Al describir el carácter de los hombres en los postreros días, Pablo incluye también a las mujeres, y entre muchas cosas señala una peculiaridad que ya había empezado a mostrarse en su tiempo: “…siempre están aprendiendo, pero nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad” (2Ti 3:7).
Del contexto surge que en aquella lejana época la dificultad radicaba tanto en la propia condición de los receptores de la enseñanza como en los que la impartían.
Casi dos milenios después, el problema persiste, y continúa llamándonos la atención, pues no es lógico y natural que la enseñanza no genere el aprendizaje.
En todos los institutos dedicados a la instrucción, los alumnos progresan en sus estudios, asimilando gradualmente las lecciones impartidas por sus maestros.
No me hubiera yo ahora percatado de esta situación que afecta a las iglesias de cualquier denominación, si una señora, con pocos meses de convertida, no me hubiera manifestado su decepción tras asistir a algunas clases y predicaciones en la iglesia.
En su primer amor al Señor, se había entregado a la lectura de la Biblia y unos pocos libros cristianos de contenido elemental. Discipulada por una vecina espiritualmente madura, asimiló y absorbió con avidez la instrucción que diariamente recibía.
Al comenzar a asistir a la clase de señoras en la Escuela Dominical y escuchar los primeros sermones en la iglesia, tenía una gran expectativa en cuanto a su oportunidad de aprender más del Señor y su Palabra.
Para su sorpresa, clase tras clase, sermón tras sermón, comprobó que los expositores parecían no conocer más de lo que ella había acabado de aprender. Tras leer los pasajes bíblicos, no exponían el texto sino que repetían los trillados y consabidos conceptos de siempre. Fuese cual fuese el texto bíblico de apoyo, lo que decían siempre resultaba ser lo mismo. Aunque nada hay de malo sino todo de bueno en los “rudimentos de la doctrina de Cristo”, de entre todos ellos los maestros y predicadores se limitaban a un pobre repertorio de los “primeros rudimentos de las palabras de Dios” (He 6:1; 5:12).
No puedo negar que al menos como oyente, yo mismo me había adaptado al sistema, de modo que quedaba satisfecho con que al menos no aflorase algún error reprensible.
Ante los reclamos de una neófita, fui llevado a examinar la situación.
Recordé entonces, como desde muy joven me llamaba la atención los movimientos de cabeza de los hermanos, de arriba abajo, asintiendo a lo que los predicadores decían. Hice memoria también, que lo que ellos aprobaban no eran nuevos desafíos o aplicaciones oportunas de la Palabra de Dios a nuestra presente situación, sino declaraciones sencillas bien conocidas de todos.
Luego reparé, que se admitía algo distinto oyendo a un ministro extranjero de paso entre nosotros; en cambio, si un predicador local presentaba una exposición original, que se salía de lo que se estaba habituado, se ponía en entredicho su mensaje, arriesgando a que no volviera más a hablar. Y esto, no porque hubiese estado mal, sino porque no se sabía si había estado bien.
Es así que ministros no idóneos e incompetentes, pero revestidos de autoridad oficial, resguardaban su limitado conocimiento promoviendo a otros tan incapaces como ellos, al tiempo que marginaban a cuantos evidenciaban dones como expositores de las Escrituras.
Era como un tácito acuerdo de recitar siempre el alfabeto de la A a la Zeta o de la Zeta a la A, pero a nunca unir las letras de modo que pudieran expresarse pensamientos extraños o ideas peligrosas: una censura jamás declarada como tal, pero impuesta siempre que alguno se salió de la raya.
Es extraño: nos resultaría inconcebible que un profesor universitario creyera estar enseñando efectivamente a sus alumnos repitiéndoles las lecciones básicas de la gramática y aritmética aprendidas al comienzo de la primaria.
Pero no nos da vergüenza exposiciones de maestros y predicadores sobre Jn 3:16 y Salmo 23 hechas a sus congregaciones de creyentes, sin aportar nada a la explanación del texto. Anécdotas, ilustraciones y testimonios personales pueden llegar a entretener al auditorio, pero es evidente que con ello no se está instruyendo en la Palabra.
No sé si a este respecto estaremos o no bajo un juicio de Dios, pero se me hace patente no solamente la carencia de maestros que puedan enseñar lo que van aprendiendo, sino que tampoco existen ya auditorios capaces de aprender una enseñanza efectiva que se les pudiera dar.
Acepto que la iglesia del amable forista que lee estas líneas constituya una excepción a lo que en mi país parece ser la regla, pero cualquier experiencia u opinión al respecto podrá contribuir a esclarecer esta situación.
Mis anticipadas gracias.
Ricardo.
Del contexto surge que en aquella lejana época la dificultad radicaba tanto en la propia condición de los receptores de la enseñanza como en los que la impartían.
Casi dos milenios después, el problema persiste, y continúa llamándonos la atención, pues no es lógico y natural que la enseñanza no genere el aprendizaje.
En todos los institutos dedicados a la instrucción, los alumnos progresan en sus estudios, asimilando gradualmente las lecciones impartidas por sus maestros.
No me hubiera yo ahora percatado de esta situación que afecta a las iglesias de cualquier denominación, si una señora, con pocos meses de convertida, no me hubiera manifestado su decepción tras asistir a algunas clases y predicaciones en la iglesia.
En su primer amor al Señor, se había entregado a la lectura de la Biblia y unos pocos libros cristianos de contenido elemental. Discipulada por una vecina espiritualmente madura, asimiló y absorbió con avidez la instrucción que diariamente recibía.
Al comenzar a asistir a la clase de señoras en la Escuela Dominical y escuchar los primeros sermones en la iglesia, tenía una gran expectativa en cuanto a su oportunidad de aprender más del Señor y su Palabra.
Para su sorpresa, clase tras clase, sermón tras sermón, comprobó que los expositores parecían no conocer más de lo que ella había acabado de aprender. Tras leer los pasajes bíblicos, no exponían el texto sino que repetían los trillados y consabidos conceptos de siempre. Fuese cual fuese el texto bíblico de apoyo, lo que decían siempre resultaba ser lo mismo. Aunque nada hay de malo sino todo de bueno en los “rudimentos de la doctrina de Cristo”, de entre todos ellos los maestros y predicadores se limitaban a un pobre repertorio de los “primeros rudimentos de las palabras de Dios” (He 6:1; 5:12).
No puedo negar que al menos como oyente, yo mismo me había adaptado al sistema, de modo que quedaba satisfecho con que al menos no aflorase algún error reprensible.
Ante los reclamos de una neófita, fui llevado a examinar la situación.
Recordé entonces, como desde muy joven me llamaba la atención los movimientos de cabeza de los hermanos, de arriba abajo, asintiendo a lo que los predicadores decían. Hice memoria también, que lo que ellos aprobaban no eran nuevos desafíos o aplicaciones oportunas de la Palabra de Dios a nuestra presente situación, sino declaraciones sencillas bien conocidas de todos.
Luego reparé, que se admitía algo distinto oyendo a un ministro extranjero de paso entre nosotros; en cambio, si un predicador local presentaba una exposición original, que se salía de lo que se estaba habituado, se ponía en entredicho su mensaje, arriesgando a que no volviera más a hablar. Y esto, no porque hubiese estado mal, sino porque no se sabía si había estado bien.
Es así que ministros no idóneos e incompetentes, pero revestidos de autoridad oficial, resguardaban su limitado conocimiento promoviendo a otros tan incapaces como ellos, al tiempo que marginaban a cuantos evidenciaban dones como expositores de las Escrituras.
Era como un tácito acuerdo de recitar siempre el alfabeto de la A a la Zeta o de la Zeta a la A, pero a nunca unir las letras de modo que pudieran expresarse pensamientos extraños o ideas peligrosas: una censura jamás declarada como tal, pero impuesta siempre que alguno se salió de la raya.
Es extraño: nos resultaría inconcebible que un profesor universitario creyera estar enseñando efectivamente a sus alumnos repitiéndoles las lecciones básicas de la gramática y aritmética aprendidas al comienzo de la primaria.
Pero no nos da vergüenza exposiciones de maestros y predicadores sobre Jn 3:16 y Salmo 23 hechas a sus congregaciones de creyentes, sin aportar nada a la explanación del texto. Anécdotas, ilustraciones y testimonios personales pueden llegar a entretener al auditorio, pero es evidente que con ello no se está instruyendo en la Palabra.
No sé si a este respecto estaremos o no bajo un juicio de Dios, pero se me hace patente no solamente la carencia de maestros que puedan enseñar lo que van aprendiendo, sino que tampoco existen ya auditorios capaces de aprender una enseñanza efectiva que se les pudiera dar.
Acepto que la iglesia del amable forista que lee estas líneas constituya una excepción a lo que en mi país parece ser la regla, pero cualquier experiencia u opinión al respecto podrá contribuir a esclarecer esta situación.
Mis anticipadas gracias.
Ricardo.