CÓMO ACLARÉ MIS DUDAS SOBRE LA PREDESTINACIÓN
Las muchas páginas y otros sentidos que cobró el epígrafe homónimo,
explica que abra uno nuevo, en el que no discuto el punto, sino que
sólo doy mi testimonio.
Llevaba ya como cinco años de convertido, cuando este asunto entró a
preocuparme. Había comenzado a formarme en la fe cristiana, en una
línea muy fundamentalista, pero con marcada influencia racionalista. La
posición arminiana me parecía totalmente lógica, mientras que la calvinista atentaba contra el sentido común y el buen juicio. Primero
fue el libro TODO DE GRACIA de Charles Spurgeon, y también EL
PROGRESO DEL PEREGRINO de John Bunyan, los que sacudieron mi
tranquila teología. Sin embargo, mis maestros solían asustarme con la
posición calvinista, y yo no percibía entonces, que lo que realmente
hacían era condenar los extremos radicales del hipercalvinismo.
Ante la duda, prefería continuar apegado a la forma comúnmente aceptada en nuestro ámbito, y que intelectualmente me satisfacía.
Predicando en una de nuestras mayores iglesias en la ciudad sobre el
pasaje de Efesios 2: 8,9 llegué a decir algo más o menos así:
- No somos salvos por obras, en plural, sino por la obra, en singular.
¿Cuál obra? ¡Pues la obra de nuestra fe! Lo único que tenemos que
hacer para ser salvos es creer. Pues bien, ese es nuestro trabajo, obra
y tarea. La única obra valedera para tu salvación, es la de tu propia fe.
Nadie me corrigió, y yo me retiré muy campante, convencido de mi
buena predicación.
Pero mis lecturas de biografías y sermones de predicadores puritanos
continuaron, entre ellos: John Knox, Jonathan Edwards y George
Whitefield. ¿Cómo era posible que Dios bendijera el ministerio de estos
hombres salvando tantas almas, enfatizando siempre la gracia y la
soberanía de Dios? Mis maestros llegaban hasta ridiculizar el sistema
calvinista, que a mí tampoco me conformaba; pero por otro lado, yo
también me daba cuenta que mi fe se afirmaba y crecía leyendo a los puritanos. ¿Qué hacer entonces? Hacía unos meses que mi abuelo materno había fallecido, y siendo el mayor entre sus quince nietos, mi
abuela me entregó su Biblia. Era una vieja biblia de púlpito Reina-Valera 1862, con dedicatoria de mi bisabuela en obsequio a sus 23 cumpleaños en el 1904. Así que una tarde, luego de almorzar, subí a la azotea de nuestra casa, con aquella Biblia y un lápiz rojo. Mi intención era la siguiente: comenzando en Mateo 1:1, yo leería de corrido todo el Nuevo Testamento hasta Apocalipsis 22:21, pintando de rojo todos los versículos en que aparecieran las palabras, verbos, derivados y sinónimos, de: predestinación, elección, vocación, llamamiento, escoger y otras afines. No debería contentarme sólo con pintar, sino
que debería poner atención a tales textos, releyéndolos en su contexto
para apreciar mejor su recto sentido. Oraba a Dios, pidiéndole que El
imprimiera en mí su verdad respecto a este asunto, de modo que yo
fuese convencido en uno u otro sentido por su propia Palabra, y no
por lo que los hombres hubiesen dicho o escrito al respecto. Y así fue.
Concluí de leer con las últimas luces del crepúsculo vespertino; pero no
he podido jamás olvidar aquella sensación de gozo, paz y seguridad que
me embargaba, mientras iba bajando por la escaleras.
El Señor os bendiga.
Ricardo.
Las muchas páginas y otros sentidos que cobró el epígrafe homónimo,
explica que abra uno nuevo, en el que no discuto el punto, sino que
sólo doy mi testimonio.
Llevaba ya como cinco años de convertido, cuando este asunto entró a
preocuparme. Había comenzado a formarme en la fe cristiana, en una
línea muy fundamentalista, pero con marcada influencia racionalista. La
posición arminiana me parecía totalmente lógica, mientras que la calvinista atentaba contra el sentido común y el buen juicio. Primero
fue el libro TODO DE GRACIA de Charles Spurgeon, y también EL
PROGRESO DEL PEREGRINO de John Bunyan, los que sacudieron mi
tranquila teología. Sin embargo, mis maestros solían asustarme con la
posición calvinista, y yo no percibía entonces, que lo que realmente
hacían era condenar los extremos radicales del hipercalvinismo.
Ante la duda, prefería continuar apegado a la forma comúnmente aceptada en nuestro ámbito, y que intelectualmente me satisfacía.
Predicando en una de nuestras mayores iglesias en la ciudad sobre el
pasaje de Efesios 2: 8,9 llegué a decir algo más o menos así:
- No somos salvos por obras, en plural, sino por la obra, en singular.
¿Cuál obra? ¡Pues la obra de nuestra fe! Lo único que tenemos que
hacer para ser salvos es creer. Pues bien, ese es nuestro trabajo, obra
y tarea. La única obra valedera para tu salvación, es la de tu propia fe.
Nadie me corrigió, y yo me retiré muy campante, convencido de mi
buena predicación.
Pero mis lecturas de biografías y sermones de predicadores puritanos
continuaron, entre ellos: John Knox, Jonathan Edwards y George
Whitefield. ¿Cómo era posible que Dios bendijera el ministerio de estos
hombres salvando tantas almas, enfatizando siempre la gracia y la
soberanía de Dios? Mis maestros llegaban hasta ridiculizar el sistema
calvinista, que a mí tampoco me conformaba; pero por otro lado, yo
también me daba cuenta que mi fe se afirmaba y crecía leyendo a los puritanos. ¿Qué hacer entonces? Hacía unos meses que mi abuelo materno había fallecido, y siendo el mayor entre sus quince nietos, mi
abuela me entregó su Biblia. Era una vieja biblia de púlpito Reina-Valera 1862, con dedicatoria de mi bisabuela en obsequio a sus 23 cumpleaños en el 1904. Así que una tarde, luego de almorzar, subí a la azotea de nuestra casa, con aquella Biblia y un lápiz rojo. Mi intención era la siguiente: comenzando en Mateo 1:1, yo leería de corrido todo el Nuevo Testamento hasta Apocalipsis 22:21, pintando de rojo todos los versículos en que aparecieran las palabras, verbos, derivados y sinónimos, de: predestinación, elección, vocación, llamamiento, escoger y otras afines. No debería contentarme sólo con pintar, sino
que debería poner atención a tales textos, releyéndolos en su contexto
para apreciar mejor su recto sentido. Oraba a Dios, pidiéndole que El
imprimiera en mí su verdad respecto a este asunto, de modo que yo
fuese convencido en uno u otro sentido por su propia Palabra, y no
por lo que los hombres hubiesen dicho o escrito al respecto. Y así fue.
Concluí de leer con las últimas luces del crepúsculo vespertino; pero no
he podido jamás olvidar aquella sensación de gozo, paz y seguridad que
me embargaba, mientras iba bajando por la escaleras.
El Señor os bendiga.
Ricardo.