Re: La Religión al Alcance de Todos
LOS PLANETAS
¿Qué es un planeta? Un planeta es una tierra o mundo
como el que habitamos; por consiguiente, nosotros vivimos
en un planeta al que llamamos la Tierra, el mundo, el
globo terráqueo o el mundo, sencillamente. De éstos hay
varios alrededor de nuestro Sol, y vosotros, sin saberlo,
veis en noches claras esos mundos que confundís con las
estrellas, porque brillan, al parecer, del mismo modo.
Pero sí los planetas brillan, no es porque sean soles,
como lo son las estrellas, sino porque reflejan la luz del Sol,
del mismo modo que ya hemos visto lo hace la Luna.
Si nosotros nos colocásemos en alguno de esos planetas,
veríamos brillar la Tierra como una estrella. Para los
habitantes de esos mundos, nosotros estamos en el
Cielo, así como ellos nos parecen a nosotros que
están en él.
Estos planetas o tierras giran sobre sí mismos y
alrededor del Sol lo mismo que nosotros lo hacemos,
con la única diferencia de que unos giran sobre sí
mismos más de prisa que otros, produciendo así
sobre cada uno de ellos días más cortos o más largos.
Igualmente los que están más apartados del Sol tardan
más tiempo en dar la vuelta alrededor de él, produciendo
años más largos, pues como sabemos, un año no es
más que el tiempo empleado en dar vuelta alrededor
del Sol.
He aquí los nombres de los ocho grandes planetas
o mundos que, como nosotros, giran alrededor del Sol,
empezando por el que está más cerca de éste; Mercurio,
Venus, Tierra (el planeta o mundo en que vivimos), Marte,
Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno.
Además, hay entre Marte y Júpiter, 172 pequeños mundos.
¿Queréis que hagamos un viaje para conocer estos
planetas compañeros y vecinos nuestros? ¿Sí? Pues
vamos al Sol, para empezar desde él nuestra excursión;
nosotros os pagaremos el viaje.
Nos instalamos con toda comodidad en un coche salón,
y pasamos el rato conversando.
Después de escucharos hablar cuatro horas seguidas
acerca del aspecto, del campo, de la cosecha y de la
venta de trigo y cebada que pensáis efectuar el próximo
sábado, que es el día del mercado en el pueblo en que
ambos residimos, aprovechamos la oportunidad
de oíros hablar con entusiasmo de un negocio cuyo
resultado tocaréis cuarenta años más adelante, para
haceros notar que, aunque vuestra razón debe mostraros
que para esa época habréis muerto. Eso en nada os
priva de sentir el mayor placer en vuestro
proyecto, y al efecto os explicamos cómo en el hombre
hay dos existencias distintas. La existencia natural,
que consiste en comer, beber, etc., y la existencia mental,
que nos hace vivir fuera del mundo sensible, transportándonos
al mundo de las ideas; resultando de todo esto que como
siempre que no dormimos pensamos en algo, vivimos real
y verdaderamente de las ilusiones que se forja nuestra
imaginación. Esta tendencia a gozar con las ideas es la
que hace que los hombres de noventa años y de más
tomen en sus negocios tanto interés como cuando
tenían treinta, pareciendo lo natural que, viéndose tan
cerca de la muerte les fuese todo indiferente.
Como probablemente habríais calculado que el viaje iba
a ser un poco más corto, desistiréis de vuestra excursión
y preguntáis por el próximo cruce para tomar el tren de
vuelta; pero, desgraciadamente, el ferrocarril del Sol
está organizado de distinta manera que los de nuestro
planeta, y resulta que, a pesar de ser tan largo el viaje,
no hay estación alguna en todo el camino, ni más vía
que una; de suerte que no queda más remedio
que continuar. Esto nos explica la tristeza de los viajeros,
porque ni volverán a poner sus pies en la Tierra, ni llegarán
jamás al Sol, muriendo en el camino, no sólo ellos, sino
sus hijos y sus nietos; en una palabra: los únicos que
tendrán probabilidades de llegar vivos al Sol serán los
bisnietos de los bisnietos de los que van en el tren y
que deberán nacer doscientos y pico de años más adelante.
De esto a estar de vuelta para el mercado del sábado hay
alguna diferencia, porque entre ir y volver se pasarán
unos quinientos sesenta y pico de años.
Acudamos nuevamente a nuestra inventiva, suponiendo
que un alambre nos une con el Sol, y que, por un sistema
desconocido, no sólo se pueden mandar despachos
telegráficos, sino hasta objetos y, por lo tanto, personas.
Figurémonos que cuelgan una caja en aquel alambre,
que entremos en ella, que la cerramos, que partimos
con la rapidez de la electricidad, y a los ocho minutos
y medio llegamos al Sol, apeándonos en él sin que el
calor tremendo de aquel homo de millones de leguas
nos haga ningún efecto.
III
Henos aquí en el Sol; allí nos espera un amigo nuestro,
el mejor y el único que tenemos, el mismo que nosotros
queremos sea también amigo de vosotros todos, y cuyo
nombre os diremos más adelante. Este amigo nos hace
entrar en una máquina, con la que podemos recorrer
el Universo en todas direcciones con la rapidez de la
electricidad o con el paso de tortuga de nuestros
ferrocarriles.
Salimos, pues, del Sol, y el primer planeta o mundo
que encontramos es Mercurio, que es el más cercano
a él; tanto, que si uno de nosotros fuese puesto allí,
quedaría asado como un pavo queda asado en un homo.
A sus habitantes les parecerá, sin embargo, que no
hace bastante calor en el invierno, porque también ellos
tienen invierno. Aunque están tan cerca del Sol, no le
tocan con la mano, porque se hallan apartados de él
cincuenta y siete millones (57.000.000) de kilómetros,
o sea ciento cincuenta veces la distancia que hay entre
la Tierra y la Luna. Mercurio es dieciocho veces más
pequeño que nuestro mundo; pero por lo demás,
tiene mares y tierra firme, montañas, atmósfera, nubes,
todo, en fin, igual a nosotros.
Pasemos al que sigue. Venus, que se halla a ciento
siete millones (107.000.000) de kilómetros del Sol,
y que después de la Luna es el planeta más cercano
a nosotros, no estando separados de él más que por
cuarenta millones de kilómetros. De todos los
mundos que conocemos éste es el más parecido
al nuestro; es, poco más o menos, del mismo tamaño,
y gira sobre sí mismo en igual tiempo que nosotros;
pero como está más cerca del Sol tarda sólo doscientos
veinticuatro días en dar la vuelta alrededor de aquél, y
por consiguiente ellos cuentan un año mientras nosotros
contamos doscientos veinticuatro días.
Las montañas de Venus son el doble de altas de las
más altas montañas de la Tierra, y sus nubes son
extraordinariamente blancas, reflejando con gran
intensidad la luz del Sol, y haciendo que parezca
la estrella más brillante del cielo. Venus es lo que
se llama el lucero del alba, o lucero de la tarde;
pues según la posición que ocupa con respecto a
nosotros en sus movimientos, unas veces lo vemos
antes de salir el Sol y otras en seguida después de
ponerse.
Pasemos delante y acerquémonos al planeta que
sigue, al que creemos reconocer, y así es en efecto,
porque lo hemos visto mil veces representado en
la forma de un globo de cartón o de madera, con
sus mares y sus continentes dibujados en él; es,
en fin, el planeta en que vivimos; es la Tierra. Esta
se halla como sabemos, a ciento cuarenta y ocho
millones de kilómetros del Sol.
Nuestro amigo, al notar el interés con que miramos este
planeta, pone ante nuestros ojos un aparato con el
cual vemos todo tan claro como si estuviésemos sobre
la Tierra misma, «y que nos permite abarcar al propio
tiempo toda la mitad de la inmensa mole que mira
hacía nosotros, en medio de la cual se halla América
en aquel momento. Allí vemos un país inmenso cruzado
por ferrocarriles de miles y miles de leguas que unen
entre sí magníficas ciudades, y sobre las que corren
innumerables trenes. Este país se llama los Estados
Unidos de América, el país, o mejor dicho, la nación
o el pueblo más joven, y, sin embargo, el más adelantado
del mundo. Mirad esos ríos de media legua de ancho y
demás, cubiertos de infinitos vapores; mirad aquel
campo, tan grande él solo como una provincia de
España, y ved las grandes máquinas de vapor con que
aran, y que hacen no uno, sino cuatro surcos al mismo
tiempo. Pero, ¿a que no veis ningún soldado?
Es que no hay más que los bastantes para contener
a las tribus de indios salvajes que están mil leguas más allá.
Aquí hay muchos millones de hombres y mujeres que
jamás han entrado en ninguna iglesia, ni aun para
casarse, porque aquí pueden casarse sin necesidad de
curas; millones de hombres y mujeres que no han sido
bautizados, y nadie cree que por eso sean peores
que los demás hombres y mujeres cuya religión se
llama la ‘caridad’, religión que no tiene más misas ni más
rosarios que hacer bien al prójimo, religión cuyos fieles
no tienen más iglesia que los hospitales que construyen
y mantienen para curar a los enfermos, o los asilos para
los viejos, los ciegos y todos los que están impedidos
para trabajar, o las casas que fabrican expresamente
para que los pobres trabajadores puedan vivir
en ellas limpios y barato. Cuando mueren, no va ningún
cura que haga cruces en el aire ni diga palabras en latín;
sus bendiciones y sus oraciones son las lágrimas que
derraman aquellos seres a quienes hicieron bien durante
su vida, y que acompañan su cadáver.
Aquí no hay...
Pero la Tierra, continuando en su movimiento, nos oculta
la gran nación norteamericana, y en cambio pasa ante
nuestros ojos un inmenso mar, sembrado de miles de islas;
es el Océano Pacífico. Dé pronto un continente enorme se
va presentando: es el país mayor de la Tierra: el Asia.
Acabamos de ver al pueblo más joven; ahora vemos al país
más viejo; acabamos de ver el movimiento, el progreso, y
ahora vemos la inmovilidad que conserva a este país
en el mismo estado que hace seis mil años; acabamos de
ver un pueblo cuyo gobierno no mantiene sacerdotes de
ninguna religión, y ante nosotros se presenta otro que los tiene
por cientos de miles.
Aquí, miles de años antes de existir la religión de los
españoles, existían las religiones que tenéis a la vista.
Ved sus templos, cuán diferentes son de los vuestros;
observad sus ceremonias, que en nada se parecen a la
misa, ni a las que veis en vuestras iglesias; mirad sus
imágenes de dioses, que ninguna analogía tienen con las
vuestras.
-Eso no es verdad —exclama nuestro paisano—, porque
allí, dentro de aquel templo, veo yo una cosa que se
parece a la Trinidad, solamente que no son dos hombres y una
paloma, sino tres personas que salen del mismo cuerpo.
-Tenéis razón, esa es la Trinidad Brahamánica, de lo que,
como más adelante veréis, sacó la suya la religión cristiana;
porque esta Trinidad existe desde muchos siglos antes
de haber nacido Jesucristo.
-Pero, ¿cómo nos decís que aquí no hay cristianos
si estoy viendo al Papa vestido lo mismo que lo veo en las
estampas, con esa cosa en la cabeza que llaman la tiara?
-Ese no es el Papa de los católicos romanos, sino el
Papa de los budistas, que es una religión que existe desde
mucho antes que la vuestra.
-Pero, hombre, ¿la religión cristiana está hecha de retazos
de otras religiones? —Esa es la verdad, como veréis en este libro.
Nuestro amigo toca un botón y haciéndose pasar por
delante del próximo mundo, que es nuestro vecino Marte,
nos encontramos de pronto en medio de una multitud de pequeños
planetas.
-¿De dónde diablos ha salido tanto mundo chico?
—pregunta nuestro paisano—.
-Pues han salido dé un planeta mucho mayor, que nuestra
Tierra, al que la fuerza de los gases interiores hizo reventar,
arrojando sus pedazos tan lejos unos de otros, que cada
uno se ha convertido en las pequeñas tierras que veis. Si
son todos redondos, es por efecto del movimiento de rotación
que, haciendo bailar como un trompo a cada pedazo,
los ha hecho redondos. Este movimiento, como os hemos
explicado, lo tienen todos los cuerpos celestes; de este
movimiento proviene el que todos los cuerpos en el espacio
hayan tomado la forma redonda que tienen.
Dejemos estos mundos de Juguete y continuemos al
siguiente planeta o mundo, ante el cual quedamos estupefactos,
porque lo que ante nosotros se presenta no es un mundo
poco más o menos como el nuestro, sino un mundo 1.234
veces mayor que el nuestro, o lo que es lo mismo, que del
planeta Júpiter, que así le llamamos, se pueden sacar mil
doscientas treinta y cuatro Tierras como la nuestra.
Cómo Júpiter está mucho más lejos del Sol que nosotros
(770 millones de kilómetros), tarda doce veces más tiempo
en dar su vuelta alrededor del Sol, de lo que resulta
que su año es igual a doce años de los nuestros, y sus
cuatro estaciones son de tres años cada una. Si sus
habitantes viven tantos años de los suyos como nosotros
de los nuestros, un hombre de Júpiter, de cincuenta años,
tendrá seiscientos de los nuestros. A este
planeta le acompañan no una, sino cuatro lunas.
Pasamos corriendo delante de Urano, que no es más que
sesenta y cuatro veces mayor que nosotros, y no tiene
más que cuatro lunas, y vamos -derechos a Neptuno, que es
el mundo que más lejos se halla del Sol, pues le separa
de él la tremenda distancia de cuatro mil cuatrocientos
millones (4.400.000.000) de kilómetros. Como está tan lejos, la
vuelta que da alrededor del Sol es muchísimo mayor que la
de la Tierra; de suerte que ellos tardan ciento sesenta y
cinco años nuestros en darla, o lo que es lo mismo, el año
para los habitantes de Neptuno es ciento sesenta y cinco
veces más largo que para nosotros.
Allá los niños que maman un año están mamando ciento
sesenta y cinco años de los nuestros. Los chicos de
doce años en Neptuno tendrían aquí mil novecientos ochenta
años, y, por consiguiente, habrían nacido antes que Jesucristo.
Sus hombres de cuarenta existirían desde hace seis mil
seiscientos años, y, por lo tanto, habrían existido desde
más de setecientos años antes de la época en que nos
dice la Iglesia cristiana que Dios creó el Universo, y que fue,
según ella, hace 5.882 años nada más. El mundo Neptuno
es ochenta y cuatro veces mayor que el nuestro, y tiene
una sola luna. A la gran distancia que se. halla de Neptuno,
el Sol parece veinte veces más pequeño que desde la Tierra,
y lo que calienta es tan poco, que si uno de nosotros se
trasladase a aquel planeta, a los cinco minutos quedaría
helado como una piedra. En cambio, si ellos viniesen a nuestro
mundo, los derretiría el calor.
(TEXTO DE R. IBARRETA)
Posteado por Armando Ortega.