Re: El Concilio de Constanza y el Mito de la Sucesión Apostólica.
Entrega XLVII.-
Constitución antigua de la iglesia
El papado y los concilios.
Seguiremos para ello “El Papa y el Concilio” por Döllinger (cap. III. Sec. 5)
2ª. Parte
VI.- Nadie pensó en conseguir dispensas de las leyes eclesiásticas por medio de los obispos romanos, ni se pagó ningún tributo o impuesto a la Sede Romana, puesto que todavía no existía allí la Curia. Hubiera parecido un absurdo y un crimen formular leyes de las cuales se pudiera dispensar por medio de dinero.
Se creía universalmente que el poder de las llaves, o sea, atar y desatar, pertenecía a todos los obispos por igual.
VII.-
Los obispos de Roma, no podían excluir ni a individuos ni a iglesias de la comunión con la Iglesia Universal. Podía retirar su propia iglesia de la comunión con obispos o iglesias particulares, y lo hicieron a menudo, pero esto en nada afectó a su relación con los otros obispos o iglesias, como sucedió, entre otros casos, con el largo cisma antioqueno que duró desde el año 361 hasta el 413. Y, por otra parte, si ellos admitían en su propia comunión a un excomulgado de otras iglesias, tal comunión no la ligaba a ninguna otra iglesia.
VIII.-
Por mucho tiempo nada se supo en Roma acerca de derechos definidos que Pedro hubiera legado a sus sucesores. Nada que no fuera el cuidado de la iglesia y el deber de velar por la observancia de los cánones. Fue solamente después del Concilio de Sárdica, y no de Nicea, con el cual fue confundido con toda intención que apareció el derecho de oír apelaciones: El mismo Inocencio I (402─417), que trató de dar la más amplia difusión al canon sárdico y pretendió tener fuerza para hacerlo y el derecho de interponerse en todos los asuntos graves de la Iglesia, fundo su decisión enteramente sobre “los Padres” y el sínodo: Igual cosa sucedió con Zósimo (417─418): fueron “los padres” quienes dieron a la Sede de Roma el privilegio de la decisión final de las apelaciones (Mansi. Concil., II 366). Pero muy poco tiempo después, en el concilio de Éfeso, los delegados romanos declararon que Pedro, a quien Cristo dio el poder de atar y desatar, vive y emite juicios por medio de sus sucesores (Ibid. IV., 1296). Pero muy poco tiempo después, en el Concilio de Efeso, los delegados romanos declararon que Pedro, a quien Cristo dio el poder de atar y desatar, vive y emite juicios por medio de sus sucesores (Ibid, IV, 1296). Nadie presentó esta pretensión con mayor frecuencia y más energía que León I. Pero cuando el Concilio de Calcedonia (año 451) declaró, en su famoso canon 28, que los Padres adjudicaron el primado de Roma, debido a la dignidad política de la ciudad, León no se atrevió a contradecirlos, aunque resistió con empeño la parte principal del canon que elevó la Sede de Constantinopla al primer rango después de la de Roma, y con iguales derechos. No fue la desconsideración para con la sede romana la que le hizo rehusar su asentimiento al canon de Calcedonia sino la injuria perpetrada, según su parecer, contra los patriarcas orientales y el canon de Nicea, porque el sexto canon de Nicea, refiriéndose a los derechos de la sede romana sobre la Iglesia Italiana, había dado los mismos derechos a los obispos de Alejandría y Antioquia, en cuanto a sus propios patriarcados. Pero León había inducido años antes al emperador Valentiniano III a que dictara un edicto a favor de la Sede de Roma, por el cual sujetaba al Papa a todos los obispos del entonces reducido imperio occidental, o sea, estrictamente hablando a los de Italia y las Galias, y cuyo edicto, si hubiera ejercido pleno poder, habría cambiado totalmente la constitución de la Iglesia Occidental. Además del canon de Sárdica y de la grandeza de la ciudad, este edicto mencionado “el mérito de San Pedro” como primer requisito de semejante poder y por el cual los oficiales imperiales obligarían a los obispos a acatarlo. Pero cuando León tenía que vérselas con Bizancio y Oriente, ya no se atrevía a emplear este argumento que habría puesto al descubierto y anulado el odiado canon 28 de Calcedonia. En cambio, prefirió apelar al Concilio de Nicea, aunque a los griegos debe haberles parecido que las inferencias del sexto canon eran insostenibles. La oposición de su sucesor fue igualmente infructuosa. El canon cobró todo su vigor y, desde aquel día hasta el presente ha determinado la forma y constitución de la Iglesia Oriental y sus puntos de vista sobre las prerrogativas de Roma.
IX.-
Gregorio el Grande, el mejor y más eminente de todos los papas repudió, horrorizado, lo que después se dio en llamar el sistema papal. De acuerdo con esta teoría, el Papa tiene la suma del poder, todos los obispos son sólo sus sirvientes y auxiliares; de él emana todo el poder y es el concurrente ordinario en cada diócesis. Así interpretó Gregorio el título de “Patriarca ecuménico”, y por eso no quiso tolerar que “título tan perverso y blasfemo le fuera dado a él ni a ninguna otra persona” (Lib. V. Ep. 18 ad Joan; Lib VIII ep 30 ad Eulod; etc.)
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De Tobi
Otra célebre frase del papa Gregorio I que expresa lo mismo que la citada por Döllinger, fue:
“Aquel que apetezca el obispado universal, será el precursor del Anticristo”
FUE PROFETICO Y ACERTÓ
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X.-
Existieron muchas iglesias nacionales que nunca estuvieron bajo el dominio de Roma, ni nunca mantuvieron ni siquiera correspondencia epistolar con Roma, sin que esto sea un defecto o haya causado dificultades en cuanto a la comunión entre las iglesias. Una iglesia autónoma, como la de Armenia, siempre independiente de Roma, era la más antigua de aquellas fundadas fuera de los límites del Imperio, en la que la dignidad primacial continuó durante mucho tiempo en la familia de Gregorio el Iluminado, el Apóstol Nacional. La iglesia siro─persa de Mesopotamia, y la parte occidental del reino de los sasánidas con sus miles de mártires, fueron y siempre permanecieron libres de toda influencia de Roma desde el principio de su vida religiosa. En los anales de su literatura no se hallan rastros que indiquen que el brazo de Roma llegara hasta ellos. Lo mismo puede decirse de la iglesia de Etiopía o Abisinia que estaba unida a la sede de Alejandría, pero en cuyo seno nunca se oyeron las pretensiones de Roma, a no ser, quizás, por algún eco muy lejano. En el Occidente la iglesia de Irlanda y la antigua Iglesia Británica permanecieron autónomas durante siglos y sin ninguna clase de influencia de la de Roma.
Si colocamos en forma positiva este relato negativo de la posición de los Papas antiguos, conseguimos en cuadro que sigue con respecto de la organización de la Iglesia antigua: Cada Iglesia administró sus propios asuntos con perfecta libertad e independencia, sin prejuicio en lo tocante a todos los puntos esenciales con la Iglesia Universal y mantuvo sus propios usos tradicionales y disciplina; y todos los asuntos que no concernían a la totalidad de la Iglesia o eran de poca importancia fueron solucionados localmente. La iglesia estaba organizada en diócesis, provincias y patriarcados (las iglesias nacionales fueron agregadas más tarde en Occidente), con el Obispo de Roma a la cabeza como primer patriarca, el centro y representante de la unidad y, como tal, el lazo entre el Oriente y el Occidente, entre las iglesias de habla griega y latina, el centinela principal y guardián de las hasta entonces muy contadas leyes de la Iglesia. Por mucho tiempo las únicas fueron las de Nicea. Pero no se entrometió en los derechos de los patriarcas metropolitanos y obispos. Las leyes y artículos de fe, de obligación universal, fueron expedidos solamente por la totalidad de la Iglesia, concentrada y representada en un concilio ecuménico.
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De Tobi
Tenemos un caso que abona perfectamente estas realidades de Döllinger. Se trata de la famosa Carta de Clemente de Roma a los Corintios.
Los “apologetas” romanistas se ven obligados a mirarlo desde la perspectiva del envío de dicha carta, pero se guardan muy bien de verlo desde la que le enviaron los de Corinto, los términos de la cual nos es desconocida.
Pero los hechos son claros. La iglesia de Corinto expulsó de la misma a los presbíteros y consecuentemente al obispo del seno de la iglesia y nombró a otros.
Si lo hicieron fue porque tenían la potestad de hacerlo. Si nombró la iglesia (congregación de fieles) a los primeros, ahora expulsados, y nombró a los segundos significa que no los nombró Roma
Si Roma lo hubiese nombrado, Clemente les habría escrito en unos términos muy distintos. Les habría dicho:
¿Cómo os habéis atrevido a separar de sus cargos a aquellos que fueron nombrados por esta Sede Apostólica?
Pero en el caso que LFP o algún adlátere bajo su batuta se le ocurre decir que no dependía de su patriarcado, sino que dependía del de Alejandría u otro cualquiera, la carta no se habría enviado a Clemente de Roma, sino a la Sede Apostólica correspondiente.
¿Dónde, pues, la preeminencia del Obispo de Roma?
Tuvo que esperar casi un milenio para conseguirla, pero al precio de convertirse en cismática renegando de la catolicidad y basándose en las Falsas Decretales Seudo Isidorianas.
Los ortodoxos, en cambio, ante el cisma romano actuaron bajo el mismo principio que siempre había regido en las iglesias desde Nicea y que cita Döllinger:
Las leyes y artículos de fe, de obligación universal, fueron expedidos solamente por la totalidad de la Iglesia, concentrada y representada en un concilio ecuménico.
Asi convocaron a un Concilio y fué el Concilio el que excomulgó al de Roma y a sus seguidores.
Continuara