Hola a todos ^_^ . en el capitulo anterior
mostre que el respeto debe ser clave del entendimiento y que no se debía mirar en menos las creencias de otras personas.
Ahora al navegar por la red encontre la siguiente opinión en un foro el sitio es www.zapatos-nuevos.org pidiendo el respeto que va mas alla d ela religión cito el siguiente comentario
____________________________________________________
LA HISTORIA DE UN NIÑO COMO TANTOS.....
Había una vez un niño al que no pondré nombre porque podría tener el nombre de cualquiera de nosotros.
Ese pequeño, como todos los niños, había sido amado por Dios aún antes de nacer, porque él ya estaba en el corazón de Dios desde el principio de todos los tiempos, desde antes de la Creación.
Y, aunque es un misterio inexplicable, hoy sabemos que Dios permitió que ese pequeñín, tan amado por Él, naciera y creciera privado del amor de sus padres...¿por qué lo permitió?.. Sólo Dios lo sabe....
La historia no cuenta los detalles de la infancia de ese niño.
Algunos creen que su padre abusaba sexualmente de su propio hijo, aunque también se cree que no fue el padre sino un tío o un hermano mayor quien cometió ese abuso.
Otros piensan que el desamor no consistió en abuso sexual pero que su papá fue cruel y lo maltrató psicológicamente con burlas e insultos desde muy pequeño además de castigar su cuerpo indefenso con palos y correas.
Otros, por el contrario, creen que ese padre no era mala persona pero que, habiendo recibido a su vez, maltratos y desamor por parte del abuelo del niño (o de las personas que lo cuidaron), nunca aprendió, de crío, a amar y por ello nunca pudo atender las necesidades de afecto de nuestro pequeño.
Las versiones son muchas.. pero lo que parece seguro es que este niño era muy sensible, lo que, en verdad, es un verdadero don de Dios.
Sin embargo, paradójicamente, esta extrema sensibilidad del pequeño le hizo percibir con mucha intensidad el desafecto que se vivía entre los suyos mientras que sus hermanos, menos sensibles, sufrieron en menor grado y por ello, ,reaccionaron a ese desamor de diferente manera.
Pero esa sensibilidad fue percibida por su padre, por sus hermanos y por sus amiguitos como una debilidad.
Así, el padre, para hacerlo fuerte, le gritaba “¡...los hombres no lloran...!” despreciándolo por flojo y sus hermanos y compañeros de escuela se burlaban de él y, para afirmar su propia incipiente y temerosa masculinidad, le gritaban “mariquita”. En la mentalidad de sus hermanos y amiguitos, el poder acusarlo de mariquita era la mejor prueba de que ellos eran “bien machos”.
También parece que su madre no pudo ayudarlo mucho ya que algunos creen que, pese a quererlo mucho, carecía de carácter para enfrentarse a la brutalidad de su esposo aunque otros piensan que su mamá también tuvo carencias emocionales en su infancia y en su matrimonio y que, sin comprenderlo e intentando amar al niño y protegerse de su propio vacío emocional, puso sobre su hijo demandas emocionales de afecto que dañaron gravemente al espíritu del pequeño.
En realidad poco importa ahora lo que realmente ocurrió en la casa de este niño.
Lo importante es que él percibió con gran dolor el desamparo afectivo en el que vivía y que, con el paso del tiempo, ese desamparo se convirtió en una legítima necesidad emocional insatisfecha.
Nuestro niño, rechazado por su padre, por sus hermanos y por sus amiguitos, fue creciendo y con él creció la necesidad cada vez más apremiante de contar con el afecto de su papá.
Por ello él prestó atención a otros niños que eran queridos por sus padres o por su hermanos mayores y comenzó a mirar con envidia las caricias tiernas que esos niños recibían de su papá y, aún, los manotazos, bruscos pero afectuosos, que recibían de esos hermanos mayores que los querían y que los protegían.
Por otra parte esta falta de afecto de su papá, este rechazo hacia lo que era su hijo, motivaron en él un rechazo inconsciente al padre como modelo a imitar.
Progresivamente y sin darse cuenta, el niño dejó de sentir que quería ser como su papá, dejó de verlo a su papá como un modelo a imitar y de esta manera, perdió lo que algunos psicólogos llaman “la fuente primaria de identidad de género” y fue creciendo sin desear ser psicológicamente lo que era biológicamente, es decir que creció sin desear ser un hombre.
Los años pasaron y nuestro niño, sin ser consciente de ello, sentía que su corazón se estaba resecando por la falta de amor y sentía también deseos de morir porque una vida sin amor no merecía ser vivida.
Todo esto lo angustiaba mucho porque el veía a otros chicos de su edad crecer en el desamparo afectivo y veía también que algunos que no podían soportarlo comenzaban a beber o a drogarse y que otros, al llegar a la adolescencia, se suicidaban. El no relacionaba todavía ese desamparo con el suicidio pero aunque no comprendía, ello lo angustiaba mucho.
Pero nuestra criatura, pese a su corta edad, era muy valiente y no aceptaba rendirse y, por ello, comenzó a buscar un amor como el que veía en esos amiguitos que eran queridos por sus padres o hermanos.
El no sabía como solucionar esa legítima necesidad de amor insatisfecha. El no tenía ningún tío, hermano o amigo mayor que pudiera hacer las veces de su papá y que le enseñara que el amor que sin condiciones era posible.
Y por tal razón, al no poder aprender en la práctica qué es el amor de un padre le resultó muy difícil vislumbrar qué es el amor de Dios, el amor de ese Padre maravilloso que todos tenemos.
Mientras tanto su instinto lo fue llevando a admirar a esos padres y hermanos cariñosos y a fantasear, ya que su papá no lo amaba, que era querido por esos padres y hermanos ajenos. De tal manera apaciguaba, aunque más no fuera un poco, esa incontenible ansia de amor imaginando que esos padres y hermanos lo amaban y lo abrazaban y lo acariciaban como su papá nunca lo hizo.
De esta forma nuestro niño demostraba su voluntad de vivir y su rechazo a la muerte.
Sin embargo, esa forma de buscar amor por medio de fantasías no satisfacía las legítimas necesidades emocionales del pequeño y por tal motivo, al no recibir afecto verdadero, su vida se encontraba constantemente abocada a fantasear abrazos y caricias de esos padres y hermanos de los otros chicos lo que traía un poco de paz a su atormentado espíritu pero no solucionaba el “hambre de padre” de este niño.
Además, esa búsqueda constante de afecto, que monopolizaba su vida, le impidió desarrollar muchas áreas de su personalidad ya que casi en lo único que pensaba a toda hora era en “importarle a su papá” o, en todo caso “importarle a alguien”.
Por el contrario, los otros niños con papás, hermanos o tíos afectuosos, recibían verdadero afecto en dosis razonables y por ello, al tener esas necesidades emocionales satisfechas, podían dedicar su tiempo a jugar, a estudiar, a hacer deportes y a hacer todas aquellas cosas que los niños, cuando se sienten seguros de ser amados, hacen habitualmente. Esto es lo que les permite a esos niños llegar a la adolescencia y a la vida adulta con un grado de madurez emocional adecuado.
Con el tiempo, este niño tan valiente, tan resuelto a vivir y tan determinado a encontrar el verdadero amor (ese amor humano que es reflejo del amor incondicional de Papá Dios) comenzó a transformarse en un adolescente.
Y, al comenzar la adolescencia, sus hormonas empezaron a trabajar en su organismo y sin comprenderlo comenzó a poner un carácter sexual a las emociones que sentía.
Esa necesidad emocional de acercamiento e identificación con los varones cariñosos que el apreciaba como buenos padres o hermanos mayores se convirtió en una necesidad sexualizada hacia los varones que le atraían emocionalmente y que se fueron transformando en el objeto de sus deseos sexuales y emocionales.
El niño había comenzado entrar en lo que algunos llaman “prehomosexualidad”.
Él se había acostumbrado a fantasear con abrazos y caricias de los varones cariñosos y esas hormonas bullendo en su organismo lo llevaron a erotizar esas fantasías. Pronto nuestro niño descubrió con horror que se excitaba sexualmente pensando en esos abrazos y caricias que, hasta ese momento, habían sido un bálsamo inocente para su desesperada ansia de amor.
Allí nuestro niño se descubrió diferente de sus hermanos y amiguitos (que ya mostraban interés por las niñas) y comenzó a sentir pena y vergüenza por ser diferente. El sentía vergüenza por eso que no había elegido y que le nacía de adentro y que él había sentido desde siempre, desde que tenía uso de razón.
Nuestro niño comenzó a sentir un constante sentimiento de vergüenza por lo que era.
En su inocencia y en su confianza por el mundo de los adultos, él aceptaba sin dudar los valores de esos adultos y por ello comenzó a ocultar sus ansias de afecto y a fingir que “era lo que no era”, rechazándose a sí mismo, para no ser rechazado más aún que en la cercana infancia.
El niño no comprendía que en realidad, debería haber estado orgulloso esos sentimientos que, aunque equivocados, demostraban su coraje para no rendirse ante el desamor que había dominado su vida.
Él no comprendía que esa búsqueda incansable del amor que no falla, no debería haberlo avergonzado ya que le había permitido sobrevivir donde otros niños habían sucumbido.
En todo caso, quienes deberían haberse sentido avergonzados eran sus padres, sus hermanos y la sociedad que fue incapaz de darle amor y de permitirle crecer en un ambiente de amor para poder así llegar a ser un hombre emocionalmente maduro algún día.
Pero su soledad aumentó ya que con sus amigos no podía hablar de aquello que más le importaba, es decir de lo que sentía por los varones, mientras que todos sus amigos hablaban y se jactaban de sus noviazgos con chicas.
Y, aunque fingía ser como todos los niños, ese fingimiento no le proporcionaba paz ni alegría ya que todo él se había convertido en una máscara que ocultaba al verdadero niño.
Por otra parte su sensibilidad marcaba al mismo tiempo una predisposición contraria a los deportes, a los juegos rudos y a todas las actividades que entusiasmaban a sus hermanos y amigos y se fue acentuando su rechazo inconsciente a sus hermanos y amigos que también lo rechazaban y se burlaban de sus inhabilidades deportivas.
Y, al mismo tiempo, nuestro niño comenzó a sentir un rechazo hacia su propio cuerpo al que consideraba torpe e inadecuado y comenzando a dudar, cada vez más, de su naturaleza masculina.
De esta manera, aumentó su inseguridad y esa inseguridad hizo que aumentara su “hambre de padre” porque la pena que sentía hacía que se acrecentaban sus deseos profundos de ser amado y protegido de un dolor que ya duraba demasiado.
Así fue que esos deseos profundos y legítimos sólo encontraron cauce en un aumento de sentimientos eróticos hacia aquel profesor o hacia ese compañero mayor de la clase.
Y mientras sus amigos, con legítimo orgullo adolescente, colgaban en las paredes de sus dormitorios fotos de chicas con poca ropa, nuestro niño no se atrevía a confesarse a sí mismo que hubiera deseado colgar la foto de tal actor o de aquel gimnasta.
Con disimulo comenzó a buscar revistas donde se hablaba de lo que él sentía por los varones y descubrió que había dos posiciones irreconciliables. Por un lado estaban los activistas gays que decían que estaba bien, que era una elección y que no había que reprimirse y, por el otro lado estaban los homofóbicos que decían pestes de las personas como nuestro muchacho lo que lo ayudó muy poco.
Para peor descubrió que aquello que él deseaba desde lo más hondo de su corazón era considerado por su iglesia como una perversión extraordinaria y como un pecado mortal.
Su angustia, entonces, creció ahora a niveles intolerables.
El había sido siempre una buena persona, era gentil, educado, respetuoso, cariñoso y no quería pecar.
El no quería alzarse contra Dios y sus mandamientos.
El no había buscado ni provocado ni deseado esas tendencias que nacían en lo más hondo de su corazón.
Trató de negar lo que sentía e intentó noviar con chicas buscando sentir por ellas lo que sentía por los varones y eso fue un desastre que lo llevó a pensar que era irremediablemente homosexual.
Se acercó a su iglesia y cuando confesó su pena encontró que la respuesta habitual era la condenación y las amenazas del infierno y que, en el mejor de los casos, era discretamente radiado de las actividades juveniles por ser “una manzana podrida que podría contagiar a los demás”.
En este momento nuestro muchacho pasó por un período terrible de su vida ya que su insatisfacción emocional había llegado a ser el centro de su vida y que la culpa, la vergüenza, la pena y la soledad dominaban su vida.
Se sentía abandonado por sus padres y por la sociedad y aunque trababa de creer en el amor de Dios, al no haber experimentado nunca el verdadero amor que no falla en su papá, las palabras “amor de Dios” le resultaban una mera construcción intelectual completamente carente de sentido para aplicarlas a su angustiada vida.
En su búsqueda de orientación había leído mucho la Biblia y los Evangelios y, por ello, siempre tenía en mente la frase del Evangelio señalando que si un ojo o una mano eran ocasión de pecado más valía arrancárselos porque era preferible entrar en el Cielo ciego o manco que ir al Infierno.
Pero nadie le decía qué hacer cuando además de sus ojos y de sus manos la ocasión de pecado estaba en toda su mente y en todo su corazón.
Nuestro niño sentía que la vida le había hecho trampa.
Era valiente y sabía que tendría el coraje de arrancarse los ojos para no ver pornografía y que podría cortarse las manos para no masturbarse... pero eso no solucionaría nada porque lo que debía arrancarse era el corazón que deseaba cosas impuras y la mente que en todo momento le pedía imaginarse que era amado por hombres como su papá que le darían un sentido a su vida.
Así, su vida fue una agonía durante un largo tiempo.
Nadie podía comprender su dilema angustioso: ....O se arrancaba todo él de la vida para no caer en los graves pecados sexuales y por ello caería en el gravísimo pecado del suicidio.... o.... seguía vivo y, más tarde o más temprano, caería en el gravísimo pecado de la homosexualidad.
El sentía que Dios le había hecho trampa y que, viviera o se matara, estaba condenado al Infierno.
Porque nuestro muchacho también aceptaba sin dudar los valores de su iglesia y se había convencido de que vivía en pecado grave.
No comprendía que tampoco debía sentir culpa por esas inclinaciones que él no había deseado ni buscado ni provocado y contra las que había luchado sin éxito.
Por el contrario, debería sentirse orgulloso de esos deseos que eran su manera de sobrevivir a la tempestad de pasiones que Dios había permitido que anidaran en su corazón.
Debería sentirse orgulloso de esos deseos que, aunque equivocados, eran una prueba de su indomable voluntad para buscar el amor de Dios expresado en el amor de los hombres y muy especialmente en el amor de su papá.
En todo caso, quienes deberían haberse sentido culpables por no tener una pastoral para los muchachos con tendencias homosexuales y para sus familias eran las autoridades de su iglesia.
Es cierto que se masturbaba y que se dejaba llevar por fantasías homosexuales y que deseaba ardientemente acostarse con un hombre pero lo que el no comprendía era que no deseaba acostarse con un hombre para pecar o para gozarse en su perversión sino, simplemente, porque ansiaba estar en los brazos de un hombre que lo amara y lo protegiera, tanto como ansió de niño estar en los brazos de su papá para ser amado y protegido.
Ese hombre con el que fantaseaba acostarse no era más que el pobre sustituto de su papá con el que, en su inmadurez afectiva, quería saciar su legítima hambre de padre.
Es cierto que sus frecuentes masturbaciones, desde cierta perspectiva, no eran buenas porque, al calmar su ansiedad, le permitían seguir sin enfrentar la realidad de que carecía por completo de amor.
Pero también es cierto que, desde otra perspectiva, eran la droga que le permitía, como a tantos adictos levantarse de la cama cada día sin pensar en la muere.
Pero, al creerse pecador por sus masturbaciones, por sus deseos y por sus fantasías se fue hundiendo gradualmente en un abismo donde las ideas de muerte, como forma de escapar a esa vida sin sentido, eran más y más frecuentes.
Así vivió hasta que cometió su primer intento de suicidio del que “zafó” cuando su mamá lo encontró desmayado en su cuarto después de haberse “zampado” un frasco lleno de somníferos que ella tenía en la mesa de luz. Algunos piensan que la elección de las pastillas fue, en realidad, una gracia de Dios que actuaba en el niño y le indujo a rechazar formas de suicidio irreparables como las que él había visto en chicos de su edad que se ahorcaban en el garage de la casa, que se tiraban desde un piso alto o que le robaban el revolver a su papá para volarse la cabeza.
Pero el hecho es que nuestro niño, habiendo estado al borde de la muerte, decidió inconscientemente que no quería morir, que cualquier cosa era preferible a la muerte y que no podía ser cierto que Dios lo amara si había permitido que viviera desde muy niño en esa trampa mortal que era su vida.
Algunos dicen que fue seducido por un hombre mayor mientras otros cuentan que, en realidad, el tomó la iniciativa con un muchacho un poco mayor en un parque cercano a su casa.
La verdad es que, después de muchísimas vacilaciones, después de haber orado largamente a Dios para que lo ayudara a vencer la tentación y después de haber llorado en la soledad de su cuarto su angustia infinita, un día decidió ceder a esos deseos sexuales que encubrían su profunda ansia de amor largamente postergada y tuvo su primera relación homosexual.
En ese primer encuentro sexual con un varón se mezcló la liberadora satisfacción de los deseos reprimidos por años junto con el horror y la culpa por ese pecado que sentía que estaba cometiendo.
Pero nuestro niño, ahora un muchachito, sentía que los deseos profundos, persistentes e insoportablemente dolorosos de amor legítimo parecían ser, por primera vez en la vida, saciados.
Sentía que, por primera vez en su vida, era amado, respetado y escuchado. El sentía que podía compartir, con alguien que lo entendía, toda esa importantísima parte de su vida que durante años había estado reprimida ferozmente.
Esos primeros meses fueron para él un descubrimiento y le volvió, en alguna medida, la alegría de vivir.
Ya no se levantaba a la mañana amargado por tener que vivir otra jornada de pesares, de culpas y de llantos que parecían no ser oídos por Dios.
Ahora se levantaba alegre, pensando en lo que él llamaba su novio, esperando que se hiciera la hora de encontrarse con él. Había días en que no había sexo pero eso no le preocupaba. Lo que realmente le importaba era poder estar con alguien sin fingimientos, sin dobleces, sin ocultar lo que era y lo que sentía.
La actividad sexual fue, al comienzo, un descubrimiento maravilloso pero lo que lo enternecía hasta el punto de llorar era la maravillosa sensación de sentirse abrazado por un hombre como su papá.
En esos brazos, el niñito maltratado por su papá, que vivía oculto en ese cuerpo de muchacho, podía relajarse y abandonarse confiadamente sin temor a que lo lastimaran física y psicológicamente.
Esa sensación de poder abandonarse en los brazos de otro, esa maravillosa sensación de poder confiarse sin temores, era lo que había buscado desde pequeño y ahora parecía que su corazón se encontraba saciado.
Es cierto que su hombre-papá le exigía algunas cosas que no le gustaban y que algunas experiencias no fueron inicialmente agradables pero se convencía a si mismo de que todo ello era pasajero y que la felicidad era cada día más próxima.
También es cierto es que, al mismo tiempo, vivía un conflicto intenso con su religión, con sus creencias y aún con la familia y la sociedad.
Aunque no deseaba hacerlo, el sentía que pecaba pero creía que era menos pecaminoso pecar sexualmente que suicidándose. Además prefería no pensar en ello porque pensaba que no podía ser pecado todo esto que lo había alejado de los pensamientos de muerte y que le había devuelto la alegría de vivir.
Dios no podía ser tan malo como para haberlo hecho sufrir desde la infancia para luego condenarlo por hacer cosas que lo llenaban de vida.
Por otra parte, lo apenaba sentír que le había fallado a su papá y que, aunque fuera discreto y nadie supiese lo suyo, el se sentiría siempre un p*** frente a su papá. Ello era lo que más le dolía porque había vivido toda su infancia y adolescencia buscando el amor y el respeto de su papá.
También sabía que, con esos pasos que estaba dando, se estaba cerrando las posibilidades para tener una esposa y con ella tener unos hijos a los que amar profundamente y en los que hubiera podido reescribir su vida, dándole a esos niños, sus hijos, el amor legítimo que, por años, mendigó a su papá.
Y suponía que, si lo suyo trascendía, la mayoría de sus amigos lo harían a un lado por p*** y que, aún los menos homofóbicos, tratarían de no ser vistos en su compañía porque se avergonzarían de él.
Pero, para nuestro muchacho, salir del armario de su secreta homosexualidad, dejar de fingir y poder ser él mismo (aunque más no fuera con su pareja actual) y poder confiar y confiarse a un hombre era una sensación liberadora tan profunda (que tenía muy poco que ver con el mero placer sexual, aunque lo incluía por supuesto) que bien valía las penas, los rechazos y la soledad que pudieran acarrearle.
Sin embargo, pese a que los encuentros homosexuales parecían saciar ese anhelo original de calidez y amor paterno y pese a que cada orgasmo era un poderoso calmante de la ansiedad que seguía bullendo en su corazón, pronto comenzó a sentir que algo fallaba en la relación con su pareja y, pese a la repugnancia que algunos pedidos de su novio le provocaron inicialmente, pronto comenzó a aceptar y, aún, a proponer nuevas experiencias sexuales a su pareja. Sus amigos del ambiente gay pensaban que era demasiado alocado sin comprender ( nuestro muchacho tampoco lo comprendía) que todo lo que el hacía estaba destinado a una sola cosa que tenía muy poco de perversa y que consistía en buscar satisfacer ese anhelo original de calidez y amor paterno que, todavía, seguía sin ser satisfecho.
Por ello, pese al empeño puesto en todas estas actividades (en apariencia únicamente sexuales y pervertidas) que acaparaban toda la atención de su vida, en su corazón seguía habiendo una sensación irreparable de vacío y de dolor.
El creyó que esto se debía a que su pareja no lo amaba y pronto empezó a buscar satisfacer ese vacío y ese dolor con la pornografía en la Internet. Luego comenzó a fantasear que se relacionaba sexualmente con otros hombres que, en su imaginación, le ofrecerían un amor sin condiciones. Más tarde entró a chatear en canales gay y esto lo llevó, en poco tiempo, a serle infiel a su pareja. Finalmente esa relación se rompió provocándole gran dolor e inseguridad.
En esa ruptura nuestro muchacho tenía sentimientos encontrados ya que, junto con la pena por la separación, él sentía que se renovaba la esperanza de encontrar, ahora sí, al hombre que llenara ese vacío doloroso que tenía en su corazón desde niño.
Pronto encontró otro hombre, un muchacho un poco mayor que él, con el que creyó encontrar la felicidad definitiva pero con el paso de los meses se volvió a repetir la frustrante sensación de dolor y vacío en esta relación. A veces pensaba que la culpa era de él. Pensaba que no sabía amar, que no sabía devolver el magnífico regalo de la seguridad afectiva que recibía de su nuevo novio y por ello se mortificaba y su inseguridad volvía a crecer.
Con el tiempo se habituó a cambiar de pareja cuando la relación se desgastaba y, cada tanto, esa falta del amor que no falla lo ahogaba y por tal razón se alejaba del ambiente gay y volvía a una Iglesia (que tenía una pastoral para los homosexuales) prometiendo enmendarse.
Pero no encontraba en sus amigos creyentes el amor incondicional que necesitaba, ese amor a la imagen del amor de Dios que siempre le faltó y se sentía juzgado y exigido pero, peor aún, sentía que, cada vez que caía, estaba traicionando a aquellos que habían confiado en él Cuando confesaba su caída, sus amigos, creyendo ayudarlo, le decían que se sentían traicionados por él, que no ponía todo su empeño en alejarse de las tentaciones, que no oraba lo suficiente y que su fe en Dios era muy pobre. Nuestro muchacho, sabiendo que sus amigos cristianos lo querían bien, creía en esas palabras duras lo que deterioraba aún más su ya pobrísima autoestima.
Era cierto lo de que no ponía empeño en alejarse de las tentaciones porque, cuando se acercaba una circunstancia con posibles tentaciones, sus antenas gays se lo advertían de forma inmediata.
Pero lo que ni él ni sus amigos de la iglesia advertían era que había una relación directa entre su autoestima, su estado de ánimo, sus depresiones y su necesidad imperiosa de que alguien lo tomara en brazos y le dijera “te quiero”aunque el supiera ya que ese “te quiero” en realidad quería decir “quiero sólo tu cuerpo”.
Lo que ni él ni sus amigos advertían era que, cuando tenía una caída, no estaba traicionando ni a Dios, ni a sus amigos y ni siquiera a sí mismo sino que sólo estaba buscando sobrevivir al doloroso vacío emocional que lo acosaba desde la infancia y que, en ocasiones, lo llevaba nuevamente a tener ideas de muerte.
Nuestro muchacho y sus amigos (que, vale la pena insistir en ello, lo querían sinceramente) no comprendían que la verdadera sanación no provendría de la fuerza de voluntad de nuestro muchacho sino de la "fuerza de su corazón" y que la curación emocional era la fuerza que podía lograr un cambio poderoso.
Sus buenos amigos pensaban que la voluntad era suficiente y no comprendían que el trabajo de nuestro muchacho para salir de sus tendencias homosexuales se volvía, así, mucho más difícil porque le faltaba experimentar, en el amor fraternal de sus amigos, el amor incondicional de Dios. Sólo así ganaría esa fuerza que sería la muestra de que el Espíritu de Dios había entrado en su corazón..
Nuestro muchacho quería desesperadamente creer en Dios.
No le bastaba creer racionalmente en Dios sino que necesitaba sentir su amor, necesitaba sentir que Dios era el Padre perfecto que podría sanar su corazón lastimado desde que era niñito.
El necesitaba sentir que ese amor de su padre que nunca tuvo y que ya no podría recuperar, podía ser más que satisfactoriamente sustituido por el amor de Dios.
Pero son poquísimos los afortunados a los que Dios les hace la gracia de hacerles sentir su amor en forma directa por medio de alguna revelación.
Ya que la mayoría de nosotros experimentamos el amor de Dios no en forma directa sino en esa pálida imagen del amor de Dios que es el amor de nuestros padres, de nuestros amigos y de nuestra esposa e hijos.
Por ello nuestro muchacho todavía sigue levantándose y cayendo.
Porque él sigue buscando el amor de Dios, el amor incondicional, el amor que no falla, el amor que no espera cambios, el amor que no juzga, el amor paciente, EL AMOR “PORQUE SÍ” DE AQUÉL QUE LO HA AMADO DESDE EL PRINCIPIO DE TODOS LOS TIEMPOS Y QUE YA LO TENÍA EN SU CORAZÓN EN EL MOMENTO EN QUE ESTABA CREANDO A ADAN Y A EVA.
Nuestro niño, después un muchacho y hoy casi un hombre, no se ha dado cuenta de que Dios le ha hecho la gracia de darle una fe en Dios y en su Amor excepcionalmente grande y fuerte además de dotar a su corazón de un coraje excepcional.
Pero el Señor, por esos misterios de su misericordia, junto con el don de esa fe excepcional ha permitido que esa búsqueda del Amor Eterno sea, en apariencia, estéril y en lugares que, también en apariencia, son absolutamente alejados de Dios.
Es cierto que nuestro muchacho-hombre busca el amor de Dios en los brazos de otro hombre y que ello parecería una blasfemia,
Pero la verdad es que nuestro muchacho-hombre es en su corazón ese niño lastimado pero valiente que no ceja en su búsqueda de Dios.
Es ese niñito lastimado y valiente el que, por inmadurez y no por pecaminosidad, se equivoca en esa búsqueda creyendo encontrar a Dios allí donde no está.
Pero Dios es paciente y como todo padre bondadoso se ríe de nuestros apuros y de nuestras urgencias que nos llevan a creer que este hombre-niño es un pecador.
El Señor está llevando a nuestro hombre-niño hacia Él por caminos que cualquiera juzgaría propios propios de pecadores.
Pero Él, en su infinita bondad, sabe que son los caminos que permitirán que este hombre-niño se encuentre con el AMOR ETERNO.
A nosotros..... Dios nos pide que intentemos amar a este hombre-niño como El lo ama.
Dios nos pide que lo amemos sin juzgarlo, sin condenarlo, sin acusarlo de falta de fe, de insuficiente oración, de flojera para rechazar la tentación.
Dios nos pide que hagamos el esfuerzo de amarlo y abrazarlo y acariciarlo aún en el momento en que está teniendo una relación homosexual.
Porque en ese momento es cuando sus defensas emocionales están más bajas.
Porque en ese momento es cuando más necesita que alguien lo ame y le diga:
“...hagas lo que hagas, yo te amo...”
“...no necesitas cambiar para que te ame...”
“...te acepto tal como eres, te acepto gay, te acepto loca feliz o loca histérica, acéptate tu también...”
“...no te odio ni odio esa parte de ti y de tu historia que te han traído hasta aquí...”
“...no te odies ni odies esa parte de ti que hoy se siente homosexual...”
“...la pena que te provoca la ausencia de tu papá en los momentos en que más lo necesitaste, probablemente no pueda repararse. Pero nosotros, con nuestro amor fraternal de hermanos mayores, podemos amarte y abrazarte y acariciarte y mostrarte un atisbo del amor del Papá Dios,
“...a través de nuestro amor, que intenta no juzgarte ni condenarte, podrás descubrir el amor de Dios que curará las llagas de las heridas emocionales que traes desde la niñez y, si está en el plan de Dios, podrás recuperar la hombría que perdiste en alguna etapa de tu niñez...”
“...pero, así como Dios no tiene apuro ni te fija plazos ni metas para tu sexualidad, nosotros tampoco te apuramos ni te ponemos plazos ni te fijamos metas...”
“...simplemente... camina con nosotros”
___________________________________________________
^_^ creo que e simportante no centralizarnos en solo aquella s infomraciones que defienden nuestras ideas y abarcar otras opiniones so pena de caer en un fundamentalismo ostra
Saludos DReamer
Ahora al navegar por la red encontre la siguiente opinión en un foro el sitio es www.zapatos-nuevos.org pidiendo el respeto que va mas alla d ela religión cito el siguiente comentario
____________________________________________________
LA HISTORIA DE UN NIÑO COMO TANTOS.....
Había una vez un niño al que no pondré nombre porque podría tener el nombre de cualquiera de nosotros.
Ese pequeño, como todos los niños, había sido amado por Dios aún antes de nacer, porque él ya estaba en el corazón de Dios desde el principio de todos los tiempos, desde antes de la Creación.
Y, aunque es un misterio inexplicable, hoy sabemos que Dios permitió que ese pequeñín, tan amado por Él, naciera y creciera privado del amor de sus padres...¿por qué lo permitió?.. Sólo Dios lo sabe....
La historia no cuenta los detalles de la infancia de ese niño.
Algunos creen que su padre abusaba sexualmente de su propio hijo, aunque también se cree que no fue el padre sino un tío o un hermano mayor quien cometió ese abuso.
Otros piensan que el desamor no consistió en abuso sexual pero que su papá fue cruel y lo maltrató psicológicamente con burlas e insultos desde muy pequeño además de castigar su cuerpo indefenso con palos y correas.
Otros, por el contrario, creen que ese padre no era mala persona pero que, habiendo recibido a su vez, maltratos y desamor por parte del abuelo del niño (o de las personas que lo cuidaron), nunca aprendió, de crío, a amar y por ello nunca pudo atender las necesidades de afecto de nuestro pequeño.
Las versiones son muchas.. pero lo que parece seguro es que este niño era muy sensible, lo que, en verdad, es un verdadero don de Dios.
Sin embargo, paradójicamente, esta extrema sensibilidad del pequeño le hizo percibir con mucha intensidad el desafecto que se vivía entre los suyos mientras que sus hermanos, menos sensibles, sufrieron en menor grado y por ello, ,reaccionaron a ese desamor de diferente manera.
Pero esa sensibilidad fue percibida por su padre, por sus hermanos y por sus amiguitos como una debilidad.
Así, el padre, para hacerlo fuerte, le gritaba “¡...los hombres no lloran...!” despreciándolo por flojo y sus hermanos y compañeros de escuela se burlaban de él y, para afirmar su propia incipiente y temerosa masculinidad, le gritaban “mariquita”. En la mentalidad de sus hermanos y amiguitos, el poder acusarlo de mariquita era la mejor prueba de que ellos eran “bien machos”.
También parece que su madre no pudo ayudarlo mucho ya que algunos creen que, pese a quererlo mucho, carecía de carácter para enfrentarse a la brutalidad de su esposo aunque otros piensan que su mamá también tuvo carencias emocionales en su infancia y en su matrimonio y que, sin comprenderlo e intentando amar al niño y protegerse de su propio vacío emocional, puso sobre su hijo demandas emocionales de afecto que dañaron gravemente al espíritu del pequeño.
En realidad poco importa ahora lo que realmente ocurrió en la casa de este niño.
Lo importante es que él percibió con gran dolor el desamparo afectivo en el que vivía y que, con el paso del tiempo, ese desamparo se convirtió en una legítima necesidad emocional insatisfecha.
Nuestro niño, rechazado por su padre, por sus hermanos y por sus amiguitos, fue creciendo y con él creció la necesidad cada vez más apremiante de contar con el afecto de su papá.
Por ello él prestó atención a otros niños que eran queridos por sus padres o por su hermanos mayores y comenzó a mirar con envidia las caricias tiernas que esos niños recibían de su papá y, aún, los manotazos, bruscos pero afectuosos, que recibían de esos hermanos mayores que los querían y que los protegían.
Por otra parte esta falta de afecto de su papá, este rechazo hacia lo que era su hijo, motivaron en él un rechazo inconsciente al padre como modelo a imitar.
Progresivamente y sin darse cuenta, el niño dejó de sentir que quería ser como su papá, dejó de verlo a su papá como un modelo a imitar y de esta manera, perdió lo que algunos psicólogos llaman “la fuente primaria de identidad de género” y fue creciendo sin desear ser psicológicamente lo que era biológicamente, es decir que creció sin desear ser un hombre.
Los años pasaron y nuestro niño, sin ser consciente de ello, sentía que su corazón se estaba resecando por la falta de amor y sentía también deseos de morir porque una vida sin amor no merecía ser vivida.
Todo esto lo angustiaba mucho porque el veía a otros chicos de su edad crecer en el desamparo afectivo y veía también que algunos que no podían soportarlo comenzaban a beber o a drogarse y que otros, al llegar a la adolescencia, se suicidaban. El no relacionaba todavía ese desamparo con el suicidio pero aunque no comprendía, ello lo angustiaba mucho.
Pero nuestra criatura, pese a su corta edad, era muy valiente y no aceptaba rendirse y, por ello, comenzó a buscar un amor como el que veía en esos amiguitos que eran queridos por sus padres o hermanos.
El no sabía como solucionar esa legítima necesidad de amor insatisfecha. El no tenía ningún tío, hermano o amigo mayor que pudiera hacer las veces de su papá y que le enseñara que el amor que sin condiciones era posible.
Y por tal razón, al no poder aprender en la práctica qué es el amor de un padre le resultó muy difícil vislumbrar qué es el amor de Dios, el amor de ese Padre maravilloso que todos tenemos.
Mientras tanto su instinto lo fue llevando a admirar a esos padres y hermanos cariñosos y a fantasear, ya que su papá no lo amaba, que era querido por esos padres y hermanos ajenos. De tal manera apaciguaba, aunque más no fuera un poco, esa incontenible ansia de amor imaginando que esos padres y hermanos lo amaban y lo abrazaban y lo acariciaban como su papá nunca lo hizo.
De esta forma nuestro niño demostraba su voluntad de vivir y su rechazo a la muerte.
Sin embargo, esa forma de buscar amor por medio de fantasías no satisfacía las legítimas necesidades emocionales del pequeño y por tal motivo, al no recibir afecto verdadero, su vida se encontraba constantemente abocada a fantasear abrazos y caricias de esos padres y hermanos de los otros chicos lo que traía un poco de paz a su atormentado espíritu pero no solucionaba el “hambre de padre” de este niño.
Además, esa búsqueda constante de afecto, que monopolizaba su vida, le impidió desarrollar muchas áreas de su personalidad ya que casi en lo único que pensaba a toda hora era en “importarle a su papá” o, en todo caso “importarle a alguien”.
Por el contrario, los otros niños con papás, hermanos o tíos afectuosos, recibían verdadero afecto en dosis razonables y por ello, al tener esas necesidades emocionales satisfechas, podían dedicar su tiempo a jugar, a estudiar, a hacer deportes y a hacer todas aquellas cosas que los niños, cuando se sienten seguros de ser amados, hacen habitualmente. Esto es lo que les permite a esos niños llegar a la adolescencia y a la vida adulta con un grado de madurez emocional adecuado.
Con el tiempo, este niño tan valiente, tan resuelto a vivir y tan determinado a encontrar el verdadero amor (ese amor humano que es reflejo del amor incondicional de Papá Dios) comenzó a transformarse en un adolescente.
Y, al comenzar la adolescencia, sus hormonas empezaron a trabajar en su organismo y sin comprenderlo comenzó a poner un carácter sexual a las emociones que sentía.
Esa necesidad emocional de acercamiento e identificación con los varones cariñosos que el apreciaba como buenos padres o hermanos mayores se convirtió en una necesidad sexualizada hacia los varones que le atraían emocionalmente y que se fueron transformando en el objeto de sus deseos sexuales y emocionales.
El niño había comenzado entrar en lo que algunos llaman “prehomosexualidad”.
Él se había acostumbrado a fantasear con abrazos y caricias de los varones cariñosos y esas hormonas bullendo en su organismo lo llevaron a erotizar esas fantasías. Pronto nuestro niño descubrió con horror que se excitaba sexualmente pensando en esos abrazos y caricias que, hasta ese momento, habían sido un bálsamo inocente para su desesperada ansia de amor.
Allí nuestro niño se descubrió diferente de sus hermanos y amiguitos (que ya mostraban interés por las niñas) y comenzó a sentir pena y vergüenza por ser diferente. El sentía vergüenza por eso que no había elegido y que le nacía de adentro y que él había sentido desde siempre, desde que tenía uso de razón.
Nuestro niño comenzó a sentir un constante sentimiento de vergüenza por lo que era.
En su inocencia y en su confianza por el mundo de los adultos, él aceptaba sin dudar los valores de esos adultos y por ello comenzó a ocultar sus ansias de afecto y a fingir que “era lo que no era”, rechazándose a sí mismo, para no ser rechazado más aún que en la cercana infancia.
El niño no comprendía que en realidad, debería haber estado orgulloso esos sentimientos que, aunque equivocados, demostraban su coraje para no rendirse ante el desamor que había dominado su vida.
Él no comprendía que esa búsqueda incansable del amor que no falla, no debería haberlo avergonzado ya que le había permitido sobrevivir donde otros niños habían sucumbido.
En todo caso, quienes deberían haberse sentido avergonzados eran sus padres, sus hermanos y la sociedad que fue incapaz de darle amor y de permitirle crecer en un ambiente de amor para poder así llegar a ser un hombre emocionalmente maduro algún día.
Pero su soledad aumentó ya que con sus amigos no podía hablar de aquello que más le importaba, es decir de lo que sentía por los varones, mientras que todos sus amigos hablaban y se jactaban de sus noviazgos con chicas.
Y, aunque fingía ser como todos los niños, ese fingimiento no le proporcionaba paz ni alegría ya que todo él se había convertido en una máscara que ocultaba al verdadero niño.
Por otra parte su sensibilidad marcaba al mismo tiempo una predisposición contraria a los deportes, a los juegos rudos y a todas las actividades que entusiasmaban a sus hermanos y amigos y se fue acentuando su rechazo inconsciente a sus hermanos y amigos que también lo rechazaban y se burlaban de sus inhabilidades deportivas.
Y, al mismo tiempo, nuestro niño comenzó a sentir un rechazo hacia su propio cuerpo al que consideraba torpe e inadecuado y comenzando a dudar, cada vez más, de su naturaleza masculina.
De esta manera, aumentó su inseguridad y esa inseguridad hizo que aumentara su “hambre de padre” porque la pena que sentía hacía que se acrecentaban sus deseos profundos de ser amado y protegido de un dolor que ya duraba demasiado.
Así fue que esos deseos profundos y legítimos sólo encontraron cauce en un aumento de sentimientos eróticos hacia aquel profesor o hacia ese compañero mayor de la clase.
Y mientras sus amigos, con legítimo orgullo adolescente, colgaban en las paredes de sus dormitorios fotos de chicas con poca ropa, nuestro niño no se atrevía a confesarse a sí mismo que hubiera deseado colgar la foto de tal actor o de aquel gimnasta.
Con disimulo comenzó a buscar revistas donde se hablaba de lo que él sentía por los varones y descubrió que había dos posiciones irreconciliables. Por un lado estaban los activistas gays que decían que estaba bien, que era una elección y que no había que reprimirse y, por el otro lado estaban los homofóbicos que decían pestes de las personas como nuestro muchacho lo que lo ayudó muy poco.
Para peor descubrió que aquello que él deseaba desde lo más hondo de su corazón era considerado por su iglesia como una perversión extraordinaria y como un pecado mortal.
Su angustia, entonces, creció ahora a niveles intolerables.
El había sido siempre una buena persona, era gentil, educado, respetuoso, cariñoso y no quería pecar.
El no quería alzarse contra Dios y sus mandamientos.
El no había buscado ni provocado ni deseado esas tendencias que nacían en lo más hondo de su corazón.
Trató de negar lo que sentía e intentó noviar con chicas buscando sentir por ellas lo que sentía por los varones y eso fue un desastre que lo llevó a pensar que era irremediablemente homosexual.
Se acercó a su iglesia y cuando confesó su pena encontró que la respuesta habitual era la condenación y las amenazas del infierno y que, en el mejor de los casos, era discretamente radiado de las actividades juveniles por ser “una manzana podrida que podría contagiar a los demás”.
En este momento nuestro muchacho pasó por un período terrible de su vida ya que su insatisfacción emocional había llegado a ser el centro de su vida y que la culpa, la vergüenza, la pena y la soledad dominaban su vida.
Se sentía abandonado por sus padres y por la sociedad y aunque trababa de creer en el amor de Dios, al no haber experimentado nunca el verdadero amor que no falla en su papá, las palabras “amor de Dios” le resultaban una mera construcción intelectual completamente carente de sentido para aplicarlas a su angustiada vida.
En su búsqueda de orientación había leído mucho la Biblia y los Evangelios y, por ello, siempre tenía en mente la frase del Evangelio señalando que si un ojo o una mano eran ocasión de pecado más valía arrancárselos porque era preferible entrar en el Cielo ciego o manco que ir al Infierno.
Pero nadie le decía qué hacer cuando además de sus ojos y de sus manos la ocasión de pecado estaba en toda su mente y en todo su corazón.
Nuestro niño sentía que la vida le había hecho trampa.
Era valiente y sabía que tendría el coraje de arrancarse los ojos para no ver pornografía y que podría cortarse las manos para no masturbarse... pero eso no solucionaría nada porque lo que debía arrancarse era el corazón que deseaba cosas impuras y la mente que en todo momento le pedía imaginarse que era amado por hombres como su papá que le darían un sentido a su vida.
Así, su vida fue una agonía durante un largo tiempo.
Nadie podía comprender su dilema angustioso: ....O se arrancaba todo él de la vida para no caer en los graves pecados sexuales y por ello caería en el gravísimo pecado del suicidio.... o.... seguía vivo y, más tarde o más temprano, caería en el gravísimo pecado de la homosexualidad.
El sentía que Dios le había hecho trampa y que, viviera o se matara, estaba condenado al Infierno.
Porque nuestro muchacho también aceptaba sin dudar los valores de su iglesia y se había convencido de que vivía en pecado grave.
No comprendía que tampoco debía sentir culpa por esas inclinaciones que él no había deseado ni buscado ni provocado y contra las que había luchado sin éxito.
Por el contrario, debería sentirse orgulloso de esos deseos que eran su manera de sobrevivir a la tempestad de pasiones que Dios había permitido que anidaran en su corazón.
Debería sentirse orgulloso de esos deseos que, aunque equivocados, eran una prueba de su indomable voluntad para buscar el amor de Dios expresado en el amor de los hombres y muy especialmente en el amor de su papá.
En todo caso, quienes deberían haberse sentido culpables por no tener una pastoral para los muchachos con tendencias homosexuales y para sus familias eran las autoridades de su iglesia.
Es cierto que se masturbaba y que se dejaba llevar por fantasías homosexuales y que deseaba ardientemente acostarse con un hombre pero lo que el no comprendía era que no deseaba acostarse con un hombre para pecar o para gozarse en su perversión sino, simplemente, porque ansiaba estar en los brazos de un hombre que lo amara y lo protegiera, tanto como ansió de niño estar en los brazos de su papá para ser amado y protegido.
Ese hombre con el que fantaseaba acostarse no era más que el pobre sustituto de su papá con el que, en su inmadurez afectiva, quería saciar su legítima hambre de padre.
Es cierto que sus frecuentes masturbaciones, desde cierta perspectiva, no eran buenas porque, al calmar su ansiedad, le permitían seguir sin enfrentar la realidad de que carecía por completo de amor.
Pero también es cierto que, desde otra perspectiva, eran la droga que le permitía, como a tantos adictos levantarse de la cama cada día sin pensar en la muere.
Pero, al creerse pecador por sus masturbaciones, por sus deseos y por sus fantasías se fue hundiendo gradualmente en un abismo donde las ideas de muerte, como forma de escapar a esa vida sin sentido, eran más y más frecuentes.
Así vivió hasta que cometió su primer intento de suicidio del que “zafó” cuando su mamá lo encontró desmayado en su cuarto después de haberse “zampado” un frasco lleno de somníferos que ella tenía en la mesa de luz. Algunos piensan que la elección de las pastillas fue, en realidad, una gracia de Dios que actuaba en el niño y le indujo a rechazar formas de suicidio irreparables como las que él había visto en chicos de su edad que se ahorcaban en el garage de la casa, que se tiraban desde un piso alto o que le robaban el revolver a su papá para volarse la cabeza.
Pero el hecho es que nuestro niño, habiendo estado al borde de la muerte, decidió inconscientemente que no quería morir, que cualquier cosa era preferible a la muerte y que no podía ser cierto que Dios lo amara si había permitido que viviera desde muy niño en esa trampa mortal que era su vida.
Algunos dicen que fue seducido por un hombre mayor mientras otros cuentan que, en realidad, el tomó la iniciativa con un muchacho un poco mayor en un parque cercano a su casa.
La verdad es que, después de muchísimas vacilaciones, después de haber orado largamente a Dios para que lo ayudara a vencer la tentación y después de haber llorado en la soledad de su cuarto su angustia infinita, un día decidió ceder a esos deseos sexuales que encubrían su profunda ansia de amor largamente postergada y tuvo su primera relación homosexual.
En ese primer encuentro sexual con un varón se mezcló la liberadora satisfacción de los deseos reprimidos por años junto con el horror y la culpa por ese pecado que sentía que estaba cometiendo.
Pero nuestro niño, ahora un muchachito, sentía que los deseos profundos, persistentes e insoportablemente dolorosos de amor legítimo parecían ser, por primera vez en la vida, saciados.
Sentía que, por primera vez en su vida, era amado, respetado y escuchado. El sentía que podía compartir, con alguien que lo entendía, toda esa importantísima parte de su vida que durante años había estado reprimida ferozmente.
Esos primeros meses fueron para él un descubrimiento y le volvió, en alguna medida, la alegría de vivir.
Ya no se levantaba a la mañana amargado por tener que vivir otra jornada de pesares, de culpas y de llantos que parecían no ser oídos por Dios.
Ahora se levantaba alegre, pensando en lo que él llamaba su novio, esperando que se hiciera la hora de encontrarse con él. Había días en que no había sexo pero eso no le preocupaba. Lo que realmente le importaba era poder estar con alguien sin fingimientos, sin dobleces, sin ocultar lo que era y lo que sentía.
La actividad sexual fue, al comienzo, un descubrimiento maravilloso pero lo que lo enternecía hasta el punto de llorar era la maravillosa sensación de sentirse abrazado por un hombre como su papá.
En esos brazos, el niñito maltratado por su papá, que vivía oculto en ese cuerpo de muchacho, podía relajarse y abandonarse confiadamente sin temor a que lo lastimaran física y psicológicamente.
Esa sensación de poder abandonarse en los brazos de otro, esa maravillosa sensación de poder confiarse sin temores, era lo que había buscado desde pequeño y ahora parecía que su corazón se encontraba saciado.
Es cierto que su hombre-papá le exigía algunas cosas que no le gustaban y que algunas experiencias no fueron inicialmente agradables pero se convencía a si mismo de que todo ello era pasajero y que la felicidad era cada día más próxima.
También es cierto es que, al mismo tiempo, vivía un conflicto intenso con su religión, con sus creencias y aún con la familia y la sociedad.
Aunque no deseaba hacerlo, el sentía que pecaba pero creía que era menos pecaminoso pecar sexualmente que suicidándose. Además prefería no pensar en ello porque pensaba que no podía ser pecado todo esto que lo había alejado de los pensamientos de muerte y que le había devuelto la alegría de vivir.
Dios no podía ser tan malo como para haberlo hecho sufrir desde la infancia para luego condenarlo por hacer cosas que lo llenaban de vida.
Por otra parte, lo apenaba sentír que le había fallado a su papá y que, aunque fuera discreto y nadie supiese lo suyo, el se sentiría siempre un p*** frente a su papá. Ello era lo que más le dolía porque había vivido toda su infancia y adolescencia buscando el amor y el respeto de su papá.
También sabía que, con esos pasos que estaba dando, se estaba cerrando las posibilidades para tener una esposa y con ella tener unos hijos a los que amar profundamente y en los que hubiera podido reescribir su vida, dándole a esos niños, sus hijos, el amor legítimo que, por años, mendigó a su papá.
Y suponía que, si lo suyo trascendía, la mayoría de sus amigos lo harían a un lado por p*** y que, aún los menos homofóbicos, tratarían de no ser vistos en su compañía porque se avergonzarían de él.
Pero, para nuestro muchacho, salir del armario de su secreta homosexualidad, dejar de fingir y poder ser él mismo (aunque más no fuera con su pareja actual) y poder confiar y confiarse a un hombre era una sensación liberadora tan profunda (que tenía muy poco que ver con el mero placer sexual, aunque lo incluía por supuesto) que bien valía las penas, los rechazos y la soledad que pudieran acarrearle.
Sin embargo, pese a que los encuentros homosexuales parecían saciar ese anhelo original de calidez y amor paterno y pese a que cada orgasmo era un poderoso calmante de la ansiedad que seguía bullendo en su corazón, pronto comenzó a sentir que algo fallaba en la relación con su pareja y, pese a la repugnancia que algunos pedidos de su novio le provocaron inicialmente, pronto comenzó a aceptar y, aún, a proponer nuevas experiencias sexuales a su pareja. Sus amigos del ambiente gay pensaban que era demasiado alocado sin comprender ( nuestro muchacho tampoco lo comprendía) que todo lo que el hacía estaba destinado a una sola cosa que tenía muy poco de perversa y que consistía en buscar satisfacer ese anhelo original de calidez y amor paterno que, todavía, seguía sin ser satisfecho.
Por ello, pese al empeño puesto en todas estas actividades (en apariencia únicamente sexuales y pervertidas) que acaparaban toda la atención de su vida, en su corazón seguía habiendo una sensación irreparable de vacío y de dolor.
El creyó que esto se debía a que su pareja no lo amaba y pronto empezó a buscar satisfacer ese vacío y ese dolor con la pornografía en la Internet. Luego comenzó a fantasear que se relacionaba sexualmente con otros hombres que, en su imaginación, le ofrecerían un amor sin condiciones. Más tarde entró a chatear en canales gay y esto lo llevó, en poco tiempo, a serle infiel a su pareja. Finalmente esa relación se rompió provocándole gran dolor e inseguridad.
En esa ruptura nuestro muchacho tenía sentimientos encontrados ya que, junto con la pena por la separación, él sentía que se renovaba la esperanza de encontrar, ahora sí, al hombre que llenara ese vacío doloroso que tenía en su corazón desde niño.
Pronto encontró otro hombre, un muchacho un poco mayor que él, con el que creyó encontrar la felicidad definitiva pero con el paso de los meses se volvió a repetir la frustrante sensación de dolor y vacío en esta relación. A veces pensaba que la culpa era de él. Pensaba que no sabía amar, que no sabía devolver el magnífico regalo de la seguridad afectiva que recibía de su nuevo novio y por ello se mortificaba y su inseguridad volvía a crecer.
Con el tiempo se habituó a cambiar de pareja cuando la relación se desgastaba y, cada tanto, esa falta del amor que no falla lo ahogaba y por tal razón se alejaba del ambiente gay y volvía a una Iglesia (que tenía una pastoral para los homosexuales) prometiendo enmendarse.
Pero no encontraba en sus amigos creyentes el amor incondicional que necesitaba, ese amor a la imagen del amor de Dios que siempre le faltó y se sentía juzgado y exigido pero, peor aún, sentía que, cada vez que caía, estaba traicionando a aquellos que habían confiado en él Cuando confesaba su caída, sus amigos, creyendo ayudarlo, le decían que se sentían traicionados por él, que no ponía todo su empeño en alejarse de las tentaciones, que no oraba lo suficiente y que su fe en Dios era muy pobre. Nuestro muchacho, sabiendo que sus amigos cristianos lo querían bien, creía en esas palabras duras lo que deterioraba aún más su ya pobrísima autoestima.
Era cierto lo de que no ponía empeño en alejarse de las tentaciones porque, cuando se acercaba una circunstancia con posibles tentaciones, sus antenas gays se lo advertían de forma inmediata.
Pero lo que ni él ni sus amigos de la iglesia advertían era que había una relación directa entre su autoestima, su estado de ánimo, sus depresiones y su necesidad imperiosa de que alguien lo tomara en brazos y le dijera “te quiero”aunque el supiera ya que ese “te quiero” en realidad quería decir “quiero sólo tu cuerpo”.
Lo que ni él ni sus amigos advertían era que, cuando tenía una caída, no estaba traicionando ni a Dios, ni a sus amigos y ni siquiera a sí mismo sino que sólo estaba buscando sobrevivir al doloroso vacío emocional que lo acosaba desde la infancia y que, en ocasiones, lo llevaba nuevamente a tener ideas de muerte.
Nuestro muchacho y sus amigos (que, vale la pena insistir en ello, lo querían sinceramente) no comprendían que la verdadera sanación no provendría de la fuerza de voluntad de nuestro muchacho sino de la "fuerza de su corazón" y que la curación emocional era la fuerza que podía lograr un cambio poderoso.
Sus buenos amigos pensaban que la voluntad era suficiente y no comprendían que el trabajo de nuestro muchacho para salir de sus tendencias homosexuales se volvía, así, mucho más difícil porque le faltaba experimentar, en el amor fraternal de sus amigos, el amor incondicional de Dios. Sólo así ganaría esa fuerza que sería la muestra de que el Espíritu de Dios había entrado en su corazón..
Nuestro muchacho quería desesperadamente creer en Dios.
No le bastaba creer racionalmente en Dios sino que necesitaba sentir su amor, necesitaba sentir que Dios era el Padre perfecto que podría sanar su corazón lastimado desde que era niñito.
El necesitaba sentir que ese amor de su padre que nunca tuvo y que ya no podría recuperar, podía ser más que satisfactoriamente sustituido por el amor de Dios.
Pero son poquísimos los afortunados a los que Dios les hace la gracia de hacerles sentir su amor en forma directa por medio de alguna revelación.
Ya que la mayoría de nosotros experimentamos el amor de Dios no en forma directa sino en esa pálida imagen del amor de Dios que es el amor de nuestros padres, de nuestros amigos y de nuestra esposa e hijos.
Por ello nuestro muchacho todavía sigue levantándose y cayendo.
Porque él sigue buscando el amor de Dios, el amor incondicional, el amor que no falla, el amor que no espera cambios, el amor que no juzga, el amor paciente, EL AMOR “PORQUE SÍ” DE AQUÉL QUE LO HA AMADO DESDE EL PRINCIPIO DE TODOS LOS TIEMPOS Y QUE YA LO TENÍA EN SU CORAZÓN EN EL MOMENTO EN QUE ESTABA CREANDO A ADAN Y A EVA.
Nuestro niño, después un muchacho y hoy casi un hombre, no se ha dado cuenta de que Dios le ha hecho la gracia de darle una fe en Dios y en su Amor excepcionalmente grande y fuerte además de dotar a su corazón de un coraje excepcional.
Pero el Señor, por esos misterios de su misericordia, junto con el don de esa fe excepcional ha permitido que esa búsqueda del Amor Eterno sea, en apariencia, estéril y en lugares que, también en apariencia, son absolutamente alejados de Dios.
Es cierto que nuestro muchacho-hombre busca el amor de Dios en los brazos de otro hombre y que ello parecería una blasfemia,
Pero la verdad es que nuestro muchacho-hombre es en su corazón ese niño lastimado pero valiente que no ceja en su búsqueda de Dios.
Es ese niñito lastimado y valiente el que, por inmadurez y no por pecaminosidad, se equivoca en esa búsqueda creyendo encontrar a Dios allí donde no está.
Pero Dios es paciente y como todo padre bondadoso se ríe de nuestros apuros y de nuestras urgencias que nos llevan a creer que este hombre-niño es un pecador.
El Señor está llevando a nuestro hombre-niño hacia Él por caminos que cualquiera juzgaría propios propios de pecadores.
Pero Él, en su infinita bondad, sabe que son los caminos que permitirán que este hombre-niño se encuentre con el AMOR ETERNO.
A nosotros..... Dios nos pide que intentemos amar a este hombre-niño como El lo ama.
Dios nos pide que lo amemos sin juzgarlo, sin condenarlo, sin acusarlo de falta de fe, de insuficiente oración, de flojera para rechazar la tentación.
Dios nos pide que hagamos el esfuerzo de amarlo y abrazarlo y acariciarlo aún en el momento en que está teniendo una relación homosexual.
Porque en ese momento es cuando sus defensas emocionales están más bajas.
Porque en ese momento es cuando más necesita que alguien lo ame y le diga:
“...hagas lo que hagas, yo te amo...”
“...no necesitas cambiar para que te ame...”
“...te acepto tal como eres, te acepto gay, te acepto loca feliz o loca histérica, acéptate tu también...”
“...no te odio ni odio esa parte de ti y de tu historia que te han traído hasta aquí...”
“...no te odies ni odies esa parte de ti que hoy se siente homosexual...”
“...la pena que te provoca la ausencia de tu papá en los momentos en que más lo necesitaste, probablemente no pueda repararse. Pero nosotros, con nuestro amor fraternal de hermanos mayores, podemos amarte y abrazarte y acariciarte y mostrarte un atisbo del amor del Papá Dios,
“...a través de nuestro amor, que intenta no juzgarte ni condenarte, podrás descubrir el amor de Dios que curará las llagas de las heridas emocionales que traes desde la niñez y, si está en el plan de Dios, podrás recuperar la hombría que perdiste en alguna etapa de tu niñez...”
“...pero, así como Dios no tiene apuro ni te fija plazos ni metas para tu sexualidad, nosotros tampoco te apuramos ni te ponemos plazos ni te fijamos metas...”
“...simplemente... camina con nosotros”
___________________________________________________
^_^ creo que e simportante no centralizarnos en solo aquella s infomraciones que defienden nuestras ideas y abarcar otras opiniones so pena de caer en un fundamentalismo ostra
Saludos DReamer