Este artículo ha sido escrito en otro foro por un protestante "no fundamentalista" (dice que es neo-calvinista), pero como allá apenas hay ningún otro protestante, quisiera que los evangélicos de este foro dierais vuestra opinión. El autor, Shibbo, me ha dado permiso para copiarlo acá
INTERPRETACIÓN Y ESPÍRITU
Reflexionemos sobre el dilema de interpretación y legitimación que se presenta en el protestantismo fundamentalista. El problema comienza en el modo en que este discurso teológico se sitúa. Por un lado tenemos el texto bíblico tejido a lo largo de los siglos y convertido en canon de la Iglesia Cristiana en una época concreta. El hecho de convertirse en texto canónico fuerza al texto, convierte al texto, en Revelación: las palabras quedan inscritas en la Voluntad Divina y por lo tanto siendo la Voluntad Divina infalible e inquebrantable, la Biblia pasa a ser una Verdad inquestionable. Algo que hemos de aceptar con fe, de una forma pasive y receptiva. Cualquier duda, cualquier contradicción, es sólo aparente: es la falta de Espíritu que nos ciega, es nuestra mente humana la que se interpone ante una verdad que con fe y Espíritu se ha de revelar nítida y transparente.
Esta es la relación del creyente fundamentalista protestante con su Biblia. Es una relación, no cabe duda, problemática; y prueba de ello, es la inevitable multiplicidad de interpretaciones que han venido y siguen dando lugar a diferentes sectas, iglesias o denominaciones. Algo que no debiera ser problema si fuese producto de un libre juego de interpretación asumido por todos sin mala conciencia. Pero no es así, la forma en que algunos creyentes de temperamento autoritario se arrogan el derecho a la interpretación “espiritualmente correcta”, y el modo en que anatemizan o excluyen con airada arrogancia de inquisidor a aquel, o aquellos que no coinciden con su interpretación; prueba que las divisiones se producen con mala conciencia sartriana. Algunas sectas se cierran en banda y delegan la interpretación teológica o doctrinal a una junta de teólogos o entendidos, o simplemente, al modo de una multinacional; a una dirección colegiada que dirige desde cualquier edificio central. En iglesias fundamentalistas de tipo congregacionalista se puede dar el caso de aceptar aquella interpretación que sabe imponerse con más fuerza y con más dotes de persuasión o carisma. El creyente prefiere delegar en la interpretación oficial a crearse problemas “incordiando” con alguna duda o crítica personal.
Podríamos entonces decir que lo que falla es el ser humano, que la Palabra de Dios sigue siendo clara, transparente e infalible, pero que somos nosotros; individuos pecadores y seres contingentes, los que erramos. No obstante es difícil encontrar a alguno de estos intérpretes carismáticos o teólogos fundamentalistas, capaces de decir que ellos también yerran y que habríamos de ser mucho más tolerantes con el problema de la interpretación del texto sagrado. Y es que hemos de saber escuchar otras interpretaciones, otras experiencias y así entrar en un diálogo crítico y dialéctico arriesgado, incluso aventurado; pero constructivo y creativo. Pero lo que vemos en el fundamentalismo es quizás más la arrogancia, el caudillismo, el autoritarismo arropado en arbitrarias interpretaciones con aval directo del Espíritu. Cuestionar estas posturas es enfrentarse al poder, es arriesgarse a quedar excluído. El Espíritu de un hermano tiene muchas problabilidades de ser un Espíritu de menor grado que el de otro hermano o hermanos, con la posibilidad de no poder encajar con la doctrina oficial; o el consenso de la costumbre y por lo tanto lo mejor es que ese espíritu se calle o se vaya. Las iglesias fundamentalistas protestantes, al mismo tiempo que enfatizan la inherente corrupción del ser humano por el pecado (y por lo tanto toda interpretación ha de ser imperfecta), sin embargo en un alarde de inconsistencia e impostura se acaba imponiendo una interpretación considerada más pura, certera y cercana a la verdad que encierra el texto.
Pero ¿en base a qué criterio de verdad, a qué referencia se ha de privilegiar una interpretación por otra? Dicho de otra manera: si todos somos imperfectos y por lo tanto incapaces de alcanzar una identidad y transparencia absoluta con la verdad revelada ¿por qué tengo que obedecer esto y no aquello ¿No cometo un pecado de imprudencia e irresponsabilidad dando crédito a una interpretación más que a otra, no importa la “santidad” aparente de quien se atribuye más espíritu que el otro, o que yo? Esto es importante, porque si ya somos por naturaleza imperfectos, la injerencia del error, o el mal; o de Satán es ya siempre posible cuando nos aproximamos al texto bíblico. Por otro lado ¿quién es capaz de declararse perfecto o recipiente puro de revelación? El dilema protestante fundamentalista no tiene salida: cualquier interpretación privilegiada, cualquier dogma elaborado será siempre impuesto en función de la relación de poder que exista en las iglesias o congregaciones. La interpretación “pura” es imposible.
Y entonces si es imposible una apropiación de la verdad que emana de las Escrituras por estar siempre mediatizada por mi interpretación personal y subjetiva; imperfecta por necesidad, ¿cómo puedo estar seguro de mi verdad cristiana? ¿Cómo puedo compartir esa verdad con mis hermanos y proclamarla al mundo? Podríamos responder que ante la contingencia que nos forma y nos produce (y el espíritu también está corrupto e invadido de error e inconsistencia, como bien enfatizó Calvino), entonces no hay posibilidad por nuestra parte como “yo-consciente” de vivir, comprender o aceptar ninguna verdad. Tampoco la razón nos sirve de ninguna garantía, pues la razón como producto de la mente (o mente social) puede ser una excelente herramienta para andar por la vida hasta cierto punto, más allá del cual; y tratándose de la intencionalidad con que la usamos, entramos de nuevo en la más pura contingencia de la experiencia, y en el dilema de la interpretación de los datos objetivos.
Entonces ¿nadamos en la nada? Si todo es fenómeno y contingencia y no existe posibilidad de alcanzar ninguna verdad, ni siquiera cristiana; y si “yo” soy consciente de ello, podría entonces hundirme en un infinito mar de posibilidades. Hasta mi “yo” podría disolverse en una infinitud de discursos que me atraviesarían y me formarían, y donde no habría esencia, o voz propia que puediese hablar, y por lo tanto todos mis valores y creencias quedarían entre paréntesis; en suspenso. No pasaría nada. Seguiría viviendo con ellas, pero con una duda existencial instalada como transfondo de todo. Y esa duda podría ir corroyéndome hasta dejarme en un mar de ansiedad. Pero este darse cuenta de la radical contingencia y accidente de nuestra existencia, es la puerta por donde sólo una fuerza trascendente, un ser superior, nos podría garantizar nuestra existencia y dar sentido a nuestra vida. Esa fuerza aparecería como un acto puramente subjetivo y personal que nos iría dando forma espiritual y entonces “ya no soy “yo”, sino Cristo en mí.” Las palabras de las Escrituras comenzarían a reververar, a sintonizar con “mi” espíritu, pero no sólo la Escritura; sino las palabras que surgen de “otros” espíritus con el mismo sentido y experiencia primordial. No hablo de letra, de literalidad; de dogma; hablo del “espíritu” que da vida y sentido a todo. Sería Dios quien nos daría ser. Y si eso fuera así no sería debido a mi lectura de la Biblia, a mi esfuerzo interpretativo u obediencia a cualquier prédica persuasiva; sería así por “Gracia Divina”, porque ella me llamaría y me escogería y entonces me llevaría a las escrituras como espejo donde fuese posible reflejarse una verdad. Pero no sólo las Escrituras, sino la vida toda en sus contradicciones, sufrimientos, y ambivalencias. Sería Dios con su llamada lo que precedería a una valoración de las Escrituras como Guía y Verdad. Sin la previa llamada de Dios no habría posibilidad de despertar a ninguna verdad, y una vez llamado, no habría posibilidad de ser atrapado por ninguna máscara social o impostura personal. Una vez llamado atravesaríamos el mundo (la contingencia, la historia, lo fenoménico) hasta llegar al final y entonces podríamos ser recibidos por el Padre para servicio del Mesías, del Cristo.
La Iglesia Universal sería la congregación de los llamados, de los salvados; las iglesias locales visibles serían los lugares de reunión donde convergerían los llamados. Para estos la experiencia se antepondría a la letra y por lo tanto no habría lugar a problemas de interpretación. Mi experiencia de salvado sería subjetiva, interna, íntima y siempre expresada con matices, con inevitables desplazamientos lingüísticos, (simbolismo, figuras, metáforas, metonimias, etc. y siempre en un proceso de creatividad. La del otro sería también subjetiva y particular y nunca sería posible apresarla con el cedazo de la literalidad o interpretaciones impuestas. Nuestra relación como iglesia habría de ser un proceso constructivo mediatizado por una Escrituras que se revelarían con infinitud de matices y de significados. Entre creyentes se llegaría a acuerdos, a consensos, a una relación de viaje y travesía regida por el “espíritu” de quien no tendría nada que reclamar para “sí”. Toda nuestra interpretación sería siempre Verdad Absoluta y Provisional al mismo tiempo. No habría lugar a arrogancias, ni orgullos, ni ansias de poder y control. Dejaríamos de ser fundamentalistas para abrirnos a la vida como iglesia, como creyentes; y eso significaría situarse en el mundo sin quedar atrapados en su apariencia o contingencia, y por lo tanto fuera de sus alucinaciones interpretativas siempre sustentadas en una relación de fuerza y poder, incluídos sus pasotismos o supuestas indiferencias ideológicas. Dejaríamos que los fundamentalismos siguieran atrapados en el mundo de la fuerza y el poder y las alucinaciones interpretativas.
Un abrazo
Shibbo
INTERPRETACIÓN Y ESPÍRITU
Reflexionemos sobre el dilema de interpretación y legitimación que se presenta en el protestantismo fundamentalista. El problema comienza en el modo en que este discurso teológico se sitúa. Por un lado tenemos el texto bíblico tejido a lo largo de los siglos y convertido en canon de la Iglesia Cristiana en una época concreta. El hecho de convertirse en texto canónico fuerza al texto, convierte al texto, en Revelación: las palabras quedan inscritas en la Voluntad Divina y por lo tanto siendo la Voluntad Divina infalible e inquebrantable, la Biblia pasa a ser una Verdad inquestionable. Algo que hemos de aceptar con fe, de una forma pasive y receptiva. Cualquier duda, cualquier contradicción, es sólo aparente: es la falta de Espíritu que nos ciega, es nuestra mente humana la que se interpone ante una verdad que con fe y Espíritu se ha de revelar nítida y transparente.
Esta es la relación del creyente fundamentalista protestante con su Biblia. Es una relación, no cabe duda, problemática; y prueba de ello, es la inevitable multiplicidad de interpretaciones que han venido y siguen dando lugar a diferentes sectas, iglesias o denominaciones. Algo que no debiera ser problema si fuese producto de un libre juego de interpretación asumido por todos sin mala conciencia. Pero no es así, la forma en que algunos creyentes de temperamento autoritario se arrogan el derecho a la interpretación “espiritualmente correcta”, y el modo en que anatemizan o excluyen con airada arrogancia de inquisidor a aquel, o aquellos que no coinciden con su interpretación; prueba que las divisiones se producen con mala conciencia sartriana. Algunas sectas se cierran en banda y delegan la interpretación teológica o doctrinal a una junta de teólogos o entendidos, o simplemente, al modo de una multinacional; a una dirección colegiada que dirige desde cualquier edificio central. En iglesias fundamentalistas de tipo congregacionalista se puede dar el caso de aceptar aquella interpretación que sabe imponerse con más fuerza y con más dotes de persuasión o carisma. El creyente prefiere delegar en la interpretación oficial a crearse problemas “incordiando” con alguna duda o crítica personal.
Podríamos entonces decir que lo que falla es el ser humano, que la Palabra de Dios sigue siendo clara, transparente e infalible, pero que somos nosotros; individuos pecadores y seres contingentes, los que erramos. No obstante es difícil encontrar a alguno de estos intérpretes carismáticos o teólogos fundamentalistas, capaces de decir que ellos también yerran y que habríamos de ser mucho más tolerantes con el problema de la interpretación del texto sagrado. Y es que hemos de saber escuchar otras interpretaciones, otras experiencias y así entrar en un diálogo crítico y dialéctico arriesgado, incluso aventurado; pero constructivo y creativo. Pero lo que vemos en el fundamentalismo es quizás más la arrogancia, el caudillismo, el autoritarismo arropado en arbitrarias interpretaciones con aval directo del Espíritu. Cuestionar estas posturas es enfrentarse al poder, es arriesgarse a quedar excluído. El Espíritu de un hermano tiene muchas problabilidades de ser un Espíritu de menor grado que el de otro hermano o hermanos, con la posibilidad de no poder encajar con la doctrina oficial; o el consenso de la costumbre y por lo tanto lo mejor es que ese espíritu se calle o se vaya. Las iglesias fundamentalistas protestantes, al mismo tiempo que enfatizan la inherente corrupción del ser humano por el pecado (y por lo tanto toda interpretación ha de ser imperfecta), sin embargo en un alarde de inconsistencia e impostura se acaba imponiendo una interpretación considerada más pura, certera y cercana a la verdad que encierra el texto.
Pero ¿en base a qué criterio de verdad, a qué referencia se ha de privilegiar una interpretación por otra? Dicho de otra manera: si todos somos imperfectos y por lo tanto incapaces de alcanzar una identidad y transparencia absoluta con la verdad revelada ¿por qué tengo que obedecer esto y no aquello ¿No cometo un pecado de imprudencia e irresponsabilidad dando crédito a una interpretación más que a otra, no importa la “santidad” aparente de quien se atribuye más espíritu que el otro, o que yo? Esto es importante, porque si ya somos por naturaleza imperfectos, la injerencia del error, o el mal; o de Satán es ya siempre posible cuando nos aproximamos al texto bíblico. Por otro lado ¿quién es capaz de declararse perfecto o recipiente puro de revelación? El dilema protestante fundamentalista no tiene salida: cualquier interpretación privilegiada, cualquier dogma elaborado será siempre impuesto en función de la relación de poder que exista en las iglesias o congregaciones. La interpretación “pura” es imposible.
Y entonces si es imposible una apropiación de la verdad que emana de las Escrituras por estar siempre mediatizada por mi interpretación personal y subjetiva; imperfecta por necesidad, ¿cómo puedo estar seguro de mi verdad cristiana? ¿Cómo puedo compartir esa verdad con mis hermanos y proclamarla al mundo? Podríamos responder que ante la contingencia que nos forma y nos produce (y el espíritu también está corrupto e invadido de error e inconsistencia, como bien enfatizó Calvino), entonces no hay posibilidad por nuestra parte como “yo-consciente” de vivir, comprender o aceptar ninguna verdad. Tampoco la razón nos sirve de ninguna garantía, pues la razón como producto de la mente (o mente social) puede ser una excelente herramienta para andar por la vida hasta cierto punto, más allá del cual; y tratándose de la intencionalidad con que la usamos, entramos de nuevo en la más pura contingencia de la experiencia, y en el dilema de la interpretación de los datos objetivos.
Entonces ¿nadamos en la nada? Si todo es fenómeno y contingencia y no existe posibilidad de alcanzar ninguna verdad, ni siquiera cristiana; y si “yo” soy consciente de ello, podría entonces hundirme en un infinito mar de posibilidades. Hasta mi “yo” podría disolverse en una infinitud de discursos que me atraviesarían y me formarían, y donde no habría esencia, o voz propia que puediese hablar, y por lo tanto todos mis valores y creencias quedarían entre paréntesis; en suspenso. No pasaría nada. Seguiría viviendo con ellas, pero con una duda existencial instalada como transfondo de todo. Y esa duda podría ir corroyéndome hasta dejarme en un mar de ansiedad. Pero este darse cuenta de la radical contingencia y accidente de nuestra existencia, es la puerta por donde sólo una fuerza trascendente, un ser superior, nos podría garantizar nuestra existencia y dar sentido a nuestra vida. Esa fuerza aparecería como un acto puramente subjetivo y personal que nos iría dando forma espiritual y entonces “ya no soy “yo”, sino Cristo en mí.” Las palabras de las Escrituras comenzarían a reververar, a sintonizar con “mi” espíritu, pero no sólo la Escritura; sino las palabras que surgen de “otros” espíritus con el mismo sentido y experiencia primordial. No hablo de letra, de literalidad; de dogma; hablo del “espíritu” que da vida y sentido a todo. Sería Dios quien nos daría ser. Y si eso fuera así no sería debido a mi lectura de la Biblia, a mi esfuerzo interpretativo u obediencia a cualquier prédica persuasiva; sería así por “Gracia Divina”, porque ella me llamaría y me escogería y entonces me llevaría a las escrituras como espejo donde fuese posible reflejarse una verdad. Pero no sólo las Escrituras, sino la vida toda en sus contradicciones, sufrimientos, y ambivalencias. Sería Dios con su llamada lo que precedería a una valoración de las Escrituras como Guía y Verdad. Sin la previa llamada de Dios no habría posibilidad de despertar a ninguna verdad, y una vez llamado, no habría posibilidad de ser atrapado por ninguna máscara social o impostura personal. Una vez llamado atravesaríamos el mundo (la contingencia, la historia, lo fenoménico) hasta llegar al final y entonces podríamos ser recibidos por el Padre para servicio del Mesías, del Cristo.
La Iglesia Universal sería la congregación de los llamados, de los salvados; las iglesias locales visibles serían los lugares de reunión donde convergerían los llamados. Para estos la experiencia se antepondría a la letra y por lo tanto no habría lugar a problemas de interpretación. Mi experiencia de salvado sería subjetiva, interna, íntima y siempre expresada con matices, con inevitables desplazamientos lingüísticos, (simbolismo, figuras, metáforas, metonimias, etc. y siempre en un proceso de creatividad. La del otro sería también subjetiva y particular y nunca sería posible apresarla con el cedazo de la literalidad o interpretaciones impuestas. Nuestra relación como iglesia habría de ser un proceso constructivo mediatizado por una Escrituras que se revelarían con infinitud de matices y de significados. Entre creyentes se llegaría a acuerdos, a consensos, a una relación de viaje y travesía regida por el “espíritu” de quien no tendría nada que reclamar para “sí”. Toda nuestra interpretación sería siempre Verdad Absoluta y Provisional al mismo tiempo. No habría lugar a arrogancias, ni orgullos, ni ansias de poder y control. Dejaríamos de ser fundamentalistas para abrirnos a la vida como iglesia, como creyentes; y eso significaría situarse en el mundo sin quedar atrapados en su apariencia o contingencia, y por lo tanto fuera de sus alucinaciones interpretativas siempre sustentadas en una relación de fuerza y poder, incluídos sus pasotismos o supuestas indiferencias ideológicas. Dejaríamos que los fundamentalismos siguieran atrapados en el mundo de la fuerza y el poder y las alucinaciones interpretativas.
Un abrazo
Shibbo