Quisiera aportar al foro una (cosmo)visión que quizás no es demasiado conocida en círculos protestantes: la teología de la liberación. Para empezar, será bueno hablar de ecumenismo. Lo que sigue es de Leonardo Boff, de un artículos suyo títulado "¿Quién subvierte el Concilio?:
"Dejando la polémica, importa ahora sugerir algunos puntos, derivados del Vaticano II mismo, que puedan fundamentar un ecumenismo católico menos arrogante y más dialogal. Antes, sin embargo, cabe evocar algunas consideraciones de orden teológico-pastoral.
Se dice -y la Dominus Iesus lo subraya fuertemente, que la Iglesia es enviada a anunciar el evangelio al mundo, según el mandato del Señor. Sin embargo, observando la producción de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, en esta última Declaración y en tantas otras, se nota una ausencia clamorosa de conocimiento del mundo actual, con sus oportunidades y sus riesgos. Y cuando se ofrece alguna perspectiva, es casi siempre pesimista, típica de instituciones en crisis de fe y de esperanza. Todo está fundamentalmente vuelto hacia adentro, construyendo la Iglesia como un bastión que se preserva y que se basta a sí mismo. Con esa actitud solipsista no se evangeliza y no se va ad gentes.
O las Iglesias -sobre todo la católica- se abren a la nueva fase de la humanidad, la planetaria, o se condenan a ser un subproducto de la cultura occidental. Aquí debemos asumir como virtud lo que el Card. J. Ratzinger consideraba vicio a ser duramente combatido: el relativismo eclesiológico.
Debemos ser doblemente relativistas. Primeramente debemos relativizar la expresión occidental de la Iglesia de Cristo, romana más específicamente. En su comprensión del poder y en la forma como lo organiza y lo distribuye, se nota la mentalidad romana, centralizadora y autoritaria, muy diversa de la evangélica. Si el cristianismo se hubiese encarnado, por ejemplo, en la gran cultura tupí-guaraní, cultura común de millones de indígenas, otro habría sido el sentido del poder. Para este pueblo, el cacique se caracteriza por la generosidad, por el servicio incondicional a los otros y por la donación de todo lo que posee. En algunas tribus se puede reconocer el jefe en la persona de aquel que posee menos que los otros y que lleva ornamentos más pobres y hasta miserables, pues todo lo donó (cf.Clastres, P., Echanges et pouvoir: philosophie de la chefferie indienne, en L’homme, Paris l965, 51-57). Si el cristianismo, en vez de haberse encarnado en la cultura romana con su legalismo y con su centralización, se hubiese encarnado en la cultura política tupí-guraní, tendríamos entonces sacerdotes pobres, obispos miserables y el papa… un verdadero mendigo. Entonces sí, podrían ser testigos de Aquel que dijo: "estoy entre vosotros como quien sirve” (Lc 22,27), y quien quiera ser el primero que sea el último" (Mc 9,35b). Y la misión no habría sido dominación religiosa aliada a la dominación política; los cristianos no serían cómplices y partícipes del genocidio de los pueblos originarios de América Latina y de otras partes. Tendríamos, seguramente, una Iglesia mejor, más sensible, más participativa, más servicial, mas integrada, más ecológica y más espiritual que la romano católica.
La catolicidad del cristianismo y de todas las Iglesias pasa por la capacidad de relativización de su encarnación occidental y de apertura a nuevas posibilidades de encarnación, posibles evangélicamente. Pasa también por la capacidad de mantener comunión con todas las encarnaciones, pues todas ellas traducen, bien o mal, el evangelio para el mundo, hoy globalizado.
Liberada de su matriz occidental, la Iglesia católica romana se daría cuenta del ridículo arrogante de las tesis sustentadas por la Dominus Iesus. Su lado occidental hace que tenga una visión capitalística y concentradora de la herencia de Jesús y, al mismo tiempo, una perspectiva imperialista de la misión, como conquista de pueblos y culturas para los cuadros de la eclesialidad romano-occidental.
En segundo lugar, importa relativizar positivamente la eclesiología, es decir: mantener todas las Iglesias y Comunidades eclesiales relacionadas unas con otras, pues son expresiones de la misma Iglesia de Cristo. En vez de que una descalifique a la otra, o de disputar si merece o no el atributo de Iglesia, debería regirnos la pericóresis entre ellas (inter-retro-relacionamiento de todos con todos), a semejanza de aquella que se da entre las divinas Personas de la Santísima Trinidad.
En una perspectiva de globalización, importa ver el cristianismo más como el Movimiento de Jesús en el mundo que como una institución con características pesadas en función de viejas tradiciones, sobrecargada de reflexión y con marcas de los conflictos religioso-políticos que caracterizaron la historia cristiana en Occidente.
Hechas estas observaciones, elenquemos, sumariamente, algunos puntos doctrinales, inspirados por el Vaticano II, capaces de fundar otro tipo de ecumenismo católico.
En primer lugar, hay que anclar la unidad de la iglesia en el ministerio trinitario y no en una metafísica clásica y neoescolástica, como hace el Card. J. Ratzinger. En el Decreto sobre el Ecumenismo se dice claramente: "De este misterio (de la unidad de la Iglesia) es modelo supremo y principio la unidad de un Dios en la Trinidad de personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo" (nº 2). En la Trinidad hay diversidad de Personas, una no es la otra; no hay ninguna jerarquía entre ellas, pues ninguna Persona está encima o debajo de la otra (al contrario que en la Iglesia católica); y, con todo, rige una profunda unidad que nace de la pericóresis, a saber, del entrelazamiento de todas las divinas Personas entre sí, todas acogiéndose en su diversidad y todas autoentregándose totalmente. La esencia de la pericóresis es el amor. Bien decía san Bernardo: "en la Santísima Trinidad, ¿qué es lo que conserva aquella suprema e inefable unidad, sino el amor? El amor constituye la Trinidad en la unidad y, de cierta forma, unifica las Personas en el vínculo de la paz. El amor engendra amor. Esta es la ley eterna y universal, ley que crea todo y todo lo gobierna" (Liber de diligendo Deo, c. 12, nº 35: PL 192, 996 B). Esa unidad es "modelo supremo" para la unidad de la Iglesia y entre las Iglesias. Son diversas, pero todas uni-ficadas en la misma relación de aceptación mutua y de mutuo amor.
En segundo lugar, la Iglesia ha de ser entendida como communio, tema importante en el Vaticano II y en toda la eclesiología posconciliar (especialmente el Sínodo de 1985), llamada con razón eclesiología de comunión. La primera epístola de San Juan nos ofrece el sentido radicalmente teológico de la comunión: "aquello que vimos y oímos, nosotros os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1Jn 1,3). Nuevamente la comunión se realiza en diversidad de las Personas que se unen por los lazos de vida y de amor. Juan Pablo II, delante de todos los obispos latinoamericanos, hizo una declaración de las más bellas de su Magisterio: "Nuestro Dios en su misterio más íntimo no es soledad, sino una familia, pues lleva en sí mismo la paternidad, la filiación y la esencia de al familia que es el amor, el Espíritu Santo" (Documentos de Puebla, 28/1/1979, Ed. Vozes, Petrópolis 1979, 46). Familia expresa aquí la communio. Es la comunión entre todas las Iglesias la que hace de ella la única Iglesia de Cristo. La Iglesia universal no es otra cosa que la comunión de las Iglesias particulares, "en la cuales a partir de las cuales existe (exsistit) la Iglesia católica una e única", como dice con pertinencia la Lumen Gentium (nº 23a). Esta comprensión comunional evita la crítica hecha por la Declaración Mysterium Ecclesiae, según la cual la Iglesia universal sería el conjunto o la suma (summa) de las Iglesias. Por la comunión no se suman las Iglesias, sino que se reconoce la comunión real entre ellas, con mayor o menor densidad, pero todas ellas con carácter eclesial.
En tercer lugar, cabe resaltar la importancia de que se entienda la Iglesia-Pueblo-de-Dios, considerada por el Card. J. Ratzinger en su conferencia sobre la naturaleza de la Iglesia como "tema impropio", "porque se presta menos a describir la estructura jerárquica de la comunidad eclesial" (cf Il Regno, op. cit., 233b-234a). Ahora bien, ahí reside el valor de este concepto de Iglesia no captado por el Cardinal. Fué por eso precisamente por lo que en la Lumen Gentium fue antepuesto al capítulo sobre la Estructura Jerárquica de la Iglesia (en las fases anteriores el orden era el contrario). Antes de haber jerarquía, hay el pueblo de Dios sin estas diferenciaciones internas.
Además este concepto muestra mejor la Iglesia universal como peregrinación y movimiento de todos los que siguen a Jesús, y por tanto de todas las Iglesias, antes de que haya dentro de ellas distinciones de ministerios, servicios y carismas. Estos no son facciones sino funciones de servicio y de animación de toda la comunidad. El conjunto orgánico de todas las Iglesias y comunidades eclesiales -conjunto estructurado por relaciones de comunión y de servicio al mundo- constituye fundamentalmente el Pueblo de Dios en marcha. Eso está bien expresado por el término bíblico y profundamente teológico de "Pueblo de Dios", lógicamente incómodo a las construcciones reduccionistas del Card. J. Ratzinger.
En cuarto lugar es decisiva la misión para que se entienda la naturaleza de la Iglesia de Cristo. Esta no existe para sí. No es a ella a la que Dios ama en primer lugar, sino al mundo, pues a él envió a su Hijo (Jn 3, 16). Frente al mundo, ella tiene una estructura sacramental" es señal e instrumento, portanto, es de Cristo para el mundo. Debe apuntar hacia Cristo, y no sustituirlo. Debe por un lado afirmarse, porque mediante ella la herencia e Jesús se mantiene viva en la historia. Pero, por otro, debe simultáneamente negarse para que Cristo aparezca y gane centralidad. La Iglesia posee solamente centralidad en la medida en que está en Cristo y en el Espíritu y no fundada en sí misma. Es a partir de la misión como ella entiende que pertenece al orden de los medios, como sacramento y señal que ya anticipa y hace presente la salvación, pero que es llamada a desaparecer para dar lugar a los Pueblos de Dios en el Reino definitivo (cf Apoc 21, 3).
Por fin, en función de su misión en el mundo, hoy globalizado, la Iglesia se da a sí misma las estructuras y servicios que le parecen adecuados para cumplir su misión. Importa imitar el comportamiento de las comunidades eclesiales de los primeros tiempos, que supieron traducir el mensaje de Jesús par aun tiempo posterior, cuanto ya no se esperaba la parusía, y asumieron formas de organización tomadas del medio circundante pero que les eran funcionales.
Conforme a las principales investigaciones tanto católicas como ecuménicas, se puede decir con seguridad que la Iglesia, en lo que concierne a su lado institucional, no puede ser deducida, directamente, del Nuevo Testamento. Este no conoce la estructura obispo-presbítero-diácono, presentada como un fetiche intocable por los documentos oficiales. Tal estructuración es testimoniada solamente a partir de San Ignacio de Antioquía, en la tercera generación apostólica. Y al decidir, las comunidades eclesiales originarias se inspiraban más en el Espíritu presente (cf Hech 15, 28) y en el Señor resucitado que en las referencias del pasado. Hoy, la Iglesia se confronta con la osadía de mirar hacia delante, pues frente a una situación absolutamente inédita, la emergencia de una única sociedad mundial, debe, en el Espíritu, tomar decisiones, cargadas de consecuencias para el futuro del Evangelio en el mundo. Como decía el viejo maestro Karl Rahner, la Iglesia debe ser atrevida, en la fuerza del Resucitado y de su Espíritu, hasta el punto en que ir más allá sería herejía o traición. Y se puede permitir tal osadía porque se siente divinamente acompañada. Sólo de esta forma se coloca a la altura de los desafíos mundiales. El desafío vale no sólo para esta o aquella Iglesia, sino para la totalidad del Cristianismo como Movimiento de Jesús que debe articularse con otros movimientos espirituales que también ofrecen su mensaje a la humanidad. Todos juntos son corresponsables para que lo Supremo que habita el ser humano no sea sofocado ni erradicado de la faz de la Tierra: la presencia de Dios en el corazón del universo, en el centro mismo de la historia y en la profundidad del ser humano.
El ecumenismo no apunta solamente a la paz entre las Iglesias y religiones por el mutuo reconocimiento en el amor y en la cordialidad, sino, principalmente, a la paz entre las tribus e la Tierra y la paz perenne con la Tierra misma, Magna Mater y Gaia. Sin esa paz, podremos sufrir el destino de los dinosaurios. El eje de la cuestión no es ya quién es Iglesia de Cristo y quién no lo es... ni cuál es el futuro del cristianismo, o de la civilización occidental que sirvió de nicho encarnatorio para las principales Iglesias. La nueva centralidad se encuentra en eso:¿En qué medida la herencia de Jesús, la Iglesia católica, con toda su pretensión de exclusividad, y las demás Iglesias y Comunidades cristianas ayudan a garantizar un futuro de vida y de esperanza para la Tierra y la Humanidad? En esta vez no hay un arca de Noé que salve a algunos y deje perecer a los otros. O nos salvamos todos o nos perdemos todos, con o sin elementos eclesiales. Para eso debe servir el ecumenismo.
Ante la crisis de la Tierra y de la Humanidad, es diversionismo irresponsable hablar de subsistit in o de est, de "subsistencia" o de "ganar forma concreta". El Titanic se está hundiendo para todos, y algunos alienados, alegremente, todavía insisten en ocuparse de tales cuestiones. Bien nos advirtió el Señor: "Cuando veis levantarse una nube en el poniente, enseguida decís: va a llover. Y así ocurre. Cuando sentís soplar el viento sur, decís: va a hacer calor. Y así sucede... Hipócritas, sabéis juzgar los fenómenos de la tierra y del cielo; entonces, ¿cómo no sabéis juzgar el momento presente? ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?" (Lc 24, 54-57). "
Es un poco largo, pero espero que os haya merecido la pena. Espero vuestras aportaciones.
Paz y Bien.
"Dejando la polémica, importa ahora sugerir algunos puntos, derivados del Vaticano II mismo, que puedan fundamentar un ecumenismo católico menos arrogante y más dialogal. Antes, sin embargo, cabe evocar algunas consideraciones de orden teológico-pastoral.
Se dice -y la Dominus Iesus lo subraya fuertemente, que la Iglesia es enviada a anunciar el evangelio al mundo, según el mandato del Señor. Sin embargo, observando la producción de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, en esta última Declaración y en tantas otras, se nota una ausencia clamorosa de conocimiento del mundo actual, con sus oportunidades y sus riesgos. Y cuando se ofrece alguna perspectiva, es casi siempre pesimista, típica de instituciones en crisis de fe y de esperanza. Todo está fundamentalmente vuelto hacia adentro, construyendo la Iglesia como un bastión que se preserva y que se basta a sí mismo. Con esa actitud solipsista no se evangeliza y no se va ad gentes.
O las Iglesias -sobre todo la católica- se abren a la nueva fase de la humanidad, la planetaria, o se condenan a ser un subproducto de la cultura occidental. Aquí debemos asumir como virtud lo que el Card. J. Ratzinger consideraba vicio a ser duramente combatido: el relativismo eclesiológico.
Debemos ser doblemente relativistas. Primeramente debemos relativizar la expresión occidental de la Iglesia de Cristo, romana más específicamente. En su comprensión del poder y en la forma como lo organiza y lo distribuye, se nota la mentalidad romana, centralizadora y autoritaria, muy diversa de la evangélica. Si el cristianismo se hubiese encarnado, por ejemplo, en la gran cultura tupí-guaraní, cultura común de millones de indígenas, otro habría sido el sentido del poder. Para este pueblo, el cacique se caracteriza por la generosidad, por el servicio incondicional a los otros y por la donación de todo lo que posee. En algunas tribus se puede reconocer el jefe en la persona de aquel que posee menos que los otros y que lleva ornamentos más pobres y hasta miserables, pues todo lo donó (cf.Clastres, P., Echanges et pouvoir: philosophie de la chefferie indienne, en L’homme, Paris l965, 51-57). Si el cristianismo, en vez de haberse encarnado en la cultura romana con su legalismo y con su centralización, se hubiese encarnado en la cultura política tupí-guraní, tendríamos entonces sacerdotes pobres, obispos miserables y el papa… un verdadero mendigo. Entonces sí, podrían ser testigos de Aquel que dijo: "estoy entre vosotros como quien sirve” (Lc 22,27), y quien quiera ser el primero que sea el último" (Mc 9,35b). Y la misión no habría sido dominación religiosa aliada a la dominación política; los cristianos no serían cómplices y partícipes del genocidio de los pueblos originarios de América Latina y de otras partes. Tendríamos, seguramente, una Iglesia mejor, más sensible, más participativa, más servicial, mas integrada, más ecológica y más espiritual que la romano católica.
La catolicidad del cristianismo y de todas las Iglesias pasa por la capacidad de relativización de su encarnación occidental y de apertura a nuevas posibilidades de encarnación, posibles evangélicamente. Pasa también por la capacidad de mantener comunión con todas las encarnaciones, pues todas ellas traducen, bien o mal, el evangelio para el mundo, hoy globalizado.
Liberada de su matriz occidental, la Iglesia católica romana se daría cuenta del ridículo arrogante de las tesis sustentadas por la Dominus Iesus. Su lado occidental hace que tenga una visión capitalística y concentradora de la herencia de Jesús y, al mismo tiempo, una perspectiva imperialista de la misión, como conquista de pueblos y culturas para los cuadros de la eclesialidad romano-occidental.
En segundo lugar, importa relativizar positivamente la eclesiología, es decir: mantener todas las Iglesias y Comunidades eclesiales relacionadas unas con otras, pues son expresiones de la misma Iglesia de Cristo. En vez de que una descalifique a la otra, o de disputar si merece o no el atributo de Iglesia, debería regirnos la pericóresis entre ellas (inter-retro-relacionamiento de todos con todos), a semejanza de aquella que se da entre las divinas Personas de la Santísima Trinidad.
En una perspectiva de globalización, importa ver el cristianismo más como el Movimiento de Jesús en el mundo que como una institución con características pesadas en función de viejas tradiciones, sobrecargada de reflexión y con marcas de los conflictos religioso-políticos que caracterizaron la historia cristiana en Occidente.
Hechas estas observaciones, elenquemos, sumariamente, algunos puntos doctrinales, inspirados por el Vaticano II, capaces de fundar otro tipo de ecumenismo católico.
En primer lugar, hay que anclar la unidad de la iglesia en el ministerio trinitario y no en una metafísica clásica y neoescolástica, como hace el Card. J. Ratzinger. En el Decreto sobre el Ecumenismo se dice claramente: "De este misterio (de la unidad de la Iglesia) es modelo supremo y principio la unidad de un Dios en la Trinidad de personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo" (nº 2). En la Trinidad hay diversidad de Personas, una no es la otra; no hay ninguna jerarquía entre ellas, pues ninguna Persona está encima o debajo de la otra (al contrario que en la Iglesia católica); y, con todo, rige una profunda unidad que nace de la pericóresis, a saber, del entrelazamiento de todas las divinas Personas entre sí, todas acogiéndose en su diversidad y todas autoentregándose totalmente. La esencia de la pericóresis es el amor. Bien decía san Bernardo: "en la Santísima Trinidad, ¿qué es lo que conserva aquella suprema e inefable unidad, sino el amor? El amor constituye la Trinidad en la unidad y, de cierta forma, unifica las Personas en el vínculo de la paz. El amor engendra amor. Esta es la ley eterna y universal, ley que crea todo y todo lo gobierna" (Liber de diligendo Deo, c. 12, nº 35: PL 192, 996 B). Esa unidad es "modelo supremo" para la unidad de la Iglesia y entre las Iglesias. Son diversas, pero todas uni-ficadas en la misma relación de aceptación mutua y de mutuo amor.
En segundo lugar, la Iglesia ha de ser entendida como communio, tema importante en el Vaticano II y en toda la eclesiología posconciliar (especialmente el Sínodo de 1985), llamada con razón eclesiología de comunión. La primera epístola de San Juan nos ofrece el sentido radicalmente teológico de la comunión: "aquello que vimos y oímos, nosotros os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1Jn 1,3). Nuevamente la comunión se realiza en diversidad de las Personas que se unen por los lazos de vida y de amor. Juan Pablo II, delante de todos los obispos latinoamericanos, hizo una declaración de las más bellas de su Magisterio: "Nuestro Dios en su misterio más íntimo no es soledad, sino una familia, pues lleva en sí mismo la paternidad, la filiación y la esencia de al familia que es el amor, el Espíritu Santo" (Documentos de Puebla, 28/1/1979, Ed. Vozes, Petrópolis 1979, 46). Familia expresa aquí la communio. Es la comunión entre todas las Iglesias la que hace de ella la única Iglesia de Cristo. La Iglesia universal no es otra cosa que la comunión de las Iglesias particulares, "en la cuales a partir de las cuales existe (exsistit) la Iglesia católica una e única", como dice con pertinencia la Lumen Gentium (nº 23a). Esta comprensión comunional evita la crítica hecha por la Declaración Mysterium Ecclesiae, según la cual la Iglesia universal sería el conjunto o la suma (summa) de las Iglesias. Por la comunión no se suman las Iglesias, sino que se reconoce la comunión real entre ellas, con mayor o menor densidad, pero todas ellas con carácter eclesial.
En tercer lugar, cabe resaltar la importancia de que se entienda la Iglesia-Pueblo-de-Dios, considerada por el Card. J. Ratzinger en su conferencia sobre la naturaleza de la Iglesia como "tema impropio", "porque se presta menos a describir la estructura jerárquica de la comunidad eclesial" (cf Il Regno, op. cit., 233b-234a). Ahora bien, ahí reside el valor de este concepto de Iglesia no captado por el Cardinal. Fué por eso precisamente por lo que en la Lumen Gentium fue antepuesto al capítulo sobre la Estructura Jerárquica de la Iglesia (en las fases anteriores el orden era el contrario). Antes de haber jerarquía, hay el pueblo de Dios sin estas diferenciaciones internas.
Además este concepto muestra mejor la Iglesia universal como peregrinación y movimiento de todos los que siguen a Jesús, y por tanto de todas las Iglesias, antes de que haya dentro de ellas distinciones de ministerios, servicios y carismas. Estos no son facciones sino funciones de servicio y de animación de toda la comunidad. El conjunto orgánico de todas las Iglesias y comunidades eclesiales -conjunto estructurado por relaciones de comunión y de servicio al mundo- constituye fundamentalmente el Pueblo de Dios en marcha. Eso está bien expresado por el término bíblico y profundamente teológico de "Pueblo de Dios", lógicamente incómodo a las construcciones reduccionistas del Card. J. Ratzinger.
En cuarto lugar es decisiva la misión para que se entienda la naturaleza de la Iglesia de Cristo. Esta no existe para sí. No es a ella a la que Dios ama en primer lugar, sino al mundo, pues a él envió a su Hijo (Jn 3, 16). Frente al mundo, ella tiene una estructura sacramental" es señal e instrumento, portanto, es de Cristo para el mundo. Debe apuntar hacia Cristo, y no sustituirlo. Debe por un lado afirmarse, porque mediante ella la herencia e Jesús se mantiene viva en la historia. Pero, por otro, debe simultáneamente negarse para que Cristo aparezca y gane centralidad. La Iglesia posee solamente centralidad en la medida en que está en Cristo y en el Espíritu y no fundada en sí misma. Es a partir de la misión como ella entiende que pertenece al orden de los medios, como sacramento y señal que ya anticipa y hace presente la salvación, pero que es llamada a desaparecer para dar lugar a los Pueblos de Dios en el Reino definitivo (cf Apoc 21, 3).
Por fin, en función de su misión en el mundo, hoy globalizado, la Iglesia se da a sí misma las estructuras y servicios que le parecen adecuados para cumplir su misión. Importa imitar el comportamiento de las comunidades eclesiales de los primeros tiempos, que supieron traducir el mensaje de Jesús par aun tiempo posterior, cuanto ya no se esperaba la parusía, y asumieron formas de organización tomadas del medio circundante pero que les eran funcionales.
Conforme a las principales investigaciones tanto católicas como ecuménicas, se puede decir con seguridad que la Iglesia, en lo que concierne a su lado institucional, no puede ser deducida, directamente, del Nuevo Testamento. Este no conoce la estructura obispo-presbítero-diácono, presentada como un fetiche intocable por los documentos oficiales. Tal estructuración es testimoniada solamente a partir de San Ignacio de Antioquía, en la tercera generación apostólica. Y al decidir, las comunidades eclesiales originarias se inspiraban más en el Espíritu presente (cf Hech 15, 28) y en el Señor resucitado que en las referencias del pasado. Hoy, la Iglesia se confronta con la osadía de mirar hacia delante, pues frente a una situación absolutamente inédita, la emergencia de una única sociedad mundial, debe, en el Espíritu, tomar decisiones, cargadas de consecuencias para el futuro del Evangelio en el mundo. Como decía el viejo maestro Karl Rahner, la Iglesia debe ser atrevida, en la fuerza del Resucitado y de su Espíritu, hasta el punto en que ir más allá sería herejía o traición. Y se puede permitir tal osadía porque se siente divinamente acompañada. Sólo de esta forma se coloca a la altura de los desafíos mundiales. El desafío vale no sólo para esta o aquella Iglesia, sino para la totalidad del Cristianismo como Movimiento de Jesús que debe articularse con otros movimientos espirituales que también ofrecen su mensaje a la humanidad. Todos juntos son corresponsables para que lo Supremo que habita el ser humano no sea sofocado ni erradicado de la faz de la Tierra: la presencia de Dios en el corazón del universo, en el centro mismo de la historia y en la profundidad del ser humano.
El ecumenismo no apunta solamente a la paz entre las Iglesias y religiones por el mutuo reconocimiento en el amor y en la cordialidad, sino, principalmente, a la paz entre las tribus e la Tierra y la paz perenne con la Tierra misma, Magna Mater y Gaia. Sin esa paz, podremos sufrir el destino de los dinosaurios. El eje de la cuestión no es ya quién es Iglesia de Cristo y quién no lo es... ni cuál es el futuro del cristianismo, o de la civilización occidental que sirvió de nicho encarnatorio para las principales Iglesias. La nueva centralidad se encuentra en eso:¿En qué medida la herencia de Jesús, la Iglesia católica, con toda su pretensión de exclusividad, y las demás Iglesias y Comunidades cristianas ayudan a garantizar un futuro de vida y de esperanza para la Tierra y la Humanidad? En esta vez no hay un arca de Noé que salve a algunos y deje perecer a los otros. O nos salvamos todos o nos perdemos todos, con o sin elementos eclesiales. Para eso debe servir el ecumenismo.
Ante la crisis de la Tierra y de la Humanidad, es diversionismo irresponsable hablar de subsistit in o de est, de "subsistencia" o de "ganar forma concreta". El Titanic se está hundiendo para todos, y algunos alienados, alegremente, todavía insisten en ocuparse de tales cuestiones. Bien nos advirtió el Señor: "Cuando veis levantarse una nube en el poniente, enseguida decís: va a llover. Y así ocurre. Cuando sentís soplar el viento sur, decís: va a hacer calor. Y así sucede... Hipócritas, sabéis juzgar los fenómenos de la tierra y del cielo; entonces, ¿cómo no sabéis juzgar el momento presente? ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?" (Lc 24, 54-57). "
Es un poco largo, pero espero que os haya merecido la pena. Espero vuestras aportaciones.
Paz y Bien.