HORRORES DEL CATOLICISMO ROMANO

25 Junio 2012
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EL ANZUELO Y SU CARNADA

-"Nací y crecí en un devoto hogar católico, desde pequeña mi vida estuvo rodeada de artículos religiosos, como los que hay en las casas de los foristas católicos que postean en este foro de Iglesia.net. Y en mi casa, jamás tuvimos una biblia, lo que significa que crecí sin conocer el maravilloso plan de Salvación a través de mi fe en Cristo.
Nunca nadie me explicó que solo debía mirar a la Cruz donde Cristo pagó la sentencia que mis pecados merecían, nunca nadie me dijo que había resucitado y que estaba al alcance de mi oración, porque el que hizo el ojo, me ve y el que hizo el oído, me escucha.

Lo único que sabía fue todo aquello que me había sido enseñado en el catecismo y en la escuela de la parroquia, a la que asistíamos fielmente.

Mi amor por Dios era profundo, pero no lo conocía personalmente, sintiendo un deseo profundo de entregar mi vida completamente a él.

Me enseñaron que la mejor manera de hacerlo era entrando a un convento y convirtiéndome en monja.

El cura párroco y las monjas constantemente me lanzaban este anzuelo hasta que me lo tragué por completo.

Recuerdo el día en el cual, dos monjas de mi colegio se reunieron con el cura y me acompañaron a casa.

En esa época, los niños no interrumpían la conversación de los mayores, pero aquel día, con permiso, les dije a mis padres delante de las monjas y el cura párroco:

- ¡Mamá, Papá! quiero entrar al convento!

Ambos lloraron de alegría.

Estaban persuadidos que entregar una hija al convento, era un gran servicio a Dios, y se emocionaron al saber que una de sus hijas había decidido orar por la humanidad perdida.

Todo parecía tan emocionante y religioso, pero ninguno de nosotros tenía la más remota idea de lo que realmente implicaba.

Trágicamente, tanto mis padres como yo, fuimos manipulados por representantes del catolicismo romano, en quienes confiábamos ciegamente.

Nunca sospechamos las mentiras y el horror que se escondían detrás de las puertas del convento.

Así, después de meses de preparación llegó el momento de mi despedida del hogar para siempre, a los casi 13 años.

Mi madre y yo nos encargamos de los preparativos y el sacerdote nos informó que, al no haber conventos cercanos, debíamos viajar una gran distancia a un internado.

Por mi parte, nunca había estado lejos de mis padres y al despedirme de ellos me sentí terriblemente sola. En aquel momento no comprendía que esa despedida sería definitiva; estaba completamente desorientada.

Durante siglos, los sacerdotes católicos habían comenzado a seleccionar niños, especialmente en el confesionario, para lanzarles el anzuelo de unirse al sacerdocio o al convento.

Y yo me había tragado ese anzuelo y ya estaba atrapada.
 
Nada más leyendo las 4 primeras líneas se que eres un mentiroso en todo el resto.

Los católicos en Venezuela, NADIE, le dice "camándula" al Rosario.

Y en muchas ocasiones has demostrado ignorancia acerca de lo que se hace en las celebraciones eucarísticas.
 
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MI INGRESO AL CONVENTO

Desde los siete años, cada vez que entraba a la Iglesia, me dirigía a la estatua de la virgen María para pedirle que me ayudara a ser una buena confesión, pues los sacerdotes siempre insistían en la importancia de confesar "TODO" sin retener nada, si esperabamos la absolución de nuestros pecados.

Ingresé al convento de la orden de las "Hermanas de la orden abierta" cuando tenía 13 años, todo parecía correcto, hermoso y no tenía razones para dudar, las cosas que me enseñaron, coincidían con lo que me habían dicho, antes de entrar, no había motivo para sospechar las vastas áreas ocultas de engaño que descubriría más adelante.

Pronto retomé mis estudios, apenas había terminado el octavo grado y me prometieron una educación secundaria y universitaria, sin embargo, esto no se cumplió, pues solo obtuve una formación básica de enfermería.

La educación fue impartida bajo condiciones terribles y con mucha coacción.

A los pocos meses se me instó a seguir el entrenamiento para convertirme en una novia de "Cristo" y justo, antes de cumplir los 14 años, la madre superiora comenzó a presionarme para que tomara el velo blanco.

Me describió todo como algo glamoroso, romántico, fascinante y me decía que muy pronto sería la esposa de "Cristo", vestida con un precioso vestido blanco en una ceremonia de matrimonio donde recibiría un anillo y me convertiría en su novia.
No fue difícil para mí, dejarme arrastrar por las sugerencias de la madre superiora, quien escribió a mi padre para informarle cuánto dinero debía enviar para pagar mi vestido de novia, mi padre, solvente, envió una cantidad considerable.

Más tarde descubrí que era "normal" que se exigiera entre 3 y 5 veces más, el costo real del vestido, ya que las monjas compraban la tela y confeccionaban el vestido ellas mismas, quedándose con el resto del costo de las telas e hilos.

Siempre fui muy devota, caminaba con frecuencia por las 14 estaciones del viacrucis, pero después de decidir tomar el velo blanco, mi fervor aumentó, porque quería ser lo suficientemente santa para convertirme en la esposa de "Cristo".

Todos los viernes me esforzaba por acercarme más a Dios, incluso llegando a arrastrarme por el viacrucis, pensando que eso me prepararía para el paso que estaba por dar, mi corazón estaba lleno de devoción y de amor hacia las metas que me enseñaron que agradarían y honrarían a Dios.
Al igual que muchas niñas inocentes que recorren este camino cada año hacia los conventos, creía que, al entregar mi vida en servicio y oración, estaba haciendo un sacrificio desinteresado por la humanidad perdida.
 
EL DÍA DE LA BODA

Ese día fue presentado como un acto grandioso.

Nos enseñaron que nuestras familias se salvarían si nosotras permanecíamos en el convento, como monjas, sirviendo fielmente al sistema católico.

La preocupación que sentíamos por la familia, especialmente por aquellos que se habían desviado de la fe, era manipulada por el cura confesor.

Como niña, veía al confesor como una figura divina, esta confianza le daba un enorme poder e influencia, pues lo consideraba "santo" e incapaz de mentir. Así que, después de tomar el velo blanco, todo parecía perfecto y religioso.

Vivía en el convento de "la orden abierta" y no había nada que me hiciese sospechar, pues no estaba sujeta al sacerdote hasta cumplir los 21 años, pero esto no lo sabía.

Todo estaba cuidadosamente oculto.

Se me permitía recibir una carta de mi familia, solo una vez al mes y escribirles otra, pero sabía que cada carta sería leída y censurada por la madre superiora. Las cartas que recibía estaban tan marcadas, que apenas quedaba algo legible. Solía llorar, al ver esas frases tachadas, preguntándome que habría querido decirme mi madre. Con el tiempo, comencé a notar las primeras grietas en la fachada perfecta del convento:

"Ninguna monja que ingresaba a un convento enclaustrado salía jamás, estaba presa de por vida"

Intenté escapara más de una vez, incluso llevando cucharas a las mazmorras, raspando el suelo de tierra, intentando encontrar una salida, pues las herramientas estaban guardadas bajo llave y todo estaba supervisado.

Conventos como el mío, estaban construidos como cárceles diseñadas para impedir la fuga.

A medida que me acercaba a los 18 años, la madre superiora comenzó a trabajar conmigo de nuevo.

Estas mujeres eran seleccionadas cuidadosamente y entrenadas para desempeñar sus papeles.

En ese momento estaba haciendo planes para salir del convento y convertirme en hermana enfermera, pero ella había notado mi devoción y me llamó a su ofician.

Amalia, te he estado observando, tienes un cuerpo fuerte, y una devoción sincera, creo que podrías ser una buena monja de clausura, creo que estarías dispuesta a renunciar a todo lo que amas y a esconderte detrás de las puertas del convento, sacrificándote por la humanidad perdida.

La madre superiora me explicó que las monjas de clausura debían derramar su propia sangre, como "Jesús" lo hizo en el calvario.

Por lo tanto, tendría que estar dispuesta a soportar duras penitencias y vivir en pobreza extrema el resto de mi vida.

Ya vivía en pobreza, pero no tenía idea de lo que significaba ser una monja de clausura, mi nombre es Amalia y al poco tiempo de cumplir 21 años tuve que tomar una decisión que marcaría el resto de mi vida.

La madre superiora me había llamado a su oficina para mostrarme unos documentos que, al firmarlos, entregaría toda mi herencia familiar, al sistema católico romano.

Los sacerdotes trabajaban incansablemente para atraer a niñas de familias ricas, sabiendo que sus fortunas irían a parar a las arcas del sistema, le pedí a la madre superiora tiempo para pensarlo y durante dos años lo consideré seriamente.

Si hacía mis votos perpetuos, significaba que sería destinada a un convento de clausura donde mi vida enterar, "sería dedicada a Dios" entre estudios, devoción, meditación y oración.

Me aseguraban que, al estar más cerca de Dios, podía ganar muchas más almas con mis oraciones, creí cada palabra que me dijeron y un día informé a la madre superiora de mi decisión, entraría al claustro.

El comienzo de esta nueva etapa fue aterrador.
 
NUEVE HORAS EN UN ATAUD

Me exigieron pasar 9 horas en un ataúd, muriendo para el mundo.

Me dijeron que nunca volvería a ver a mi familia ni regresaría a casa, quedaría atada al convento para siempre.

Este era el precio que debía pagar una joven de 21 años, renunciar a todo lo que amaba para poder ganar almas para Dios, desde el convento.

Me vistieron de un sudario de terciopelo rojo oscuro y se llevó a cabo una ceremonia presidida por el obispo.

Sabía, que una vez que saliera de ese ataúd, mi vida anterior desaparecería para siempre.

Caminé hacia el ataúd, me acosté dentro y dos pequeñas monjas cubrieron el ataúd con pesadas cortinas negras que apestaban a incienso.

Durante las 9 largas horas que estuve allí dentro, las monjas, sacerdotes, y la madre superiora, mantuvieron una vigilia cantando sin cesar, me explicaron que el propósito de esta experiencia era aprender a morir a mi familia, a mis amigos, a cualquier vínculo terrenal, pues debía expulsarlos de mi corazón y de mi mente, para ser una mejor esposa de Dios.

Instalada dentro de ese ataúd, mi mente vagaba hacia recuerdos de mi infancia, pensé en los vestidos que mi madre me hacía, en las comidas deliciosas que ya nunca volvería a probar y las camas cálidas que tanto extrañaba.

Lloré amargamente al darme cuenta de que nunca más vería a mi familia, cada lágrima era una agonía y el dolor en mi corazón por la separación era casi insoportable. Me estremecía de dolor y gemía hasta quedarme sin lágrimas.

Después de horas de sufrimiento, logré recuperar algo de compostura y me dije a mí misma:

-"Amalia, serás la mejor monja carmelita que jamás haya existido"-

Siempre había tratado de hacer lo mejor para Dios y ahora no sería diferente.

Cuando la experiencia terminó, tocaron una campana y dos monjas levantaron las cortinas del ataúd, salí con dificultad y me condujeron a una habitación donde haría mis votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia.

La madre superiora me abrió una pequeña herida en el lóbulo de la oreja para sacar sangre, ya que los votos debían firmarse con mi propia sangre, prometí vivir en pobreza extrema por el resto de mi vida, aunque en ese momento no tenía idea de lo que eso realmente significaba.

También hice el voto de castidad, lo que me prohibía casarme legalmente, ya que ahora, según la ceremonia nupcial, era la esposa de Dios.

Pero el voto más difícil de todos fue el de obediencia:

1. PROMETÍ OBEDIENCIA ABSOLUTA AL PAPA
2. A LA JERARQUÍA CATÓLICA
3. A LA MADRE SUPERIORA DEL CONVENTO Y A LAS REGLAS DEL CONVENTO

No tenía idea de lo amplio y estricto que sería este compromiso.

Después de firmar los votos, la madre superiora me cortó todo el cabello con unas tijeras, ya que el cabello humano tenía un buen precio en el mercado y lo vendían para sufragar gastos. Luego tomó una maquinilla de afeitar y me dejó la cabeza rapada por completo.

Cada dos meses me afeitaban el cráneo.

Mantener el cabello era inútil, ya que no había tiempo ni instalaciones para lavarlo en el convento.

Para completar el proceso de deshumanización, me quitaron mi apellido y me asignaron el nombre de una santa patrona.

Me explicaron que, aunque yo no era lo suficientemente santa para estar en la presencia de Dios, siempre podía orar a mi santa patrona y ella intercedería por mí, acepté todo esto como la "verdad" porque no conocía nada mejor, no conocía el evangelio ni al Cristo vivo.

Dos meses antes de cumplir 21 años, mi vida cambió por completo en el convento.
 
UN DEPREDADOR SEXUAL AL ACECHO

Después de haber cumplido mis votos perpetuos, si alguien preguntaba por mí, usando mi nombre de Amalia, la respuesta sería que esa persona ya no existía en el convento.
Todo lo que era antes, toda mi identidad, había desaparecido.

La madre superiora, leyó una narración, que comparaba el sufrimiento de Jesús en la tierra con lo que las monjas debíamos soportar en el convento.
Nos decía que "Jesús había derramado miles de lágrimas, como gotas de sangre", había recibido cientos de golpes y suplicado por nuestra salvación.

Creí todas estas mentiras convencidas de que eran ciertas.
La madre superiora también nos dijo que, si vivíamos en el convento "sin romper ninguna regla", cuando muriéramos, no iríamos al purgatorio, sino que pasaríamos directamente con Jesús sin experimentar el fuego purificador del purgatorio.

Pero lo que no nos dijeron fue que era imposible vivir en el convento sin romper alguna regla.

Después de firmar mis votos, toda mi identificación personal fue destruida.

Dos meses antes, la madre superiora me había presentado un documento para firmar, sin darme oportunidad de leerlo, en el que renunciaba a cualquier herencia futura, lo firmé sin saber que estaba entregando todo al convento.

Cuando entregué mi vida y mis posesiones al convento, me di cuenta de que había vendido mi alma por nada.
Las monjas no solo sufrían físicamente, sino también mentalmente, viendo a muchas de ellas, destrozadas por la cruel esclavitud que vivía.

Lo peor, e imperdonable, era que estas mujeres sacrificaban todo, y al final morían sin conocer a Cristo, condenadas por la eternidad.

Después de firmar mis votos perpetuos, la madre superiora me tomó del brazo y caminamos hasta otra sala, allí un sacerdote vestido con hábito sagrado vino a recibirnos.

Cuando se acercó, intentó sujetar mi brazo de una manera que me hizo retroceder horrorizada.

Nunca antes, un sacerdote había sido tan confianzudo conmigo, siempre habían sido educados y amables, pero algo en su agarre y su mirada, me repugnaba.

Me solté de un tirón completamente desconcertada.

La madre superiora, al ver mi reacción, me dijo que "todas las monjas" se sentían igual al "principio", pero que con el "tiempo" dejaría de sentirme incómoda.

Me recordó la ceremonia de boda que había realizado, diciéndome que ahora era la esposa de Dios y que todo el cuerpo del sacerdote era santificado, incluyendo sus genitales.

Me aseguró, que la copulación sería santa.

Estaba aterrorizada y confundida.

Mi mente no podía aceptar lo que me estaba diciendo, y cuando al final me dieron permiso para hablar, estallé.

- "¿Por qué no me advirtieron esto, antes de tomar mis votos perpetuos?"

La madre superiora no dijo nada, pues ella había pasado por lo mismo y se había acostumbrado a la cópula santa, sin pecado, con orgasmos santificados y muy puros.

Entrecerró sus ojos y apretó sus labios con fuerza, su respuesta fue el silencio cómplice.

Mi mundo se vino abajo, no podía creer lo que estaba viviendo.

Mis ilusiones se habían hecho añicos y me encontré rogándole al sacerdote que me dejara ir a casa, que llamara a mi padre para que viniera a buscarme, estaba dispuesta a abandonar todo, no podía soportar la realidad ante mis ojos, la idea de ser penetrada por un sacerdote jamás había sido contemplada en mi mente.

Pero en lugar de compasión, el sacerdote y la madre superiora se rieron de mí.

Encontraron mi ingenuidad y desesperación divertida, a tal punto, que la madre superiora se acercó a mí y en un susurro me preguntó al oído:

-"¿CÓMO PUEDE SER PECADO ESO TAN RICO?"

Me di cuenta en ese momento, que mi suerte estaba sellada y que no había vuelta atrás.
Mi vida, tal como la conocía, había desaparecido para siempre.

Entonces el sacerdote, con su mirada lasciva, me invitó a unirme a él en lo que llaman la cámara nupcial.

Pero yo no había entrado al convento para convertirme en una mujer impura, sino para ser una mujer santa.

Con todo mi ser, rechacé sus insinuaciones íntimas y aunque él insistía, estaba decidida a luchar hasta la última gota de sangre, para preservar mi virtud.

Cuando firmé mis votos de obediencia, había renunciado a todos mis derechos como ser humano, ahora le pertenecía al convento, a la madre superiora y a los sacerdotes.

Desde el momento que firmé, no podía sentarme, ni pararme, ni acostarme, ni comer, sin permiso.

Mi vida había sido entregada completamente al control de mis superiores y solo veía, olía y sentía, lo que ellos me permitían, me habían convertido en una marioneta, una simple máquina al servicio de la jerarquía católica romanista.