Re: Los protestantes salieron de la Iglesia Católica?
Veamos un poco cómo era esa supuesta iglesia de Cristo en los tiempos poco antes de la Reforma.
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<DIR>La historia que voy a relatar es una narración de la metamorfosis de una confederación en una monarquía absoluta.
En los primeros tiempos, cada Iglesia, sin perjuicio de conformarse con la Iglesia universal en todos los puntos esenciales, manejaba sus asuntos propios con perfecta libertad e independencia, manteniendo sus propios usos tradicionales y su disciplina; y todas las cuestiones que no concernían a la Iglesia universal, o que no eran de capital importancia, las resolvía al punto. [282]
Hasta el principio del siglo IX, no hubo cambio en la constitución de la Iglesia romana; pero, hacia 845, se elaboraron las Decretales de Isidoro en el Occidente de las Galias; falsificación que consta de cerca de cien pretendidos decretos de los primeros papas, unidos a otros supuestos escritos de varios dignatarios eclesiásticos y actas de sínodos. Esta falsificación extendió inmensamente el poder papal, y sustituyendo el antiguo sistema de gobierno de la Iglesia, acabando con los atributos republicanos que había poseído, la transformó en una monarquía absoluta. Redujo a los obispos a la dominación de Roma, e hizo al Pontífice juez supremo del clero y de todo el orbe cristiano. Preparó el camino para la gran tentativa que hizo más tarde Hildebrando, de convertir los Estados de Europa en un reino teocrático de frailes con el Papa a su cabeza.
Gregorio VII, autor de este gran golpe, vio que sus planes serían llevados a cabo mejor con el auxilio de los sínodos y restringió por lo tanto a los papas y sus delegados el derecho de convocarlos; para dar más apoyo a este asunto, se ideó por Anselmo de Lucca un sistema nuevo de jurisprudencia eclesiástica, en parte basado sobre las antiguas falsificaciones de Isidoro y en parte sobre nuevas invenciones. Para establecer la supremacía de Roma, no sólo hubo que hacer un nuevo derecho canónico, sino que inventar también una nueva historia. Esta suministró ejemplos indispensables de reyes depuestos y excomulgados y probó que siempre habían estado subordinados a los papas. Las decretales de los Pontífices fueron colocadas al mismo nivel que las Escrituras, y al cabo llegó a admitirse en todo el Occidente que los papas habían sido, desde el principio de la cristiandad, los legisladores de toda la Iglesia. Así como los [283] soberanos absolutos en estos últimos tiempos no pueden soportar las asambleas representativas, así el papado, cuando deseó ser absoluto, halló que los concilios de las Iglesias nacionales particulares, debían concluir y permitirse sólo los que estuviesen bajo la inmediata vigilancia del Pontífice. Esto, en sí mismo, constituyó una gran revolución.
Otra ficción inventada en Roma en el siglo VIII tuvo consecuencias importantes. Se fingió que el emperador Constantino, en gratitud por su curación de la lepra y por su bautizo por el papa Silvestre, había cedido la Italia y las provincias occidentales a la Santa Sede, y que en prueba de su subordinación, había servido al Papa como lacayo, llevando su caballo del diestro algún trecho. Esta falsedad iba dirigida contra los reyes francos, para darles una idea exacta de su inferioridad y demostrarles que, en las cesiones territoriales que habían hecho a la Iglesia, no le regalaban nada, sino tan sólo le restituían lo que le pertenecía de derecho.
El instrumento más potente del nuevo sistema papal fue el decreto de Graciano, que se publicó a mediados del siglo XII; era un conjunto de falsedades. Hacía a todo el orbe cristiano, por el papado, súbdito del clero italiano; inculcó que era legal procurar la felicidad de los hombres por la fuerza, dar tormento y ejecutar a los herejes y confiscarles los bienes; que matar a un excomulgado no era asesinato, que el Papa, en su ilimitada superioridad a toda ley, se equipara con el Hijo de Dios.
A medida que se desarrollaba el nuevo sistema de centralización, se manifestaban con calor públicamente máximas que en los antiguos tiempos hubieran sido rechazadas: que toda la Iglesia es propiedad del Papa, quien puede hacer en ella lo que le plazca; que lo que en otros [284] es simonía, no lo es en el; que es superior a toda ley y no puede ser residenciado por nadie; que quien quiera que le desobedezca debe sufrir la muerte; que todo hombre bautizado es súbdito suyo y debe seguir así toda su vida, que quiera o que no. Hasta el final del siglo XII, habían sido los papas vicarios de Pedro; después de Inocencio III, fueron vicarios de Cristo.
Mas un soberano absoluto tiene necesidad de rentas, y en esto el Papa no era una excepción. La institución de los legados es de tiempo de Hildebrando; unas veces fue su obligación visitar las iglesias, yendo otras comisionados para negocios especiales; pero siempre marcharon investidos de poderes ilimitados para llevar dinero al lado allá de los Alpes; y puesto que el Papa podía, no sólo hacer leyes, sino también anularlas, se introdujo una legislación cuyo objeto era la venta de indulgencias. Los monasterios estaban exentos de la jurisdicción episcopal, pagando un tributo a Roma. El Papa había llegado a ser entonces «el Obispo universal»; tenía jurisdicción en todas las diócesis y podía entender en todos los casos ante sus propios tribunales. Sus relaciones con los obispos eran las de un soberano absoluto con sus oficiales; no podían aquellos dimitir sin su permiso, y las sedes que vacaban de este modo le pertenecían; se estimulaban en todos sentidos las apelaciones a Roma, porque procuraban indulgencias, y millares de procesos fueron ante la curia, llevando consigo una rica cosecha. A menudo, cuando disputaban varios pretendientes un beneficio, desposeía el Papa a todos ellos y lo daba a una hechura suya, a menudo los candidatos perdían años en Roma y morían allí, o volvían impresionados profundamente por tanta corrupción. Alemania sufrió más que otros países, de estas apelaciones y procesos, y por esto [285] era el país mejor preparado para recibir la Reforma. Durante los siglos XIII y XIV hicieron los papas esfuerzos gigantescos para la adquisición del poder; en lugar de recomendar a sus favoritos para los beneficios, los presentaban, imponiéndose; sus partidarios italianos debían ser recompensados y nada bastaba a satisfacer sus clamores; fue preciso entregarles los países extranjeros; nubes de pretendientes morían en Roma y el Papa entonces se arrogaba el derecho de nombrar los beneficios. Al fin, se estableció que tenía derecho a disponer de todos los oficios eclesiásticos sin distinción y que el juramento de obediencia que le prestaban los obispos implicaba su sumisión política y eclesiástica; en los países en que había gobierno dualista, se aumentó de este modo prodigiosamente el poder espiritual.
Derechos de todas clases para completar esta centralización se destruyeron sin remordimiento, siendo para ello poderosos auxiliares las órdenes mendicantes; éstas y el Papa por un lado, por otra el clero parroquial y los obispos. La corte romana se había apropiado los derechos de los concilios, de las Iglesias metropolitanas y nacionales y de los obispos. Incesantemente contrariados éstos por los legados, concluyeron por perder todo interés en conservar la disciplina de sus diócesis: incesantemente contrariados los párrocos por los frailes mendicantes, quedaron sin autoridad entre sus propios feligreses; su influencia pastoral fue completamente destruida por las indulgencias papales y por las absoluciones compradas, y el dinero, mientras tanto entraba en Roma.
Necesidades pecuniarias obligaron a muchos papas a acudir a pequeños expedientes, como pedir a un príncipe, obispo o gran maestre que tuviese autos pendientes ante sus tribunales, el regalo de una copa de oro [286] llena de ducados. Estas necesidades dieron también origen a jubileos. Sixto IV fundó colegios completos y vendió las sillas a trescientos o cuatrocientos ducados; Inocencio VIII empeñó la tiara papal. Se dice que León X había disipado las rentas de tres papas: las de su antecesor, las suyas y las de su sucesor; creó y vendió dos mil ciento cincuenta oficios nuevos, que se consideraban muy lucrativos porque producían doce por ciento, y el interés salía, por supuesto, de los países católicos. En ninguna parte de Europa podía colocarse el capital mejor que en Roma, donde se realizaban grandes sumas por las ventas de hipotecas y donde no sólo se vendían sino se revendían los oficios, pues se ascendía a las gentes para vender de nuevo sus empleos.
Aun contra la teoría papal, que condenaba la usura, estableció el Papa un inmenso sistema de Banco, en relación con la curia, en el que se prestaba dinero a un interés bárbaro a los prelados, a los pretendientes y a los litigantes; los banqueros del papa tenían privilegio; los demás eran censurados. La curia descubrió que le importaba tener deudores eclesiásticos en toda Europa, pues así eran más flexibles, toda vez que los excomulgaba si no pagaban los intereses. En 1327, se calculaba que la mitad del mundo cristiano estaba excomulgada; los obispos, por no acceder siempre a las exigencias de los legados, y los particulares por cualquier pretexto, con objeto de obligarles a comprar la absolución a precios exorbitantes. Las rentas eclesiásticas de toda Europa se vaciaban en Roma, antro de corrupción, simonía, usura, extorsión y soborno. Los papas, desde 1066, cuando empezó el gran movimiento centralizador, no tuvieron tiempo para dedicar su atención a los asuntos interiores de su rebaño particular en la ciudad de Roma; había [287] millares de asuntos extranjeros y todos producían más. Dice el obispo Álvaro Pelayo: que «en cualquier ocasión que entrase en las habitaciones de un dignatario del clero romano, lo encontraba contando dinero, que se ve en ellas a montones.» Toda oportunidad que pudiera presentarse a la curia para extender su jurisdicción, era bien recibida; las exenciones se daban con tal arte, que siempre era necesario renovarlas. A los obispos se dieron privilegios contra los cabildos catedrales, y a éstos contra los obispos; y a los conventos, obispos e individuos contra las extorsiones de los legados.
Las dos columnas sobre las que descansaba el papado eran el Colegio de Cardenales y la curia. Los Cardenales, en 1059, habían llegado a ser electores de los papas; hasta ese tiempo las elecciones fueron hechas por todo el cuerpo del clero romano, y era necesario el concurso de los magistrados y de los ciudadanos. Pero Nicolás II restringió las elecciones al Colegio de Cardenales; hizo que fuesen necesarios dos tercios de los sufragios y dio al emperador de Alemania el derecho de confirmación. Durante dos siglos, lucharon por la supremacía la oligarquía cardenalicia y el absolutismo papal. Los Cardenales concedían de buen grado que el dominio del Papa fuese absoluto en el extranjero, pero nunca dejaron de explorar su ánimo antes de darle sus sufragios, con objeto de conseguir de él cierta participación en el gobierno; después de la elección y antes de la consagración, juraba observar ciertas capitulaciones, tales como repartir las rentas con los Cardenales; se obligaba a no alejarlos de Roma y a permitirles reunirse dos veces al año para que discutieran si había observado sus juramentos, que eran quebrantados con gran frecuencia. Por una parte, los Cardenales querían tener participación en [288] el gobierno de la Iglesia y en los emolumentos; y por otra, los papas rehusaban acceder a compartir ni el poder, ni las rentas. Los Cardenales querían ostentar una pompa y un lujo que les obligaban a gastar enormes sumas; en cierta ocasión, no menos de quinientos beneficios estaban ocupados por uno de ellos, y sus deudos y amigos eran mantenidos y sus familias enriquecidas. Se aseguraba que todos los ingresos de Francia eran insuficientes para cubrir estos gastos; sucedió a veces que por sus rivalidades tardáronse varios años en elegir Papa, y parecía como que trataban de demostrar que bien podía pasar la Iglesia sin vicario de Cristo.
Hacia el fin del siglo XI, la Iglesia Romana vino a ser la corte romana; en vez del rebaño cristiano, que dulcemente siguiese a su pastor en el santo recinto de la ciudad, había una cancillería de escribientes, notarios y procuradores, que negociaban sobre privilegios, dispensas, exenciones, &c.; no se veían más que pretendientes de puerta en puerta, y Roma era el punto de cita para los aspirantes de todas las naciones. En vista de la enorme cantidad de autos, procesos, gracias, indulgencias, absoluciones, órdenes y decisiones dirigidas a todas partes de Europa y Asia, las funciones de las Iglesias locales perdieron su importancia; se necesitaban muchos centenares de personas en la curia y cuyo objeto capital era ascender, para lo cual hacían lo posible por aumentar los ingresos del Papa. Todo el orbe cristiano había llegado a ser tributario suyo. Todo vestigios de religión había desaparecido de allí; sus miembros estaban ocupados en política, litigios y procesos, y ni una sola palabra podía escucharse relativa a asuntos espirituales; cada plumada tenía su precio; beneficios, dispensas, licencias, absoluciones, indulgencias, privilegios, eran [289] comprados y vendidos como mercancías; el pretendiente tenía que gratificar a todo el mundo, desde el portero al Papa, y si no, perdía su demanda; para los pobres no había atención alguna, ni esperanza, y el resultado fue que cada clérigo se creyó facultado para seguir el ejemplo que había visto en Roma, y a sacar provecho de su ministerio espiritual y de los sacramentos, por haber comprado este derecho en Roma y carecer de otros medios para pagar su deuda. La trasferencia de poder de los italianos a los franceses por translación de la curia a Aviñón, no produjo cambio; sólo conocieron los italianos que el enriquecimiento de sus familias se escapaba de sus garras. Habían llegado a considerar al papado como su propia hacienda, siendo el pueblo escogido de Dios bajo la ley de Cristo, como bajo la mosaica lo habían sido los judíos.
Al concluir el siglo XIII, se descubrió un nuevo reino, capaz de producir inmensos ingresos, este fue el Purgatorio, que se demostró que el Papa podía vaciar por indulgencias; en esto no había hipocresía alguna y se hacía con el mayor desenfado; el germen original de la primacía apostólica se había convertido ahora en una monarquía colosal.
La Inquisición había hecho irresistible el sistema papal; toda oposición era castigada con la muerte en la hoguera, y un simple pensamiento, no traducido en signo alguno exterior, era considerado como delito; andando el tiempo, se hizo esta práctica inquisitorial cada vez más odiosa, y se aplicaba el tormento por la más ligera sospecha; el acusado no podía saber el nombre del denunciador y no se le permitía tener abogado; no había, pues, apelación; se mandó a los inquisidores que no se apiadasen y que no acepatasen retractaciones. La inocente familia del [290] acusado era despojada de sus bienes por la confiscación; la mitad iba al tesoro papal, la otra mitad a los inquisidores; tan sólo la vida, decía Inocencio III, debía dejarse a los hijos del descreído y esto por un acto de misericordia. Fue la consecuencia que papas, como Nicolás III, enriquecieron a sus familias con los despojos de los desgraciados, adquiridos por este tribunal; haciendo lo propio los inquisidores.
La lucha que por la posesión del papado sostuvieron franceses e italianos, condujo inevitablemente al cisma del siglo XIV. Por más de cuarenta años, dos papas rivales estuvieron anatemizándose mutuamente: dos curias rivales agobiaban a los pueblos para sacar dinero, y llegó a haber hasta tres obediencias, y triples contribuciones que sacar. Nadie entonces podía garantizar la validez de los sacramentos, puesto que nadie podía estar seguro de quien era el verdadero Papa; los hombres se veían obligados a pensar por sí mismos y no podían encontrar quien era el legítimo pensador para todos ellos. Empezaron a ver que la Iglesia debía libertarse de la cadena curial y acudir a un concilio general; esto se intentó una y otra vez, con la idea de elevar el concilio a parlamento de la cristiandad y hacer del Papa el jefe del poder ejecutivo. Pero los grandes intereses que habían crecido por la corrupción de las edades no pudieron derribarse tan fácilmente; la curia recuperó su ascendiente, y el comercio eclesiástico empezó de nuevo. Los alemanes, a quienes nunca se había permitido entrar en la curia, se pusieron a la cabeza de los primeros que intentaron la Reforma. Yendo las cosas de mal en peor, se convencieron ellos también de que era imposible reformar la Iglesia por medio de concilios. Erasmo exclamaba: «Si Cristo no liberta a su pueblo de esta múltiple tiranía [291] eclesiástica, sería más tolerable la tiranía de los turcos.» Se vendían entonces los capelos cardenalicios, y bajo León X, los oficios eclesiásticos y religiosos se sacaban a pública subasta. La máxima de la vida era: primero el interés y luego el honor; entre los oficiales, no había uno que quisiese ser honrado en la sombra o virtuoso sin testigos. Las capas de terciopelo violeta y el blanco armiño de los cardenales eran la verdadera librea de la maldad.
La unidad de la Iglesia, y por lo tanto su poder, requerían el uso del latín como idioma sagrado. Por esto Roma había sostenido su actitud estrictamente europea, y estaba en aptitud de mantener una relación internacional general. Esto le dio mucho mayor poder que su autoridad espiritual; y, por muchas que sean sus pretensiones de haber hecho algo bueno, debe condenársele francamente, porque con tales elementos en sus manos, que jamás volvió a tener ningún sucesor, no hizo micho más. Si no hubiesen estado los soberanos pontífices tan ocupados completamente en conservar sus emolumentos y temporalidades en Italia, habrían podido hacer progresar al continente entero, como un solo hombre. Sus oficiales podían atravesar sin dificultad por todas las naciones y comunicar sin tropiezo unos con otros, de Irlanda a Bohemia y de Italia a Escocia. La posesión de un idioma común les dio la administración de asuntos internacionales, con aliados inteligentes en todas partes, puesto que hablaban la misma lengua.
No era injustificado el odio que manifestó Roma al renacimiento del griego e introducción del hebreo, y la alarma con que notó la formación de los idiomas modernos, nacidos de los dialectos vulgares; y no sin motivo se hizo eco la Facultad de Teología de París del sentimiento [292] que prevalecía en tiempo de Jiménez. «¿Qué vendrá a ser de la religión, si se permite el estudio del griego y el hebreo?» El predomino del latín era la condición de su poder, su abandono la medida de su decadencia, su desuso la señal de su limitación a un pequeño principado de Italia; en suma, el desarrollo de las lenguas europeas era el instrumento de su derrota. Formaban una comunicación útil entre los frailes mendicantes y el populacho inculto, y no hubo ninguno entre ellos que no manifestase un profundo desprecio contra sus primeras producciones.
El desarrollo de la literatura políglota de Europa coexistió por lo tanto con el descenso del cristianismo papal; la literatura europea era imposible bajo la dominación católica. Una unidad religiosa, grande, solemne e impotente, hacía necesaria la unidad de literatura, que implica el uso de una sola lengua.
Mientras que la posesión de un idioma universal tan señaladamente aseguraba su poder, el secreto real de gran parte del influjo de la Iglesia descansaba en la vigilancia que con tanta habilidad había obtenido de la vida doméstica. Su influjo disminuyó al declinar ésta, coincidiendo con este cambio su alejamiento de la dirección de las relaciones diplomáticas internacionales.
En los antiguos tiempos de la dominación romana se había demostrado que los acantonamientos de las legiones en las provincias eran siempre focos de civilización. La industria y el orden que presentaban servían de ejemplo, que no era perdido por los bárbaros que les rodeaban en Bretaña, en las Galias o en Alemania; y aunque no entraba como parte de su obligación ocuparse activamente en mejorar la condición de las tribus conquistadas, sino más bien mantenerlas en estado de sumisión, [293] un rápido progreso tuvo lugar tanto en la vida individual como en la social.
Bajo la dominación eclesiástica de Roma ocurrió una cosa semejante. En los despoblados, reemplazó el monasterio al campamento legionario; en la villa o la ciudad, la Iglesia era el centro de luz; un poderoso efecto se produjo por el lujo elegante de los primeros y por las sagradas y solemnes moniciones de las segundas.
Al ensalzar el sistema papal por lo que hizo en la organización de la familia, la definición de la política civil, la construcción de los estados de Europa, debemos limitarnos a recordar que el objeto principal de la política eclesiástica fue el engrandecimiento de la Iglesia, y no los progresos de la civilización; los beneficios obtenidos por los laicos no los debieron a intención deliberada, sino que fueron incidentales o colaterales.
No hubo proyecto, ni plan formado para mejorar la condición física de las naciones. Nada se hizo para favorecer su desarrollo intelectual; al contrario, la política establecida era mantenerlas, no sólo en un estado iliterato, sino ignorante. Siglo tras siglo pasaban, y dejaban al aldeano poco mejor tan sólo que el ganado de los campos. Las comunicaciones y la locomoción, que tan poderosamente tienden a ensanchar las ideas, no recibieron impulso; la mayoría de los hombres morían sin haber salido de la vecindad en que habían nacido. Para ellos no había esperanza de adelanto personal, ni de mejorar su suerte o cultivar su espíritu; nada se hacía en general para evitar las necesidades individuales, nada para precaver las hambres; las pestes no hallaron el menor contratiempo y sólo se les oponían las farsas religiosas. Mala alimentación, vestidos miserables, abrigo insuficiente, fueron bastante para producir su resultado, y al [294] cabo de mil años no se había duplicado la población de Europa.
Si la política puede ser responsable, tanto por el número de nacimientos que impide como por el número de muertes que ocasiona, ¡qué responsabilidad no hay en esto!
En esta investigación de la influencia del catolicismo debemos separar cuidadosamente lo que hizo por el pueblo de lo que hizo para sí propio. Cuando pensemos en los suntuosos monasterios, palacios lujosísimos, con sus avenidas de segado césped, sus jardines y bosquecillos, sus fuentes y manantiales de dulce murmullo, no debemos relacionar estas maravillas con el desgraciado campesino que moría sin auxilio en los pantanos, sino con el abad, su corcel, su halcón y sus perros, sus bodegas repletas y sus magníficas cocinas. Es parte de un sistema que tiene su centro de autoridad en Italia y al cual debe sumisión; todos sus actos tienden a asegurar sus intereses. Cuando vemos, como aún podemos hacerlo, las magníficas iglesias y catedrales de aquellos tiempos, milagros de arquitectura y arte (únicos milagros verdaderos del catolicismo); cuando con el pensamiento restauramos las pompas celebradas, las grandes ceremonias de que fueron escena, la vaga luz religiosa que proyectaban las vidrieras de colores, el sonido de voces en nada inferiores a las del cielo, los sacerdotes con sus vestiduras sagradas, y sobre todo, los adoradores postrados, escuchando las letanías y preces en un idioma extranjero y desconocido, no debemos preguntarnos: ¿se hacía todo esto por la salvación de aquellos adoradores, o por la gloria de la grande y omnipotente autoridad de Roma?
Pero tal vez alguno puede decir que hay límites para nuestros esfuerzos, cosas que ningún sistema político, [295] ningún poder humano, por buenas que sean sus intenciones, puede realizar; ¡no es posible sacar al hombre de la barbarie, ni civilizar un continente en un día!
El poder católico no puede, sin embargo, juzgarse por tal norma, puesto que rechazaba con desprecio y rechaza hoy día un origen humano y pretende ser sobrenatural. El soberano Pontífice es el Vicario de Dios en la tierra: infalible en sus juicios, tiene el poder de ejecutarlo todo milagrosamente, si lo necesita. Ejerció una tiranía autocrática sobre la inteligencia de Europa por más de mil años, y aunque en varias ocasiones encontró resistencia en algunos príncipes, en conjunto fue esto de tan poca importancia, que puede asegurarse tuvo a su disposición el poder físico y político del continente.
</DIR>Los hechos que se han presentado en este capítulo fueron indudablemente bien examinados por los reformadores protestantes del siglo XVI, y les llevaron a la conclusión de que el catolicismo había fracasado en su misión; que había venido a ser un vasto sistema de falsedades e imposturas, y que la restauración del verdadero cristianismo, podría sólo verificarse volviendo a la fe y prácticas de los primitivos tiempos. No fue esta una sentencia rápidamente proferida; largo tiempo había sido la opinión de muchos hombres instruidos y religiosos. Los piadosos fraticelli de la Edad Media expresaron en alta voz su creencia de que el fatal donativo de un emperador romano había perdido la verdadera religión. No hizo falta más que la voz de Lutero para atraer a los hombres de todo el Norte de Europa a la creencia de que el culto de la Virgen, la invocación de los santos, los milagros, las curaciones sobrenaturales de los enfermos, la compra de indulgencias para pecar, y todas las demás malas prácticas, lucrativas para sus autores, que [296] se habían introducido en el cristianismo, pero que no eran parte de él, debían concluir. El catolicismo, como sistema para procurar el bienestar del hombre, ha fracasado claramente en justificar su supuesto origen; sus obras no han correspondido a sus grandes pretensiones; y tras una oportunidad que ha durado más de mil años, ha dejado a los hombres sometidos a sus influencias, tanto relativas al bienestar físico, como a la cultura intelectual, y en un estado mucho más inferior de lo que debiera haber sido.
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Tomado de "Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia", cap. IX.