"Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos"
Todos nos creemos ricos. Como tenemos un cuerpo semejante al resto de los habitantes de este mundo, como tenemos un cerebro que piensa cosas semejantes a los demás habitantes de este mundo, como incluso tenemos bienes, conocimientos, doctorados, habilidades, etc, nos creemos ricos. Como encima somos guapos y cultivamos nuestro cuerpo y nuestra mente con pasatiempos, estudios, doctorados y conocimientos de toda índole, nos creemos ricos.
Pero esto es debido a que no profundizamos lo suficiente en las incongruencias y paradojas de la vida en el mundo. Tal vez porque nosotros somos aparentemente o relativamente felices, pensamos que estamos bien. Y cuando estamos mal, añoramos esos momentos en los que creíamos ser felices porque creíamos que estábamos bien, o menos mal que el vecino, o los negritos de África, o etc.
Incluso los que siguen las llamadas religiones, se creen ricos. Unos ritos destinados a proporcionar humildad y reconocimiento propio de la pobreza en la que vivimos, consigue lo contrario, que es producirnos orgullo de estar en la religión verdadera, de estar en el Dios verdadero, porque seguimos los mandatos y preceptos de nuestra religión. Lo que debería producirnos humildad, nos produce orgullo. Orgullo religioso y espiritual. Y continuamos alimentando el monstruo de que somos ricos. Cuando todo nos falta, cuando no tenemos qué comer o qué vestir, o qué darle a nuestros hijos, aún así nos sentimos orgullosos de nuestra riqueza, porque aún decimos que somos afortunados, porque tenemos salud, o porque seguimos los preceptos de “humildad” de nuestra religión, sin darnos cuenta que somos unos monstruos orgullosos y vanidosos que lo único que hemos conseguido es mantener una pose, una figura, una circunstancia, una pretensión para halagar nuestro propio ego, ya que no podemos admitir que somos pobres de espíritu, que no tenemos espíritu, que nuestra alma está caída y ensuciada, que somos peor que las fieras del campo.
Todo es vanidad. Todos se han perdido. No hay nada nuevo bajo el sol.
“Maestro bueno, ¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?
Por qué me llamas bueno. Nadie es bueno, solo Dios.”
Pobreza es reconocer eso, que se es pobre, que se es malo, que se es vano, que uno es una abominación a los ojos de Dios. Cuando este sentimiento se mantiene durante meses, de respiración en respiración, uno llega a la depresión y desaparecen todos los asideros donde nos solemos acoger para no sucumbir a esta idea de pobreza. La solemos rechazar, pero es la auténtica.
“¿Cuál es la piedra que todos los constructores han rechazado? ¡Es la piedra angular!”
Reconocer esto es muy doloroso. Reconocer que uno no es nada, y mucho mejor, reconocer que uno, no que el vecino, sino uno, es menos que nada, esto es pobreza que reclama riqueza. Pero ya no oropel ni vanidad. Sino riqueza auténtica, que si se mantiene esta petición de forma sostenida, llega a ti y te cubre, y te llena, y ya no será nunca más un pobre que se cree rico, sino un rico de espíritu que se sabe rico. Un auténtico rico, aunque materialmente no disponga de casa ni hacienda.
Todos nos creemos ricos. Como tenemos un cuerpo semejante al resto de los habitantes de este mundo, como tenemos un cerebro que piensa cosas semejantes a los demás habitantes de este mundo, como incluso tenemos bienes, conocimientos, doctorados, habilidades, etc, nos creemos ricos. Como encima somos guapos y cultivamos nuestro cuerpo y nuestra mente con pasatiempos, estudios, doctorados y conocimientos de toda índole, nos creemos ricos.
Pero esto es debido a que no profundizamos lo suficiente en las incongruencias y paradojas de la vida en el mundo. Tal vez porque nosotros somos aparentemente o relativamente felices, pensamos que estamos bien. Y cuando estamos mal, añoramos esos momentos en los que creíamos ser felices porque creíamos que estábamos bien, o menos mal que el vecino, o los negritos de África, o etc.
Incluso los que siguen las llamadas religiones, se creen ricos. Unos ritos destinados a proporcionar humildad y reconocimiento propio de la pobreza en la que vivimos, consigue lo contrario, que es producirnos orgullo de estar en la religión verdadera, de estar en el Dios verdadero, porque seguimos los mandatos y preceptos de nuestra religión. Lo que debería producirnos humildad, nos produce orgullo. Orgullo religioso y espiritual. Y continuamos alimentando el monstruo de que somos ricos. Cuando todo nos falta, cuando no tenemos qué comer o qué vestir, o qué darle a nuestros hijos, aún así nos sentimos orgullosos de nuestra riqueza, porque aún decimos que somos afortunados, porque tenemos salud, o porque seguimos los preceptos de “humildad” de nuestra religión, sin darnos cuenta que somos unos monstruos orgullosos y vanidosos que lo único que hemos conseguido es mantener una pose, una figura, una circunstancia, una pretensión para halagar nuestro propio ego, ya que no podemos admitir que somos pobres de espíritu, que no tenemos espíritu, que nuestra alma está caída y ensuciada, que somos peor que las fieras del campo.
Todo es vanidad. Todos se han perdido. No hay nada nuevo bajo el sol.
“Maestro bueno, ¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?
Por qué me llamas bueno. Nadie es bueno, solo Dios.”
Pobreza es reconocer eso, que se es pobre, que se es malo, que se es vano, que uno es una abominación a los ojos de Dios. Cuando este sentimiento se mantiene durante meses, de respiración en respiración, uno llega a la depresión y desaparecen todos los asideros donde nos solemos acoger para no sucumbir a esta idea de pobreza. La solemos rechazar, pero es la auténtica.
“¿Cuál es la piedra que todos los constructores han rechazado? ¡Es la piedra angular!”
Reconocer esto es muy doloroso. Reconocer que uno no es nada, y mucho mejor, reconocer que uno, no que el vecino, sino uno, es menos que nada, esto es pobreza que reclama riqueza. Pero ya no oropel ni vanidad. Sino riqueza auténtica, que si se mantiene esta petición de forma sostenida, llega a ti y te cubre, y te llena, y ya no será nunca más un pobre que se cree rico, sino un rico de espíritu que se sabe rico. Un auténtico rico, aunque materialmente no disponga de casa ni hacienda.