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Jesús Lezaun - Sacerdote
El fracaso del Cristianismo
A pesar de mi insistencia machacona, quiero reiterar mi advertencia, mi amarga advertencia, de que el Cristianismo oficial sufre un tremendo desgaste, un auténtico fracaso, aquí y en el mundo entero. No cumple con su deber, es incapaz de cumplirlo precisamente por la corrupción a que ha llegado, la depauperación que ha sufrido. No está, ni puede estar, a la altura de las circunstancias. No es fiel al Maestro, no aparece por ninguna parte su acción redentora en el mundo, su opción por los pobres, su gozoso anuncio de la salvación, no aporta nada nuevo a un mundo que no sólo camina por su cuenta, sino que va a la deriva.
El Cristianismo está resultando estéril, acomodaticio hasta la náusea al mundo en que vive y al que pertenece sin duda en demasía. Sigue en gran parte sus principios, tiene asumidos sus valores o contravalores. Calla, otorga, perro mudo que no ladra. O mejor, que ladra al débil y enmudece ante el poderoso. Que ladra cosas triviales, y se calla las importantes. Sal devaluada, que ni sirve sino para ser pisoteada por la bota o por el pie descalzo de todo viandante. Y eso, aunque parezca otra cosa, aunque celebre con brillantez fiestas solemnes, significativas, grandiosas, deslumbrantes. El mundo está hecho unos zorros, pero él parece estar satisfecho, vistiendo sus lujosas lopalandas, derramando con profusión sus inciensos olorosos, cantando himnos y cánticos espirituales sin advertir que está in terra aliena, donde no se pueden cantar los cánticos del Señor. ¿Puede alguien decir con verdad que éste es el Reino de Dios siquiera sea en embrión?
¿Qué hace para parar con eficacia catástrofes ingentes de todo tipo, amenazas apocalípticas de guerras, muertes infinitas de inanición o de enfermedad, sádicas torturas; para remediar terribles hambrunas, solapar sufrimientos insufribles en tantas gentes humildes y humilladas? Nada de nada. Es capaz de lanzar al mundo y a los hombres mensajes brillantes, y todo queda como está. Cuatro palabras al viento, y todo sigue igual, cada vez peor. ¡Qué poco puede hacer! Yo creo que puede, o podría, hacer mucho. Pensad un momento en qué sucedería si pusieran al Cristianismo «en pie de paz» para conseguir la verdadera paz y hacer un mundo mejor para todos. Porque la inmensa mayoría de los responsables y agentes directos de todo cuanto sucede son cristianos de uno u otro signo. El que no parece cristiano es el Cristianismo mismo.
Unos cuantos casos entre nosotros bastarán para ilustrar cuanto quiero decir. ¿Ha hecho el Cristianismo algo eficaz entre nosotros para instaurar de una vez la paz y la libertad entre los hombres y entre los pueblos, en el nuestro en concreto, una paz que el mundo no puede dar? En el mejor de los casos no repite más que las cosas que dice el mundo, mundi dixi, tenebrum harum. Nada en serio. Sólo repetir, como ya he dicho, lo que piden los políticos, condenar y más condenar a algunos, a los más débiles por cierto, como se ha visto en los últimos documentos solemnes de nuestros obispos sobre nuestra situación. Su sino es condenar y más condenar obsesivamente, sin nada específico que decir, y menos que hacer, para que en el mundo haya menos mal, y entre nosotros reine la verdadera paz.
Las cárceles aún se cierran más en una horrenda tenaza de la que nadie advierte su tremenda gravedad, consumado tal cierre por un partido de inspiración, dicen, cristiana. ¿El capítulo cuarto de San Lucas, indicando las señales mesiánicas de la venida del Señor, no dice nada a los aguerridos obispos, guardianes según ellos de la pureza del Evangelio, ahora que estamos en la misma Navidad? En ellas han muerto en los doce últimos años en el Estado español 4.000 reclusos, y nada han dicho nuestros mudos jerarcas. ¿Así pensáis entrar, guardianes del espíritu del Señor, en el Reino de los Cielos? Que los presos se pudran en la cárcel es un buen objetivo par aun político católico como Del Burgo, ¿no os parece?
Se legisla con ferocidad sobre ellas y sobre otras cosas para acallar al disidente, sin pruebas por otra parte, para amordazarlo, para liquidarlo, y los obispos mientras tanto ofician a todas horas de pontifical en unas ceremonias que resultan en realidad sacrílegas. Los más aplauden a rabiar cantando villancicos.
La corrupción se instala a todos los niveles, la mentira campa a sus anchas corrompiendo al pobre pueblo, y la sociedad es una sentina de fraudes, robos y bravuconadas de los que no se libran ni los eclesiásticos en los tiempos en que les dejan libres sus pederastias. Todo el mundo trampea cuanto puede, Gobierno, ciudadanos, clérigos, complacidos todos de la habilidad para ello y de la capacidad para sortear los escollos. Se tergiversa la verdad con infinito descaro y a mansalva. El objetivo es dominar las mentes de los incautos oyentes o lectores con el fin de sojuzgarlos más fácilmente. La Iglesia pierde el culo para montar también ella sus tinglados mediáticos, ahora hasta televisiones rimbombantes, sin las cuales, ¡oh tragedia!, ya no podría ni evangelizar. Nada dictan de cuál debería ser la específica filosofía que los envolviera, con el fin de no sumarse sin más a la corrupción que sobre el particular todo lo anega. La cosa es mentir como todos, parcializar la verdad, manejar las mentes más débiles. El poder ha de ser la obsesión de los cristianos, seglares o clérigos, del Cristianismo como tal, a conseguir cuanto más amplio mejor, a mantener y robustecer cuanto se pueda para competir con cualquiera y sumar dividendos para que nadie pueda resistir a su omnímoda influencia. A la gente hay que tenerla atada y bien atada al pesebre ideológico, para que no resuelle siquiera. ¿Y nada dijo el Señor sobre el diabólico poder, por necesario y sagrado que se empeñe en considerarlo? Los muertos en nuestras playas se cuentan por millares y millares por el horrendo pecado de buscar un modo de vida más eficaz para no morirse de pura hambre, o de sífilis, o de sida. La cosa es que no peligre nuestro bienestar, después que abundó en sus tierras nuestra rapiña. A lo mejor nos ha enviado Dios a nuestras playas el chapapote como castigo. La hermandad, la fraternidad, la solidaridad, son simplemente ocasionales, no estructurales, de pacotilla, inmersas en sistemas inmundos de egoísmo, de dominio, de insensibilidad que anegan las cosas para que nada cambie, y a la larga todo siga igual.
¿Dónde está la libertad de los pueblos y de los hombres y su dignidad para que todo funcione en el mundo con la soltura que lo debe hacer a beneficio de los más pequeños y no del despiadado capitalismo y del dominio de unos pocos? Obsesos de la vida y del espermatozoide al parecer, y según sus propias palabras, pero a la postre enemigos de los hombres, de los pobres, de los pueblos pequeños, cuyas vidas se pierden con abundancia como el polen que anega en primavera las campiñas de la tierra.
El Cristianismo oficial e institucional es un cadáver inmenso e inmundo, que debe derrumbarse cuanto antes para que la auténtica sabia cristiana pueda fluir sin obstáculos a favor de una humanidad demasiado doliente, triturada y desesperada a la altura del siglo XXI. Gritamos hasta enloquecer por la vida, la libertad, la igualdad, la fraternidad, la solidaridad real y en sus raíces entre todos los hombres sin trampa ni cartón, a partir de unos sistemas justos y humanos, de una libertad efectiva para pueblos y hombres. Gritamos contra toda guerra, contra toda explotación, contra toda represión.
El Cristianismo agoniza entre nosotros por falta de vitalidad. ¡Viva el hombre libre, y el Cristianismo cabal! Los obispos son perros mudos que no ladran más que a destiempo y que ya recibieron su maldición. -