DIOS SE REVELA A TODOS LOS HOMBRES
Muchas religiones han funcionado según un esquema excluyente: se consideraban a sí mismas como el lugar privilegiado en el que Dios se manifiesta, sus adeptos eran los elegidos de Dios y fuera de ellas no había salvación. Posiblemente este esquema todavía perdura, al menos a nivel de vulgarización. Para los infieles a la religión en cuestión quedaba la esperanza de una especie de "lista de espera" hasta que llegasen los misioneros (que para muchos millones nunca llegaron) y les mostrasen el "verdadero" camino de salvación.
Este esquema parece inaceptable, no sólo por presuntuoso, sino fundamentalmente por presentar a un Dios elitista para con algunos y cruel para con los demás a quienes no se manifiesta. Una revelación sólo para algunos no es digna de un Dios de todos los hombres.
Y si no es Dios de todos los hombres no es verdadero Dios.
El planteamiento adecuado sería otro: Dios quiere que todos los seres humanos se salven , con todos y cada uno quiere realizar una historia de salvación, y a todos se manifiesta en la medida en que le resulta posible. (cfr. 1 Tim 2, 3-6)
Digo bien en la medida en que le resulta posible, no porque piense que por parte de Dios haya dificultades o inconvenientes para manifestarse, sino porque esta manifestación debe contar con la capacidad humana de acogida, que siempre es limitada y está condicionada cultural e históricamente.
La manifestación de Dios, además, no comienza en las religiones y, menos aún, en las Escrituras en las que muchas religiones ven plasmada su voluntad y la expresión de su misterio. La manifestación de Dios comienza en otro libro al que, de entrada, tienen acceso todos los seres humanos, sea cual sea su situación: el libro de la creación. Allí Dios ofrece un perenne testimonio de sí mismo, allí Dios quiere decir algo a cada uno, allí es posible percibir una huella de su presencia, un rastro de su belleza, el aliento de su amor, que da la vida a todos los seres y quiere para todos y cada uno una vida buena y feliz. Quizás el peligro que acecha al hombre actual es el de ser incapaz de leer en este maravilloso libro de lo creado, quedándose en la superficie de las cosas, en la pura facticidad de los hechos, sin preguntarse por su sentido, ni por su origen; en juzgar en suma, no sobre la realidad, sino sobre la superficie que la cubre.
Las diversas religiones, sobre todo las que tienen Escrituras o libros sagrados, podrían considerarse como un intento de expresar una experiencia salvífica que va más allá de la revelación de Dios en lo creado: la que se da también en la historia de los hombres y de los pueblos. Hay personas, algunos las llaman profetas, que por su capacidad de penetración saben leer en la historia la presencia de Dios que va conduciendo los acontecimientos. Cuando esto se plasma por escrito, y otros también reconocen ahí su propia fe en esta acción salvífica de Dios, entonces tales escritos pueden convertirse en sagrados y los fieles de la religión en cuestión los consideran revelados.
El peligro de estos escritos lo hemos indicado al principio: considerarlos exclusivos y excluyentes. Sólo los de mi religión serían verdaderos y los de las demás religiones serían falsos. Una visión más ecuménica nos permitiría plantear el asunto no en términos de verdadero y falso, sino de verdadero y verdadero. El verdadero dilema no se daría entre "malo" (lo de los otros) y "bueno" (lo mío), sino en todo caso entre bueno y mejor. Los escritos de mi religión serían para mí los más verdaderos y los que mejor expresarían la relación de Dios con el ser humano; pero esto no impide que también Dios pueda manifestarse en otras religiones y otras Escrituras. Desde el punto de vista de cada religión, la cuestión sería entonces determinar el grado de verdad de las otras.
Más aún, el que yo considere a mi religión como la "mejor" (siempre desde mi punto de vista y respetando que los otros también consideran a la suya la mejor), no hace que me sienta privilegiado, sino que me mueve a compartir con otros mi descubrimiento, pues la alegría del encuentro no puede contenerse. Pero este compartir no se traduce nunca en imposición. Se hace desde el respeto y el diálogo. Un diálogo que reconoce lo valioso que hay en el otro; un diálogo que se acerca al otro con la convicción de que también en él Dios está actuando; un diálogo que no tiene prisa, sino que, armado de paciencia, respeta los tiempos de Dios y la hora en que Dios mismo lo haga eficaz.
La misión hoy toma la forma de diálogo, con todas las consecuencias que conlleva.
P. Martín Gelabert Ballester, O.P.
Muchas religiones han funcionado según un esquema excluyente: se consideraban a sí mismas como el lugar privilegiado en el que Dios se manifiesta, sus adeptos eran los elegidos de Dios y fuera de ellas no había salvación. Posiblemente este esquema todavía perdura, al menos a nivel de vulgarización. Para los infieles a la religión en cuestión quedaba la esperanza de una especie de "lista de espera" hasta que llegasen los misioneros (que para muchos millones nunca llegaron) y les mostrasen el "verdadero" camino de salvación.
Este esquema parece inaceptable, no sólo por presuntuoso, sino fundamentalmente por presentar a un Dios elitista para con algunos y cruel para con los demás a quienes no se manifiesta. Una revelación sólo para algunos no es digna de un Dios de todos los hombres.
Y si no es Dios de todos los hombres no es verdadero Dios.
El planteamiento adecuado sería otro: Dios quiere que todos los seres humanos se salven , con todos y cada uno quiere realizar una historia de salvación, y a todos se manifiesta en la medida en que le resulta posible. (cfr. 1 Tim 2, 3-6)
Digo bien en la medida en que le resulta posible, no porque piense que por parte de Dios haya dificultades o inconvenientes para manifestarse, sino porque esta manifestación debe contar con la capacidad humana de acogida, que siempre es limitada y está condicionada cultural e históricamente.
La manifestación de Dios, además, no comienza en las religiones y, menos aún, en las Escrituras en las que muchas religiones ven plasmada su voluntad y la expresión de su misterio. La manifestación de Dios comienza en otro libro al que, de entrada, tienen acceso todos los seres humanos, sea cual sea su situación: el libro de la creación. Allí Dios ofrece un perenne testimonio de sí mismo, allí Dios quiere decir algo a cada uno, allí es posible percibir una huella de su presencia, un rastro de su belleza, el aliento de su amor, que da la vida a todos los seres y quiere para todos y cada uno una vida buena y feliz. Quizás el peligro que acecha al hombre actual es el de ser incapaz de leer en este maravilloso libro de lo creado, quedándose en la superficie de las cosas, en la pura facticidad de los hechos, sin preguntarse por su sentido, ni por su origen; en juzgar en suma, no sobre la realidad, sino sobre la superficie que la cubre.
Las diversas religiones, sobre todo las que tienen Escrituras o libros sagrados, podrían considerarse como un intento de expresar una experiencia salvífica que va más allá de la revelación de Dios en lo creado: la que se da también en la historia de los hombres y de los pueblos. Hay personas, algunos las llaman profetas, que por su capacidad de penetración saben leer en la historia la presencia de Dios que va conduciendo los acontecimientos. Cuando esto se plasma por escrito, y otros también reconocen ahí su propia fe en esta acción salvífica de Dios, entonces tales escritos pueden convertirse en sagrados y los fieles de la religión en cuestión los consideran revelados.
El peligro de estos escritos lo hemos indicado al principio: considerarlos exclusivos y excluyentes. Sólo los de mi religión serían verdaderos y los de las demás religiones serían falsos. Una visión más ecuménica nos permitiría plantear el asunto no en términos de verdadero y falso, sino de verdadero y verdadero. El verdadero dilema no se daría entre "malo" (lo de los otros) y "bueno" (lo mío), sino en todo caso entre bueno y mejor. Los escritos de mi religión serían para mí los más verdaderos y los que mejor expresarían la relación de Dios con el ser humano; pero esto no impide que también Dios pueda manifestarse en otras religiones y otras Escrituras. Desde el punto de vista de cada religión, la cuestión sería entonces determinar el grado de verdad de las otras.
Más aún, el que yo considere a mi religión como la "mejor" (siempre desde mi punto de vista y respetando que los otros también consideran a la suya la mejor), no hace que me sienta privilegiado, sino que me mueve a compartir con otros mi descubrimiento, pues la alegría del encuentro no puede contenerse. Pero este compartir no se traduce nunca en imposición. Se hace desde el respeto y el diálogo. Un diálogo que reconoce lo valioso que hay en el otro; un diálogo que se acerca al otro con la convicción de que también en él Dios está actuando; un diálogo que no tiene prisa, sino que, armado de paciencia, respeta los tiempos de Dios y la hora en que Dios mismo lo haga eficaz.
La misión hoy toma la forma de diálogo, con todas las consecuencias que conlleva.
P. Martín Gelabert Ballester, O.P.