EL TARTAMUDEO DE MOISES
También el paso por la Biblia nos conduce a la pregunta sin respuesta (conceptual) y al recurso a la evocación, al uso de las mediaciones, al símbolo.
En el libro del Éxodo (4,10) se presenta a Moisés –algo reiterativo en las vocaciones, llamadas y envíos bíblicos- como alguien que se resiste a la misión encomendada por Dios porque “no tenía facilidad de palabra”. Esta resistencia de Moisés apelando a su tartamudez da mucho que pensar.
El que tenía un encuentro con Dios sabe algo de Él, tartamudea y no sabe expresarlo. Es el “no se qué que queda balbuciendo” del místico. Un “no se qué que se alcanza por ventura” y que no se da en el discurso conceptual ni se deja expresar mediante los discursos teológicos ni arguméntales. Es pura gracia, y, en todo caso, sólo se acierta -como el in-fante, es decir, literalmente, como el que no sabe ni puede hablar- a balbucear. Acerca de lo que hemos visto o nos ha sido revelado del Misterio de Dios y del mundo sólo podemos decir, torpe o infantilmente, algunas palabras poco inteligibles. La cercanía de Dios el terror de lo inefable, produce la conciencia de la incapacidad de hablar del Misterio: la presencia que emerge de la Zarza ardiente desvela su carácter radicalmente inconcebible, inimaginable, indecible. “Él es el que es”. Los que más saben son los que más callan. O cuando hablan saben que sólo balbucean.
Sin embargo, la misma Biblia pone en boca de Dios que , si Moisés tartamudea y vacila a la hora de decir lo que ha escuchado, puede usar a Aarón, el levita, que sí que habla bien (Ex 4,14). Es decir, el sacerdote es el que habla bien, mucho, acaso demasiado, de Dios, Aunque no haya visto ni oído a Dios, habla de Dios. El Talmud, según la tradición rabínica, es ese hablar incesante sobre Dios y su Misterio de los que quizá no hayan escuchado demasiado a Dios. Hablamos de lo que no sabemos y, finalmente, traicionamos la revelación de Dios.
Hablar sobre Dios o de lo que Dios ha comunicado a los hombres es un mandato del mismo Dios: de Dios a Moisés: “háblale –a Aarón- y ponle mis palabras en su boca. Yo estaré en tu boca y en la suya...él será tu boca”. Pero a condición de que se hable por mediación o delegación de quién ha visto y oído. Por eso, cuando el hablar religioso se independiza de la “experiencia mística”, de la escucha de Dios, entonces se cae en una logomaquia que habla muy bien, pero comunica poco o nada el Misterio de Dios. Se ha perdido la reserva de la tartamudez que produce la cercanía de Dios, y se tiene la soltura humana del concepto claro y distinto. Se articula muy bien, se expresan las cosas muy claramente, de forma adulta e ilustrada, pero se ha evaporado la mudez y la “minoría de edad” del que ha pisado terreno sagrado.
Pero tras muchos esfuerzos “Talmudicos”, filosófico-teológicos, sin duda siempre se vuelve – está es la enseñanza bíblica- al silencio: Si al principio esta el balbuceo tartamudo, al final está el nombre impronunciable. Yahvé, el nombre que tiene que comunicar Moisés, que quiere comunicar la revelación bíblica, es impronunciable. El símbolo de la impronunciabilidad del “tetrgrammaton” es el cierre de los esfuerzos teológico- religiosos por decir, por hablar, del Misterio de Dios. Finalmente hay que callar. O dicho con el Segundo Testamento de Jesús, hay que recibir la revelación de “la Palabra que se hizo hombre y acampo entre nosotros” (Jn 1,14). En la realidad de la carne, en el anonadamiento y vaciamiento del poder, incluso del concepto, se hace presente el Misterio de Dios. Siempre el Misterio se da en símbolo. Lo esencial, la revelación, cae al otro lado de la palabra.
También el paso por la Biblia nos conduce a la pregunta sin respuesta (conceptual) y al recurso a la evocación, al uso de las mediaciones, al símbolo.
En el libro del Éxodo (4,10) se presenta a Moisés –algo reiterativo en las vocaciones, llamadas y envíos bíblicos- como alguien que se resiste a la misión encomendada por Dios porque “no tenía facilidad de palabra”. Esta resistencia de Moisés apelando a su tartamudez da mucho que pensar.
El que tenía un encuentro con Dios sabe algo de Él, tartamudea y no sabe expresarlo. Es el “no se qué que queda balbuciendo” del místico. Un “no se qué que se alcanza por ventura” y que no se da en el discurso conceptual ni se deja expresar mediante los discursos teológicos ni arguméntales. Es pura gracia, y, en todo caso, sólo se acierta -como el in-fante, es decir, literalmente, como el que no sabe ni puede hablar- a balbucear. Acerca de lo que hemos visto o nos ha sido revelado del Misterio de Dios y del mundo sólo podemos decir, torpe o infantilmente, algunas palabras poco inteligibles. La cercanía de Dios el terror de lo inefable, produce la conciencia de la incapacidad de hablar del Misterio: la presencia que emerge de la Zarza ardiente desvela su carácter radicalmente inconcebible, inimaginable, indecible. “Él es el que es”. Los que más saben son los que más callan. O cuando hablan saben que sólo balbucean.
Sin embargo, la misma Biblia pone en boca de Dios que , si Moisés tartamudea y vacila a la hora de decir lo que ha escuchado, puede usar a Aarón, el levita, que sí que habla bien (Ex 4,14). Es decir, el sacerdote es el que habla bien, mucho, acaso demasiado, de Dios, Aunque no haya visto ni oído a Dios, habla de Dios. El Talmud, según la tradición rabínica, es ese hablar incesante sobre Dios y su Misterio de los que quizá no hayan escuchado demasiado a Dios. Hablamos de lo que no sabemos y, finalmente, traicionamos la revelación de Dios.
Hablar sobre Dios o de lo que Dios ha comunicado a los hombres es un mandato del mismo Dios: de Dios a Moisés: “háblale –a Aarón- y ponle mis palabras en su boca. Yo estaré en tu boca y en la suya...él será tu boca”. Pero a condición de que se hable por mediación o delegación de quién ha visto y oído. Por eso, cuando el hablar religioso se independiza de la “experiencia mística”, de la escucha de Dios, entonces se cae en una logomaquia que habla muy bien, pero comunica poco o nada el Misterio de Dios. Se ha perdido la reserva de la tartamudez que produce la cercanía de Dios, y se tiene la soltura humana del concepto claro y distinto. Se articula muy bien, se expresan las cosas muy claramente, de forma adulta e ilustrada, pero se ha evaporado la mudez y la “minoría de edad” del que ha pisado terreno sagrado.
Pero tras muchos esfuerzos “Talmudicos”, filosófico-teológicos, sin duda siempre se vuelve – está es la enseñanza bíblica- al silencio: Si al principio esta el balbuceo tartamudo, al final está el nombre impronunciable. Yahvé, el nombre que tiene que comunicar Moisés, que quiere comunicar la revelación bíblica, es impronunciable. El símbolo de la impronunciabilidad del “tetrgrammaton” es el cierre de los esfuerzos teológico- religiosos por decir, por hablar, del Misterio de Dios. Finalmente hay que callar. O dicho con el Segundo Testamento de Jesús, hay que recibir la revelación de “la Palabra que se hizo hombre y acampo entre nosotros” (Jn 1,14). En la realidad de la carne, en el anonadamiento y vaciamiento del poder, incluso del concepto, se hace presente el Misterio de Dios. Siempre el Misterio se da en símbolo. Lo esencial, la revelación, cae al otro lado de la palabra.