¡Esto sí que es grave!

6 Enero 2000
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Dios los bendiga. Les transcribo un breve pasaje de Santos Benneti, licenciado en teología y experto en hermeneútica bíblica, importante teólogo argentino y católico (aunque reconozco que el virus del liberalismo penetró en las tres ramas del cristianismo) de su libro "Jesús y su proyecto político":
"Tras su muerte, que tomó de sorpresa a quienes lo seguían, sus partidarios se dispersaron de una forma bastante cobarde...Pero no todo quedo allí. Meses o años después, sus seguidores comenzaron a sentir su presencia como alguien vivo, sobre todo cuando se reunían para la fracción del pan, una tradición judía que Jesús practicó en vida. Esa experiencia de fe fue llamada Resurreción de Jesús, y fue plsamda en diversos relatos, unos con Jesrusalén por escenario, y otros con Galilea, lo que indica la existencia de dos centros cristianos de primera hora."

Verdaderamente que el liberalismo es un cáncer, afirmar que la Resurrección es sólo la experiencia interna de los primeros discípulos es negar el hecho fundante del cristianismo, si Jesús no hubiera resucitado sería vana nuestra esperanza. Para esta gente nosotros creemos en una Resurrección que sólo fue la vivencia interior de unos pocos.
Podría decir la canción "Cristianos": "Unos creen en la Resurrección y otros no..."
Oremos por los liberales (que de cristianos tienen lo mismo que los budistas) para que Dios los lleve a creer en Jesucristo resucitado: "Luego dijo a Tomás: "Trae aquí tu dedo, aquí están mis manos. Acerca tu mano, métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe" (Jn 20: 27).
Jesús le dijo: "Ahora crees porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!" (Jn 20: 29).
Que la paz del Señor esté con ustedes.
 
Efectivamente, el cáncer del liberalismo es muy peligroso. Yo sé del caso de un pastor evangélico que decía que a Cristo se lo comieron los gusanos en la tumba y aun así tenía la desverguenza de seguir predicando.

Con esa gente no cabe ningún tipo de consideración. Debemos de huir de ellos como de la peste
 
Dios los bendiga. En un todo de acuerdo con vos Luis Fernando.
Yo tuve la experiencia de comenzar mi vida de fe a nivel comunidad en una parroquia (la única de la ciudad en que vivía) a la que llegue con el corazón lleno de Jesús, sin demasiada preparación intelectual, y confíe plenamente en el párroco y su equipo de pastoral. En las reuniones se hablaba demasiado de lo social (lo que no veo mal) y se sostenían posturas que me parecían un tanto raras, como que la Resurrección fue una vivencia interna de los apóstoles y que Jesús no había aparecido físicamente después de muerto, también se ignoraba casi por completo el estudio de la Biblia (cosa que a mí me encantaba, y con mis 17 años no pude hacer frente a todo un grupo que me tildó de: "cerrado", "fundamentalista" y otras cosas) Yo no tenía la menor idea de que aquello era fruto del Liberalismo que había penetrado en la Catequesis a nivel parroquial (y digo Catequesis como enseñanza de la doctrina a todos los feligreses). AL cabo de un año, se dio lo que dice en el Evangelio: "Cuando encuentran un próselito lo hacen diez veces más digno del infierno". Me quede casi vacío de Jesús (no del todo, gracias a Dios).
Por voluntad de Dios, fui restaurado por su Gracia.
El liberalismo es un cáncer que destruye cristianos (doy fe de ello).
Que la paz del Señor esté con ustedes.
 
Pues nada, Ernesto: ¡¡¡A DENUNCIARLOS!!!

¡¡¡¡GUERRA ABIERTA CONTRA EL LIBERALISMO TEOLÓGICO!!!! ¡¡¡¡VENGA DE DONDE VENGA!!!!

Por supuesto, con respeto hacia las personas que lo profesan pero con absoluta firmeza contra el veneno de sus teorías.
 
vaya!vaya! guerra contra el liberalismo venga de donde venga, se van a quedar sin papa,los catolicos y sin sacerdotes,la mayoria de ellos por ejemplo creen que lo que narra el Genesis nunca realmente existio, que eso no es liberalaismo?,el catolisismo que ellos profesan realmente no lo creen,pero tampoco hay suficiente honestidad para decirlo abiertamente como decia Ernesto,lastima que tu Luis no seas vos oficil de la ICR, pero algo es algo y haber que podes hacer,creo que lo que podemos aprender es a ya no defender posiciones religiosas,porque son como los politicos que lo unico que quieren es nuestro voto, y cuando se los damos se sienten con poder y se olvidan que fueron puestos para servir y no para ser servidos.
cuando aprenderemos a ver solo a jesus?
cuando aprenderemos que el cristianismo es libertad?
cuando aprenderemos que nuestra salvacion no esta condicionada a un hombre o a una religion?
cuando, cuando, cuando por Dios,hasta cuando usaremos nuestra inteligencia,para defender los ideales de cristo solamente sin agregarle nuestros intereses, hasta cuando veremos el cristianismo liberado de la corrupcion, porque ahora todo se cubre en el nombre de Dios.
creo que se ha progresado bastante a como estabamos, creo que estamos saliendo del hoyo donde cayo la religion cristiana,pero ahora hay nuevos retos que deben ser confrontados juntos,sin distinciones de banderas,un verdadero ecumenismo espiritual, donde se establesca a cristo como unico redentor y suficiente salvador y se eliminen las trabas que las organizaciones religiosas ponen, para dividir y crear resentimientos entre aquellos que han recibido a cristo como su salvador.
esa es mi oracion.
atte;julio
 
El LIBERALISMO TEOLOGICO es como el veneno de la serpiente, hay que extraerselo para sacarle el suero antitético.

El LIBERALISMO TEOLOGICO es muy malo para el creyente porque mina los supuestos necesarios para elaborar una "zapata o basamenta" de sana doctrina.

Pero el LIBERALISMO TEOLÓGICO es muy bueno para que despertemos a ciertas posturas fanáticas y a-científicas. Nos invita a valorar la ciencia como de Dios, claro que se equivoca en muchas de sus aplicaciones. Y, es fatal cuando usamos sus procedimientos de análisis literarios para encontrar el contenido sustancial de nuestra fe.

El liberalismo teológico es una peste, que nos ha ayudado a los evangélicos a dejar posturas ingenuas y a ponernos en una actitud más seria con respecto a grandes interrogantes en la Biblia y en el contexto social en que nos desarrollamos.

Hermanos no huyamos de la serpiente, porque con qué vamos a fabricar el suero, no nos pongamos a perseguir a la serpiente porque esa no es nuestra misión.

La Biblia enseña que resistamos al diablo y él huirá de nosotros, no dice que persigamos al diablo, no dice que andemos atemorizados por el diablo. Entonces...?
 
Julio, no me hagas reír, hombre. ¿Qué Papa conoces tú que haya sido teólog liberal?

Que hay sacerdotes católicos liberales ya lo sé. Pero da la casualidad de que el liberalismo teológico nació en las filas protestantes de donde infectó a parte de los teólogos católicos.

En cualquier caso, lo que dice el pastor Rodrigo es muy cierto. El liberalismo teológico no se combate con el fanatismo y las posiciones a-científicas. De hecho, mi opinión es que esas actitudes sólo sirven para que ese liberalismo no haya muerto definitivamente. En cualquier caso, demos gracias a Dios que está de capa caída.

Bendiciones
 
el liberalismo empieza cuando nos apartamos de la doctrina de cristo y sus apostoles y empezamos a formar dogmas creyendonos tan importantes como ellos y el Espiritu santo creo que madre del liberalismo es la ICR.
no se que piensas Luis f.?
atte;julio
 
Hola Ernesto:
Muchas bendiciones, en esa fè tan fuerte que tienes, gracias a eso, en tus pinitos de Pastoreo, no quebrantó tu fè en el lugar donde te encontrabas.
katia
 
Julio, pienso que estás más perdido respecto a lo que significa el liberalismo que un gallego en Pekín. Pero me parece muy bien que des tu opinión. Vale como cualquier otra.

Saludos
 
Apoyo a Luis en la lucha contra el liberalismo. Es verdad también que nos vamos a quedar sin muchos católicos, pero es también verdad que nos quedaremos sin algunos "eruditos" "protestantes". También coincido que este relajo "nació" en las filas protestantes, pero también me da pena cómo los católicos adoptaron tan bien el asunto y en otras cosas que lo merecen no nos ponen ni atención.
Además, siempre me queda la duda de cómo es posible que el papa con todo su poder no diga algo CLARO al respecto y demande obediencia.
 
LONDRES, dic. 29 (Religión Today). Según Religión Today, una investigación sobre las
convicciones religiosas de 103 líderes de iglesia (catolicorromanos y anglicanos) arrojaron los
siguientes resultados: 97% no creen que la tierra fue hecha en seis días. 80% dicen que Adán
y Eva no existieron en realidad. Un cuarto de los interrogados no piensa que el nacimiento de
Jesús por una virgen es una información biológica. Pero la gran mayoría sí cree en la validez
de los diez mandamientos y en la resurrección.
Como le llamas a esto Luis?
atte;julio
 
Horacio, este Papa ya ha retirado la facultad de enseñar en universidades católicas a unos cuantos liberales católicos.
Gracias a Dios, eso es todo lo que puede hacer hoy porque los tiempos de la hoguera ya pasaron a mejor vida,
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Julio, el análisis hermnéutico de los primeros capítulos del Génesis está sujeto a debate tanto dentro del catolicismo como del protestantismo. No vayas tú a creer que todos los protestantes creen que la tierra fue creada en 6 días de 24 horas.
 
Historia de las persecuciones en
Italia

bajo el papado



PASAREMOS ahora a dar una relación de las persecuciones en Italia, país que
ha sido, y sigue siendo:

1. El centro del papado.

2. La sede del pontífice.

3. La fuente de los vatios errores que se han extendido por otros países,
engañando las mentes de miles, y difundido las nubes de la superstición y del
fanatismo sobre las mentes del entendimiento humano.

Al proseguir con nuestra narración, incluiremos las más destacables
per­secuciones que han tenido lugar, y las crueldades practicadas,

1. Por el poder directo del papa.

2. Por el poder de la Inquisición.

3. Por instigación de órdenes eclesiásticas particulares.

4. Por el fanatismo de los príncipes italianos.

Adriano puso entonces a toda la ciudad bajo interdicto, lo que hizo que todo
el cuerpo del clero interviniera, y al final convenció a los senadores y al pueblo
para que cedieran y permitieran que Arnaldo fuera desterrado. Acordado esto,
él recibió la sentencia de destierro, yéndose a Alemania, donde siguió
pre­dicando contra el Papa y denunciando los graves errores de la Iglesia de
Roma.

Por esta causa, Adriano se sintió sediento de venganza, e hizo vatios
intentos por apoderarse de él; pero Arnaldo evitó durante largo tiempo todas las
trampas que le fueron tendidas. Finalmente, al acceder Federico Barbarroja a la
dignidad imperial, pidió que el Papa lo coronara con sus propias manos. Adriano
accedió a ello, pidiéndole al mismo tiempo al emperador el favor de poner en sus
manos a Arnaldo. El emperador le entregó inmediatamente el desafortunado
predi­cador, que pronto cayó víctima de la venganza de Adriano, siendo
ahorcado, y su cuerpo reducido a cenizas, en Apulia. La misma suerte sufrieron
varios de sus viejos amigos y compañeros.

Un español llamado Encinas fue enviado a Roma, para ser criado en la fe
católico-romana; pero, tras haber conversado con algunos de los reformados, y
habiendo leído varios tratados que le pusieron en las manos, se convirtió en
protestante. Al ser esto sabido al cabo de un tiempo, uno de sus propios
parientes lo denunció, y fue quemado por orden del Papa y de un cónclave de
cardenales. El hermano de Encinas había sido arrestado por aquel tiempo, por
tener en sus manos un Nuevo Testamento en lengua castellana; pero halló el
medio para huir de la cárcel antes del día señalado para su ejecución, y escapó a
Alemania.

Fanino, un erudito laico, se convirtió a la religión reformada mediante la
lectura de libros de controversia. Al informarse de ello al Papa, fue prendido y
echado en la cárcel. Su mujer, hijos, parientes y amigos le visitaron en su
encierro, y trabajaron tanto su mente que renunció a su fe y fue liberado. Pero
tan pronto se vio libre de la cárcel que su mente sintió la más pesada de las
cadenas: el peso de una conciencia culpable. Sus horrores fueron tan grandes
que los encontró insoportables hasta volverse de su apostasía, y declararse
totalmente convencido de los errores de la Iglesia de Roma. Para enmendar su
recaída, hizo ahora todo lo que pudo, de la manera más enérgica, para lograr
conversiones al protestantismo, y logró muchos éxitos en su empresa. Estas
actividades llevaron a su segundo encarcelamiento, pero le ofrecieron
perdo­narle la vida si se retractaba. Rechazó esta propuesta con desdén,
diciendo que aborrecía la vida bajo tales condiciones. Al preguntarle ellos por
qué iba él a obstinarse en sus opiniones, dejando a su mujer e hijos en la miseria,
les contestó: «No los voy a dejar en la miseria; los he encomendado al cuidado
de un excelente administrador.» «¿Qué administrador?» preguntó su
interroga­dor, con cierta sorpresa; Fanino contestó: «Jesucristo es el
administrador, y no creo que pudiera encomendarlos al cuidado de nadie mejor.»
El día de la ejecución apareció sumamente alegre, lo que, observándolo uno, le
dijo: «Ex­traña cosa es que aparezcáis tan feliz en tal circunstancia, cuando el
mismo Jesucristo, antes de Su muerte, se sintió en tal aflicción que sudó sangre y
agua.» A lo que Fanino replicó: «Cristo sostuvo todo tipo de angustias y
conflictos, con el infierno y la muerte, por nuestra causa; y por ello, por Sus
padecimientos, liberó a los que verdaderamente creen en él del temor de ellos.»
Fue estran­gulado, y su cuerpo reducido a cenizas, que fueron luego esparcidas
al viento.

Dominico, un erudito militar, habiendo leído varios escritos de controversia,
devino un celoso protestante, y, retirándose a Placencia, predicó el Evangelio en
su plena pureza ante una considerable congregación. Un día, al terminar su
sermón, dijo: «Si la congregación asiste mañana, les voy a dar una descripción
del Anticristo, pintándolo con sus colores justos.»

Una gran multitud acudió al día siguiente, pero cuando Dominico estaba
comenzando a hablar, un magistrado civil subió al púlpito y lo tomó bajo custodia.
Él se sometió en el acto, pero, andando junto al magistrado, dijo estas palabras:
«¡Ya me extrañaba que el diablo me dejara tranquilo tanto tiempo!» Cuando fue
llevado al interrogatorio, le hicieron esta pregunta: «¿Renunciarás a tus
doctrinas?», a lo que replicó: «¡Mis doctrinas! No sostengo doctrinas propias; lo
que predico son las doctrinas de Cristo, y por estas daré mi sangre, me
consideraré feliz de poder padecer por causa de mi Redentor.» Intentaron todos
los métodos para hacerle retractarse de su fe y que abrazara los errores de la
Iglesia de Roma; pero cuando se encontraron ineficaces las persuasiones y las
amenazas, fue sentenciado a muerte, y colgado en la plaza del mercado.

Galeacio, un caballero protestante, que vivía cerca del castillo de San
Angelo, fue prendido debido a su fe. Sus amigos se esforzaron tanto que se
retractó, y aceptó varias de las supersticiosas doctrinas propagadas por la Iglesia
de Roma. Sin embargo, dándose cuenta de su error, renunció públicamente a su
retractación. Prendido por ello, fue sentenciado a ser quemado, y en
con­formidad a esta orden fue encadenado a la estaca, donde fue dejado varias
horas antes de poner fuego a la leña, para dejar tiempo a su mujer, parientes y
amigos, que le rodeaban, para inducirle a cambiar de opinión. Pero Galeacio
retuvo su decisión, y le rogó al verdugo que prendiera fuego a la leña que debía
con­sumirle. Al final lo hizo, y Galeacio fue pronto consumido por las llamas, que
quemaron con asombrosa rapidez, y que le privaron del conocimiento en pocos
minutos.

Poco después de la muerte de este caballero, muchos protestantes fueron
muertos en varios lugares de Italia por su fe, dando una prueba segura de su
sinceridad en sus martirios.



Una relación de las persecuciones en Calabria



En el siglo catorce, muchos de los Valdenses de Pragela y del Delfinado
emigraron a Calabria, y se establecieron en unos yermos, con el permiso de los
nobles de aquel país, y pronto, con un laborioso cultivo, llevaron a varios lugares
agrestes y estériles al verdor y a la feracidad.

Los señores calabreses se sintieron extremadamente complacidos con sus
nuevos súbditos y arrendatarios, por cuanto eran apacibles, plácidos y
labo­riosos; pero los sacerdotes de aquel lugar presentaron varias quejas contra
ellos en sentido negativo, porque, no pudiendo acusarlos de nada malo que
hicieran, basaron sus acusaciones en lo que no hacían, y los acusaron:

De no ser católico-romanos.

De no hacer sacerdotes a ningunos de sus chicos.

De no hacer monjas a ningunas de sus hijas.

De no acudir a Misa.

De no dar cirios de cera a sus sacerdotes como ofrendas.

De no ir en peregrinación.

De no inclinarse ante imágenes.

Sin embargo, los señores calabreses aquietaron a los sacerdotes, diciéndoles
que estas gentes eran extremadamente pacíficas, que no ofendían a los
católico-romanos, y que pagaban bien dispuestos los diezmos a los sacerdotes,
cuyos ingresos habían aumentado considerablemente al acudir ellos al país, y
que, consiguientemente, deberían ser los últimos en quejarse de ellos.

Las cosas fueron tolerablemente bien después de esto por unos cuantos
años, durante los que los Valdenses se constituyeron en dos ciudades
corporadas, anexionando varios pueblos a su jurisdicción. Al final enviaron a
Ginebra una petición de dos clérigos; uno para predicar en cada ciudad, porque
decidieron hacer una pública confesión de su fe. Al enterarse de esto el Papa,
Pío IV, decidió exterminar los de Calabria.

A este fin envió al Cardenal Alejandrino, hombre del más violento
tem­peramento y fanático furioso, junto con dos monjes, a Calabria, donde
debían actuar como inquisidores. Estas personas, con sus autorizaciones,
acudieron a St. Xist, una de las ciudades edificadas por los Valdenses y,
habiendo convocado al pueblo, les dijeron que no recibirían daño alguno si
aceptaban a los predi­cadores designados por el papa; pero que si se negaban
perderían sus propiedades y sus vidas; y para que sus intenciones pudieran ser
conocidas, se diría una Misa pública aquella tarde, a la que se les ordenaba
asistir.

El pueblo de St. Xist, en lugar de asistir a la Misa, huyeron a los bosques,
con sus familias, frustrando así al cardenal y a sus coadjutores. El cardenal se
dirigió entonces a La Garde, la otra ciudad perteneciente a los Valdenses, donde,
para que no le pasara como en St. Xist, ordenó el cierre de todas las puertas, y
que fueran guardadas todas las avenidas. Se hicieron luego las mismas
propuestas a los habitantes de La Garde que se habían hecho a los habitantes de
St. Xist, pero con esta artería adicional: el cardenal les aseguró que los
habitantes de St. Xist habían accedido en el acto, y aceptado que el papa les
designara predicadores. Esta falsedad tuvo éxito, porque el pueblo de La Garde,
pensando que el cardenal les decía la verdad, dijo que seguirían de manera
exacta el ejemplo de sus hermanos en St. Xist.

El cardenal, habiendo logrado ganar esta victoria engañando a la gente de
una ciudad, envió tropas para dar muerte a los de la otra. Así, envió a los
soldados a los bosques, para que persiguieran como fieras a los habitantes de St.
Xist, y les dio órdenes estrictas de no perdonar ni edad ni sexo, sino matar a
todos los que vieran. Las tropas entraron en el bosque, y muchos cayeron
víctimas de su ferocidad antes que los Valdenses llegaran a saber sus designios.
Finalmente, decidieron vender sus vidas tan caras como fuera posible, y tuvieron
lugar varias escaramuzas, en las que los Valdenses, mal armados, llevaron a
cabo varias hazañas valerosas, y muchos murieron por ambos lados. Habiendo
sido muertos la mayor parte de los soldados en diferentes choques, el resto se
vio obligado a retirarse, lo que enfureció tanto al cardenal que escribió al virrey
de Nápoles pidiendo refuerzos.

El virrey ordenó inmediatamente una proclamación por todos los territorios
de Nápoles, que todos los bandidos, desertores y otros proscritos serían
per­donados de sus delitos bajo la condición de que se unieran a la campaña
contra los habitantes de St. Xist, y de que estuvieran en servicio de armas hasta
que aquella gente fuera exterminada.

Muchos desesperados acudieron a esta proclamación, y, constituidos en
compañías ligeras, fueron enviados a explorar el bosque y a dar muerte a todos
los que hallaran de la religión reformada. El virrey mismo se unió al cardenal, a
la cabeza de un cuerpo de las fuerzas regulares; y juntos hicieron todo lo que
pudieron por hostigar a la pobre gente escondida en el bosque. A algunos los
atraparon y colgaron de árboles; cortaron ramas y los quemaron, o los abrieron
en canal, dejando sus cuerpos para que fueran devorados por las fieras o las
aves de rapiña. A muchos los mataron a disparos, pero a la mayoría los cazaron
a guisa de deporte. Unos pocos se ocultaron en cuevas, pero el hambre los
destruyó en su retirada; así murieron estas pobres gentes, por varios medios,
para dar satisfacción a la fanática malicia de sus inmisericordes perseguidores.

Apenas si habían quedado exterminados los habitantes de St. Xist que los
de La Garde atrajeron la atención del cardenal y del virrey.

Se les ofreció que si abrazaban la fe católico-romana no se haría daño ni a
ellos ni a sus familias, sino que se les devolverían sus casas y propiedades, y que
a nadie se le permitiría molestarles; pero que si rehusaban esta mise­ricordia
(como la llamaban), se emplearían los medios más extremos y la consecuencia
de su no colaboración serían las muertes más crueles.

A pesar de las promesas por una parte, y de las amenazas por el otro, estas
dignas personas se negaron unánimes a renunciar a su religión, o a abrazar los
errores del papado. Esto exasperó al cardenal y al virrey hasta el punto de que
treinta de ellos fueron puestos de inmediato al potro del tormento, para
ate­rrorizar al resto.

Los que fueron puestos en el potro fueron tratados con tal dureza que
varios de ellos murieron bajo las torturas; un tal Charlin, en concreto, fue tratado
tan cruelmente que su vientre reventó, se desparramaron sus entrañas, y expiró
en la más atroz agonía. Pero estas atrocidades no sirvieron para el propósito
para el que habían sido dispuestas, porque los que quedaron vivos después del
potro, lo mismo que los que no lo habían probado, se mantuvieron constantes en
su fe, y declararon abiertamente que ningunas torturas dcl cuerpo ni terrores de
la mente les llevarían jamás a renunciar a su Dios, o a adorar imágenes.

Varios de ellos fueron entonces, por orden del cardenal, desnudados y
azotados con varas de hierro; y algunos de ellos fueron despedazados con
grandes cuchillos; otros fueron lanzados desde la parte superior de una torre alta,
y muchos fueron cubiertos con brea, y quemados vivos.

Uno de los monjes que asistían al cardenal, de un talante natural salvaje y
cruel, le pidió permiso para derramar algo de la sangre de aquella pobre gente
con sus propias manos, y, siéndole concedido, aquel bárbaro tomó un gran
cuchillo, y le cortó el cuello a ochenta hombres, mujeres y niños, con tan poco
remordimiento como un carnicero que diera muerte a otras tantas ovejas. Luego
dio orden de que cada uno de estos cuerpos fuera descuartizado, los cuartos
puestos sobre estacas, y éstas enclavadas en distintas partes de la región, dentro
de un radio de treinta millas.

Los cuatro hombres principales de La Garde fueron colgados, y el ministro
fue echado desde la parte superior de la torre de su iglesia. Quedó terriblemente
mutilado, pero no muerto por la caída; al pasar el virrey por su lado, dijo:
«¿Todavía está vivo este perro? Lleváoslo y dadlo a los cerdos», y por brutal que
pueda parecer esta sentencia, fue ejecutada de manera exacta.

Sesenta mujeres sufrieron tan violentamente en el potro que las cuerdas les
traspasaron sus brazos y pies hasta cerca del hueso; al ser mandadas de vuelta a
la cárcel, sus heridas se gangrenaron, y murieron de la manera más dolorosa.
Muchos otros fueron muertos mediante los medios más crueles, y si algún
católico romano más compasivo que otros intercedía por los reformados, era de
inmediato apresado, y compartía la misma suerte como favorecedor de herejes.

Viéndose el virrey obligado a volver a Nápoles, por algunos asuntos
im­portantes que demandaban su presencia, y siendo el cardenal llamado de
vuelta a Roma, el marques de Butane recibió la orden de dar el golpe final a lo
que ellos habían comenzado; lo que llevó a cabo, actuando con un rigor tan
bárbaro que no quedó una sola persona de religión reformada viva en toda
Calabria.

Así una gran cantidad de gentes inofensivas y pacíficas fueron privadas de
sus posesiones, robadas de sus propiedades, expulsadas de sus hogares, y al final
asesinadas de varias maneras, sólo por no querer sacrificar sus conciencias a las
supersticiones de otros, ni abrazar doctrinas idolátricas que aborrecían, ni
aceptar maestros a los que no podían creer.

La tiranía se manifiesta de tres maneras: la que esclaviza a la persona, la
que se apodera de las propiedades, y la que prescribe y dicta a la mente. Las
dos primeras clases pueden ser llamadas tiranías civiles, y han sido practicadas
por soberanos arbitrarios en todas las edades, que se han deleitado en
atormentar a la gente y en robar las propiedades de sus infelices súbditos. Pero
la tercera clase, esto es, la que prescribe y dicta a la mente, puede recibir el
nombre de tiranía eclesiástica; ésta es la peor clase de tiranía, por incluir las
otras dos clases; porque el clero romanista no sólo torturan el cuerpo y roba las
propiedades de aquellos a los que persiguen, sino que arrebatan las vidas,
atormentan las mentes y, si es posible, impondrían su tiranía sobre las almas de
sus infelices victimas.



Relación de persecuciones en los valles del Piamonte



Muchos de los Valdenses, para evitar las persecuciones a las que estaban
continuamente sometidos en Francia, fueron y se asentaron en los valles del
Piamonte, donde crecieron mucho, y florecieron en gran manera por un espacio
considerable de tiempo.

Aunque eran de conducta intachable, inofensivos en su conducta, y pagaban
sus diezmos al clero romanista, sin embargo estos no se sentían satisfechos, sino
que querían perturbarlos; así, se quejaron al arzobispo de Turín de que los
Valdenses de los valles del Piamonte eran herejes, por estas razones:

1. No creían las doctrinas de la Iglesia de Roma.

2. No hacían ofrendas ni oraciones por los muertos.

3. No iban a Misa.

4. Ni se confesaban ni recibían absolución.

5. No creían en el Purgatorio, ni pagaban dinero para sacar las almas de sus
amigos de allí.

Por estas acusaciones, el arzobispo ordenó una persecución contra ellos, y
muchos cayeron victimas de la supersticiosa furia de los sacerdotes y monjes.

En Turín, destriparon a uno de los reformados, y pusieron sus entrañas en
un aguamanil delante de su rostro, donde las vio hasta que expiró. En Revel,
estando Catelin Girard atado a la estaca, pidió al verdugo que le diera una piedra,
lo que este rehusó, pensando que quería echársela a alguien. Pero Girard le
aseguró de que no tenía tal intención, y el verdugo accedió. Entonces Giraid,
mirando intensamente a la piedra, le dijo: «Cuando el hombre sea capaz de
comer y digerir esta sólida piedra, se desvanecerá la religión por la que voy a
sufrir, y no antes.» Luego echó la piedra al suelo, y se sometió con entereza a
las llamas. Muchos más de los reformados fueron oprimidos, o muertos, por
varios medios, hasta que, agotada la paciencia de los Valdenses, recurrieron a
las armas en defensa propia, y se constituyeron en milicias regulares.

Exasperado por esta acción, el obispo de Turín consiguió un número de
tropas, y las envió contra ellos, pero en la mayor parte de las escaramuzas y
encuentros los Valdenses fueron victoriosos, lo que se debía en parte a que
estaban más familiarizados con los pasos de los valles del Piamonte que sus
adversarios, y en parte por la desesperación con que luchaban. Porque sabían
bien que si eran tomados, no iban a ser considerados como prisioneros de guerra,
sino torturados a muerte como herejes.

Al final, Felipe VII, duque de Saboya, y señor supremo del Piamonte, decidió
imponer su autoridad, y detener estas sangrientas guerras que tanto perturbaban
sus dominios. No estaba dispuesto a quedar mal con el Papa ni a afrentar al
arzobispo de Turín; sin embargo, les envió mensajes, diciéndoles que no podía ya
más callar al ver como sus dominios eran ocupados por tropas dirigidas por
sacerdotes en lugar de oficiales, y mandadas por prelados en lugar de generales;
y que tampoco permitiría que su país quedara despoblado, mientras que ni se le
había consultado acerca de todas estas acciones.

Los sacerdotes, al ver la resolución del duque, hicieron todo lo que pudieron
por volver su mente en contra de los Valdenses; pero el duque les dijo que
aunque todavía no estaba familiarizado con la religión de aquellas gentes,
siempre los había considerado apacibles, fieles y obedientes, y por ello había
decidido que no fueran ya más perseguidos.

Los sacerdotes recurrieron ahora a las falsedades más claras y absurdas; le
aseguraron que estaba equivocado con respecto a los Valdenses, porque se
trataba de unas gentes de lo más malvado, y entregados a la intemperancia, a la
inmundicia, a la blasfemia, al adulterio, incesto y muchos otros crímenes
abominables; y que incluso eran monstruos de la naturaleza, porque sus hijos
nacían con gargantas negras, con cuatro hileras de dientes y cuerpos peludos.

El duque no estaba tan privado del sentido común como para creerse lo que
le decían los sacerdotes, aunque afirmaran de la manera más solemne la
ve­racidad de sus asertos. Sin embargo, envió a doce hombres eruditos y
razonables a los valles del Piamonte, para examinar el verdadero carácter de sus
moradores.

Estos caballeros, después de viajar por todas sus ciudades y pueblos, y de
conversar con gentes de todas las clases entre los Valdenses, volvieron al duque,
y le dieron un informe de lo más favorable acerca de aquella gente, afirmando,
delante de los mismos sacerdotes que los habían vilipendiado, que eran
ino­centes, inofensivos, leales, amistosos, laboriosos y piadosos; que aborrecían
los crímenes de los que se les acusaba, y que si alguno, por su propia
depravación, caía en alguno de aquellos crímenes, sería castigado por sus
propias leyes de la manera más ejemplar. «Y con respecto a los niños», le
dijeron los caballeros, «los sacerdotes han dicho las falsedades más burdas y
ridículas, porque ni nacen con gargantas negras, ni con dientes, ni peludos, sino
que son niños tan hermosos como el que más. Y para convencer a su alteza de
lo que hemos dicho (prosiguió uno de los caballeros) hemos traído con nosotros a
doce de los varones principales, que han acudido a pedir perdón en nombre del
resto por haber tomado las armas sin vuestro permiso, aunque en defensa propia,
para proteger sus vidas frente a estos implacables enemigos. Y hemos asimismo
traído a varias mujeres con niños de varias edades, para que vuestra alteza tenga
la oportunidad de examinarlos tanto como quiera.»

El duque, tras aceptar las excusas de los doce delegados, de conversar con
las mujeres y de examinar a los niños, los despidió gentilmente. Luego ordenó a
los sacerdotes, que habían tratado de engañarle, que abandonaran la corte en el
acto, y dio órdenes estrictas de que la persecución cesara a través de sus
dominios.

Los Valdenses gozaron de paz por muchos años, hasta la muerte de Felipe
duque de Saboya; pero su sucesor resultó ser un fanático papista. Para el mismo
tiempo, algunos de los principales Valdenses propusieron que su clero predicara
en público, para que todos pudieran conocer la pureza de sus doctrinas. Hasta
entonces sólo habían predicado en privado y a congregaciones que sabían con
certeza que estaban constituidas sólo por personas de religión reformada.

Al oír estas actuaciones, el nuevo duque se irritó sobremanera, y envió un
gran cuerpo de ejército a los valles, jurando que si aquellas gentes no cambiaban
de religión, los haría despellejar vivos. El comandante de las tropas pronto vio lo
impracticable que era vencerlos con el número de soldados que tenía consigo, y
por ello le envió un mensaje al duque diciéndole que la idea de subyugar a los
Valdenses con una fuerza tan pequeña era ridícula; que aquella gente conocía
mejor el país que cualquiera de los que estaban con él; que se habían apoderado
de todos los pasos, que estaban bien armados, y totalmente decididos a
de­fenderse; y que, con respecto a despellejarlos, le dijo que cada piel
perteneciente a estas personas le costaría la vida de una docena de los suyos.

Aterrado ante esta información, el duque retiró las tropas, decidiendo no
actuar por la fuerza, sino por estratagemas. Por ello, ordenó recompensas por el
apresamiento de cualesquiera de los Valdenses que pudieran ser hallados
extraviados fuera de sus lugares fuertes; y que estos, si eran tomados, fueran o
bien despellejados vivos, o quemados.

Los Valdenses tenían hasta entonces sólo el Nuevo Testamento y unos
pocos libros del Antiguo en la lengua valdense, pero ahora decidieron completar
los escritos sagrados en su propio idioma. Emplearon entonces a un impresor
suizo que les supliera una edición completa del Antiguo y Nuevo Testamento en
lengua valdesa, lo que hizo por causa de las quince mil coronas de oro, que estas
piadosas gentes le pagaron.

Al acceder a la silla pontificia el Papa Pablo III, un fanático papista, de
inmediato solicitó al parlamento de Turín que los Valdenses fueran perseguidos
como los herejes más perniciosos.

El parlamento accedió en el acto, y varios fueron rápidamente apresados y
quemados por orden suya. Entre estos estaba Bartolomé Héctor, librero y
papelero de Turín, que había sido criado como católico.
 
por Juan Foxe.
El parlamento accedió en el acto, y varios fueron rápidamente apresados y
quemados por orden suya. Entre estos estaba Bartolomé Héctor, librero y
papelero de Turín, que había sido criado como católico romano, pero que,
habiendo leído algunos tratados escritos por el clero reformado, había quedado
enteramente convencido de los errores de la Iglesia de Roma; pero su mente
había estado vacilando durante cieno tiempo, y le costaba decidir qué religión
abrazar.

Al final, no obstante, abrazó plenamente la religión reformada, y fue
prendido, como ya se ha dicho, y quemado por orden del parlamento de Turín.

Ahora el parlamento de Turín celebró una consulta, en la que se acordó
enviar delegados a los valles del Piamonte, con las siguientes proposiciones:

1. Que si los Valdenses entraban en el seno de la Iglesia de Roma y
abrazaban la religión católico-romana, disfrutarían de sus casas, propiedades y
tierras, y vivirían con sus familias, sin la más mínima molestia.

2. Que para demostrar su obediencia, deberían enviar a doce de sus
personas principales, con todos sus ministros y maestros, a Turín, para que
fueran tratados discrecionalmente.

3. Que el Papa, el rey de Francia y el duque de Saboya aprobaban y
autorizaban los procedimientos del parlamento de Turín en esta ocasión.

4. Que si los Valdenses de los valles del Piamonte rehusaban acceder a
estas proposiciones, les sobrevendría una persecución, y que su suerte sería una
muerte cierta.

A cada una de estas prop9siciones respondieron los Valdenses de la
siguiente manera:

1. Que ninguna consideración de ninguna clase les llevaría a renunciar a su
religión.

2. Que jamás consentirían en entregar a sus mejores y más respetables
amigos a la custodia y discreción de sus peores y más inveterados enemigos.

3. Que valoraban más la aprobación del Rey de reyes que reina en el cielo
más que cualquier autoridad temporal.

4. Que sus almas les eran de mayor precio que sus cuerpos.

Estas réplicas tan aguzadas y valerosas irritaron mucho al parlamento de
Turín; prosiguieron secuestrando, con más avidez que nunca, a los Valdenses
que no actuaban con la adecuada precaución, los cuales sufrían las más crueles
muertes. Entre estos, desafortunadamente, cayó en sus manos a Jeffery
Vamagle, ministro de Angrogne, a quien quemaron vivo como hereje.

Luego pidieron un considerable cuerpo de ejército al rey de Francia para
exterminar totalmente a los reformados de los valles del Piamonte; pero cuando
las tropas iban a emprender la marcha, los príncipes protestantes de Alemania se
interpusieron, y amenazaron con enviar tropas para ayudar a los Valdenses si
eran atacados. El rey de Francia, no deseando entrar en una guerra, envió un
mensaje al parlamento de Turín comunicándoles que no podía por ahora
mandarles tropas para actuar en el Piamonte. Los miembros del parlamento
quedaron sumamente trastornados ante este contratiempo, y la persecución fue
cesando gradualmente, porque sólo podían dar muerte a los reformados que
podían atrapar por casualidad, y como los Valdenses se volvían cada vez más
cautos, su crueldad tuvo que cesar por falta de objetos sobre los que ser
ejercitada.

Los Valdenses gozaron así de varios años de tranquilidad; pero luego fueron
perturbados de la siguiente manera: El nuncio papal llegó a Turín para hablarle al
duque de Saboya, y le dijo a aquel príncipe que se sentía asombrado de que
todavía no hubiera desarraigado del todo a los Valdenses de los valles del
Piamonte, u obligado a entrar en el seno de la Iglesia de Roma. Que no podía
dejar de considerar como sospechosa aquella conducta, y que realmente
pensaba que era un favorecedor de herejes, y que informaría de ello en
consecuencia a su santidad el Papa.

Herido por este reproche, y no dispuesto a que dieran una falsa imagen de
él al Papa, el duque decidió actuar con la mayor dureza, para mostrar su celo, y
para compensar su anterior negligencia con futuras crueldades. Así, emitió
órdenes expresas para que todos los Valdenses asistieran regularmente a Misa,
bajo pena de muerte. Esto ellos rehusaron de manera absoluta, y entonces entró
en los valles del Piamonte con un ejército imponente, y dio inicio a una feroz
persecución, en la que grandes cantidades de Valdenses fueron ahorcados,
ahogados, destripados, atados a árboles y traspasados con alabardas,
despe­ñados, quemados, apuñalados, torturados en el potro del tormento hasta
morir, crucificados cabeza abajo, devorados por perros, etc.

Los que huyeron fueron privados de todos sus bienes, y sus casas
quemadas; se comportaban de manera especialmente cruel cuando atrapaban a
un ministro o a un maestro, a los que hacían sufrirías más refinadas e
inconcebibles torturas.

Si alguno de ellos parecía vacilar en su fe, no lo mataban, sino que lo enviaban a
galeras, para que se convirtieran a golpes de infortunio.

Los más crueles perseguidores que asistían al duque en esta ocasión eran
tres: 1) Tomás Incomel, un apóstata, porque había sido criado en la religión
reformada, pero renunció a su fe, abrazó los errores del papado, y se volvió
monje. Era un gran libertino, entregado a crímenes contra natura, y sórdidamente
deseoso del botín de los Valdenses. 2. Corbis, hombre de naturaleza cruel y
feroz, cuya actividad era interrogar a los presos. 3. El preboste de justicia, que
estaba deseoso de la ejecución de los Valdenses, porque cada ejecución
sig­nificaba dinero para su bolsillo.

Estas tres personas eran inmisericordes en sumo grado; y doquiera que
fueran había la seguridad de que correría la sangre inocente. Aparte de las
crueldades ejercidas por el duque, por estas tres personas y por el ejército, en
sus diferentes marchas, se cometieron muchas barbaridades a nivel local. En
Pignerol, ciudad de los valles, había un monasterio, cuyos monjes, viendo que
podían dañar a los reformados con impunidad, comenzaron a saquear las casas y
a derribar las iglesias de los Valdenses. Al no encontrar ninguna oposición, se
apoderaron de aquellos infelices, asesinando a los hombres, encerrando a las
mujeres, y entregando los niños a ayas católico-romanas.

Los habitantes católico-romanos del valle de San Martín hicieron también
todo lo que pudieron por atormentar a los vecinos Valdenses. Destruyeron sus
iglesias, quemaron sus casas, se apoderaron de sus propiedades, robaron sus
ganados, dedicaron las tierras de ellos a sus propios usos, echaron a sus
ministros a la hoguera, y a los Valdenses hacia los bosques, donde no tenían para
subsistir más que frutos silvestres, raíces, la corteza de los árboles, etc.

Algunos rufianes católico-romanos, habiendo apresado a un ministro que iba
a predicar, decidieron llevarlo a un lugar conveniente y quemarlo. Al saberlo sus
fieles, los hombres se armaron, se lanzaron en persecución de los rufianes, y
parecieron decididos a rescatar a su ministro. Al darse cuenta los malvados,
apuñalaron al pobre hombre, y, dejándolo tendido en un charco de sangre, se
retiraron precipitadamente. Los atónitos fieles hicieron todo lo posible por
salvarlo, pero en vano; cl arma había afectado órganos vitales, y expiró mientras
lo llevaban de vuelta a casa.

Teniendo los monjes de Pignerol un gran deseo de poner las manos encima
de un ministro de una ciudad en los valles, llamada St. Germain, contrataron a
una banda de rufianes para que lo secuestraran. Estos tipos fueron conducidos
por un traidor, que había sido antes criado del ministro, y que sabía
perfectamente un camino secreto a la casa, por el que podía llevarlos sin
levantar la alarma del vecindario. El guía llamó a la puerta, y, a la pregunta de
quién era, contestó con su propio nombre. El ministro, no esperando daño alguno
de una persona a la que había cubierto de favores, abrió de inmediato la puerta.
Pero al ver la banda de facinerosos, retrocedió, y huyó hacia una puerta trasera.
Pero todos se lanzaron adentro, y lo apresaron. Tras haber asesinado a toda su
familia, lo hicieron ir hacia Pignerol, pinchándole durante todo el camino con
picas, lanzas, espadas, etc. Fue guardado durante mucho tiempo en la cárcel, y
luego encadenado a la estaca para ser quemado; entonces se ordenó a dos
mujeres de los Valdenses, que habían renunciado a su religión para salvar sus
vidas, que llevaran leña a la hoguera para quemarle; y mientras la preparaban,
que dijeran: «Toma esto, malvado hereje, en pago de las perniciosas doctrinas
que nos ense­ñaste.» Estas palabras se las repitieron así ellas a él, a lo que él
replicó con calma: «Yo os enseñé bien, pero desde entonces habéis aprendido el
mal.»

Entonces aplicaron fuego a la leña, y fue rápidamente consumido,
invocando el nombre del Señor mientras la voz se lo permitió.

Mientras las tropas de desalmados que pertenecían a los monjes cometían
estos grandes desmanes por la ciudad de St. Germain, asesinando y saqueando a
muchos de sus habitantes, los reformados de Lucerna y de Angrogne enviaron
algunos cuerpos de hombres armados para ayudar a sus hermanos de St.
Germain. Estos cuerpos dc hombres armados atacaban con frecuencia a los
rufianes, y a menudo los ponían en fuga, lo que aterró tanto a los monjes que
dejaron el monasterio de Pignerol por cierto tiempo, hasta que consiguieron un
cuerpo de tropas regulares para protegerles.

El duque, viendo que no había conseguido el éxito deseado, aumentó mucho
sus tropas; ordenó que las bandas de bandidos que pertenecían a los monjes se
unieran a él, y mandó un vaciado general de las cárceles, con la condición de
que las personas liberadas portaran armas, y fueran constituidas en compañías
ligeras, para ayudar en el exterminio de los Valdenses.

Los Valdenses, informados de estas acciones, reunieron todo lo que
pudieron de sus propiedades, y abandonaron los valles, retirándose a las rocas y
cuevas entre los Alpes; se debe decir que los valles del Piamonte están situados
al pie de aquellas prodigiosas montañas de los Alpes, o montes Alpinos.

El ejército comenzó ahora a saquear e incendiar las ciudades y pueblos
donde llegaban; pero las tropas no podían forzar los pasos a los Alpes, que eran
defendidos valerosamente por los Valdenses, y que siempre rechazaron a sus
enemigos; pero si alguno caía en manos de las tropas, podían tener la certeza de
ser tratados con la dureza más salvaje.

Un soldado que atrapó a uno de los Valdenses le arrancó el oído derecho,
diciendo: «Me llevaré a mi país este miembro de este malvado hereje, para
guardarlo como una rareza.» Luego apuñaló al hombre y lo echó en una acequia.

Una partida de tropas encontró a un venerable hombre, de alrededor de
cien años, junto con su nieta, una muchacha de unos dieciocho años, ocultos en
una cueva. Asesinaron al pobre anciano de la manera más cruel, y luego
intentaron violar a la muchacha; pero ella emprendió la huida a la carrera; al
verse perseguida, se echó por un precipicio y pereció.

Los Valdenses, a fin de poder repeler la fuerza con la fuerza de manera
más eficaz, concertaron una alianza con los poderes protestantes de Alemania y
con los reformados del Delfinado y de Pragela. Estos iban respectivamente a
suplir fuerzas armadas, y los Valdenses decidieron, reforzados de esta manera,
abandonar los Alpes (donde habrían pronto perecido, porque se avecinaba el
invierno), y forzar a los ejércitos del duque a evacuar sus valles natales.

El duque de Saboya estaba ya cansado de la guerra; le había costado
muchas fatigas y ansiedades, muchos hombres, y grandes cantidades de dinero.
Había sido mucho más larga y sangrienta de lo que había esperado, así como
también más cara de lo que se hubiera podido imaginar al principio, porque pensó
que el saqueo iba a pagar los gastos de la expedición; pero en esto se equivocó,
porque fueron el nuncio papal, los obispos, monjes y otros clérigos, que asistieron
al ejército y alentaron la guerra, los que se quedaron con la mayor parte de las
riquezas que habían sido tomadas bajo diversas pretensiones. Por esta razón, y
por la muerte de la duquesa, de la que acababa de enterarse, y temiendo que los
Valdenses, por los tratados que habían concertado, fueran a volverse más
poderosos que nunca, decidió volver a Turín con su ejército, y hacer la paz con
los Valdenses.

Cumplió esta resolución, aunque muy en contra de la voluntad de los
clérigos, que eran los mayores ganadores y los más complacidos con la
venganza. Antes de poder ser ratificados los artículos de paz, el duque mismo
murió, poco después de volver a Turín; pero en su lecho de muerte dio estrictas
instrucciones a su hijo de acabar lo que él había comenzado, y que fuera lo más
favorable posible a los Valdenses.

El hijo del duque, Carlos Manuel, sucedió a los dominios de Saboya, y
ratificó plenamente la paz con los Valdenses, siguiendo las últimas instrucciones
de su padre, aunque los clérigos hicieron todo lo que pudieron para persuadirle
de lo contrario.