Reflexión crítica sobre la presunción de infallibilidad en grupos religiosos: Un laberinto de circularidad doctrinal
En el vasto y complejo entramado del cristianismo, emergen ciertos grupos que se erigen como baluartes de autoridad incuestionable, proclamando para sí el atributo divino de la infalibilidad. Entre ellos, destacan la Iglesia Católica Romana (ICAR) y la Iglesia Ortodoxa Oriental (ICAO), instituciones que, más allá de autoproclamarse guardianas exclusivas de la verdad, entrelazan su identidad con dogmas que, para muchos, rozan lo paradójico. La pregunta que surge, entonces, no es meramente teológica, sino epistemológica: ¿puede sostenerse racionalmente un sistema que fundamenta su coherencia en la presuposición de su propia infalibilidad? ¿O acaso nos hallamos ante un edificio doctrinal construido sobre arenas movedizas, donde la lógica se subordina a la autoafirmación?
Imaginemos un diálogo revelador entre un cristiano escéptico (X) y un católico romano (C), donde se desnuda la fragilidad de este razonamiento circular:
— X: ¿Por qué habría de abrazar el catolicismo romano?
— C: Porque la Biblia respalda la autoridad infalible del magisterio.
— X: ¿Dónde, precisamente?
— C: En Mateo 16:18, por ejemplo: "Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia".
— X: ¿Y por qué habría de aceptar tu interpretación de ese pasaje?
— C: Epa uepa boludo, No es mi interpretación, sino la de mi Iglesia.
— X: ¿Y eso a mi que?
— C: Que, dado que mi Iglesia es infalible, su interpretación es incuestionablemente verdadera.
He aquí el nudo gordiano del dilema: la infalibilidad no se demuestra, se presupone. El argumento se repliega sobre sí mismo como un ouroboros, mordiendo su propia cola. La autoridad se justifica apelando a un texto cuya interpretación válida solo puede provenir, precisamente, de quien ya se asume como autoridad. ¿No es esto, acaso, una petición de principio disfrazada de revelación?
Pero el problema se profundiza al trascender lo textual y adentrarse en el territorio pantanoso de la historia. La historiografía crítica nos recuerda que el pasado es un espejo fracturado: cada fragmento ofrece una perspectiva, pero ninguna agota la totalidad. Incluso al invocar a los Padres de la Iglesia o a la tradición patrística, surge la incómoda verdad de que estos testimonios son polisémicos, susceptibles de lecturas contrapuestas. ¿Cómo decidir, entonces, cuál es la "correcta"? La respuesta previsible —"la que sostiene mi Iglesia, pues ella es infalible"— nos devuelve, irónicamente, al mismo abismo lógico: un dogma que se autovenera como axioma, sin permitir ser interrogado.
Este mecanismo no es exclusivo del catolicismo romano o la ortodoxia oriental. Es el sello de todo grupo que invoca la infalibilidad: un sistema cerrado donde la verdad no se descubre, sino que se decreta. La objetividad se sacrifica en el altar de la autolegitimación, y la razón crítica es sustituida por un acto de fe en la institución. ¿No resulta revelador que, al rascar la superficie de estos fundamentos, encontremos no roca firme, sino un eco que repite: "Creéme porque debo ser creído"?
En última instancia, la paradoja salta a la vista: para aceptar la infalibilidad, primero hay que creer en ella, pero es esa misma infalibilidad la que exige ser creída. Un círculo vicioso que, lejos de resolver el enigma, lo perpetúa. Así, estas doctrinas se asemejan a un castillo de naipes: imponentes en su estructura, pero destinados a desplomarse si alguien osa cuestionar la premisa que los sostiene. La historia, la exégesis y la razón quedan subsumidas bajo un único mandato invisible: presuponer, antes que demostrar. Y en ese gesto, la búsqueda de verdad se transforma en un acto de sumisión.
La dialéctica entre la "guía espiritual" y el silencio de la razón: ¿Dogma o revelación encubierta?
En el corazón de las doctrinas de grupos como la Iglesia Católica Romana (ICAR) y la Iglesia Ortodoxa Oriental (ICAO) late una paradoja inquietante: proclaman ser guiados por el Espíritu Santo, pero niegan recibir nuevas revelaciones. ¿Cómo sostener, entonces, dogmas ausentes en las Escrituras o en la tradición primitiva? El caso de la Asunción de María sirve como ventana para observar este conflicto entre autoridad divina y vacío metodológico.
Imaginemos un diálogo revelador:
— X: ¿En qué basas tu certeza sobre la Asunción de María?
— C: La Iglesia lo afirma, y al ser infalible, es incuestionable.
— X: Pero… ¿cómo llegó la Iglesia a esa conclusión?
— C: Mmm... Porque es infalible
— X: No pregunte ¿Porque? sino ¿Cómo?
— C: Ehh... Porque el Espíritu Santo la guía hacia la verdad.
— X: ¿Acaso eso no implica una nueva revelación?
— C: ¡No! Las revelaciones terminaron con los apóstoles. La Iglesia solo desarrolla lo ya revelado por medio de la razón.
— X: Entonces, ¿qué argumentos históricos o teológicos respaldan este dogma?
— C: No lo sé… pero confío en la Iglesia.
— X: Si ignoras el fundamento, ¿no es plausible pensar que tuvo una nueva revelación?
— C: ¡No! Las revelaciones terminaron con los apóstoles. La Iglesia solo desarrolla lo ya revelado.
— X: Entonces, ¿qué argumentos históricos o teológicos respaldan este dogma?
— C: No lo se... pero estoy seguro de que existen, quizá los tienen ocultos.
El ciclo se desnuda:
El problema de fondo:
Al negar las nuevas revelaciones, estos grupos las reintroducen mediante un eufemismo teológico. La Asunción de María, por ejemplo, no se deriva de un análisis histórico ni de un consenso patrístico: surge en la Edad Media y se dogmatiza en 1950. ¿Cómo explicar esto sin caer en la circularidad? Simple: "El Espíritu Santo guió, y la Iglesia lo descubrió usando la razón". Pero si el descubrimiento carece de transparencia metodológica, ¿no es idéntico a una revelación privada elevada a dogma?
La fe en la institución vs. la razón crítica:
El creyente queda atrapado en un dilema:
Conclusión inevitable:
Como se exploró hace un momento, la infalibilidad no es un argumento, sino un axioma. Sirve para blindar dogmas que, de otro modo, se desmoronarían ante el escrutinio de la historia, la exégesis o la razón. La Asunción de María, lejos de ser un caso aislado, es síntoma de un sistema que sacraliza la autoridad mientras vacia de contenido el debate teológico. Al final, la fe en la institución reemplaza a la verdad demostrable, y el Espíritu Santo se convierte en el comodín retórico que todo lo justifica… y nada lo explica.
En el vasto y complejo entramado del cristianismo, emergen ciertos grupos que se erigen como baluartes de autoridad incuestionable, proclamando para sí el atributo divino de la infalibilidad. Entre ellos, destacan la Iglesia Católica Romana (ICAR) y la Iglesia Ortodoxa Oriental (ICAO), instituciones que, más allá de autoproclamarse guardianas exclusivas de la verdad, entrelazan su identidad con dogmas que, para muchos, rozan lo paradójico. La pregunta que surge, entonces, no es meramente teológica, sino epistemológica: ¿puede sostenerse racionalmente un sistema que fundamenta su coherencia en la presuposición de su propia infalibilidad? ¿O acaso nos hallamos ante un edificio doctrinal construido sobre arenas movedizas, donde la lógica se subordina a la autoafirmación?
Imaginemos un diálogo revelador entre un cristiano escéptico (X) y un católico romano (C), donde se desnuda la fragilidad de este razonamiento circular:
— X: ¿Por qué habría de abrazar el catolicismo romano?
— C: Porque la Biblia respalda la autoridad infalible del magisterio.
— X: ¿Dónde, precisamente?
— C: En Mateo 16:18, por ejemplo: "Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia".
— X: ¿Y por qué habría de aceptar tu interpretación de ese pasaje?
— C: Epa uepa boludo, No es mi interpretación, sino la de mi Iglesia.
— X: ¿Y eso a mi que?
— C: Que, dado que mi Iglesia es infalible, su interpretación es incuestionablemente verdadera.
He aquí el nudo gordiano del dilema: la infalibilidad no se demuestra, se presupone. El argumento se repliega sobre sí mismo como un ouroboros, mordiendo su propia cola. La autoridad se justifica apelando a un texto cuya interpretación válida solo puede provenir, precisamente, de quien ya se asume como autoridad. ¿No es esto, acaso, una petición de principio disfrazada de revelación?
Pero el problema se profundiza al trascender lo textual y adentrarse en el territorio pantanoso de la historia. La historiografía crítica nos recuerda que el pasado es un espejo fracturado: cada fragmento ofrece una perspectiva, pero ninguna agota la totalidad. Incluso al invocar a los Padres de la Iglesia o a la tradición patrística, surge la incómoda verdad de que estos testimonios son polisémicos, susceptibles de lecturas contrapuestas. ¿Cómo decidir, entonces, cuál es la "correcta"? La respuesta previsible —"la que sostiene mi Iglesia, pues ella es infalible"— nos devuelve, irónicamente, al mismo abismo lógico: un dogma que se autovenera como axioma, sin permitir ser interrogado.
Este mecanismo no es exclusivo del catolicismo romano o la ortodoxia oriental. Es el sello de todo grupo que invoca la infalibilidad: un sistema cerrado donde la verdad no se descubre, sino que se decreta. La objetividad se sacrifica en el altar de la autolegitimación, y la razón crítica es sustituida por un acto de fe en la institución. ¿No resulta revelador que, al rascar la superficie de estos fundamentos, encontremos no roca firme, sino un eco que repite: "Creéme porque debo ser creído"?
En última instancia, la paradoja salta a la vista: para aceptar la infalibilidad, primero hay que creer en ella, pero es esa misma infalibilidad la que exige ser creída. Un círculo vicioso que, lejos de resolver el enigma, lo perpetúa. Así, estas doctrinas se asemejan a un castillo de naipes: imponentes en su estructura, pero destinados a desplomarse si alguien osa cuestionar la premisa que los sostiene. La historia, la exégesis y la razón quedan subsumidas bajo un único mandato invisible: presuponer, antes que demostrar. Y en ese gesto, la búsqueda de verdad se transforma en un acto de sumisión.
La dialéctica entre la "guía espiritual" y el silencio de la razón: ¿Dogma o revelación encubierta?
En el corazón de las doctrinas de grupos como la Iglesia Católica Romana (ICAR) y la Iglesia Ortodoxa Oriental (ICAO) late una paradoja inquietante: proclaman ser guiados por el Espíritu Santo, pero niegan recibir nuevas revelaciones. ¿Cómo sostener, entonces, dogmas ausentes en las Escrituras o en la tradición primitiva? El caso de la Asunción de María sirve como ventana para observar este conflicto entre autoridad divina y vacío metodológico.
Imaginemos un diálogo revelador:
— X: ¿En qué basas tu certeza sobre la Asunción de María?
— C: La Iglesia lo afirma, y al ser infalible, es incuestionable.
— X: Pero… ¿cómo llegó la Iglesia a esa conclusión?
— C: Mmm... Porque es infalible
— X: No pregunte ¿Porque? sino ¿Cómo?
— C: Ehh... Porque el Espíritu Santo la guía hacia la verdad.
— X: ¿Acaso eso no implica una nueva revelación?
— C: ¡No! Las revelaciones terminaron con los apóstoles. La Iglesia solo desarrolla lo ya revelado por medio de la razón.
— X: Entonces, ¿qué argumentos históricos o teológicos respaldan este dogma?
— C: No lo sé… pero confío en la Iglesia.
— X: Si ignoras el fundamento, ¿no es plausible pensar que tuvo una nueva revelación?
— C: ¡No! Las revelaciones terminaron con los apóstoles. La Iglesia solo desarrolla lo ya revelado.
— X: Entonces, ¿qué argumentos históricos o teológicos respaldan este dogma?
— C: No lo se... pero estoy seguro de que existen, quizá los tienen ocultos.
El ciclo se desnuda:
- La verdad se justifica por la infalibilidad.
- La infalibilidad se justifica por la guía del Espíritu.
- La guía del Espíritu se reduce a un acto de fe en la institución.
El problema de fondo:
- Si la Iglesia no revela, sino descubre, ¿por qué oculta sus métodos?
- Si el Espíritu Santo solo ilumina (no revela), ¿por qué el resultado es idéntico a una verdad revelada?
- Si todo se reduce a confiar en la institución, ¿no se convierte la infalibilidad en un acto de auto-idolatría?
Al negar las nuevas revelaciones, estos grupos las reintroducen mediante un eufemismo teológico. La Asunción de María, por ejemplo, no se deriva de un análisis histórico ni de un consenso patrístico: surge en la Edad Media y se dogmatiza en 1950. ¿Cómo explicar esto sin caer en la circularidad? Simple: "El Espíritu Santo guió, y la Iglesia lo descubrió usando la razón". Pero si el descubrimiento carece de transparencia metodológica, ¿no es idéntico a una revelación privada elevada a dogma?
La fe en la institución vs. la razón crítica:
El creyente queda atrapado en un dilema:
- Aceptar que la Iglesia tiene acceso a una verdad inefable (pero inexplicable).
- Rechazar la exigencia de coherencia lógica, sustituyéndola por obediencia.
Conclusión inevitable:
Como se exploró hace un momento, la infalibilidad no es un argumento, sino un axioma. Sirve para blindar dogmas que, de otro modo, se desmoronarían ante el escrutinio de la historia, la exégesis o la razón. La Asunción de María, lejos de ser un caso aislado, es síntoma de un sistema que sacraliza la autoridad mientras vacia de contenido el debate teológico. Al final, la fe en la institución reemplaza a la verdad demostrable, y el Espíritu Santo se convierte en el comodín retórico que todo lo justifica… y nada lo explica.