Historia de las persecuciones en
Italia
bajo el papado
PASAREMOS ahora a dar una relación de las persecuciones en Italia, país que
ha sido, y sigue siendo:
1. El centro del papado.
2. La sede del pontífice.
3. La fuente de los vatios errores que se han extendido por otros países,
engañando las mentes de miles, y difundido las nubes de la superstición y del
fanatismo sobre las mentes del entendimiento humano.
Al proseguir con nuestra narración, incluiremos las más destacables
persecuciones que han tenido lugar, y las crueldades practicadas,
1. Por el poder directo del papa.
2. Por el poder de la Inquisición.
3. Por instigación de órdenes eclesiásticas particulares.
4. Por el fanatismo de los príncipes italianos.
Adriano puso entonces a toda la ciudad bajo interdicto, lo que hizo que todo
el cuerpo del clero interviniera, y al final convenció a los senadores y al pueblo
para que cedieran y permitieran que Arnaldo fuera desterrado. Acordado esto,
él recibió la sentencia de destierro, yéndose a Alemania, donde siguió
predicando contra el Papa y denunciando los graves errores de la Iglesia de
Roma.
Por esta causa, Adriano se sintió sediento de venganza, e hizo vatios
intentos por apoderarse de él; pero Arnaldo evitó durante largo tiempo todas las
trampas que le fueron tendidas. Finalmente, al acceder Federico Barbarroja a la
dignidad imperial, pidió que el Papa lo coronara con sus propias manos. Adriano
accedió a ello, pidiéndole al mismo tiempo al emperador el favor de poner en sus
manos a Arnaldo. El emperador le entregó inmediatamente el desafortunado
predicador, que pronto cayó víctima de la venganza de Adriano, siendo
ahorcado, y su cuerpo reducido a cenizas, en Apulia. La misma suerte sufrieron
varios de sus viejos amigos y compañeros.
Un español llamado Encinas fue enviado a Roma, para ser criado en la fe
católico-romana; pero, tras haber conversado con algunos de los reformados, y
habiendo leído varios tratados que le pusieron en las manos, se convirtió en
protestante. Al ser esto sabido al cabo de un tiempo, uno de sus propios
parientes lo denunció, y fue quemado por orden del Papa y de un cónclave de
cardenales. El hermano de Encinas había sido arrestado por aquel tiempo, por
tener en sus manos un Nuevo Testamento en lengua castellana; pero halló el
medio para huir de la cárcel antes del día señalado para su ejecución, y escapó a
Alemania.
Fanino, un erudito laico, se convirtió a la religión reformada mediante la
lectura de libros de controversia. Al informarse de ello al Papa, fue prendido y
echado en la cárcel. Su mujer, hijos, parientes y amigos le visitaron en su
encierro, y trabajaron tanto su mente que renunció a su fe y fue liberado. Pero
tan pronto se vio libre de la cárcel que su mente sintió la más pesada de las
cadenas: el peso de una conciencia culpable. Sus horrores fueron tan grandes
que los encontró insoportables hasta volverse de su apostasía, y declararse
totalmente convencido de los errores de la Iglesia de Roma. Para enmendar su
recaída, hizo ahora todo lo que pudo, de la manera más enérgica, para lograr
conversiones al protestantismo, y logró muchos éxitos en su empresa. Estas
actividades llevaron a su segundo encarcelamiento, pero le ofrecieron
perdonarle la vida si se retractaba. Rechazó esta propuesta con desdén,
diciendo que aborrecía la vida bajo tales condiciones. Al preguntarle ellos por
qué iba él a obstinarse en sus opiniones, dejando a su mujer e hijos en la miseria,
les contestó: «No los voy a dejar en la miseria; los he encomendado al cuidado
de un excelente administrador.» «¿Qué administrador?» preguntó su
interrogador, con cierta sorpresa; Fanino contestó: «Jesucristo es el
administrador, y no creo que pudiera encomendarlos al cuidado de nadie mejor.»
El día de la ejecución apareció sumamente alegre, lo que, observándolo uno, le
dijo: «Extraña cosa es que aparezcáis tan feliz en tal circunstancia, cuando el
mismo Jesucristo, antes de Su muerte, se sintió en tal aflicción que sudó sangre y
agua.» A lo que Fanino replicó: «Cristo sostuvo todo tipo de angustias y
conflictos, con el infierno y la muerte, por nuestra causa; y por ello, por Sus
padecimientos, liberó a los que verdaderamente creen en él del temor de ellos.»
Fue estrangulado, y su cuerpo reducido a cenizas, que fueron luego esparcidas
al viento.
Dominico, un erudito militar, habiendo leído varios escritos de controversia,
devino un celoso protestante, y, retirándose a Placencia, predicó el Evangelio en
su plena pureza ante una considerable congregación. Un día, al terminar su
sermón, dijo: «Si la congregación asiste mañana, les voy a dar una descripción
del Anticristo, pintándolo con sus colores justos.»
Una gran multitud acudió al día siguiente, pero cuando Dominico estaba
comenzando a hablar, un magistrado civil subió al púlpito y lo tomó bajo custodia.
Él se sometió en el acto, pero, andando junto al magistrado, dijo estas palabras:
«¡Ya me extrañaba que el diablo me dejara tranquilo tanto tiempo!» Cuando fue
llevado al interrogatorio, le hicieron esta pregunta: «¿Renunciarás a tus
doctrinas?», a lo que replicó: «¡Mis doctrinas! No sostengo doctrinas propias; lo
que predico son las doctrinas de Cristo, y por estas daré mi sangre, me
consideraré feliz de poder padecer por causa de mi Redentor.» Intentaron todos
los métodos para hacerle retractarse de su fe y que abrazara los errores de la
Iglesia de Roma; pero cuando se encontraron ineficaces las persuasiones y las
amenazas, fue sentenciado a muerte, y colgado en la plaza del mercado.
Galeacio, un caballero protestante, que vivía cerca del castillo de San
Angelo, fue prendido debido a su fe. Sus amigos se esforzaron tanto que se
retractó, y aceptó varias de las supersticiosas doctrinas propagadas por la Iglesia
de Roma. Sin embargo, dándose cuenta de su error, renunció públicamente a su
retractación. Prendido por ello, fue sentenciado a ser quemado, y en
conformidad a esta orden fue encadenado a la estaca, donde fue dejado varias
horas antes de poner fuego a la leña, para dejar tiempo a su mujer, parientes y
amigos, que le rodeaban, para inducirle a cambiar de opinión. Pero Galeacio
retuvo su decisión, y le rogó al verdugo que prendiera fuego a la leña que debía
consumirle. Al final lo hizo, y Galeacio fue pronto consumido por las llamas, que
quemaron con asombrosa rapidez, y que le privaron del conocimiento en pocos
minutos.
Poco después de la muerte de este caballero, muchos protestantes fueron
muertos en varios lugares de Italia por su fe, dando una prueba segura de su
sinceridad en sus martirios.
Una relación de las persecuciones en Calabria
En el siglo catorce, muchos de los Valdenses de Pragela y del Delfinado
emigraron a Calabria, y se establecieron en unos yermos, con el permiso de los
nobles de aquel país, y pronto, con un laborioso cultivo, llevaron a varios lugares
agrestes y estériles al verdor y a la feracidad.
Los señores calabreses se sintieron extremadamente complacidos con sus
nuevos súbditos y arrendatarios, por cuanto eran apacibles, plácidos y
laboriosos; pero los sacerdotes de aquel lugar presentaron varias quejas contra
ellos en sentido negativo, porque, no pudiendo acusarlos de nada malo que
hicieran, basaron sus acusaciones en lo que no hacían, y los acusaron:
De no ser católico-romanos.
De no hacer sacerdotes a ningunos de sus chicos.
De no hacer monjas a ningunas de sus hijas.
De no acudir a Misa.
De no dar cirios de cera a sus sacerdotes como ofrendas.
De no ir en peregrinación.
De no inclinarse ante imágenes.
Sin embargo, los señores calabreses aquietaron a los sacerdotes, diciéndoles
que estas gentes eran extremadamente pacíficas, que no ofendían a los
católico-romanos, y que pagaban bien dispuestos los diezmos a los sacerdotes,
cuyos ingresos habían aumentado considerablemente al acudir ellos al país, y
que, consiguientemente, deberían ser los últimos en quejarse de ellos.
Las cosas fueron tolerablemente bien después de esto por unos cuantos
años, durante los que los Valdenses se constituyeron en dos ciudades
corporadas, anexionando varios pueblos a su jurisdicción. Al final enviaron a
Ginebra una petición de dos clérigos; uno para predicar en cada ciudad, porque
decidieron hacer una pública confesión de su fe. Al enterarse de esto el Papa,
Pío IV, decidió exterminar los de Calabria.
A este fin envió al Cardenal Alejandrino, hombre del más violento
temperamento y fanático furioso, junto con dos monjes, a Calabria, donde
debían actuar como inquisidores. Estas personas, con sus autorizaciones,
acudieron a St. Xist, una de las ciudades edificadas por los Valdenses y,
habiendo convocado al pueblo, les dijeron que no recibirían daño alguno si
aceptaban a los predicadores designados por el papa; pero que si se negaban
perderían sus propiedades y sus vidas; y para que sus intenciones pudieran ser
conocidas, se diría una Misa pública aquella tarde, a la que se les ordenaba
asistir.
El pueblo de St. Xist, en lugar de asistir a la Misa, huyeron a los bosques,
con sus familias, frustrando así al cardenal y a sus coadjutores. El cardenal se
dirigió entonces a La Garde, la otra ciudad perteneciente a los Valdenses, donde,
para que no le pasara como en St. Xist, ordenó el cierre de todas las puertas, y
que fueran guardadas todas las avenidas. Se hicieron luego las mismas
propuestas a los habitantes de La Garde que se habían hecho a los habitantes de
St. Xist, pero con esta artería adicional: el cardenal les aseguró que los
habitantes de St. Xist habían accedido en el acto, y aceptado que el papa les
designara predicadores. Esta falsedad tuvo éxito, porque el pueblo de La Garde,
pensando que el cardenal les decía la verdad, dijo que seguirían de manera
exacta el ejemplo de sus hermanos en St. Xist.
El cardenal, habiendo logrado ganar esta victoria engañando a la gente de
una ciudad, envió tropas para dar muerte a los de la otra. Así, envió a los
soldados a los bosques, para que persiguieran como fieras a los habitantes de St.
Xist, y les dio órdenes estrictas de no perdonar ni edad ni sexo, sino matar a
todos los que vieran. Las tropas entraron en el bosque, y muchos cayeron
víctimas de su ferocidad antes que los Valdenses llegaran a saber sus designios.
Finalmente, decidieron vender sus vidas tan caras como fuera posible, y tuvieron
lugar varias escaramuzas, en las que los Valdenses, mal armados, llevaron a
cabo varias hazañas valerosas, y muchos murieron por ambos lados. Habiendo
sido muertos la mayor parte de los soldados en diferentes choques, el resto se
vio obligado a retirarse, lo que enfureció tanto al cardenal que escribió al virrey
de Nápoles pidiendo refuerzos.
El virrey ordenó inmediatamente una proclamación por todos los territorios
de Nápoles, que todos los bandidos, desertores y otros proscritos serían
perdonados de sus delitos bajo la condición de que se unieran a la campaña
contra los habitantes de St. Xist, y de que estuvieran en servicio de armas hasta
que aquella gente fuera exterminada.
Muchos desesperados acudieron a esta proclamación, y, constituidos en
compañías ligeras, fueron enviados a explorar el bosque y a dar muerte a todos
los que hallaran de la religión reformada. El virrey mismo se unió al cardenal, a
la cabeza de un cuerpo de las fuerzas regulares; y juntos hicieron todo lo que
pudieron por hostigar a la pobre gente escondida en el bosque. A algunos los
atraparon y colgaron de árboles; cortaron ramas y los quemaron, o los abrieron
en canal, dejando sus cuerpos para que fueran devorados por las fieras o las
aves de rapiña. A muchos los mataron a disparos, pero a la mayoría los cazaron
a guisa de deporte. Unos pocos se ocultaron en cuevas, pero el hambre los
destruyó en su retirada; así murieron estas pobres gentes, por varios medios,
para dar satisfacción a la fanática malicia de sus inmisericordes perseguidores.
Apenas si habían quedado exterminados los habitantes de St. Xist que los
de La Garde atrajeron la atención del cardenal y del virrey.
Se les ofreció que si abrazaban la fe católico-romana no se haría daño ni a
ellos ni a sus familias, sino que se les devolverían sus casas y propiedades, y que
a nadie se le permitiría molestarles; pero que si rehusaban esta misericordia
(como la llamaban), se emplearían los medios más extremos y la consecuencia
de su no colaboración serían las muertes más crueles.
A pesar de las promesas por una parte, y de las amenazas por el otro, estas
dignas personas se negaron unánimes a renunciar a su religión, o a abrazar los
errores del papado. Esto exasperó al cardenal y al virrey hasta el punto de que
treinta de ellos fueron puestos de inmediato al potro del tormento, para
aterrorizar al resto.
Los que fueron puestos en el potro fueron tratados con tal dureza que
varios de ellos murieron bajo las torturas; un tal Charlin, en concreto, fue tratado
tan cruelmente que su vientre reventó, se desparramaron sus entrañas, y expiró
en la más atroz agonía. Pero estas atrocidades no sirvieron para el propósito
para el que habían sido dispuestas, porque los que quedaron vivos después del
potro, lo mismo que los que no lo habían probado, se mantuvieron constantes en
su fe, y declararon abiertamente que ningunas torturas dcl cuerpo ni terrores de
la mente les llevarían jamás a renunciar a su Dios, o a adorar imágenes.
Varios de ellos fueron entonces, por orden del cardenal, desnudados y
azotados con varas de hierro; y algunos de ellos fueron despedazados con
grandes cuchillos; otros fueron lanzados desde la parte superior de una torre alta,
y muchos fueron cubiertos con brea, y quemados vivos.
Uno de los monjes que asistían al cardenal, de un talante natural salvaje y
cruel, le pidió permiso para derramar algo de la sangre de aquella pobre gente
con sus propias manos, y, siéndole concedido, aquel bárbaro tomó un gran
cuchillo, y le cortó el cuello a ochenta hombres, mujeres y niños, con tan poco
remordimiento como un carnicero que diera muerte a otras tantas ovejas. Luego
dio orden de que cada uno de estos cuerpos fuera descuartizado, los cuartos
puestos sobre estacas, y éstas enclavadas en distintas partes de la región, dentro
de un radio de treinta millas.
Los cuatro hombres principales de La Garde fueron colgados, y el ministro
fue echado desde la parte superior de la torre de su iglesia. Quedó terriblemente
mutilado, pero no muerto por la caída; al pasar el virrey por su lado, dijo:
«¿Todavía está vivo este perro? Lleváoslo y dadlo a los cerdos», y por brutal que
pueda parecer esta sentencia, fue ejecutada de manera exacta.
Sesenta mujeres sufrieron tan violentamente en el potro que las cuerdas les
traspasaron sus brazos y pies hasta cerca del hueso; al ser mandadas de vuelta a
la cárcel, sus heridas se gangrenaron, y murieron de la manera más dolorosa.
Muchos otros fueron muertos mediante los medios más crueles, y si algún
católico romano más compasivo que otros intercedía por los reformados, era de
inmediato apresado, y compartía la misma suerte como favorecedor de herejes.
Viéndose el virrey obligado a volver a Nápoles, por algunos asuntos
importantes que demandaban su presencia, y siendo el cardenal llamado de
vuelta a Roma, el marques de Butane recibió la orden de dar el golpe final a lo
que ellos habían comenzado; lo que llevó a cabo, actuando con un rigor tan
bárbaro que no quedó una sola persona de religión reformada viva en toda
Calabria.
Así una gran cantidad de gentes inofensivas y pacíficas fueron privadas de
sus posesiones, robadas de sus propiedades, expulsadas de sus hogares, y al final
asesinadas de varias maneras, sólo por no querer sacrificar sus conciencias a las
supersticiones de otros, ni abrazar doctrinas idolátricas que aborrecían, ni
aceptar maestros a los que no podían creer.
La tiranía se manifiesta de tres maneras: la que esclaviza a la persona, la
que se apodera de las propiedades, y la que prescribe y dicta a la mente. Las
dos primeras clases pueden ser llamadas tiranías civiles, y han sido practicadas
por soberanos arbitrarios en todas las edades, que se han deleitado en
atormentar a la gente y en robar las propiedades de sus infelices súbditos. Pero
la tercera clase, esto es, la que prescribe y dicta a la mente, puede recibir el
nombre de tiranía eclesiástica; ésta es la peor clase de tiranía, por incluir las
otras dos clases; porque el clero romanista no sólo torturan el cuerpo y roba las
propiedades de aquellos a los que persiguen, sino que arrebatan las vidas,
atormentan las mentes y, si es posible, impondrían su tiranía sobre las almas de
sus infelices victimas.
Relación de persecuciones en los valles del Piamonte
Muchos de los Valdenses, para evitar las persecuciones a las que estaban
continuamente sometidos en Francia, fueron y se asentaron en los valles del
Piamonte, donde crecieron mucho, y florecieron en gran manera por un espacio
considerable de tiempo.
Aunque eran de conducta intachable, inofensivos en su conducta, y pagaban
sus diezmos al clero romanista, sin embargo estos no se sentían satisfechos, sino
que querían perturbarlos; así, se quejaron al arzobispo de Turín de que los
Valdenses de los valles del Piamonte eran herejes, por estas razones:
1. No creían las doctrinas de la Iglesia de Roma.
2. No hacían ofrendas ni oraciones por los muertos.
3. No iban a Misa.
4. Ni se confesaban ni recibían absolución.
5. No creían en el Purgatorio, ni pagaban dinero para sacar las almas de sus
amigos de allí.
Por estas acusaciones, el arzobispo ordenó una persecución contra ellos, y
muchos cayeron victimas de la supersticiosa furia de los sacerdotes y monjes.
En Turín, destriparon a uno de los reformados, y pusieron sus entrañas en
un aguamanil delante de su rostro, donde las vio hasta que expiró. En Revel,
estando Catelin Girard atado a la estaca, pidió al verdugo que le diera una piedra,
lo que este rehusó, pensando que quería echársela a alguien. Pero Girard le
aseguró de que no tenía tal intención, y el verdugo accedió. Entonces Giraid,
mirando intensamente a la piedra, le dijo: «Cuando el hombre sea capaz de
comer y digerir esta sólida piedra, se desvanecerá la religión por la que voy a
sufrir, y no antes.» Luego echó la piedra al suelo, y se sometió con entereza a
las llamas. Muchos más de los reformados fueron oprimidos, o muertos, por
varios medios, hasta que, agotada la paciencia de los Valdenses, recurrieron a
las armas en defensa propia, y se constituyeron en milicias regulares.
Exasperado por esta acción, el obispo de Turín consiguió un número de
tropas, y las envió contra ellos, pero en la mayor parte de las escaramuzas y
encuentros los Valdenses fueron victoriosos, lo que se debía en parte a que
estaban más familiarizados con los pasos de los valles del Piamonte que sus
adversarios, y en parte por la desesperación con que luchaban. Porque sabían
bien que si eran tomados, no iban a ser considerados como prisioneros de guerra,
sino torturados a muerte como herejes.
Al final, Felipe VII, duque de Saboya, y señor supremo del Piamonte, decidió
imponer su autoridad, y detener estas sangrientas guerras que tanto perturbaban
sus dominios. No estaba dispuesto a quedar mal con el Papa ni a afrentar al
arzobispo de Turín; sin embargo, les envió mensajes, diciéndoles que no podía ya
más callar al ver como sus dominios eran ocupados por tropas dirigidas por
sacerdotes en lugar de oficiales, y mandadas por prelados en lugar de generales;
y que tampoco permitiría que su país quedara despoblado, mientras que ni se le
había consultado acerca de todas estas acciones.
Los sacerdotes, al ver la resolución del duque, hicieron todo lo que pudieron
por volver su mente en contra de los Valdenses; pero el duque les dijo que
aunque todavía no estaba familiarizado con la religión de aquellas gentes,
siempre los había considerado apacibles, fieles y obedientes, y por ello había
decidido que no fueran ya más perseguidos.
Los sacerdotes recurrieron ahora a las falsedades más claras y absurdas; le
aseguraron que estaba equivocado con respecto a los Valdenses, porque se
trataba de unas gentes de lo más malvado, y entregados a la intemperancia, a la
inmundicia, a la blasfemia, al adulterio, incesto y muchos otros crímenes
abominables; y que incluso eran monstruos de la naturaleza, porque sus hijos
nacían con gargantas negras, con cuatro hileras de dientes y cuerpos peludos.
El duque no estaba tan privado del sentido común como para creerse lo que
le decían los sacerdotes, aunque afirmaran de la manera más solemne la
veracidad de sus asertos. Sin embargo, envió a doce hombres eruditos y
razonables a los valles del Piamonte, para examinar el verdadero carácter de sus
moradores.
Estos caballeros, después de viajar por todas sus ciudades y pueblos, y de
conversar con gentes de todas las clases entre los Valdenses, volvieron al duque,
y le dieron un informe de lo más favorable acerca de aquella gente, afirmando,
delante de los mismos sacerdotes que los habían vilipendiado, que eran
inocentes, inofensivos, leales, amistosos, laboriosos y piadosos; que aborrecían
los crímenes de los que se les acusaba, y que si alguno, por su propia
depravación, caía en alguno de aquellos crímenes, sería castigado por sus
propias leyes de la manera más ejemplar. «Y con respecto a los niños», le
dijeron los caballeros, «los sacerdotes han dicho las falsedades más burdas y
ridículas, porque ni nacen con gargantas negras, ni con dientes, ni peludos, sino
que son niños tan hermosos como el que más. Y para convencer a su alteza de
lo que hemos dicho (prosiguió uno de los caballeros) hemos traído con nosotros a
doce de los varones principales, que han acudido a pedir perdón en nombre del
resto por haber tomado las armas sin vuestro permiso, aunque en defensa propia,
para proteger sus vidas frente a estos implacables enemigos. Y hemos asimismo
traído a varias mujeres con niños de varias edades, para que vuestra alteza tenga
la oportunidad de examinarlos tanto como quiera.»
El duque, tras aceptar las excusas de los doce delegados, de conversar con
las mujeres y de examinar a los niños, los despidió gentilmente. Luego ordenó a
los sacerdotes, que habían tratado de engañarle, que abandonaran la corte en el
acto, y dio órdenes estrictas de que la persecución cesara a través de sus
dominios.
Los Valdenses gozaron de paz por muchos años, hasta la muerte de Felipe
duque de Saboya; pero su sucesor resultó ser un fanático papista. Para el mismo
tiempo, algunos de los principales Valdenses propusieron que su clero predicara
en público, para que todos pudieran conocer la pureza de sus doctrinas. Hasta
entonces sólo habían predicado en privado y a congregaciones que sabían con
certeza que estaban constituidas sólo por personas de religión reformada.
Al oír estas actuaciones, el nuevo duque se irritó sobremanera, y envió un
gran cuerpo de ejército a los valles, jurando que si aquellas gentes no cambiaban
de religión, los haría despellejar vivos. El comandante de las tropas pronto vio lo
impracticable que era vencerlos con el número de soldados que tenía consigo, y
por ello le envió un mensaje al duque diciéndole que la idea de subyugar a los
Valdenses con una fuerza tan pequeña era ridícula; que aquella gente conocía
mejor el país que cualquiera de los que estaban con él; que se habían apoderado
de todos los pasos, que estaban bien armados, y totalmente decididos a
defenderse; y que, con respecto a despellejarlos, le dijo que cada piel
perteneciente a estas personas le costaría la vida de una docena de los suyos.
Aterrado ante esta información, el duque retiró las tropas, decidiendo no
actuar por la fuerza, sino por estratagemas. Por ello, ordenó recompensas por el
apresamiento de cualesquiera de los Valdenses que pudieran ser hallados
extraviados fuera de sus lugares fuertes; y que estos, si eran tomados, fueran o
bien despellejados vivos, o quemados.
Los Valdenses tenían hasta entonces sólo el Nuevo Testamento y unos
pocos libros del Antiguo en la lengua valdense, pero ahora decidieron completar
los escritos sagrados en su propio idioma. Emplearon entonces a un impresor
suizo que les supliera una edición completa del Antiguo y Nuevo Testamento en
lengua valdesa, lo que hizo por causa de las quince mil coronas de oro, que estas
piadosas gentes le pagaron.
Al acceder a la silla pontificia el Papa Pablo III, un fanático papista, de
inmediato solicitó al parlamento de Turín que los Valdenses fueran perseguidos
como los herejes más perniciosos.
El parlamento accedió en el acto, y varios fueron rápidamente apresados y
quemados por orden suya. Entre estos estaba Bartolomé Héctor, librero y
papelero de Turín, que había sido criado como católico.