Re: La Leyenda de la Papisa Juana,Mito o Realidad?
A esta silla la denominaron entonces como la Sella stercoraria. Y, durante la ceremonia de inspección,
un diácono metía la mano por debajo de la silla para palpar los genitales y cerciorarse del sexo del fututo Papa,
y después gritaba ¡Habet!, la gente entonces contestaba ¡Deo gratias! (Gontard, op.cit., p.190; The Bad Popes,
E. R. Chamberlain, 1969, p.91). Respecto a la existencia de esta silla existe también el testimonio del inglés
William Brewyn, que en 1470 compiló un fascinante libro guía de las iglesias en Roma. Cuando describe
la capilla de San Salvador en la Basílica de San Juan Laterano, dice: «...en esta capilla existen dos o más
sillas de mármol rojo, con aberturas en ellas, sobre las cuales según he escuchado, se prueba si el Papa es
hombre (A XV th Century Guide-Book to the Principal Churches of Rome, William Brewyn, 1900, p.33).
La misma explicación da Bartolomeo Platina, que fue Prefecto de la Biblioteca Vaticana bajo el Papa
Sixto IV (1471-84). En su obra Vida de los Papas (1479) dice: «Algunos han escrito que debido a esto... cuando
los papas van a ser entronados en la silla de Pedro, son primeramente examinados por el diácono más joven
que esté presente « (La Légende de la Papesse Jeanne, Eugene Müntz, 1900, p.330).
Otros testimonios bastante interesantes respecto a la existencia de la Papisa Juana, y que tuvieron lugar
también durante la Edad Media, consisten en lo siguiente:
Resulta que el Palacio Laterano, lugar donde residen los papas, fue donado por Constantino a la
Iglesia en el siglo IV. Anteriormente había sido un palacio imperial, pero después se convirtió en la principal
residencia del Papa en Roma. La basílica que Constantino construyó a un lado, donde estaban las
barracas de su caballería, se convirtió después en la catedral episcopal del Papa como obispo de Roma. El
Palacio Laterano, no obstante, se encuentra en el lado opuesto de Roma en relación a los focos de actividad
papal que son el Vaticano y la Basílica de San Pedro. Desde entonces, y a través de toda la Edad Media, siempre
había procesiones papales yendo de un extremo al otro. La ruta entre ambos extremos incluía el paso por el
Coliseo y la Basílica de San Clemente, la cual se construyó sobre un Miíhraeum (lugar de sacrificios a Mithra)
del siglo III. Sin embargo, el punto es que estas dos antiguas construcciones están conectadas por la ViaS.
Giovanni en Laterano; y, en la Edad Media, esta ruta directa era evitada por los papas por causa de que allí había
dado a luz y había muerto la Papa Juana cuando se dirigía a la Basílica de San Pedro (Pardoe, op.cit., p.43).
En 1486 John Burchard, obispo de Estrasburgo y Maestro papal de Ceremonias bajo el Papa Inocencio
VIII (1503-13), Alejando VI (1492-1503), Pío III (1503) y Julio U (1503-13), organizó una procesión para
Inocencio VIH que rompió con la tradición de evitar la ruta directa. En su Líber Notarum registra la dura crítica
a la que se hizo acreedor como resultado de su decisión: «En su ida así como en su regreso, él (el Papa) vino por
la ruta del Coliseo, y por aquella calle recta donde la estatua del Papa mujer (imago papissae) está localizada,
en recuerdo, se dice, por haber dado allí a luz a un niño el Papa Juan VIH. Por esta razón muchos dicen que
a los papas no se les permite pasar a caballo por allí. Por lo tanto el señor arzobispo de Florencia, el obispo
de Massano, y Hugo de Bencii el subdiácono apostólico, me enviaron una reprimenda» (Líber Notarum, John
Burchard; RISS, XXXII pt. 1, vol. I, p.176).
La estatua de la Papisa (imago papissae) que aquí menciona Burchard en el año 1486, también fue vista
por Martín Lutero cuando visitó Roma a finales de 1510. Lutero hizo un comentario acerca de la estatua
expresando su sorpresa que los papas permitiesen que un objeto tan embarazoso permaneciera en un lugar
público. La estatua que Luterio vio era la de una mujer con vestiduras papales, sosteniendo un niño y un cetro
(La Légende de la Papesse Jeanne, Eugene Müntz, 1900, p.333). Teodorico de Niem afirma que «la estatua fue
erigida por el Papa Benedicto 111, con el fin de inspirar horror al escándalo que sucedió en ese lugar» (Pope
Joan -A Histórica! Study, Emmanuel D. Rhoides, 1886, p.82). El dato es confiable porque cuando Teodorico
escribió al respecto en el año 1414, la estatua tenía apenas poco más de 50 años, lo cual no deja mucho margen
de error.
Por otro lado, en relación al fin o desaparición de la estatua de la Papisa, existe el testimonio de Elias
Hasenmuller quien el la última década del siglo XVI fue informado por una autoridad confiable que la estatua
había sido arrojada al río Tíber porj Pío V (1566-72). Según lo registra el mismo Hasenmuller en su obra
Historia lesuitici Ordinis (1593, p.315). Esto explica también por qué el famoso cardenal jesuíta Roberto
Belarmino (1542-1621), quien intervino como miembro del] Santo Oficio en el juicio contra Galileo, cuando
hace referencia a la estatua en su obra De Summo Pontífice en 1577,! siempre se refiere a ella en tiempo
pasado, con la clara implicación que la estatua en ese entonces ya no existía. Un testimonio más, concerniente
a la existencia de la Papisa Juana, lo encontramos en el juicio que se le hizo al valiente y ] gran reformador de
Bohemia John Huss. En el mes de noviembre de 1414 se convocó un Concilio general en Constanza!
(Alemania), con el fin de dicidir una disputa entre tres idiotas que querían ser papas al mismo tiempo. John
Huss fue llamado a comparecer ante este Concilio porque se le acusaba de herejía. Huss argumentó en su
defensa, entre otras cosas, que la única cabeza de la Iglesia podía ser Cristo mismo y no el Papa. Razón por la
cual también, dijo Huss, la Iglesia había podido seguir funcionando durante todo este tiempo sin una cabeza
terrestre a pesar de los papas corruptos. Y fue precisamente aquí, cuando a manera de ejemplo de tal corrupción
papal, Huss citó entonces la existencia de la Papisa Juana. Y, como bien dice el historiador del siglo XVIII
James L’Enfant: «Si esto no hubiese sido en ese entonces un hecho innegable, los miembros del Concilio
seguramente habrían tratado de corregir a Huss con disgusto, o se hubieran reído de él, como ciertamente lo
hicieron por cosas de menor importancia» (The History qfthe Council ofConstance, James L’Enfant,
1730,1, p.340).