LA IGLESIA EN FUNCIÓN DEL MINISTRO
A fuerza de discutir tantos asuntos debatiendo con católicos y unitarios, entre otros, me preocupa mayormente aquellos temas que
hacen a nuestra actividad y relación entre las iglesias evangélicas, sin
importar cual sea su denominación o carencia de ella.
Tras más de cuarenta años de observar y palpar en mi país (Uruguay),
la realidad de cientos de iglesias, y de conocer otros tantos ministros
de las mismas, me asusta el pensar que hay algo que por lo generalizado
y extendido, parece que es aceptado tácitamente como propio y natural
en la obra de Dios.
Desde los propios ministros o siervos de Dios (llámense misioneros, o
pastores/ancianos) a todos los miembros que componen sus congregaciones, es creencia universal la de que ellos son plantadores y
edificadores de las iglesias, y que deben su existencia y ministerio a la
necesidad de salvar las almas, alimentarlas y pastorearlas.
Cuando uno lee las biografías de los grandes misioneros disponibles en
nuestras librerías, comprobará que ésto ha sido realmente así.
Cuando uno abre el libro de la realidad circundante en el medio urbano
que nos ha tocado vivir en las megalópolis modernas, aquello parece
verse invertido, a menos que sea yo quien camine de cabeza. En el ámbito rural este fenómeno parece pasar desapercibido, al ser menor o
no existir muchas veces la competencia entre distintas iglesias evangélicas en una misma localidad. A lo que me refiero, es algo notorio para cuantos simplemente se hallen despiertos: la iglesia aquí y
allí debe existir y mantenerse en función de su ministro y su familia.
Puede ser el caso de una encantadora familia anglosajona (todos rubiecitos y de ojos claros), que comienza una nueva iglesia en un barrio; puede ser el de un joven recién egresado del Seminario que junto con su flamante esposa ha sido invitado a ejercer el pastorado en
una pequeña iglesia; o el de varios ancianos que permanecen en forma
vitalicia tratando de mantener en el recinto que conoció mejores tiempos, una congregación decadente que compensa el sepelio de los
abuelitos con el bautismo de sus nietos.
En cualquier caso, parecería ser que la lealtad de los miembros se evidencia en la continuidad de su asistencia y ofrendas que hace posible
el mantenimiento de los ministros y del edificio de reunión.
En estos casos, no se percibe que los ministros se desvivan por los grandes problemas y carencias de sus miembros, sino que más bien, éstos deben dejar a un lado todo su drama familiar y laboral que les
aflige, para que al momento de la reunión cumplan con el programa
elaborado. Una sonrisa, un beso o apretón de manos de las autoridades
eclesiásticas, probablemente sea lo más a lo que el miembro pueda
aspirar. Aunque se haya logrado concientizar a los creyentes de que
ellos van allí para alabar al Señor y darle a El su adoración, muchos
son los que se quejan de no recibir siquiera beneficio espiritual alguno,
y que salen aún más fríos de lo que han entrado.
En iglesias menos conservadoras y con cultos más bullangueros, parece
justificada la alegría del pastor que danza y salta al tiempo de la alabanza, pues tal clima favorecerá la recolección de las ofrendas. El
entusiasmo de los miembros, en cambio, debe ser continuamente estimulado a que sea expresado con palmas, aplausos, saltos y gritos.
A la salida de la reunión, y en camino a sus casas, la efervescencia ha
terminado y el rostro reasume la expresión de preocupación y dolor.
Ahora parece que van cantando aquellos versos de Atahualpa Yupanqui:
"Las penas son de nosotros...las vaquitas son ajenas".
Ojalá el caso que describo fuese excepcional, pero bien mirado y pensado, a lo menos en mi país, este fenómeno es general. Ignoro lo
que pueda ser en los vuestros, pero pensad primero y opinad después:
- ¿Suelen o no existir las iglesias (con sus miembros, locales y cultos)
en función de sus ministros y familias?
Ricardo.
A fuerza de discutir tantos asuntos debatiendo con católicos y unitarios, entre otros, me preocupa mayormente aquellos temas que
hacen a nuestra actividad y relación entre las iglesias evangélicas, sin
importar cual sea su denominación o carencia de ella.
Tras más de cuarenta años de observar y palpar en mi país (Uruguay),
la realidad de cientos de iglesias, y de conocer otros tantos ministros
de las mismas, me asusta el pensar que hay algo que por lo generalizado
y extendido, parece que es aceptado tácitamente como propio y natural
en la obra de Dios.
Desde los propios ministros o siervos de Dios (llámense misioneros, o
pastores/ancianos) a todos los miembros que componen sus congregaciones, es creencia universal la de que ellos son plantadores y
edificadores de las iglesias, y que deben su existencia y ministerio a la
necesidad de salvar las almas, alimentarlas y pastorearlas.
Cuando uno lee las biografías de los grandes misioneros disponibles en
nuestras librerías, comprobará que ésto ha sido realmente así.
Cuando uno abre el libro de la realidad circundante en el medio urbano
que nos ha tocado vivir en las megalópolis modernas, aquello parece
verse invertido, a menos que sea yo quien camine de cabeza. En el ámbito rural este fenómeno parece pasar desapercibido, al ser menor o
no existir muchas veces la competencia entre distintas iglesias evangélicas en una misma localidad. A lo que me refiero, es algo notorio para cuantos simplemente se hallen despiertos: la iglesia aquí y
allí debe existir y mantenerse en función de su ministro y su familia.
Puede ser el caso de una encantadora familia anglosajona (todos rubiecitos y de ojos claros), que comienza una nueva iglesia en un barrio; puede ser el de un joven recién egresado del Seminario que junto con su flamante esposa ha sido invitado a ejercer el pastorado en
una pequeña iglesia; o el de varios ancianos que permanecen en forma
vitalicia tratando de mantener en el recinto que conoció mejores tiempos, una congregación decadente que compensa el sepelio de los
abuelitos con el bautismo de sus nietos.
En cualquier caso, parecería ser que la lealtad de los miembros se evidencia en la continuidad de su asistencia y ofrendas que hace posible
el mantenimiento de los ministros y del edificio de reunión.
En estos casos, no se percibe que los ministros se desvivan por los grandes problemas y carencias de sus miembros, sino que más bien, éstos deben dejar a un lado todo su drama familiar y laboral que les
aflige, para que al momento de la reunión cumplan con el programa
elaborado. Una sonrisa, un beso o apretón de manos de las autoridades
eclesiásticas, probablemente sea lo más a lo que el miembro pueda
aspirar. Aunque se haya logrado concientizar a los creyentes de que
ellos van allí para alabar al Señor y darle a El su adoración, muchos
son los que se quejan de no recibir siquiera beneficio espiritual alguno,
y que salen aún más fríos de lo que han entrado.
En iglesias menos conservadoras y con cultos más bullangueros, parece
justificada la alegría del pastor que danza y salta al tiempo de la alabanza, pues tal clima favorecerá la recolección de las ofrendas. El
entusiasmo de los miembros, en cambio, debe ser continuamente estimulado a que sea expresado con palmas, aplausos, saltos y gritos.
A la salida de la reunión, y en camino a sus casas, la efervescencia ha
terminado y el rostro reasume la expresión de preocupación y dolor.
Ahora parece que van cantando aquellos versos de Atahualpa Yupanqui:
"Las penas son de nosotros...las vaquitas son ajenas".
Ojalá el caso que describo fuese excepcional, pero bien mirado y pensado, a lo menos en mi país, este fenómeno es general. Ignoro lo
que pueda ser en los vuestros, pero pensad primero y opinad después:
- ¿Suelen o no existir las iglesias (con sus miembros, locales y cultos)
en función de sus ministros y familias?
Ricardo.