UNDÉCIMA SECCIÓN
UNDÉCIMA SECCIÓN
Al comenzar esta mesa redonda todos esperaron la exposición del hermano erudito.
- No podemos ignorar – comenzó diciendo – la importancia que reviste para el estudio de las doctrinas y prácticas de los cristianos las obras que nos ha legado la patrística, es decir, los escritos de aquellos doctores y Padres de la Iglesia que fueron – los primeros de entre ellos - discípulos de algunos de los apóstoles, o de discípulos de los inmediatos a ellos. Su cercanía en el tiempo a los hechos narrados en el Nuevo Testamento les confiere una credibilidad y autoridad que no puede ser soslayada. Aunque rechazamos cualquier pretensión de sucesión y tradición apostólica, sin embargo todos concordamos en seguir puntualmente la así llamada “doctrina de los apóstoles” tal como la tenemos expuesta en sus epístolas. Que las personalidades más relevantes del cristianismo oriental y occidental en los siglos que siguieron hayan expresado algo sobre el divorcio y nuevo casamiento, sin duda que es algo que no podíamos dejar pasar, pues
interesa sobremanera conocer cual era la opinión de los antiguos al respecto.
- ¡Claro que sí! ¡Efectivamente! – apoyó Diótrefes sirviéndose del breve respiro que se tomaba el expositor, y animado por la aprobación reflejada en el rostro de los demás.
- Pues bien, alguien se ha tomado el trabajo de rebuscar entre sus escritos, y de entre lo encontrado, también yo hice una selección de opiniones y resoluciones:
Tertuliano (+ 247) dijo: “incluso Cristo defendió la justicia del divorcio”.
Orígenes de Alejandría (183-254): “algunos superiores de la Iglesia…han
permitido que una mujer se case estando su marido vivo”.
San Basilio de Capadocia (330-379): “Si un hombre es abandonado por su esposa, yo no diría que se deba tratar como adúltera a la mujer que después se casa con él. Al marido que ha sido abandonado, se le puede excusar si vuelve a casarse, y la mujer que vive con él bajo estas condiciones no está condenada”.
San Asterio (+ 400) obispo de Amasea en el Asia Menor: “El matrimonio no puede ser disuelto por ninguna causa, salvo la muerte o el adulterio”.
San Epifanio de Salamina (310-403): “Al que no pueda abstenerse después del fallecimiento de su primera esposa, o se ha separado de su esposa por un motivo válido, y toma a otra mujer o si la mujer toma a otro marido, la Palabra Divina no lo condena ni lo excluye de la Iglesia ni de la vida. Si está realmente separado de la primera esposa, puede tomar otra de acuerdo con la ley, si ese es su deseo”.
San Agustín de Hipona (354-430) dice que él no entiende como es que permitiéndose al marido de una esposa adúltera volverse a casar, se le pongan dificultades para que haga lo mismo la mujer de un esposo adúltero.
Como puede verse, distintos Padres de la Iglesia, orientales, griegos y
occidentales, consideraron durante los primeros cinco primeros siglos del cristianismo, que el divorcio con nuevo casamiento incluido era lícito en ciertas situaciones, como el adulterio, abandono o algún delito cometido.
- Por ejemplo – agregó Diótrefes – sin un cristiano fuera acusado de un crimen, fuese realmente culpable o no, y condenado a trabajos forzados a cadena perpetua, a galeras o al ostracismo, la esposa podía obtener el divorcio pudiéndose volver a casar.
- Así era – concluyó el hermano erudito – e incluso el Papa Celestino III (1191/98) concedió el divorcio con permiso para vo a casar, a una mujer cuyo marido había apostatado de la fe católica.
- Y bien, ¿qué tienen ahora qué decir a todo eso? – desafió arrogante Diótrefes.
- Pues que ha sido efectivamente tal cual – consintió el primer forista.
- Incluso – agregó el polemista – en el primer concilio de Inglaterra celebrado en Hereford en el 673, bajo la presidencia de San Teodoro de Canterbury, se establecieron numerosas causales de divorcio, además del adulterio, donde se incluía la rareza de que una mujer adúltera (cuyo esposo ya había obtenido el divorcio y vuelto a casar), podía hacer penitencia por sus pecados durante cinco años, tras lo cual se le permitía tomar un nuevo marido. También, si se daba el caso de que un esclavo cristiano obtuviese su libertad y la esposa no, éste podía volver a casarse con una mujer libre. En aquellas épocas de invasiones y guerras continuas, podía ocurrir también que mientras el marido revistase en filas del ejército de su rey, el enemigo llevase cautiva a su esposa. En tal caso el cristiano quedaba autorizado a tomar una esposa substituta. Como ven, las razones para el divorcio y el nuevo casamiento iban más allá del adulterio simple.
- Es interesante – complementó el primer forista – que en el concilio de Verberie al siguiente siglo (752), se incluyera el caso insólito de que si la esposa se negara a acompañar a su marido a su nuevo lugar de trabajo en otra distante comarca, él podría allí tomar una nueva esposa.
- Como es fácil advertir – resumió el hermano rústico – ese original “salvo por causa” fue llenado como un viejo baúl de múltiples motivos, que comenzando con el adulterio, seguía con un montón de variantes, y tantas razones “válidas” como admitieran las autoridades eclesiásticas, desde un obispo al mismo Papa, pasando también por los concilios.
- ¿Y qué? ¿Y qué? – volvió a desafiar Diótrefes visiblemente fastidiado porque la argumentación no causase en los demás el impacto que preveía - ¿Eso es todo lo que tienen para decir? ¿No les llama acaso la atención que los Padres de la Iglesia nada dijeran de la aplicación de la cláusula de excepción a los judíos contemporáneos de Jesús? Si bien después otros fueron mucho más abiertos que lo que nosotros somos, es a lo menos obvio que tampoco fueron tan estrictos y exclusivistas como ustedes se han mostrado hasta aquí.
- Respetable e interesante es – hizo al fin su esperada intervención el veterano – cuanto aquí se ha dicho, así como todos los testimonios que se podrían aportar desde la Edad Media y pasando por la Reforma hasta nuestros días. Nadie duda de la inteligencia, sabiduría y discernimiento de los antiguos doctores desde Agustín a Tomás de Aquino, y aún desde antes como mucho después. Pero quienes nos hemos adentrado en la historia eclesiástica, desde sus orígenes hasta nuestros días, hemos comprobado como al paso que la filosofía griega prestaba al cristianismo sus sistemas de lógica y dialéctica tan útiles a la apología en su permanente controversia con el judaísmo, paganismo, islamismo y demás movimientos y sectas heréticas que siempre proliferaron, hubo también un gradual alejamiento de las Sagradas Escrituras y el método bereano de someter todo a su juicio superior. Recordemos que durante casi un milenio y medio las Escrituras circulaban únicamente en forma manuscrita, por lo que pocos y caros eran los ejemplares disponibles para su lectura y consulta, algunos de los cuales estaban encadenados a los púlpitos de las “iglesias” o a las mesas de los monasterios donde los monjes los estudiaban y copiaban. Recuérdese también que Lutero fue el primer gran reformador de la educación, pugnando para que los príncipes apoyaran la enseñanza gratuita y obligatoria en las ciudades alemanas. Así que no sorprende que escaseando Biblias y lectores, las autoridades eclesiásticas resolvieran muchos asuntos a la sola luz de su inteligencia, que ciertamente era mucha, pero que al no ser iluminada por la Palabra de Dios, ocasionaba también frecuentes yerros.
Es así que no es difícil comprobar como ya en el segundo siglo, muchos de los eruditos Padres de la Iglesia son más llevados por la sutileza de su esclarecido intelecto, que por la verdad pura que proviene de la divina fuente de la Palabra de Dios. De a poco se van deslizando tenues desvíos que después serán claros errores aprobados por la autoridad de obispos, Papas y Concilios, y así hasta el día de hoy.
- ¿Así que a usted no le sirve nada de lo que aquí se aportó? – Diótrefes se veía muy perturbado - ¿No significa nada para usted cuanto puedan haber dicho aquellas antiguas autoridades?
- Pues para mí – repuso el veterano con su característica flema – pueden ser muy importantes referentes, pero nada más. Antiguos, sí; pero autoridades, no. Si vamos ahora a hacer una prolija investigación, seguramente que encontraremos igual o más testimonios todavía, en sentido contrario a los que acabamos de dar y recibir. ¿Vamos acaso a ponerlos en uno y otro plato de la balanza, conforme a la cantidad y al peso del prestigio de aquellas supuestas “autoridades” para entonces definir el punto en cuestión?
- Entonces, ¿qué es lo que a usted sí le convence? – le apremió el erudito.
- Pues me convence que cuando Pablo escribe a los romanos les dice que si el marido de una mujer muere, ella es libre para ser de otro marido sin ser por ella adúltera (7:1-3); y a los corintios de la misma manera, sólo que condicionando el nuevo casamiento a que sea “en el Señor” (7:39).
- ¿Y eso qué? – desafió Diótrefes.
- ¡Pues nada! – contestó el veterano – Sólo que allí tenía Pablo una magnífica ocasión para junto a la muerte del cónyuge, agregar la otra causal del adulterio o “inmoralidad sexual” si tal hubiese sido la doctrina de los apóstoles y la práctica en la iglesia primitiva.
- Es muy difícil que por dos veces el apóstol hubiera olvidado algo que ya caía de maduro que debía decirlo, en el momento más oportuno – agregó el hermano rústico.
- ¡Bueno, bueno! – repuso Diótrefes – Yo aquí no les doy el punto por ganado sino solamente propongo un empate o hacemos tablas.
Varias cabezas asintieron resignadas a no encolerizar al vehemente hermano, que de todos modos ya se venía anunciando como que tenía una carta bajo la manga.
- El último punto que queda es mi especialidad – anunció Diótrefes – y se trata nada más y nada menos que desde siempre y por el universo entero, es necesario, aceptable y recomendable que el cristiano que se queda sin esposa, por la razón que fuera, se vuelva a casar, con todos los honores, el aplauso de la iglesia y la bendición de Dios. Como ya se nos ha hecho algo tarde, propongo que se me conceda arrancar de primeras en la próxima sección.
Aunque algo sorprendidos, todos convinieron en hacerlo así.
Ricardo