la cosmovisión de turno. Ellos no piensan -no al menos en el sentido de los que aman sus propios pensamientos-, porque sus pensamientos son inseguros, son corruptos, son indignos de confianza.
Ellos vuelven su mente a la Fuente de la inteligencia, de la eterna sabiduría. Saben que sólo en Cristo hay seguridad. Los moldes humanos se han roto. Las estructuras mentales en boga en el mundo (léase Aristóteles y compañía, Kant y compañía, Heidegger y compañía) cayeron, o van cayendo estrepitosamente. ¡Escuchen: Parece el sonido de mil espejos que se quiebran!
Antes gozaron de los razonamientos de la filosofía aristotélica, del racionalismo alemán y del idealismo inglés. Pero ahora ¡lo han perdido todo! Ellos ahora han retrocedido a épocas remotas cuando la gente podía llorar en público ¡sin avergonzarse!. Su debilidad es evidente, y suele causar lástima en quienes los rodean. Ellos, mientras hablan, tiemblan, mojadas las manos - sus rodillas amenazan con doblarse. Son gentes con evidentes síntomas de irracionalidad.
En realidad, tal cuadro no es tan extraño a la luz de las Escrituras. David, el rey de Israel, era permanentemente aquejado de estos mismos males. Al leer sus salmos, vemos su alma desnuda, sus penitencias, temores y fracasos. David era también un fracasado.
Sin embargo, de alguna manera, por alguna extraña razón, él era un hombre que agradaba el corazón de Dios, más aun, era un hombre “conforme a su corazón”. (1 Samuel 13:14). El hecho de que él haya sido un rey, el mejor de todos, el más victorioso, es casi una simple anécdota. Lo que contaba para Dios era su corazón contrito y quebrantado.
Los fracasados saben que Dios hace una doble obra en el corazón de sus hijos. Que destruye y que edifica. Y que en ese trabajo, Dios no se detiene nunca. Aunque duela. Cuando un hombre se ha abierto a la obra de Dios, Dios lo tomará para no soltarlo jamás.
Y aunque cada golpe destructor trae un ¡ay! lastimero, en su lugar va quedando más palpable el dulce carácter de Cristo. Los fracasados lo saben, y tan a gusto lo sufren, que han llegado a amar la mano que los lastima.
Son una extraña gente estos hombres, pero son los únicos que Dios utiliza para su obra. Y son los únicos que estarán dispuestos a perderlo todo en aras de la unidad. Si tú, por casualidad, ves alguno que no lleva estas marcas, tal vez te hayas equivocado de hombre, o bien tendrás que mirar más atentamente, para ver que detrás de esa aparente normalidad -y aun de esa entereza-, hay un yo hermosamente quebradizo, ¡hay un milagro de Dios!
Una visión
Como ya se ha dicho, la unidad -como toda obra de Dios- sólo es posible a partir de una visión. Si hemos visto algo de parte de Dios, podemos adherir a ella. Si hemos visto algo de parte de Dios, podemos ser convencidos por ella.
Ocurrirá algo en la esfera de nuestro espíritu, superior a nuestros razonamientos, que nos llevará a consentir con Dios. Algo sucederá dentro de nosotros inexplicable, tal vez, o al menos, muy difícil de expresar con palabras humanas. Habrá ocurrido un acto de revelación, de descubrimiento. Algo de Dios, alto y sublime se habrá metido en nuestros huesos y arderá por dentro. Algo superlativamente más grande de lo que habíamos conocido hasta entonces nos llenará la mirada, y nos sobrecogerá el alma.
Entonces se acabarán los argumentos, y nuestras pequeños glorias desaparecerán. Nuestros pequeños feudos serán derribados, nuestros grandes planes parecerán irrisorios, y nuestras grandiosas ideas parecerán tan sólo imaginación de niños.
La iglesia no será más vista como una organización, un sistema, sino será vista como Dios la ve: como un Cuerpo. La iglesia es un Cuerpo, el Cuerpo de Cristo. Entender esto tiene profundas y gloriosas implicancias.
Quien ha visto el Cuerpo de Cristo no ve cristianos de primera o de segunda clase. No ve tampoco organizaciones admirables. Ve simplemente hijos de Dios por aquí y por allá diseminados, más o menos alimentados, más o menos despiertos, y que necesitan ser bendecidos, alentados, edificados. Ve la obra de Dios salvando y edificando. No ve reductos humanos creciendo en rivalidad unos con otros. Simplemente, ve hijos de Dios, y procurará alcanzarlos a todos, abrazarlos a todos, servirles a todos.
Ver el Cuerpo de Cristo es ver a todos los hijos de Dios unidos a la Cabeza, recibiendo su vida, y su suministro. Es ver a la iglesia viva, y muchísimo más amplia que la reunión de los hermanos con quienes camina día tras día. Es trascender los límites -todos los límites- para sentir cómo siente el corazón de Dios, y pensar cómo piensa él.
Siendo muy diversa la condición de los hijos de Dios -sea por su grado de crecimiento o por cualquiera otra consideración-, verá que hay una base mucho más sólida que toda diferencia para reunirnos eternamente: el precioso Nombre de Jesús y la autoridad del Espíritu Santo. Luego, observando atentamente esa diversidad de condiciones, podrá comprobar cuáles hijos de Dios le están buscando de verdad, le están amando con todo el corazón, y verá en ellos las marcas de la obra que Dios está haciendo en estos días.
No todos los hijos de Dios permiten que Dios los guíe. Todos tal vez lo pidan, pero muy pocos lo aceptan a la hora de la verdad. Dios tiene serios problemas -por decirlo así- para llegar al corazón de sus hijos. El Espíritu Santo hace denodados esfuerzos para llamar la atención de los cristianos, pero pocas veces éstos le prestan atención.
La unidad no es posible sin ver qué cosa es el Cuerpo de Cristo. Por eso la unidad es una obra de Dios, no del hombre.
Más que acuerdos
Así que, el camino de la unidad es más que un ponerse de acuerdo, porque el mejor de los acuerdos es un hilo tan frágil como una hebra de cáñamo puesta al sol. El camino de la unidad se halla delante del trono de Dios y pocos son los que lo hallan. La diversidad, la disparidad, la atomización, son la triste realidad del pueblo cristiano hoy en el mundo. Y este es el fruto de la diversidad, la disparidad, la atomización de sus pensamientos, opiniones, propuestas, hipótesis y conclusiones.
Sólo en Cristo somos uno. Cristo único y suficiente. Es en el amor de Cristo que somos amasados, en él perdemos las pequeñas y las grandes diferencias. En él nos sumergirnos para que no se levante más lo que antes éramos. En Cristo desaparecemos definitivamente todos, y nos levantamos uno solo, precioso y perfecto.
Por dónde va el camino de la unidad
El camino de la unidad corre al margen de los promotores de unidad, de los vendedores de doctrinas acerca de la unidad, de los grandes líderes del pasado, de los sistemas religiosos -cualquiera sea el nombre, calidad, fundador, énfasis, estructura, extensión, solvencia, o doctrina fundamental.
El camino de la unidad sigue la escondida senda del silencio y de la sencillez de los quebrantados por Dios, de la visión del Cristo glorioso y de su bendito Cuerpo, de los que han apegado su corazón al corazón de Dios para oír su delicado latir.
Quienes aman la unidad no procurarán buscarla en conciliábulos con los hombres, como para lograr algún acuerdo que llene sus expectativas. No se producirá en una mesa de diálogo ni en una reunión de negocios. La unidad se producirá en el trono de Dios, y él tomará la iniciativa, ordenará las circunstancias, nos pondrá a los unos en el camino de los otros, y juntos seremos testigos de una obra que Dios habrá hecho en nuestros corazones.
A lo más, nuestra participación será testimonial. No seremos artífices de la unidad, sino testigos, declaradores de lo que Dios ya ha hecho. Así dadas las cosas, y en ese preciso momento, el Espíritu nos mostrará que nuestros caminos se han unido, que tenemos un mismo norte, una misma esperanza, y que no podemos seguir separados. Llegaremos a sentir la convicción nítida de que separarnos equivaldría a negar todo lo que Dios ha hecho y de lo cual somos responsables.
La unidad del Cuerpo de Cristo es obra de Dios, y él la llevará a cabo paso a paso, sin descansar. A los que amamos al Señor, y amamos la unidad del Cuerpo, lo único que nos resta por hacer es esperar, con el oído atento, con los ojos muy abiertos, para ver las señales que el Señor irá poniendo a nuestro paso, y que nos irán guiando en esta preciosa obra de restauración postrera, para que todos seamos uno, para que todos seamos reunidos y amasados perfectamente en Aquel único digno de ser amado, exaltado y servido: Cristo Jesús, nuestro Señor, bendito por los siglos de los siglos. Amén.
20
Unidos (II)
(Morir para ser uno)
Juan 17:21-23; 11:52
Dos remezones
En Juan 17 hay dos aspectos fundamentales de la obra de Dios que no tienen cumplimiento aún en el pueblo de Dios, pese a que fueron objeto de la oración íntima del Señor:
a) la disociación de los cristianos y el mundo.
b) la unidad de los que son de Cristo.
Tal parece que los procesos han resultado al revés: hay una amalgama de los cristianos con el mundo, y una disociación de los cristianos entre sí.
Por eso, es preciso que volvamos a nuestros fueros. Que la cordura vuelva, al menos en los que aman de verdad su santo Nombre.
La unidad es posible, como se ha dicho, sólo en aquellos que han visto su gloria (Juan 17:22). Cuando ésta se manifiesta, toda boca se cierra (Mateo 17:5).
También es preciso que haya revelación de Dios acerca de la unidad indisoluble entre los que son de Cristo con Él (Yo en ellos), y de la unidad del Padre y el Hijo (Y Tú en mí). La visión de estas dos cosas hará que sean “perfectos en unidad”.
Cuando Cristo está en un hombre, caen todas las demás cosas ante la gloria de su Presencia. Lo que antes nos diferenciaba y separaba, cae (Ef.2:14-16).
¿Qué impedía la unidad entre judíos y gentiles en días de Jacobo? (Hechos 15). Algunos asuntos relacionados con la circuncisión (15:1). Y eso -la circuncisión- no es Cristo, sino parte de un sistema mediante el cual los hombres (los judíos) se acercaban a Dios en el pasado. Cuando se dejó claro que la circuncisión no era un requisito para la justificación, se dio un importante paso hacia la unidad de los cristianos. Cuando comienzan a caer los sistemas en el corazón de los hombres, nos acercamos a la unidad.
¿Cómo y cuándo caerán si ellos están tan arraigados en el corazón? Esto ocurrirá cuando venga un remezón fuerte en el corazón de los cristianos, y en el mundo. Deseamos que vengan algunas experiencias gloriosas -y también algunas dolorosas- que permitan ver que los sistemas son inútiles, que secan el espíritu, y que separados no podemos caminar. Entonces buscaremos la unidad.
Cuando veamos, por otro lado, que el mundo se nos opone más y más; y cuando comprobemos que realmente está bajo el Maligno, que su corrupción desborda todo límite, que nada podemos esperar ya de él, entonces estaremos dispuestos a dejar el mundo, y a amar la comunión con todos los hijos de Dios.
Estos dos terremotos, uno en nuestro corazón y otro en el mundo, nos ayudarán a soltar lo que excede a Cristo (y nos separa), para llenarnos de Cristo y de amor por todos los hijos de Dios.
La Casa ha estado dividida, y una casa dividida no puede permanecer. ¿Será necesario que amenace un enemigo externo para que los díscolos miembros de la familia de Dios olviden sus diferencias y refuercen sus lazos fraternos? Así ocurrió en los países tras la cortina de Hierro hace algunos años, y así ocurre en China hasta nuestros días bajo la represión comunista. Aunque sea una paradoja, allí no hay obstáculos para la unidad. El común peligro externo los ha derribado. ¿Deberá ocurrir una persecución generalizada en Occidente antes que la unidad de los hijos de Dios sea posible?
Morir para que la unidad sea posible
Pero hay otro asunto aun más importante que lo que venimos diciendo.
En Juan 11:52 dice que el Señor Jesús murió no sólo por Israel, “sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos.”
Allí, Caifás fue usado por el Señor -por causa de que era sumo sacerdote aquel año- para profetizar la muerte del Señor Jesús, necesaria para la salvación, y también para la unidad de los hijos de Dios.
Respecto de la muerte expiatoria de Cristo, ningún cristiano puede aducir que la ignora. Pero el otro aspecto que le llevó a la muerte -la unidad de los hijos de Dios- no ha sido suficientemente enfatizado. Cristo no sólo oró por la unidad en Juan 17, sino que murió por ella. Debemos ver esto con claridad para poder tomar conciencia de lo que esto significa para Dios.
Respecto de lo primero, podemos afirmar sin lugar a dudas que Jesús no murió en vano, pues por la eficacia de su muerte en la cruz fueron borrados nuestros pecados. Pero respecto de esto otro, ¿qué diremos? ¿qué murió en vano?
Pablo demostró en sus días que la muerte de Cristo había operado eficazmente para derribar la pared que separaba a judíos y gentiles, y producir la unidad. Pablo lo creyó, lo predicó y lo defendió. Pablo tuvo “éxito” en su misión. ¡Qué duda cabe!. Mas no ha sido creído ni defendido de la misma manera por los cristianos de nuestros días. Las paredes divisorias se alzan por doquier y nadie parece incomodarse por ello.
Se hace preciso rescatar del olvido este aspecto de la muerte de Cristo. El murió para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Espiritualmente, eso se cumplió ya, porque los hombres son uno en Cristo delante de Dios. Sin embargo, no estamos viviendo ni disfrutando esa unidad hoy. Ni ella está siendo un testimonio para el mundo (Juan 17:21,23).
Pablo se tomó muy en serio este asunto, y batalló para lograrlo en su generación. Por decirlo así, él murió también por eso. Esto era para él motivo de oprobio (Gálatas 6:12-17), y por ello tuvo que pagar el más alto precio. Pero estuvo dispuesto a pagarlo.
Es preciso, pues, que en nuestro días los hijos de Dios que han visto algo en su secreto, amen la unidad, la propicien y la defiendan, no sólo por lo que la unidad es en sí, sino, sobre todo, porque Cristo murió por ella.
Aunque para alcanzarla, sea preciso que ellos mueran también.
El problema de Pablo
Gran parte de las persecuciones que Pablo sufrió en sus días se debió a que él predicó la unidad de los creyentes en torno a Cristo, al margen de la ley. Por supuesto, los judíos (que tenían mucho que perder) lo atacaron, en tanto los gentiles se gozaban. (ver Efesios 2:14-22; Gálatas 6:12-17).
Nosotros no tenemos el mismo problema que tenía Pablo en sus días, como tampoco Pablo tuvo el problema que tenemos nosotros hoy. Hoy los judíos no son un problema para nosotros, como tampoco los muchos sistemas cristianos eran un problema para Pablo.
Este es nuestro problema hoy: la cristiandad está dividida. Hay casi tantas divisiones como arena en el mar. Primeramente, hay dos grandes corrientes. Estas son muy fuertes, están muy bien definidas desde los días de la Reforma. Pero esas dos grandes corrientes están también divididas en sí mismas. Hay multitud de bandos, multitud de paredes que las separan, de manera que la división ha venido a ser algo normal.
La división de la Iglesia universal no es tan dolorosa, sin embargo, como la división de la iglesia local, en casi cada ciudad y aldea en el mundo. Allí los cristianos, que se ven casi todos los días, han aprendido a ignorarse y aun a aborrecerse unos a otros.
¿Cómo recuperaremos la unidad del principio?
La unidad producida por un fuerte liderazgo (como ocurre en una de las principales corrientes cristianas) no es real, no es espiritual.
Entre los que aman al Señor ese tipo de unidad no podría prosperar. La unidad entre los que aman al Señor sólo la puede producir el Espíritu Santo, al llevarnos a la visión de la gloria de Cristo (Juan 17:22).
El camino de la unidad tiene otra dirección.
¿Cómo habríamos enfrentado nosotros el problema de Pablo? ¿Cómo hubiera enfrentado Pablo el problema nuestro? Pablo no derribó el judaísmo. Pero multitud de iglesias fueron levantadas al margen de él por todo el mundo. Pablo no pudo lograr la unidad dentro del sistema judaico (era demasiado fuerte y estaba demasiado estructurado como para permitirlo), así que tuvo que salir de él para hallarla.
Dentro de los sistemas hoy existentes tampoco hallaremos la unidad, así que debemos salir de ellos. La única forma en que los sistemas pudieran alcanzar alguna forma de unidad es por la vía de los acuerdos, para formar un macrosistema. Pero como la iglesia no es un sistema (es un Cuerpo) no puede llegar a la unidad por vía de los acuerdos, ni puede llegar a ser un macrosistema.
La iglesia es espiritual, y sólo el Espíritu de Dios puede lograr la unidad, si es que le dejamos obrar.
Muy posiblemente, la unidad de los sistemas religiosos para formar un macrosistema ocurrirá. Y como los sistemas son instrumentos muy útiles a la política y al poder, este macrosistema será codiciado por los sistemas del mundo, y buscarán establecer alianzas con él, y de hecho lo lograrán. Cuando esto ocurra, el macrosistema cristiano ya no tendrá ninguna fuerza espiritual. Si hasta ahora los muchos sistemas cristianos han podido ejercer alguna influencia espiritual en el mundo, este macrosistema no podrá hacerlo más. Será una sal sin sabor.
En esa encrucijada, los cristianos sinceros que todavía estén allí, se darán cuenta de que la salida es inevitable. Si todavía guardaban alguna esperanza de que era viable, entonces la perderán por completo. Y entonces oirán la voz del Espíritu resonar muy claramente en sus oídos:
- Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré. (2ª Corintios 6:17).
El problema de los líderes
¿Se cumplirá, pues, en nuestros días el segundo de los objetivos por los cuales Cristo murió? ¿Se congregarán en uno los hijos de Dios?
Hay todavía un problema más que debe ser resuelto. Hay un problema con los líderes, porque los más de ellos están ensimismados en su propia obra, y hacen alarde de sus dones.
¿Cómo atacar este problema doble? ¡Sólo Cristo revelado en el corazón y experimentado! ¡Sólo la cruz de Cristo operando en un líder puede sanarlo de su egolatría! ¡Los dones no le sanarán de esta enfermedad! Al contrario, ellos contribuirán a agravarla. Es la cruz y los tratos disciplinarios del Espíritu Santo; es la disciplina del Padre y los tratos del Espíritu Santo los que le pueden sanar.
Normalmente, los llamados a la unidad que hacen los líderes tienen como centro su propia bandera. Quien así hace no logra disimular bajo ese buen discurso un gran afán de liderazgo y hegemonía.
Los que de verdad están en condiciones de colaborar con la unidad son los que se menosprecian a sí mismos; los que consideran a los demás como superiores a sí mismos; los que, en definitiva, están dispuestos a ir a la cruz y permanecer en ella todos los días de su vida.
Los líderes que han sido conducidos por el Señor a ministrar colectivamente tienen una primera oportunidad de vivir -al menos en un esbozo- la unidad del Cuerpo. Sin embargo, éste es sólo el primer paso, porque puede haber todavía un abismo que los separe de otros ministerios colectivos. Para servir colectivamente (y en un mismo espíritu) se precisa una profunda operación de la cruz, pero para servir junto a otros conglomerados de hermanos más allá de mi colectividad es preciso todavía una operación más profunda.
Si Dios, en su gracia, obra en muchos conglomerados cristianos derribando todo aquello que excede a Cristo - mediante los tratos a su alma, y mediante la disciplina, entonces ellos estarán más y más dispuestos a caminar junto a otros cristianos. Entonces los líderes ya no serán un problema.
Entonces, el camino de unidad se abrirá ante nosotros.