Exigimos pluralismo en la Iglesia Católica Romana

11 Diciembre 2001
382
0
Este texto lo podéis ver en:

http://www.arrakis.es/~alois3/Texto000_Manifiesto_1999.html

que pertenece Asociación Laica para la opinión en la Iglesia y la sociedad .

Quisiera hacer esta aportación para que los foristas tuviesen una visión más amplia de la ICR que la presentada aquí por miembros de un sector de la Iglesia que no la representa en su totalidad (ya quisieran ellos). De paso agradeceros a todos vuestra amabilidad, especialmente a la hermana Maripaz.

Paz y bien.


"Queremos evocar la memoria del concilio Vaticano II, hastiados de comprobar cómo se pisotean sistemáticamente las constituciones Lumen gentium y Gaudium et spes. ¿Recuerda alguien todavía? El posconcilio no fue el principio de la renovación (del aggiornamento), sino su final. Ha sido el anticoncilio.
Y es que veinte años de pontificado teológicamente retrógrado y anticonciliar han producido una devastación desastrosa en la iglesia católica. Veinte años en que el episcopado mundial se ha renovado en una línea tendenciosa, acabando con el pluralismo imprescindible. Veinte años de persecución sistemática contra los teólogos, clérigos, religiosos y grupos cristianos llamados de "base", o "populares". Simplemente no se ha tolerado a los que se tomaron en serio aquel espíritu conciliar de renovación de la iglesia y de apertura del evangelio al mundo moderno. Seguimos bajo los efectos de esta era glacial en la iglesia. Un poder autocrático e intransigente, enmascarado bajo un carisma publicitario, ha puesto al pueblo de Dios bajo el signo de la represión y el infantilismo religioso.

La iglesia católica está gobernada por el miedo. Se ha ejercido una sistemática represión de los sacerdotes más progresistas, con frecuencia machacados inmisericordemente por la "institución". Es razonable desear que ese estado de opresión acabe, y que todos los cristianos de a pie podamos expresar lo que pensamos: sobre la fe, sobre la organización de la iglesia, sobre la moral... Pero estamos de antemano descalificados. Al parecer el Espíritu santo no se ha dado a todos, sino a unos cuantos jerarcas. Pero lo cierto es que nadie tiene la patente del Espíritu, ni los curas ni los obispos ni el papa. Debemos desacralizar los aparatos medievales del poder eclesiástico.

Reivindicamos el reconocimiento del pluralismo en el seno de la iglesia: pluralismo teológico, moral, político, ritual. La unidad en la diversidad, que preconizaba el papa Juan XXIII. Porque la realidad es que en el monolitismo que se ha ido imponiendo en la iglesia quedan de hecho fuera hasta los planteamientos del tristemente sepultado concilio Vaticano II.

En España, se observan notables síntomas de cómo la iglesia corre el peligro de convertirse en una secta, controlada por los grupos más espiritualistas, reaccionarios y autoritarios. Se está avanzando a grandes pasos del "catolicismo" al sectarismo; pues, una vez derrotados o arrinconados los espíritus aperturistas y libres, basta seguir con la inercia. Cualquier persona con una mentalidad crítica choca hoy con esa iglesia dominante que se ha echado en brazos del oscurantismo, acobardada ante la ciencia y no ya ante la revolución sino ante la menor disensión. Da la impresión de que utilizan la eficacia de los variados medios modernos tan sólo para difundir una religión de consumo barato.

¿No será un derecho del cristiano expresar su fe en primera persona, ir a los actos públicos de la iglesia local y decir allí lo que piensa?

Necesitamos un concilio ecuménico que se plantee el reconocimiento de los derechos humanos en la iglesia católica, y que inicie una democratización de la estructura organizativa de la iglesia, en todos los niveles, con participación de los laicos.

Demasiados huyen a refugiarse en Trento. Nosotros pedimos utópicamente un concilio Vaticano III."
 
Interesante aporte ermitaño :corazon:


Tan solo una matización a lo expresado en el artículo:


democratización de la estructura organizativa de la iglesia



¿No sería más conveniente un regreso de forma radical al cristianismo bíblico, al modelo apostólico?


Democratización es palabra usada en política, y Jesús dijo claramente:

Mi Reino no es de este mundo


:beso:
 
Totalmente de acuerdo

Totalmente de acuerdo

Fíjate que radicalidad:

"Y todos los que creían estaban juntos; y tenían todas las cosas comunes;
Y vendían las posesiones, y las haciendas, y repartíanlas a todos, como
cada uno había menester.
Hechos 2:44:45"


Aquí se ve claramente que su Reino no es de este mundo. Quién estaría dispuesto a tanto. Pero sin embargo, escrito está.


:angel:
 
Re: Exigimos pluralismo en la Iglesia Católica Romana

Originalmente enviado por: ermitaño
Este texto lo podéis ver en:

http://www.arrakis.es/~alois3/Texto000_Manifiesto_1999.html

que pertenece Asociación Laica para la opinión en la Iglesia y la sociedad .

Quisiera hacer esta aportación para que los foristas tuviesen una visión más amplia de la ICR que la presentada aquí por miembros de un sector de la Iglesia que no la representa en su totalidad (ya quisieran ellos). De paso agradeceros a todos vuestra amabilidad, especialmente a la hermana Maripaz.

Paz y bien.


"Queremos evocar la memoria del concilio Vaticano II, hastiados de comprobar cómo se pisotean sistemáticamente las constituciones Lumen gentium y Gaudium et spes. ¿Recuerda alguien todavía? El posconcilio no fue el principio de la renovación (del aggiornamento), sino su final. Ha sido el anticoncilio.
Y es que veinte años de pontificado teológicamente retrógrado y anticonciliar han producido una devastación desastrosa en la iglesia católica. Veinte años en que el episcopado mundial se ha renovado en una línea tendenciosa, acabando con el pluralismo imprescindible. Veinte años de persecución sistemática contra los teólogos, clérigos, religiosos y grupos cristianos llamados de "base", o "populares". Simplemente no se ha tolerado a los que se tomaron en serio aquel espíritu conciliar de renovación de la iglesia y de apertura del evangelio al mundo moderno. Seguimos bajo los efectos de esta era glacial en la iglesia. Un poder autocrático e intransigente, enmascarado bajo un carisma publicitario, ha puesto al pueblo de Dios bajo el signo de la represión y el infantilismo religioso.

La iglesia católica está gobernada por el miedo. Se ha ejercido una sistemática represión de los sacerdotes más progresistas, con frecuencia machacados inmisericordemente por la "institución". Es razonable desear que ese estado de opresión acabe, y que todos los cristianos de a pie podamos expresar lo que pensamos: sobre la fe, sobre la organización de la iglesia, sobre la moral... Pero estamos de antemano descalificados. Al parecer el Espíritu santo no se ha dado a todos, sino a unos cuantos jerarcas. Pero lo cierto es que nadie tiene la patente del Espíritu, ni los curas ni los obispos ni el papa. Debemos desacralizar los aparatos medievales del poder eclesiástico.

Reivindicamos el reconocimiento del pluralismo en el seno de la iglesia: pluralismo teológico, moral, político, ritual. La unidad en la diversidad, que preconizaba el papa Juan XXIII. Porque la realidad es que en el monolitismo que se ha ido imponiendo en la iglesia quedan de hecho fuera hasta los planteamientos del tristemente sepultado concilio Vaticano II.

En España, se observan notables síntomas de cómo la iglesia corre el peligro de convertirse en una secta, controlada por los grupos más espiritualistas, reaccionarios y autoritarios. Se está avanzando a grandes pasos del "catolicismo" al sectarismo; pues, una vez derrotados o arrinconados los espíritus aperturistas y libres, basta seguir con la inercia. Cualquier persona con una mentalidad crítica choca hoy con esa iglesia dominante que se ha echado en brazos del oscurantismo, acobardada ante la ciencia y no ya ante la revolución sino ante la menor disensión. Da la impresión de que utilizan la eficacia de los variados medios modernos tan sólo para difundir una religión de consumo barato.

¿No será un derecho del cristiano expresar su fe en primera persona, ir a los actos públicos de la iglesia local y decir allí lo que piensa?

Necesitamos un concilio ecuménico que se plantee el reconocimiento de los derechos humanos en la iglesia católica, y que inicie una democratización de la estructura organizativa de la iglesia, en todos los niveles, con participación de los laicos.

Demasiados huyen a refugiarse en Trento. Nosotros pedimos utópicamente un concilio Vaticano III."

Estimado Ermitaño

Tu ya estás ejercitando ese derecho, tu voz ya se está siendo escuchada por mucha gente y se va a tener en cuenta, sencillamente porque tu eres iglesia y nadie va a poder demostrar lo contrario.

Dios te bendiga
 
Ermitaño:
Se ha ejercido una sistemática represión de los sacerdotes más progresistas, con frecuencia machacados inmisericordemente por la "institución".


Luis:
Demasiada poca represión han recibido esos traidores de la fe católica. Demasiada manga ancha se ha tenido con ellos.
Eso sí, como da la casualidad de que no sale ni una sola vocación sacerdotal de parte de esos sectores que conforman el cáncer de la Iglesia, que son el humo de Satanás que pudo apreciar Pablo VI, pues entonces lo mejor es dejarlos que se disuelvan en la nada.

Va una lista de algunos de ellos con sus andanzas:

¿Qué teólogos?
Recientemente (23-7-99) se ha publicado, bajo el título de «Teología y Magisterio: relaciones conflictivas», una especie de manifiesto que firman José María Díez Alegría y Juan José Tamayo y que es apoyado por otros treinta y ocho nombres. Es una protesta contra el documento de Juan Pablo II Ad tuendam fidem pero podría serlo contra cualquier otro. A estos «teólogos» les molesta en la ocasión la condena del aborto y la eutanasia y el rechazo del sacerdocio femenino pero lo que en realidad parece molestarles es el dogma y la moral católicos y la autoridad en la Iglesia. ¿Quiénes son?

Díez Alegría, es un anciano sacerdote asturiano, doctor en Filosofía y Derecho y licenciado en Teología, hermano de dos tenientes generales de la era de Franco. Convertido al marxismo por un extraño síndrome de Estocolmo, pura perturbación mental que se dio en algún otro jesuita como el P. Llanos, según el cual los asesinos de sus hermanos de religión, y en algún caso hasta de sangre, pasaron a ser sus amigos, mientras que aquellos que salvaron a la religión y a la patria se convirtieron en sus enemigos.

A Díez Alegría le vemos participando en el contra Sínodo de 1974 (Ya, 1-10-74). Una conferencia que iba a dar en Las Palmas fue suspendida gubernativamente, pero se aprovechó de la prensa para manifestarse en favor del socialismo, el aborto y el divorcio (La Tarde, 14-2-75; Las Provincias, 14-2-75) por lo que será desautorizado por el obispo de Canarias (Informaciones, 20-2-75). La noticia de que abandonaba la Compañía de Jesús causó sensación (Informaciones, 15-3-75), lo mismo que sus explicaciones del hecho: «Por qué salgo de la Compañía de Jesús» (Informaciones, 17-3-75). El provincial de Toledo manifestó que no se le había impuesto la decisión (Arriba, 18-3-75) pero ello no fue óbice para que sesenta y cuatro jesuitas españoles se solidarizaran con el ya exjesuita (El Ciervo, 1.ª quincena, abril, 75; Informaciones, 25-3-75), en un abierto acto de rebeldía que no tuvo consecuencias adversas.

A partir de su exclaustración fue uno de los más decididos partidarios del diálogo con el marxismo (Triunfo, 31-1-76) y uno de los setenta y seis «intelectuales» que se manifiestan en contra de la exclusión del Partido Comunista (La Voz de Galicia, 28-7-76) porque para él el cristianismo es compatible con el marxismo (El País, 27-10-76). Continuó en sus manifestaciones promarxistas (El País, 30-10-76; Diario 16, 13-12-76; Vida Nueva, 8-11-76) hasta anunciar que su voto sería para los comunistas (El País, 22-4-77) y asistió por lo menos a uno de los mítines que organizó el Partido (El País, 28-5-77).

Se muestra contrario a que se mencione a la Iglesia en el texto constitucional (Ya, 4-7-78), es uno de los firmantes de un comunicado al Papa, que ya lo era Juan Pablo II, pidiendo se reabran las secularizaciones de los sacerdotes que querían contraer matrimonio como una exigencia de los derechos humanos (El País, 25-11-79) y con otros cuarenta y nueve «teólogos» españoles se manifiesta en favor de Hans Kung, censurado por Roma (El País, 23-12-79).

Ahora son nueve los «teólogos» que preguntan : «Matrimonio indisoluble, ¿ley o ideal?» (Vida Nueva, 15-12-79) y se manifiestan favorables al divorcio.

Apoya a los dominicos de San Blas en conflicto con la jerarquía (Vida Nueva, 1-3-80) y, según él, el Papa actuó autoritariamente en la dimisión del P. Arrupe como Prepósito general de la Compañía de Jesús (El País, 12-8-80).

Aquel año de 1980 asume una postura crítica frente al Pontificado en la Universidad internacional de Santander (El País, 6-9-80); publica una carta en solidaridad con los dirigentes de la JOC que habían sido cesados (El País, 7-10 80); sigue expresándose en favor del divorcio (El País, 19-10 80); critica la actual intolerancia de la Iglesia (El País, 11 11-80); en una entrevista se expresa en contra del Papa y el celibato y en favor del divorcio y del marxismo (El País, 15 11-80) y, con otros sacerdotes, manifiesta que no puede objetarse el divorcio desde la fe (El País, 17-12-80).

El año 1981 publica un mediocre artículo: «Ante la ley del divorcio» (El País, 8-2-81), denuncia recortes a la libertad de expresión en la Iglesia (El País, 2-5-81) y se manifiesta contra la OTAN (El País, 25-9-81). Los obispos catalanes le prohiben un curso (El País, 23-4-81). Y firmará con Santiago Carrillo (nota mía: Carrillo era el responsable máximo del Partido Comunista de España) y demás compañeros de viaje una petición de ley de divorcio (El País, 17-3-81).

Con Carrillo y otros firma un escrito en solidaridad con la guerrilla marxista de El Salvador (El País, 27-3-82) y, con toda la izquierda, un manifiesto contra la OTAN (El País, 23-3 83). Ya en un terreno más puramente religioso, su artículo «Contribución a un diálogo sobre el aborto» (El País, 23-1-83) desata no pocas protestas (Ya, 2-3-83; El País, 2-2-83), aunque las llamadas Comunidades Cristianas Populares le expresen su solidaridad (El País, 8-2-83).

También de 1982 es su participación en la «boda» de su amigo, firmante con él del manifiesto que comentamos y de bastantes más, Juan José Tamayo (El País, 31-8-82).

Firmará, con otros, una carta al presidente del Gobierno, Felipe González, en apoyo del sandinismo (El País, 7-1-84) y continúa manifestándose en favor del comunismo (El País, 5-12 83). Sigue firmando escritos contra la OTAN (El País, 1-6-84; 20-10-84). Pide a la Iglesia más pluralismo y la superación de sistemas inquisitoriales (El País, 21-9-84); critica la manifestación en favor de la libertad de enseñanza (El País, 18-11-84) y, ya en un verdadero prurito firmante, se solidariza hasta...con la Clínica de la Concepción (El País, 19-12-84).

Con Juan José Rodríguez Ponce firma una carta abierta en apoyo de Díaz Merchán que había criticado los gastos de defensa (El País, 4-1-85), cuestión, sin duda, muy episcopal, como si el Gobierno criticara los gastos de cera en los actos de culto o la música de las misas.

Después será Leonardo Boff, también en el punto de mira del Vaticano, hoy al margen del sacerdocio y viviendo con una señora, el objeto de sus solidaridades (El País, 31-5-85), mientras sigue manifestándose en favor del sandinismo (El País, 24-4-86). Con otros diecinueve «teólogos» se manifestará contra el impuesto religioso (El País, 28-9-87). Y en favor del destituido Forcano (El País, 14-5-88). Con el inevitable Tamayo presentará el escrito de solidaridad de numerosas Comunidades de base con los destituidos Castillo, Estrada y Forcano, jesuitas los dos primeros y claretiano el último (El País, 23 6-88; Ya, 23-6-88), en una nueva y abierta confrontación con la autoridad eclesiástica, lo que, a persona tan poco sospechosa de integrismo como José Luis Martín Descalzo le llevó a escribir un artículo de réplica titulado: «Una declaración asombrosa» (ABC, 24-6-88).

En 1988 es elegido nuevo presidente de la Asociación de Teólogos Juan XXIII (El País, 10-9-88), verdadero refugium pecatorum de los restos, cada vez más mermados, más ancianos y más casados del progresismo hispánico. Respaldará el documento antivaticano de Colonia (ABC, 1-2-89) y, con otros sesenta y un «teólogos» acusará a Roma de actuaciones «autoritarias y excluyentes» (El País, 19-4-89). Diez años más tarde los sesenta y dos se han reducido a cuarenta.

En el IX Congreso de la citada Asociación defiende el derecho de los católicos al uso de anticonceptivos (El País, 15-9-89). En 1992 denunciará la situación de la mujer en la Iglesia (ABC, 12-9-92). Y en 1996 deja la presidencia de la Asociación Juan XXIII a Miret Magdalena (El País, 8-9-96). Tenía ya 85 años, un anciano dejaba el puesto a otro anciano.

En un artículo autobiográfico (El País, 12-10-97) solicita que la Iglesia pida perdón por la guerra civil y el apoyo al régimen de Franco, aunque reconoce que hasta 1955 sus ideas eran muy otras. En lo que insiste en otro artículo (El País (9 11-97): «La Iglesia católica y el perdón», firmado con Miret y Acosta.

No he sido exhaustivo con Díez Alegría. Pero creo que está caracterizado. Ahora, próximo a los noventa años, tras el fracaso de todos sus nuevos ideales, continúa empecinado en lo que ya no verá.

El otro firmante, que unas veces se hace llamar Tamayo y otras Tamayo-Acosta, era profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca hasta que una «boda» canónicamente inexistente, dada su condición de sacerdote no secularizado, le impone la pérdida de la cátedra. La novia era una alumna suya. Presidió el simulacro de ceremonia Casiano Floristán y, entre otros sacerdotes, «concelebraron» Díez Alegría y Forcano (Faro de Vigo, 21-8-82; Ya, 31-8-82; El País, 31-8-82; Tiempo, 24-1-83).

Era también dirigente de las «Comunidades populares», las más politizadas de todas. Su libro Por una Iglesia del pueblo fue secuestrado en 1976 (Vida Nueva, 22-5-76; 20-11-76; 4-3 78). Su trayectoria desde este momento será muy similar a la de Díez Alegría hasta el punto de que parecen inseparables.

Firmará el comunicado pidiendo que se reabran las secularizaciones (El País, 25-11-79), asunto que le afectaría directísimamente y en el que parecía actuar pro domo sua; es uno de los cincuenta «teólogos» que se manifiestan en favor de Kung (El País, 23-12-79); se solidariza con los cesados dirigentes de la JOC (El País, 7-10-80); denuncia los que entiende recortes a la libertad de expresión en la Iglesia (El País, 2-5-81); firma con Santiago Carrillo y otros una petición de ley de divorcio (El País, 13-3-81); con otros treinta y nueve promueve una asociación civil de curas ante la «involución» de la Iglesia (El País, 14-5-81); vuelve a firmar con Carrillo y otros un documento de solidaridad con la guerrilla marxista de El Salvador (El País, 27-3-82); con otros veintiún miembros de la Asociación Juan XXIII firma un escrito en favor de la Teología de la liberación, en réplica a los obispos Sebastián y Benavent que la habían criticado (El País, 13-11-84).

Con los mismos, pero ahora reducidos a trece, se solidariza con el franciscano brasileño Leonardo Boff (El País, 31-5-85), que años después seguiría los pasos de Tamayo abjurando del celibato. Será uno de los ponentes en la Universidad de La Rábida de las tesis de la Teología de la Liberación (El País, 26-5-87) y uno de los veinte que se pronuncian contra el impuesto religioso (El País, 28-9-87).

Con Díez Alegría presentará el escrito de las Comunidades de Base solidarizándose con los profesores destituidos por sus extremadas doctrinas, Castillo, Estrada y Forcano (Ya, 23-6-88; El País, 23-6-88; ABC, 24-6-88) y será elegido secretario de la Asociación Juan XXIII (El País, 10-9-88). Se adhiere al antirromano documento de Colonia (ABC, 1-2-89) y, con otros 61 acusa al Vaticano de actuaciones «autoritarias y excluyentes» (El País, 19-4-89).

En el IX Congreso de la ya tantas veces mencionada Asociación manifiesta que la Iglesia, «si no corrige su actual rumbo, lleva camino de convertirse en la última dictadura de la historia moderna» (El País, 14-9-89). Asegura que dicha Asociación está en contra de la beatificación del fundador del Opus Dei (ABC, 11-2-92) y, en su opinión, el Vaticano sólo deja a los teólogos el papel de comparsa (El País, 28-6-90).

Escribe con Díez Alegría y Miret un artículo titulado «La Iglesia católica y el perdón» (El País, 9-11-97), en réplica a otro, también bastante desdichado, del obispo Echarren que aseguraba que ya lo había pedido por la guerra de 1936.

Con motivo de la intervención humanitaria del Vaticano en favor del octogenario general Pinochet, Tamayo escribe un indignado artículo en El País (2-3-99) en el que la explicación del hecho está en que, «en definitiva una dictadura (la Iglesia) apoya y legitima a otra dictadura».

Después vienen 38 nombres que respaldan lo que los dos citados discurrieron. En general, con algunas excepciones, son figuras secundarias al haber protagonizado menos incidentes eclesiales.

De E. Aguiló, nada sé. Xavier Alegre es un jesuita que perteneció, y tal vez pertenezca, a la Facultad de Teología de San Cugat de Barcelona. En 1975 se había solidarizado con Díez Alegría, obligado a abandonar la Compañía de Jesús (El Ciervo, 1.ª quincena de abril, 75). Años después se manifestaba, con otros 49 «teólogos» en apoyo de Hans Kung (El País, 23-12-79).

Nada sé tampoco de E. Bautista y J. M. Bernal. Juan Bosch, es un dominico que fue delegado diocesano de ecumenismo en Valencia, especializado en lo que se ha dado en llamar Teología de la Negritud (Vida Nueva, 3-10-85; Bosch, Juan: James H. Cone, teólogo de la negritud, Escritos del Vedat, Facultad de Teología de Valencia, Valencia, 1985), autor de una carta en la que no sólo protestaba por que se hubiera suprimido un pliego sobre el Opus Dei sino que además denunciaba los nuevos brotes inquisitoriales en la Iglesia (Vida Nueva, 1-12-79).

L. Briones, rector en su día del Centro de Estudios Teológicos de Sevilla, cesado con otros siete profesores de aquel centro (Ya, 4-7-76) y firmante con otros 21 de la omnipresente Asociación Juan XXIII del ya citado escrito en favor de la Teología de la liberación en réplica a dos obispos. (El País, 13-11-84).

José María Castillo, de la Compañía de Jesús, tuvo una activa participación en la Asamblea Europea de Sacerdotes y fue uno de los encargados de presentar las conclusiones del Congreso a la Congregación del Clero (Ya, 24-10-71). En ese mismo año fue uno de los firmantes de un radical escrito contra el Concordato que el Estado español había firmado con la Santa Sede (Ya, 12-6-71). Fue encargado de redactar los documentos base de la famosa Asamblea Conjunta, el primero de los cuales fue rechazado por la Comisión Episcopal del Clero por sus ideas heterodoxas.

Escribió numerosos artículos, todos ellos declaradamente progresistas. Nosotros recordamos «Donde no hay Justicia no hay Eucaristía» (Vida Nueva, 4-12-71); «¿Dónde están los profetas?» (Misión Abierta, abril, 72); «La fuerza de los débiles, ¿Cuál es la verdadera raíz de la crisis del clero?» (Vida Nueva, 6-5 72); «Balance de la Iglesia en España en 1971; »En la adultez y la libertad» (Misión Abierta, enero,72); «La Eucaristía, problema político» (Vida Nueva, 19-5-73).

De 1979 es el comunicado de los «teólogos» profesores de la Facultad de Granada afirmando que se puede votar al marxismo (Vida Nueva, 3-3-79) y la durísima crítica a la Iglesia en el I Encuentro de curas jóvenes de Madrid (Vida Nueva, 9-6-79). También ese año se manifestará con otros 49 en favor de Kung (El País, 23-12-79). En 1981 es vetado para enseñar en determinadas universidades católicas (El País, 28-2-81) y un libro suyo es denunciado a Roma (El País, 14-5-81).

Será uno de los firmantes de la declaración de la Comisión española por los derechos humanos y la paz en El Salvador (El País, 15-12-81) en abierto apoyo a la guerrilla marxista. Interviene con una ponencia en la reunión del Movimiento pro celibato opcional celebrada en Madrid (Ya, 10-6-84) y será uno de los 22 que suscribirán el documento de la Asociación Juan XXIII en favor de la teología de la liberación y en contra de la postura sobre la misma manifestada por los obispos Sebastián y Benavent (El País, 13-11-84).

Se manifestará, con otros trece, en apoyo de Boff (El País, 31-5-85). Y ese mismo año publica un artículo (El País, 13-12 85) denunciando el involucionismo del Sínodo de los Obispos.

El canónigo malagueño, Luis Vera, publica un demoledor trabajo contra el jesuita: «El padre José María Castillo y su libro «Símbolos de libertad. Teología de los Sacramentos» (Iglesia-Mundo, 1.ª quincena, mayo, 87). Mientras tanto sigue firmando escritos, ahora contra el impuesto religioso (El País, 28-9-87).

Castillo y Estrada son destituidos por la jerarquía eclesiástica de sus puestos docentes en la Facultad de Teología de Granada (El País, 10-5-88; ABC, 11-5-88). Con lo que inmediatamente se desatan las protestas de los de siempre (El País, 14-5-88; 17-5-88, 18-5-88; 19-5-88; 23-5-88; 24-5-88; ABC, 23-6-88). El general de la Compañía ratificará las destituciones (El País, 2-6-88).

Nada sabemos de J. Centeno. Carlos Domínguez, jesuita, profesor de la Facultad de Teología de Granada, es uno de los firmantes del comunicado afirmando que los católicos pueden votar a los marxistas (Vida Nueva, 3-3-79) y de la solidaridad de 50 «teólogos» españoles con Kung (El País, 23-12-79).

Encabezará una carta de 17 firmantes en apoyo de sus compañeros de Orden y Facultad, Castillo y Estrada (El País, 24-5-88).

El que en unas ocasiones firma Jesús Ekiza y en otras , como esta, Jesús Equiza, es el sacerdote navarro colaborador habitual de la revista Herria 2000. Ekiza, que tantas responsabilidades tiene en la postura de un sector del clero vasco y navarro favorable o al menos sumamente ambiguo ante ETA, no es extraño encontrarle firmando escritos contra el Concordato (Ya, 12-6-71) o en favor de la Asamblea Conjunta (Vida Nueva, 18-12-71).

La historia del también jesuita Juan Antonio Estrada, compañero de Castillo y destituido con él, es similar a la de su hermano de hábito, por lo que nos remitimos a lo dicho del anterior.

Casiano Floristán Samanes es otro adalid del progresismo. Fue, y puede que lo siga siendo, profesor de Teología pastoral en la Pontificia salmantina.

Hace ya 30 años Floristán y otros publicaron un documento: «Lo que es privilegio y lo que es competencia de la Iglesia» (Ya, 17-6-69) que fue replicado por cuatro ilustres dominicos, profesores también de la Pontificia de Salamanca, los PP. Fraile, García Cordero, Alonso Lobo y Victorino Rodríguez (Pueblo, 21-6-69; Arriba, 22-6-69). No eran nuevas esas posiciones de Floristán pues el año anterior, en unas declaraciones, sorprendió no poco a los lectores (Pueblo, 4-7 68).

Los «guerrilleros de Cristo Rey», son objeto de preocupación para estos clérigos y nuestro hombre aparece entre los firmantes de un manifiesto contra ellos (Ya, 28-12-69). Así como del escrito contra el Concordato ya mencionado (Ya, 12 6-71). Lo encontraremos también en el manifiesto en favor de la Asamblea Conjunta (Vida Nueva, 18-12-71) y entre los 33 que en marzo de 1972 suscriben un contestatario manifiesto (Nuevo Diario, 29-3-72; Vida Nueva, 8-4-72).

Intervino en la redacción de un misal que se estaba difundiendo por España y que fue denunciado por un ilustre jesuita, el P. José Antonio de Aldama: «Un misal que pone en peligro la fe del pueblo español» (Iglesia-Mundo, 30-7-72). El obispo de Tenerife alerta sobre los errores doctrinales del texto (El Alcázar, 5-10-72). Los prelados de Calahorra (Pueblo, 13-10-72), Jaca y Coria (El Alcázar, 8-11-72) insisten en los peligros del misal mientras que González Ruíz sale en defensa de su amigo (Sábado Gráfico, 21-10-72). La Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe ordena la revisión del texto (El Pensamiento Navarro, 8-12-72), el P. Aldama insiste en sus críticas (Iglesia-Mundo, 15-11-72) aunque según Martín Descalzo, por aquel entonces muy identificado con Floristán y sus amigos, no hay errores formales en el misal en opinión de la Comisión episcopal correspondiente (ABC, 17-1-73). Pero Iglesia-Mundo afirma que los ha apreciado (1-2-73). Y un nuevo obispo, el de Orihuela, prohibe el misal (Informaciones, 6-3 73). Se hace pública la nota de la Comisión que es bastante favorable (Informaciones, 6-4-73). Floristán cesa, a petición propia, en la dirección del Instituto de Teología Pastoral (Ya, 23-2-73). Sus amigos, entre ellos Joaquín L. Ortega, le apoyan incondicionalmente (Vida Nueva, 14-4-73). Aunque las críticas no ceden.

Mientras tanto Floristán pide, con otros 25, la supresión del privilegio del fuero eclesiástico (Informaciones, 14-10-72) y, según Pueblo (28-9-74) es nombrado profesor de la Gregoriana. El rector de la Pontificia de Salamanaca tiene que salir al paso de los comentarios que suscita el cese de varios profesores del Instituto de Pastoral de Madrid (El Adelanto, 9-11-74). Es uno de los ponentes de la Asamblea Cristiana de Vallecas (Ya, 11-1-75), que fue suspendida gubernativamente. Se solidariza con Arbeloa y otros sacerdotes multados (Ya, 18-2 75). Y la Santa Sede desautoriza las Plegarias de la Comunidad (ABC, 18-8-77).

Junto con otros 19 se pronuncia contra Don Marcelo por sus reservas a la Constitución (Ya, 1-12-78). Figura entre los que piden a Juan Pablo II la reapertura de las secularizaciones (El País, 25-11-79). Y con otros 49 suscribe el documento de respaldo a Kung (El País, 23-12-79). También se muestra favorable al divorcio (Vida Nueva, 15-12-79). Y denuncia los recortes a la libertad de expresión en la Iglesia (El País, 2 5-80).

Es de los que promueven una asociación civil -la tan citada Juan XXIII-, ante lo que juzgan involución eclesiástica (El País, 14-5-81). Firma solidaridades con la subversión hispanoamericana, alguna en compañía de Santiago Carrillo (El País, 15-12-81; 27-3-82). Preside la boda de Tamayo (El País, 31-8-82). Se le cuenta entre los favorables a la despenalización del aborto (Tiempo, 14-2-83). Se manifiesta identificado con la Teología de la liberación (Ya, 22-9-84) y la defiende ante las críticas de los obispos. (El País, 13-11-84). Critica los nombramientos cardenalicios de Juan Pablo II (El País, 25-4-85). Suscribe la adhesión a Boff (El País, 31-5 85). Firma con otros 28 una declaración contra la involución eclesiástica (El País, 14-12-87). Y otra contra el impuesto religioso (El País, 28-9-87).

En 1988 cesa como presidente de la Juan XXIII y es sustituido por Díez Alegría (El País, 10-9-88). José María Javierre, en un tiempo íntimo de Floristán aunque después en posiciones algo más ortodoxas, le escribe una carta, levemente crítica (Ya, 18-5-89) a la que éste contesta molesto y desabrido (Ya, 25-5-89).

Fue designado representante de la Juan XXIII para asistir en Maguncia a la Asociación europea de Teólogos, en continuación de la antivaticana declaración de Colonia (El País, 16-9-89). También asiste a la reunión que se celebró en Lovaina donde se reclamó la ordenación de hombres casados, se denunció el catecismo universal, se afirmó que Roma ponía en peligro la colegialidad, etc, (El País, 14-9-90).

El exclaretiano Benjamín Forcano Cebollada desde hace tiempo decidió situarse en la frontera, si no la traspasó repetidas veces. Recordamos de 1969 un confuso artículo sobre las relaciones prematrimoniales (Ilustración del Clero, junio y julio-agosto, 69), otro, demoledor sobre la vida religiosa (Vida Nueva, 29-4-72), la defensa de la contracepción (CIO, 14-4-73)…

Firma el comunicado al Papa pidiendo se reabran las secularizaciones (El País, 25-11-79), la exposición en favor de Kung (El País, 23-12-79), se manifiesta favorable al divorcio (Vida Nueva, 15-12-79), denuncia los recortes a la libertad de expresión en la Iglesia (El País, 2-5-81), participa en la boda de Tamayo (El País, 31-8-82).

Pero es la situación hispanoamericana la que le tiene permanentemente ocupado en escritos, artículos, manifiestos y proclamas, bien solidarizándose con la guerrilla salvadoreña (El País, 15-12-81; 27-3-82; 25-3-83) ya justificando, contra el parecer de la jerarquía de aquel país, la dictadura sandinista de Nicaragua (El País, 19-7-83; ABC, 6-11-83; El País, 7-1-84; 25-7-84; 24-4-86; 19-7-86; Ya, 21-8-86).

Se le tiene por uno de los clérigos favorables al aborto (Tiempo, 14-2-83). Será uno de los firmantes del escrito en favor de la Teología de la liberación (El País, 13-11-84), de la solidaridad con Boff (El País, 31-5-85) y del manifiesto pidiendo la salida de la OTAN (El País, 14-12-85).

El Vaticano previene contra su libro Nueva Etica Sexual (Ya, 29-4-86: Iglesia-Mundo, 2ª quincena, abril, 86). Aunque se había adelantado en lo mismo el obispo de Cuenca, Guerra Campos, que publica en su Boletín diocesano una nota con este ilustrador título: «Un libro de ética sexual y la doctrina católica» (Boletín Oficial del Obispado de Cuenca, diciembre, 85).

«Interrogado o seguido de cerca por Roma» (El País, 24-8-86), será uno de los 29 firmantes de la declaración contra la involución eclesiástica (El País, 14-12-87) y, por fin, es destituido de su puesto de director de Misión Abierta (ABC, 11-5-88) por intervención directa del cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (El País, 11-5-88). Hacía meses habían desaparecido de la mancheta de la revista varios miembros del Consejo de redacción, todos ellos exclaretianos. La Orden claretiana se apresuró a asegurar por un portavoz que la destitución «no ha sido iniciativa de nuestro gobierno general que se ha limitado a asumir lo llegado de más arriba» (Ya, 12-5-88).

Las destituciones de Forcano, Castillo y Estrada desataron la indignación del progresismo (El País, 14-5-88; ABC, 4 y 23 6-88; El País, 7 y 13-6-88: Ya, 23-6-88; El País, 23-6-88; ABC, 24-6-88).

Forcano apoya el antivaticano documento de Colonia (El País, 1-2-89), firma, con todo el comunismo un escrito contra las bases USA en España (El País, 9-3-89) y con otros 61 acusa a Roma de actuaciones «autoritarias y excluyentes» (El País, 19-4-89). También hace campaña para que concedan al ultraprogresista obispo Casaldáliga, claretiano, el Nobel de la Paz (El País, 4-3-89).

Su artículo «La Cruz, ¿un símbolo sadomasoquista?» (El Independiente, 7-4-91) es lamentable. Participa también en la boda del sacerdote Tamayo.

La Orden claretiana, no sabemos si motu propio o debidamente aleccionada, expulsa a seis religiosos «por discrepancias con sus planteamientos teológicos» (ABC, 28-4 93). Entre ellos Benjamín Forcano. Su amigo el obispo Casaldáliga los acoge benévolo en su diócesis de la selva brasileña; pero no debió gustarles Brasil porque optan todos, con permiso del obispo, por residir en Madrid.

El jesuita Manuel Fraijó Nieto, profesor de Teología fundamental en Comillas, parece un caso de clonación con los anteriores y los siguientes. Con otros 19 se manifiesta contra el cardenal González Martín por sus reservas ante algún principio de la Constitución española (Ya, 1-12-78). También será uno de los firmantes del manifiesto en favor de Kung (El País, 23-12-79), lo que seguramente le pareció insuficiente por lo que lo ratificó en una «Carta abierta a Hans Kung» (El País, 29-12-79), que nos parece pésima.

Le niegan el permiso canónico para ejercer el profesorado en la Universidad de Comillas (El País, 23-4-81) y, desde Roma, le exigen precisiones a sus tésis (El País, 14-5-81) . Pero sigue en sus trece, firmando el escrito en favor de la Teología de la liberación. (El País, 13-11-84), el que se produjo poco después en solidaridad con Boff (El País, 31-5-85), la petición, en unión del comunismo español, de la salida de la OTAN (El País, 14-12-85), el manifiesto contra el impuesto religioso (El País, 28-9-87) y la denuncia de la línea del Vaticano (ABC, 19-4-89)...
M. García-Ruíz no sabemos quien es. El valenciano Joaquín García Roca fue autor de alguna más que dudosa ponencia en los congresos de la Asociación Juan XXIII (Ya, 4 y 6-9-85).

El jesuita José Ignacio González Faus, es profesor de Cristología. Ya en 1971 se solidarizaba con su hermano de orden Leita, que había sido expulsado de la Compañía (Ya, 1-5-71; ¿Qué Pasa?, 19-6-71). Firma un escrito contra el Concordato (Ya, 12-6-71) y otro en favor de la Asamblea conjunta (Vida Nueva, 18-12-71). Después es también forzado a dejar la Compañía de Jesús, con Díez Alegría, con quien se solidariza (El Ciervo, l.ª quincena, abril, 75).

Será uno de los nueve que interrogan a los obispos con un artículo también citado ya varias veces: «Matrimonio indisoluble: ¿ley o ideal?» (Vida Nueva, 15-12-79) . Es evidente cual era la opinión de los firmantes.

Será vetado para enseñar en determinadas facultades católicas (El País, 28-2-81). La solidaridad con la guerrilla marxista salvadoreña era también obligada (El País, 15-12-81; 27-3-82), aunque los compañeros de viaje fueran Santiago Carrillo y sus correligionarios.

Las tesis del jesuita dieron lugar a una polémica en la que el provincial de Cataluña y el obispo Iniesta se ponen de su lado (Ya, 21-12 82; 8-1-83; 12-1-83). En este caso fue el cardenal Ratzinger el origen de las censuras. Con lo que se revela el papelón del obispo auxiliar de Madrid, Iniesta. Todo ello no fue obstáculo para que sus compañeros jesuitas le eligieran representante para la Congregación general que se iba a celebrar en Roma (Ya, 13-4-83).

Critica el documento vaticano sobre la Teología de la Liberación (El País, 9-9-84) y los nombramientos cardenalicios que hace el Papa Wojtyla (El País, 25-6-85), aunque según él, en realidad, «lo que habría que hacer es cuestionar el colegio cardenalicio».

También criticará a la jerarquía eclesiástica en el Octavo encuentro de cristianos de Base (El País, 31-10-88). Su modelo de obispo parece ser Casaldáliga, para el que también solicita el Premio Nobel de La Paz (El País, 4-3-89).

Con otros españoles acusa al Vaticano de actuaciones «autoritarias y excluyentes» (El País, 19-6-89) y pide el compromiso firme con los marginados (El País, 5-7-82), en una reunión en El Escorial para conmemorar el veinte aniversario del Congreso que dio a conocer en Europa la Teología de la Liberación. Los allí reunidos firman una carta de solidaridad con Boff, que acababa de dejar el sacerdocio. González Faus afirmó que «la teología de la liberación no sólo sigue viva sino que ha engendrado hermanos menores como la teología de la marginación».

Mientras tanto, la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, con la firma del obispo Palenzuela, opone serios reparos doctrinales al libro de González Faus Hombres de la comunidad. Apuntes sobre el ministerio eclesial (ABC, 28-11-88; Iglesia-Mundo, 2.ª quincena febrero, 90). Se manifiesta contra la beatificación del fundador del Opus Dei (Diario 16, 15-5 92).

José María González Ruiz es otro anciano y una de las claves del progresismo español. Presente en todas las disidencias, escribir su trayectoria precisaría un libro.

Adalid del diálogo católico-marxista (Pueblo, 2-2-68; Indice, junio, 68), fue procesado (Pueblo, 10-6-68; 19-5-71), objeto de prohibiciones (Nuevo Diario, 12-1-69), absuelto (Ya, 30-3-69) y protagonista de declaraciones que escandalizaron a no pocos católicos (Pueblo, 30-9-66; 29-11-66).

Del Comité Internacional del IDOC (Fuerza Nueva, 9-11-68) (nota mía: Fuerza Nueva: partido pro-franquista), acude a Roma con los curas contestatarios (Pueblo, 10-11-69; Corriere della Sera, 16-10-69; SP, 19-10-69). Prologa la edición italiana de los escritos del cura guerrillero Camilo Torres (Indice, octubre, 68), pronuncia homilías en apoyo del P. Gamo (Arriba, 17-1-70), manifiesta su adhesión a Fidel Castro en el caso Padilla (Le Monde, 9-7-71), publica numerosos artículos que dejan perplejos a muchos fieles: «La Iglesia española pide perdón» (Sábado Gráfico, 25-9-71), «¿Colaboración, conflicto, concordato, acuerdos?» (Sábado gráfico, 27-22-71), «El Isolotto de Florencia» (Indice, noviembre y diciembre, 71), «El conflicto de la Universidad eclesiástica de Comillas» (Sábado Grafico, 26-2-72), «Ni opio del pueblo ni ateísmo positivista» (Sábado gráfico, 13-5-72), en apoyo del entonces comunista católico Garaudy, hoy creo que musulmán, «La izquierda de Cristo» (Sábado Gráfico, 3-6-72), «Confusión y libertad en la Iglesia» (Sábado Gráfico, 29-7-72).

Parece que el canónigo malagueño presumía de haber renunciado a su paga capitular; pero desde Fuerza Nueva aseguran que no era cierto (29-1-72). Después vino el lío aquel del misal que unos obispos prohibían y los progresistas ensalzaban. Nos remitimos a lo dicho.

Las tesis de monseñor Guerra Campos sobre la confesionalidad del Estado son replicadas por el belicoso canónigo (Sábado gráfico, 16-6-73). Otros obispos de contraria línea: Buxarrais, que de Zamora pasó a Málaga y allí, ante su propia incapacidad tuvo que renunciar anticipadamente, y el contestatario Casaldáliga son en cambio maravillosos.

Cristianos por el Socialismo y la Teología de la liberación son ahora la Dulcinea de González Ruiz (CIO, 28-7-73; Sábado Gráfico, 9-3-74; CIO, 20-4-74). La muerte de otro clérigo guerrillero, el aragonés Domingo Laín, dio lugar a otro elogio del canónigo: «Adiós a Domingo Laín» (Sábado Gráfico, 30-3-74).

González Ruiz está con los divorcistas italianos (Pueblo, 3-5-74) y no celebró misa cuando se enteró de que su amigo el italiano dom Franzoni había sido suspendido a divinis (Fuerza Nueva, 11-5-74). El catedrático Gabriel García Cantero replica en ABC las tesis divorcistas del canónigo (6-7-74). Lo que da lugar a una réplica del malagueño (ABC, 16-7-74) una contestación del catedrático (ABC, 26-7-74) y a otras intervenciones contrarias a los presupuestos divorcistas como las de Eulogio Ramírez (El Alcázar, 20-5-74), Julián Gil de Sagredo (ABC, 23-7-74) e Ijcis (¿Qué Pasa?, 1-6-74), o favorables a los mismos (ABC, 28-7-74).

Participa en el contrasínodo del 74 (Ya, 1-10-74), ve interrumpida una homilía en la catedral de Málaga por las protestas de numerosos fieles (Hoja del Lunes, 7-10-74), es multado (Pueblo, 8-10-74) y para inaugurar el nuevo año habla de «aquel gran creyente que se llamó Martín Lutero» (Sábado Gráfico, 11-1-75).

Propugna la «teología de la mierda» (Sábado Gráfico, 9 al 15-7-75), le molesta el documento vaticano sobre la sexualidad (Sábado Gráfico, 3 al 9- 3-76) y el comunicado de los obispos españoles sobre la enseñanza (Vida Nueva, 9-7-77). El episcopado alemán replica un artículo suyo (ABC, 10-2-78; Vida Nueva, 18-2-78). Acusa al Papa de neoconservadurismo (Vida Nueva, 13-10-79) y se refiere a «sus» amigos, con los que luchó codo con codo por un mundo mejor y más libre: Tierno, Carrillo y Garaudy (E1 País, 13-11-79).

La condena de Kung y el divorcio ocupan ahora la atención del canónigo (El País, 5 y 13-1-80, 4-10-80, 7-2-81), rechazando especialmente una pastoral del cardenal González Martín, con lo que sigue acumulando contradictores. La destitución de los dos jesuitas de Granada suscitará también las iras de nuestro sacerdote, tanto en solitario (El País, 15 4-81), como junto a otros (El País, 25-8-81). Promueve una asociación civil ante la involución de la Iglesia (El País, 14 5-81), polemiza contra el Opus Dei (Ya, 19 y 29-12-82), se declara antiabortista al tiempo que dice que no es marxista (El País, 11-2-83).

Tanto solo (El País, 12-11-84), como en compañía de otros (El País, 13-11-84), sale en defensa de la Teología de la liberación que había sido levemente reconvenida por los obispos Sebastián y Benavent. Firmará con el comunismo español un manifiesto contra la OTAN (El País, 20-10-84). Y en un artículo titulado «La teología de la liberación» incurre en un error mayúsculo. Confunde a Pío IX con San Pío X, atribuyendo a este último, Papa del siglo XX, el famoso Syllabus que publicó el primero en 1864. Error que vuelve a repetir un mes después (El País, 29-1-85).

Su obispo diocesano sale al paso de unas críticas de González Ruiz al Papa (Ya, 20-1-85), con lo que el canónigo se ve obligado a matizar sus palabras (ABC, 21-1-85; Ya, 22-1-85). Una vez más, junto al comunismo español, firma una carta a Reagan con motivo de su viaje a España (El País, 6-5-85) y se pronuncia contra el documento de Ratzinger sobre la homosexualidad (El País, 3-11-86). Personaje contradictorio, ahora denuncia el conformismo de la Iglesia española con la izquierda: «¿Dónde están los profetas españoles?» (El País, 19-9-86). Pero sigue manifestándose a favor de la teología de la liberación (El País, 11-12-87), firma una declaración contra la involución eclesiástica (El País, 14-12-87) y otra contra el impuesto religioso (El País, 28-9-87).

La coronación de la Virgen de la Esperanza, que no le gustó nada, le lleva a celebrar una «misa paralela». A la que asistieron 100 personas mientras que a la coronación acudieron 8.000 (El País, 20-6-88). La historia del siglo pasado no es el fuerte de nuestro canónigo que en su artículo «El problema está en Roma» dice que con los viejos católicos, que se separaron de la disciplina eclesial con motivo de la infalibilidad pontificia, fueron obispos al cisma, lo que es falso. Y que aquel pequeño grupo cismático era la derecha, lo que es falso también.

Sigue apoyando la insumisión de los católicos progresistas (El País, 21-3-89), adhiriéndose al documento de Colonia (ABC, 1-2-89) y critica a Ratzinger por sus medidas contra la revista claretiana Misión Abierta (El País, 19-1-89). Califica de «discoteca a lo divino» los actos de la visita del Papa a Santiago (El País, 28-8-89). Y tiene que sufrir una severa amonestación de su obispo, Buxarrais, por sus ataques al cardenal López Trujillo (El País, 17-10-89; ABC, 23-10-89; 26 10-89). Por lo que tendrá que retractarse, con algunas reservas (ABC, 12-11-89; El País, 17-11-89). También protestará la Conferencia episcopal colombiana (El País, 2-11-89).

Afirmará que el Papa es un obseso sexual (El Sol del Mediterráneo, 28-11-90) y Comunión y Liberación una calamidad eclesial (Diario 16, 10-3-93).

No sabemos quien es J. Luis. Juan Llopis Sarrió es profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca, de la Facultad de Teología de Barcelona y miembro del Consejo Académico del Centre de Estudis Pastorals de las diócesis catalanas, si no confundimos a dos personas en una. Fue uno de los firmantes de aquel escrito «Lo que es privilegio y lo que es competencia de la Iglesia» (Ya, 17-6-69) pulverizado por los cuatro dominicos salmantinos ya citados (ABC, 21-6-69). Será uno de los firmantes del radical escrito contra el concordato al que ya nos hemos referido y del manifiesto contestatario de los 33. Se secularizó posteriormente (¿Qué Pasa?, 13-10-73, 2-11-74).

Un Joan Llopis, que pensamos puede ser el mismo, suscribirá años después la adhesión a Leonardo Boff (El País, 31-5-85), protestará contra el impuesto religioso (El País, 28-9-87), criticará el restauracionismo impulsado por Juan Pablo II (El País, 14-3-88) y acusará al vaticano de actuaciones «autoritarias y excluyentes» (El País, 19-4-89).

Eduardo Malvido es profesor del Instituto de Ciencias Catequéticas San Pío X, uno de los que firmaron el escrito de solidaridad con Kung (El País, 23-12-79), el que se suscribió en favor de los derechos humanos en El Salvador, que era un respaldo a la guerrilla marxista que precisamente no se caracterizaba por respetar esos derechos (El País, 15-12-81) y la réplica en defensa de la teología de la liberación (El País, 13-11-84).

Casimiro Martí, profesor de Historia social en Barcelona, fue uno de los clérigos que levantaron la bandera progresista y catalanista en la que hoy es la comunidad más secularizada de España. Responsable de la sentada ante el palacio arzobispal (¿Qué Pasa?, 8-3-69), defensor de la experiencia progresista italiana del Isolotto (¿Qué Pasa?, 11-10-69), firmante de un escrito contra el proyecto de ley sindical (¿Qué Pasa?, 22-11-69), participante en un congreso anarquista (Qué Pasa?, 21-3 70), firmante del escrito colectivo contra el Concordato (Ya, 12-6-71), del que se redactó a favor de la Asamblea Conjunta (Vida Nueva, 18-12-71), y de aquel otro en el que 25 pedían la supresión del privilegio concordatario del fuero eclesiástico ((Informaciones, 14-10-72), al que se acogían, sin reparo alguno, cada vez que tenían algún problema con la autoridad gubernativa. Critica a monseñor Guerra Campos (¿Qué Pasa?, 23 12-72), firma escritos contra la enseñanza católica (Vida Nueva, 15-5-76; Boletín del Colegio de Licenciados, 30-3-77) e interviene en los contestatarios congresos de la Asociación Juan XXIII (El País, 12-9-86).

F. Martín no sabemos quien es. Enrique Miret Magdalena, actual presidente de la Juan XXIII, químico de profesión, seglar, y que suele firmar como «teólogo», es otro anciano con prurito de escribir. Renunciamos a una descripción pormenorizada de sus posiciones que nos llenaría páginas y páginas. En escritos colectivos o en artículos individuales, estos generalmente indigeribles, se ha opuesto a la doctrina oficial de la Iglesia en todo: divorcio, aborto, ética sexual, píldora, marxismo, homosexualidad, celibato, Juan Pablo II... Apoyó cuanta manifestación contestataria se produjo y su tésis podría resumirse del siguiente modo: la Iglesia ha sido y es un asco y sólo dejará de serlo si deja de ser Iglesia para convertirse en una asamblea sin autoridad ni leyes en la que un vago espiritualismo serviría de nexo a sus miembros.

A. Moliner, G. Mora, M. Navarro y M. Parmentier me resultan desconocidos.El jesuita Federico Pastor se solidarizó con Díez Alegría cuando su expulsión de la Compañía (El Ciervo, l.ª quincena, abril, 75) y contra el cardenal primado cuando expresó reservas contra algún punto de la Constitución (Ya, 1 12-78). Protestará, con otros 61, contra la línea actual del Vaticano y creemos que está secularizado (ABC, 19-4-86).

Tampoco conocemos de nada a J. Peláez. Margarita Pinto, Pintos o Pintor, que de estos modos la hemos visto citada en ocasiones, suponemos que es o fue monja. De la Asociación Juan XXIII (ABC, 9-9-88), firmó el escrito contra el impuesto religioso (El País, 28-9-87), acusa a la Iglesia de hacer apartheid con la mujer (ABC, 9-9-88), dice que el Papa «se está imponiendo con un espíritu policial» y denuncia la persecución del progresismo (Interviú, 30-5-89). Afirma también que mujeres, divorciados y homosexuales están marginados en la Iglesia y que la situación de las primeras es comparable a la de los negros en Sudáfrica. Naturalmente, en la Sudáfrica anterior a Mandela (El País, 17-9-89).

J. Rius Camps creemos que puede ser el descalificado por el Informe de la Comisión episcopal para la Doctrina de la Fe por una edición del Nuevo testamento (Iglesia-Mundo, 2.ª quincena, mayo, 89). Nada sabemos de J. Ruiz Díaz, F. Sáez y J. Vitoria.

Rufino Velasco, exclaretiano, firmó el escrito pidiendo se reabran las secularizaciones (El País, 25-11-79), el manifiesto a favor de Kung (El País, 23-12-79), el también citado escrito prodivorcista (Vida Nueva, 15-12-79), las solidaridades con El Salvador, que debe entenderse con su guerrilla (El País, 15-12 81, 27-3-82), la réplica liberacionista a Sebastián y Benavent (El País, 13-11-84), la solidaridad con Boff (El País, 31-5 85), el manifiesto contra el impuesto religioso (El País, 28-9 87). Fue profesor del Seminario madrileño y del Instituto Superior de Pastoral. Sobre su expulsión de la orden nos remitimos a lo dicho de Forcano.

El exclaretiano Evaristo Villar es clónico del anterior. Solidario con Kung, un artículo suyo antimariano es replicado por el también claretiano Apodaca (Dios lo quiere, abril-mayo junio, 81). Y no deja de manifestarse liberacionista en cuanta ocasión encuentra. Profesor de Teología en la Escuela Bíblica, critica los nombramientos cardenalicios de Juan Pablo II, respalda a Boff, pide la salida de España de la OTAN... Será otro de los recogidos por Casaldáliga.

Por último, Andrés Torres Queiruga es un gallego nacionalista que firmó el escrito contra el Concordato, vio como el gobernador de Orense prohibió un coloquio en el que iba a intervenir (Ya, 20-2-75) y suscribe el citado documento en el que se acusa al Vaticano de actuaciones «autoritarias y excluyentes». Profesor en el Seminario compostelano de Teología fundamental, Filosofía y Fenomenología de la Religión, pasó después a la Universidad a explicar Filosofía de la religión. Su primer artículo lo publicó en Grial en 1965 con el significativo título de «Notas para una Teología del galleguismo». Es miembro de la Real Academia Gallega (El Correo Gallego, 23-10-94).

Con lo dicho nos parece casi milagroso que una institución, minada por topos hostiles como los referidos, subsista. Y no son gente perdida en parroquias rurales, sino ocupando cátedras en seminarios y universidades. Todo parecido con un suicidio no es mera coincidencia.

Otra cuestión es la de las responsabilidades jerárquicas. Y la inutilidad de las benevolencias y contemporizaciones.

Los «teólogos» del antifranquismo no han hecho Iglesia, más bien la han deshecho. La multitud de buenos sacerdotes, algunos quizá no demasiado inteligentes, con sus faltas, como todos, pero con afán de servicio a la Iglesia, que se sentían identificados con un régimen que salvó al catolicismo de la muerte de los obispos, sacerdotes y seglares no asesinados, de la muerte de la Iglesia española, estaban en una posición más eclesial que estos portavoces de la teología de la muerte de la Iglesia.

Tuvieron en sus manos demostrar al mundo que en la oposición al régimen nacido el 18 de julio de 1936 surgía una Iglesia fecunda, pujante, caritativa, misionera... Han demostrado todo lo contrario.

Francisco José Fernández de la Cigoña

-----------------------


Bien, empecemos a decir las cosas claras. Esta gente no es católica. Lo primero de todo es comunista. Suelen estar o a favor del aborto, o a favor del divorcio, o ambas cosas a la vez. Como dijo César Vidal hace poco, esta gente resultan "un tanto rancios y mortecinos" (Libertad Digital 29-1-02). Están obsesionados con el Opus Dei (ermitaño es un claro ejemplo) a pesar de que, otra vez en palabras de César Vidal "es una prelatura personal de la iglesia católica mucho menos influyente de lo que la gente desea creer, tanto dentro como fuera de ella" (LD 29-1-02)

Esa gente tiene un problema. El comunismo se ha venido abajo en el mundo occidental con la excepción de Cuba -que antes o después caerá-. Saben que la teología de la liberación se convirtió en el bastión teológico de ese comunismo en latinoamérica. Y saben que este Papa ha sido el responsable principal de la condena de esa teología. Por tanto, están rabiosos. Antes de desaparecer tienen que morir matando. El comunismo marxista siempre ha actuado así. Y estos son fieles lacayos de ese sistema. Por eso ladran contra la Iglesia y su jerarquía como lo hace Chaves desde Venezuela. De la misma manera que Chaves (Un Castro bis en potencia) entiende que la Iglesia Católica es un enemigo formidable contra su pretendida revolución, estos "católicos progresistas" entienden que la Iglesia a la que dicen pertenecer no se arrodillará ante sus bastardas intenciones disfrazadas de buenas palabras. Por eso llaman perro a Ratzinger o insultan al Papa (Boff es especialista en eso).

En fin, parafraseando al Quijote: ladran Sancho, luego cabalgamos
 
Luis:


Sigues apoyándote en los escritos de otros, de manera integral, para defender tu postura "yihadiana" contra la opinión libre de un cristiano, que se denomina católico como ermitaño.


De todas formas, creo que el ideal de ermitaño se acerca mucho más que el tuyo a volver al cristianismo apostólico del que tanto se ha alejado la iglesia catolica.





ladran Sancho, luego cabalgamos



También lo puede decir ermitaño y aquellos que desean una amplia reforma de la iglesia católica después de todo tu panfleto :D
 
Maripaz, ermitaño es tan católico como Timoteo evangélico, así que tú misma

Y la opinión el ideal de los que son "católicos progresistas" como ermitaño se la puedes preguntar a los que, como Elisa, han sufrido en sus carnes la opresión del comunismo.
Esa gente ha sido el caballo de Troya del comunismo marxista en mi Iglesia. No son tontos y saben utilizar una terminología que puede gustar a incautos/as. Pero detrás de sus buenas palabras está la realidad. Una realidad de apoyo a guerrillas marxistas, a Castro, al aborto, etc, etc

A ellos no les estorba la jerarquía católica porque quieran acercarse al modelo bíblico. Les estorba porque no les dejan acercarse al modelo marxista.
 
Esos teólogos..., vaya escoria... De la página de ALOIS he sacado este chiste de el roto (que los expone todos los días en el diario “el pais”).

H003_Papa.gif


Este chiste va por el Papa, pero claro, Miret Magdalena es tan jovencito como Britney Spears.

Y Maripaz, que yo sepa, Ermitaño al llamarse católico cree en la Inmaculada Concepción de María y su Asunción. También cree en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía (¿es eso cierto, Ermitaño?). Veo que el único problema que tienes con los católicos es que aceptamos y queremos a Juan Pablo II. Eso te repatea. En el resto de dogmas (que asume Ermitaño), te parece muy bien pues piensas que vuelve al cristianismo apostólico. ¡¡¡LO HAS DICHO TU!!!
 
Originalmente enviado por: Luis Fernando
Maripaz, ermitaño es tan católico como Timoteo evangélico, así que tú misma

Y la opinión el ideal de los que son "católicos progresistas" como ermitaño se la puedes preguntar a los que, como Elisa, han sufrido en sus carnes la opresión del comunismo.
Esa gente ha sido el caballo de Troya del comunismo marxista en mi Iglesia. No son tontos y saben utilizar una terminología que puede gustar a incautos/as. Pero detrás de sus buenas palabras está la realidad. Una realidad de apoyo a guerrillas marxistas, a Castro, al aborto, etc, etc

A ellos no les estorba la jerarquía católica porque quieran acercarse al modelo bíblico. Les estorba porque no les dejan acercarse al modelo marxista.




Sabes que a mi me importa un comino que alguien se denomine católico o evangélico.


Ermitaño me ha demostrado ser uno de los pocos católicos que conozco que sabe lo que es "nacer de nuevo". No son sus ideas, sino su actitud, las que demuestran que Cristo vive en el y que él vive para Cristo.

¿Perfecto? ...........Nadie


Pero..........Por sus frutos los reconoceréis


Luis, creo que la jerarquía de tu iglesia, dado su pésimo testimonio, no está en condiciones de "criticar" o juzgar a los demás :no:


Quítate esa venda farisaica, quizá tu iglesia necesita un buen vapuleo departe de gente como ermitaño, y espero de todo corazon que lo reciba.
 
Originalmente enviado por: Ramon J
Esos teólogos..., vaya escoria...

Ramon J

Si para ti esos católicos son escoria, que somos nosotros los cristianos evangélicos que estamos mas alejados de ustedes???


[I ]nos maldicen, y bendecimos; padecemos persecución, y la soportamos. Nos difaman, y rogamos; hemos venido a ser hasta ahora como la escoria del mundo, el desecho de todos.
No escribo esto para avergonzaros, sino para amonestaros como a hijos míos amados. Porque aunque tengáis diez mil ayos en Cristo, no tendréis muchos padres; pues en Cristo Jesús yo os engendré por medio del evangelio. Por tanto, os ruego que me imitéis. Por esto mismo os he enviado a Timoteo, que es mi hijo amado y fiel en el Señor, el cual os recordará mi proceder en Cristo, de la manera que enseño en todas partes y en todas las iglesias. Mas algunos están envanecidos, como si yo nunca hubiese de ir a vosotros. Pero iré pronto a vosotros, si el Señor quiere, y conoceré, no las palabras, sino el poder de los que andan envanecidos. Porque el reino de Dios no consiste en palabras, sino en poder.
[/I]
(I Cor 4)

Amen!!
 
Originalmente enviado por: Ramon J
Esos teólogos..., vaya escoria... De la página de ALOIS he sacado este chiste de el roto (que los expone todos los días en el diario “el pais”).

H003_Papa.gif


Este chiste va por el Papa, pero claro, Miret Magdalena es tan jovencito como Britney Spears.

Y Maripaz, que yo sepa, Ermitaño al llamarse católico cree en la Inmaculada Concepción de María y su Asunción. También cree en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía (¿es eso cierto, Ermitaño?). Veo que el único problema que tienes con los católicos es que aceptamos y queremos a Juan Pablo II. Eso te repatea. En el resto de dogmas (que asume Ermitaño), te parece muy bien pues piensas que vuelve al cristianismo apostólico. ¡¡¡LO HAS DICHO TU!!!



Creo que te has de llevar más de una sorpresa. ;)............y repito, me es indiferente la "etiqueta" que lleve un cristiano, mientras sea seguidor de Cristo, y no de hombres.


No me repatea que acepteis y querais a Juan Pablo, sino que lo pongais en el lugar que solo Cristo merece:


Cristo es el Sumo Pontifice, el Puente entre Dios y el hombre.


El cristiano no es llamado a "aceptar" a otro hombre, sino al Hijo del hombre, a Jesucristo, Dios con nosotros.


Somos llamados a obedecer a Dios antes que a los hombres, al menos eso es lo que enseñaron los apóstoles, lee en tu Biblia Hechos de los apóstoles 5:29. ;)
 
Mira, Maripaz, una de las razones por las que yo me sentí atraído por la Iglesia Ortodoxa es que en ella no tienen cabida personas con las ideas de ermitaño y toda esa panda de teólogos progresistas. Es metafísicamente imposible ser ortodoxo y plantear las cosas que plantea esa gente. De hecho, considero que esa es una prueba magnífica de la guianza de Dios en medio de los ortodoxos que revertirá en beneficio de toda la Iglesia en un futuro más cercano del que muchos siquiera sospechan.
Y una de las razones por las que estoy muy tranquilo en la Iglesia en la que estoy ahora es que sé que esta gente está desapareciendo a marchas forzadas, empujadas por una realidad patente: de ellos no sale ni una sola vocación al sacerdocio ni a la vida consagrada. Es decir, su futuro es nulo. Todo el jaleo que pueden montar lo montarán ahora pero bien saben que de aquí a 20-25 años no habrá ni un solo presbítero católico y ni un solo obipos que sea como ellos.

Precisamente por los frutos reconozco a esa gente. Ermitaño no es tonto y sabe esconder muy bien su simpatía por el comunismo marxista. Cuando vio cómo saltó Elisa en determinado epígrafe entendió a dónde le podía llevar el mostrarse tal y como es. Pero mira, los frutos de esta gente son miles de muertos en Centroamérica, miles de muertos en Colombia gracias a los "curas rojos". Y miseria, mucha miseria, porque el pretendido evangelio social que esta gente preconiza no es sino marxismo puro y duro, que sólo lleva a la miseria a naciones enteras.
Pero claro, hablan muy bien.
Ermitaño dice aceptar todos y cada uno de los dogmas católicos menos los que tienen que ver con la organización de la Iglesia. Lógico. Sabe que la jerarquía de la Iglesia les ha vencido y les vencerá las veces que haga falta. Ya se les ha echado de casi todas las universidades católicas y los que quedan se van muriendo de viejos. Su batalla está perdida. Y ni tan siquiera dejarán en la historia la huella que ha dejado el protestantismo.
Serán como el polvo que se levanta siempre detrás de cada concilio ecuménico importante y que impide ver las cosas claras durante un tiempo pero luego acaba por asentarse y deja de estorbar.
¿Qué queda de los católicos viejos que se separaron de la Iglesia tras el Vaticano I? NADA
¿Qué quedará de estos dentro de 3 décadas? NADA

Y lo saben. Y por eso hacen lo que hacen
 
Toni, mil veces antes con un cristiano evangélico sincero que con gente de esta calaña.

Un evangélico nunca irá por la vida diciendo que es católico. Estos son deshonestos con la fe que dicen profesar y además son conscientes de que lo son y presumen de ello
 
Originalmente enviado por: Luis Fernando
...Y la opinión el ideal de los que son "católicos progresistas" como ermitaño se la puedes preguntar a los que, como Elisa, han sufrido en sus carnes la opresión del comunismo......

....

...Precisamente por los frutos reconozco a esa gente. Ermitaño no es tonto y sabe esconder muy bien su simpatía por el comunismo marxista. Cuando vio cómo saltó Elisa en determinado epígrafe entendió a dónde le podía llevar el mostrarse tal y como es.

Lucho, para que nombras dos veces a Elisa en este epigrafe, para que ella salte y se ponga en contra de Ermitaño???

Da esa sensación, igual me equivoco...
 
Originalmente enviado por: Luis Fernando
Mira, Maripaz, una de las razones por las que yo me sentí atraído por la Iglesia Ortodoxa es que en ella no tienen cabida personas con las ideas de ermitaño y toda esa panda de teólogos progresistas. Es metafísicamente imposible ser ortodoxo y plantear las cosas que plantea esa gente. De hecho, considero que esa es una prueba magnífica de la guianza de Dios en medio de los ortodoxos que revertirá en beneficio de toda la Iglesia en un futuro más cercano del que muchos siquiera sospechan.
Y una de las razones por las que estoy muy tranquilo en la Iglesia en la que estoy ahora es que sé que esta gente está desapareciendo a marchas forzadas, empujadas por una realidad patente: de ellos no sale ni una sola vocación al sacerdocio ni a la vida consagrada. Es decir, su futuro es nulo. Todo el jaleo que pueden montar lo montarán ahora pero bien saben que de aquí a 20-25 años no habrá ni un solo presbítero católico y ni un solo obipos que sea como ellos.

Precisamente por los frutos reconozco a esa gente. Ermitaño no es tonto y sabe esconder muy bien su simpatía por el comunismo marxista. Cuando vio cómo saltó Elisa en determinado epígrafe entendió a dónde le podía llevar el mostrarse tal y como es. Pero mira, los frutos de esta gente son miles de muertos en Centroamérica, miles de muertos en Colombia gracias a los "curas rojos". Y miseria, mucha miseria, porque el pretendido evangelio social que esta gente preconiza no es sino marxismo puro y duro, que sólo lleva a la miseria a naciones enteras.
Pero claro, hablan muy bien.
Ermitaño dice aceptar todos y cada uno de los dogmas católicos menos los que tienen que ver con la organización de la Iglesia. Lógico. Sabe que la jerarquía de la Iglesia les ha vencido y les vencerá las veces que haga falta. Ya se les ha echado de casi todas las universidades católicas y los que quedan se van muriendo de viejos. Su batalla está perdida. Y ni tan siquiera dejarán en la historia la huella que ha dejado el protestantismo.
Serán como el polvo que se levanta siempre detrás de cada concilio ecuménico importante y que impide ver las cosas claras durante un tiempo pero luego acaba por asentarse y deja de estorbar.
¿Qué queda de los católicos viejos que se separaron de la Iglesia tras el Vaticano I? NADA
¿Qué quedará de estos dentro de 3 décadas? NADA

Y lo saben. Y por eso hacen lo que hacen





Serán lo que Dios permita que sean, ni más ni menos.


Y si tu iglesia está podrida por dentro, y se respiran nuevos aires de libertad en Cristo, desligándose de las ataduras que durante siglos algunos han impuesto. Como bien dice ermitaño: Dios sabe más


No sé porque ese empeño en nombrar a Elisa y en acusar a ermitaño, entre ellos hay una buena corriente alterna, fruto de que tienen un mismo Señor y un mismo Espíritu.


¿Verdad Elisa? ¿Verdad ermitaño? :corazon:
 
Originalmente enviado por: Luis Fernando
Toni, mil veces antes con un cristiano evangélico sincero que con gente de esta calaña.

Un evangélico nunca irá por la vida diciendo que es católico. Estos son deshonestos con la fe que dicen profesar y además son conscientes de que lo son y presumen de ello

Luis, yo se que lo que dices de los evangélicos es verdad, de todas formas yo no las tengo todas conmigo para encuadrar a Ermitaño con esa gente, lo que es cierto es que Ermitaño está abriendo los ojos ante muchas cosas... el barro siempre es moldeable, deja al Señor que Él lo trabaje.

De todas formas sigo diciendo que Ermitaño es católico y sigue estando muy por encima del resto ante el concepto de Dios que tienen muchos, la mayoría diría yo...

Yo prefiero católicos como Ermitaño que lo que me encuentro en las calles y mi vivir diario.
 
Toni, ¿tú llamarías evangélico a alguien que negara el Sola Scriptura o el Sola Fide?

Respóndeme, por favor

Ojo, que no estoy diciendo si le llamarías cristiano, sino EVANGÉLICO. Ya me entiendes
 
Cabe suponer que quien nos ha endilgado esta larguisimo y mareante Cut&paste, ha comprobado si los datos que nos endilgan son ciertos y que no han sido amañados. Pues claro que si los ha comprobado. Soiempre nos ha dado pruebas de pensar por si mismo y con rigurosidad.

Mediante lo poco que he leido, los grandes fantasmas que ven por todas partes son los comunistas. Mirad si viven dentro de sus cerrados cuchitriles que aun no se han dado cuenta que eso del comunismo está absolutamente absoleto. Durante la época franquista fué el partido mayoritario en la oposición, pero tan pronto como se les dio patente de existencia juridica, quedaron cuatro y sin una real fuerza política. El comunismo solo ha servido para justificar cerrazones como las que aparecen el las aportaciones prestadas a L. F.
Lo que si me ha llamado la atención es este parrafo:
-----------------------------------------
"Díez Alegría, es un anciano sacerdote asturiano, doctor en Filosofía y Derecho y licenciado en Teología, hermano de dos tenientes generales de la era de Franco. Convertido al marxismo por un extraño síndrome de Estocolmo, pura perturbación mental que se dio en algún otro jesuita como el P. Llanos, según el cual los asesinos de sus hermanos de religión, y en algún caso hasta de sangre, pasaron a ser sus amigos, mientras que aquellos que salvaron a la religión y a la patria se convirtieron en sus enemigos.
___________________________

Es para mondarse. ¿Quienes fueron los que salvaron la religión y la patria? ¿La salvaron cometiendo millares de asesinatos con el cinismo de juicios sumarísimos?. Los dictadores del mundo entero han tenido a un buen maestro. Niños robados a sus madres presas por los salvadores de la patria a quienes no han vuelto a ver ni han sabido que fué de ellos. Claro que fué para que no contaminaran sus mentes con ideas marxistas.
He aquí el cristianismo que defiende a marcha martillo nuestro dilecto contertulio.
Pero, ¿que ocurrió en los últimos tiempos del franquismo. Pues que la Jerarquía, objeto de las devociones de quien todos
sabemos, fueron los primeros en abandonar el barco que hacía aguas. Y luego tuvieron la desfachatez de decir que sin ellos la transición no habría sido posible. Primero traicionaron a la democracia, con un cardenal a la cabeza (Segura) despues traicionaron a sus franquistas dejándoles mas solos que la una.
Ah, pero, añoran aquellas glorias en que el episcopado estaba en las Cortes a fin de imponer sus criterios. Esos son de nuevo los fantasmas. Tampoco se han dado cuenta metidos en sus caparazones que tambien eso ha periclitado.

En cuanto a la última frase ( que por cierto la pronunció D. Manuel Azaña en el Parlamento) "el ladran luego cabalgamos". Solo le falta saber quienes son los que ladran y cuales los que cabalgan.
=============================
Para ermitaño le diré que veo dificil que la Curia con su papa a la cabeza y como cabeza, tengan una apertura. Solo sería posible si en un conclave se equivocaran de nuevo, pero escarmentados no volveran a caer en este error. Esta Curia son lo que ellos entienden como Iglesia. Los obispos, solo son comparsas y el resto, teólogos incluidos, solo se le permite pronunciar una silaba con dos letras. La b y una larga eeeeeeeeee.
Ahora bien, no hay que perder la esperanza mientras haya cristianos en esta Institución. Un poco de levadura puede leudar toda la masa.
Creo, además, ermitaño, que no somos nosotros los que tenemos la última palabra. Jesus lo dijo claramente: "El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido, mas ni sabes de donde viene y a donde va..." Y ciertamente el sonido lo estamos oyendo porque son muchos a los que a la sílaba citada le añaden otras letras y el Espíritu de Dios sigue moviéndose en la edificación de la iglesia.
Esta es nuestra fe y nuestra esperanza.

Que el Señor te bendiga.
 
Dicen:
Queremos evocar la memoria del concilio Vaticano II, hastiados de comprobar cómo se pisotean sistemáticamente las constituciones Lumen gentium y Gaudium et spes. ¿Recuerda alguien todavía?


Pues por si no recuerdan, ahí va la primera de esas constituciones
En negrita pongo los pasajes que son pisoteados e ignorados por esta gente que dice ser católica y que se rasga las vestiduras hipócritamente en defensa de la memoria del Vaticano II cuando resulta que son precisamente ellos los que desprecian las enseñanzas de dicho concilio acerca de la organización jerárquica de la Iglesia. En cursiva pongo los párrafos que les resultan particularmente irritantes a esos sujetos hipócritas y fariseos:


PABLO OBISPO


SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS


JUNTAMENTE CON LOS PADRES DEL SACROSANTO CONCILIO


PARA PERPETUA MEMORIA


Constitución Dogmática


"LUMEN GENTIUM"


(sobre la Iglesia)




CAPITULO I


EL MISTERIO DE LA IGLESIA

1. Por ser Cristo luz de las gentes, este sagrado Concilio, reunido bajo la inspiración del Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con su claridad, que resplandece sobre el haz de la Iglesia, anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc., 16,15).

Y como la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano, insistiendo en el ejemplo de los Concilios anteriores, se propone declarar con toda precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal.

Las condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la Iglesia una mayor urgencia, para que todos los hombres, unidos hoy más íntimamente con toda clase de relaciones sociales, técnicas y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo.

La voluntad del Padre Eterno sobre la salvación universal

2. El Padre Eterno creó el mundo universo por un libérrimo y misterioso designio de su sabiduría y de su bondad, decretó elevar a los hombres a la participación de la vida divina y, caídos por el pecado de Adán, no los abandonó, dispensándoles siempre su auxilio, en atención a Cristo Redentor, "que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura" (Col. 1,15).

A todos los elegidos desde toda la eternidad el Padre "los conoció de antemano y los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que este sea el primogénito entre muchos hermanos" (Rom., 8,19).

Determinó convocar a los creyentes en Cristo en la Santa Iglesia, que fue ya prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en el Antiguo Testamento, constituida en los últimos tiempos, manifestada por la efusión del Espíritu Santo, y se perfeccionará gloriosamente al fin de los tiempos.

Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos descendientes de Adán, "desde Abel el justo hasta el último elegido", se congregarán ante el Padre en una Iglesia universal.

Misión y obra del Hijo

3. Vino, pues, el Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en El antes de la creación del mundo, y nos predestinó a la adopción de hijos, porque en El se complació restaurar todas las cosas (cfr. Ef., 1,4-5, 10). Cristo, pues, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio, y efectuó la redención con su obediencia.

La Iglesia, o reino de Cristo, presente ya en el misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios. Comienzo y expansión manifestada de nuevo tanto por la sangre y el agua que manan del costado abierto de Cristo crucificado (cf. Jn., 19,34), cuanto por las palabras de Cristo alusivas a su muerte en la cruz: "Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí" (Jn., 12,32).

Cuantas veces se renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, en que nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolado ( 1 Cor., 5,7), se efectúa la obra de nuestra redención. Al propio tiempo, en el sacramento del pan eucarístico se representa y se produce la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo (cf. 1 Cor., 10,17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos.

El Espíritu santificador de la Iglesia

4. Consumada, pues, la obra, que el Padre confió el Hijo en la tierra (cf. Jn., 17,4), fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu (cf. Ef., 2,18).

El es el Espíritu de la vida, o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn., 4,14; 7,38-39), por quien vivifica el Padre a todos los hombres muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (cf. Rom., 8-10-11).

El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (1 Cor., 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (cf. Gal., 4,6; Rom., 8,15-16,26). Con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (cf. Ef., 4, 11-12; 1 Cor., 12-4; Gal., 5,22), a la que guía hacía toda verdad (cf. Jn., 16,13) y unifica en comunión y ministerio.

Hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: "¡Ven!" (cf. Ap., 22,17).

Así se manifiesta toda la Iglesia como "una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".

El reino de Dios

5. El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, el Reino de Dios, prometido muchos siglos antes en las Escrituras: "Porque el tiempo está cumplido, y se acercó el Reino de Dios" (Mc., 1,15; cf. Mt., 4,17).

Ahora bien, este Reino comienza a manifestarse como una luz delante de los hombres, por la palabra, por las obras y por la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla, depositada en el campo (Mc., 4,14): quienes la reciben con fidelidad y se unen a la pequeña grey (Lc., 12,32) de Cristo, recibieron el Reino; la semilla va germinando poco a poco por su vigor interno, y va creciendo hasta el tiempo de la siega (cf. Mc., 4,26-29).

Los milagros, por su parte, prueban que el Reino de Jesús ya vino sobre la tierra: "Si expulso los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el Reino de Dios ha llegado a vosotros" (LC., 11,20; cf. Mt., 12,28). Pero, sobre todo, el Reino se manifiesta en la Persona del mismo Cristo, Hijo del Hombre, que vino "a servir, y a dar su vida para redención de muchos" (Mc., 10,45).

Pero habiendo resucitado Jesús, después de morir en la cruz por los hombres, apareció constituido para siempre como Señor, como Cristo y como Sacerdote (cf. Act., 2,36; Hebr., 5,6; 7,17-21), y derramó en sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre (cf. Act., 2,33).

Por eso la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador, observando fielmente sus preceptos de caridad, de humildad y de abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino. Ella en tanto, mientras va creciendo poco a poco, anhela el Reino consumado, espera con todas sus fuerzas,y desea ardientemente unirse con su Rey en la gloria.

Las varias figuras de la Iglesia

6. Como en el Antiguo Testamento la revelación del Reino se propone muchas veces bajo figuras, así ahora la íntima naturaleza de la Iglesia se nos manifiesta también bajo diversos símbolos tomados de la vida pastoril, de la agricultura, de la construcción, de la familia y de los esponsales que ya se vislumbran en los libros de los profetas.

La Iglesia es, pues, un "redil", cuya única y obligada puerta es Cristo (Jn., 10,1-10). Es también una grey, cuyo Pastor será el mismo Dios, según las profecías (cf. Is., 40,11; Ez., 34,11ss), y cuyas ovejas aunque aparezcan conducidas por pastores humanos, son guiadas y nutridas constantemente por el mismo Cristo, buen Pastor, y jefe rabadán de pastores (cf. Jn., 10,11; 1 Pe., 5,4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn., 10,11-16).

La Iglesia es "agricultura" o labranza de Dios (1 Cor., 3,9). En este campo crece el vetusto olivo, cuya santa raíz fueron los patriarca,s en la cual se efectuó y concluirá la reconciliación de los judíos y de los gentiles (Rom., 11,13-26). El celestial Agricultor la plantó como viña elegida (Mt., 21,33-43; cf. Is., 5,1ss).

La verdadera vid es Cristo, que comunica la savia y la fecundidad a los sarmientos, es decir, a nosotros, que estamos vinculados a El por medio de la Iglesia y sin El nada podemos hacer (Jn., 15,1-5).

Muchas veces también la Iglesia se llama "edificación" de Dios (1 Cor., 3,9). El mismo Señor se comparó a la piedra rechazada por los constructores, pero que fue puesta como piedra angular (Mt., 21,42; cf. Act., 4,11; 1 Pe., 2,7; Sal., 177,22).

Sobre aquel fundamento levantan los apóstoles la Iglesia (cf. 1 Cor., 3,11) y de él recibe firmeza y cohesión. A esta edificación se le dan diversos nombres: casa de Dios (1 Tim., 3,15), en que habita su "familia", habitación de Dios en el Espíritu (Ef., 2,19-22), tienda de Dios con los hombres (Ap., 21,3) y, sobre todo, "templo" santo, que los Santos Padres celebran representado en los santuarios de piedra,y en la liturgia se compara justamente a la ciudad santa, la nueva Jerusalén.

Porque en ella somos ordenados en la tierra como piedras vivas (1 Pe., 2,5). San Juan, en la renovación del mundo contempla esta ciudad bajando del cielo, del lado de Dios ataviada como una esposa que se engalana para su esposo (Ap., 21,1ss).

La Iglesia, que es llamada también "la Jerusalén de arriba" y madre nuestra (Gal., 4,26; cf. Ap., 12,17), se representa como la inmaculada "esposa" del Cordero inmaculado (Ap., 19,1; 21,2.9; 22,17), a la que Cristo "amó y se entregó por ella, para santificarla" (Ef., 5,26), la unió consigo con alianza indisoluble y sin cesar la "alimenta y abriga" (cf. Ef., 5,24), a la que, por fin, enriqueció para siempre con tesoros celestiales, para que podamos comprender la caridad de Dios y de Cristo para con nosotros que supera toda ciencia (cf. Ef., 3,19).

Pero mientras la Iglesia peregrina en esta tierra lejos del Señor (cf. 2 Cor., 5,6), se considera como desterrada, de forma que busca y piensa las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios hasta que se manifieste gloriosa con su Esposo (cf. Col., 3,1-4).

La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo

7. El Hijo de Dios, encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre y lo transformó en una nueva criatura (cf. Gal., 6,15; 2 Cor., 5,17), superando la muerte con su muerte y resurrección. A sus hermanos, convocados de entre todas las gentes, los constituyó místicamente como su cuerpo, comunicándoles su Espíritu.

La vida de Cristo en este cuerpo se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente a Cristo, paciente y glorificado, por medio de los sacramentos. Por el bautismo nos configuramos con Cristo: "Porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu" (1 Cor., 12,13).

Rito sagrado con que se representa y efectúa la unión con la muerte y resurrección de Cristo: "Con El hemos sido sepultados por el bautismo, par participar en su muerte", mas si "hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección" (Rom., 6,4-5).

En la fracción del pan eucarístico, participando realmente del cuerpo del Señor, nos elevamos a una comunión con El y entre nosotros mismos. "Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" (1 Cor., 10,17). Así todos nosotros quedamos hechos miembros de su cuerpo (cf. 1 Cor., 12,27), "pero cada uno es miembro del otro" (Rom., 12,5).

Pero como todos los miembros del cuerpo humano, aunque sean muchos, constituyen un cuerpo, así los fieles en Cristo (cf. 1 Cor., 12,12). También en la constitución del cuerpo de Cristo hay variedad de miembros y de ministerios.

Uno mismo es el Espíritu que distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia, según sus riquezas y la diversidad de los ministerios (cf. 1 Cor., 12,1-11). Entre todos estos dones sobresale la gracia de los apóstoles, a cuya autoridad subordina el mismo Espíritu incluso a los carismáticos (cf. 1 Cor., 14).

Unificando el cuerpo, el mismo Espíritu por sí y con su virtud y por la interna conexión de los miembros, produce y urge la caridad entre los fieles. Por tanto, si un miembro tiene un sufrimiento, todos los miembros sufren con el; o si un miembro es honrado, gozan juntamente todos los miembros (cf. 1 Cor., 12,26).

La cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen del Dios invisible, y en El fueron creadas todas las cosas.. El es antes que todos, y todo subsiste en El. El es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia. El es el principio, el primogénito de los muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas (cf. Col., 1,5-18).

El domina con la excelsa grandeza de su poder los cielos y la tierra y lleva de riquezas con su eminente perfección y su obra todo el cuerpo de su gloria (cf. Ef., 1,18-23).

Es necesario que todos los miembros se asemejen a El hasta que Cristo quede formado en ellos (cf. Gal., 4,19). Por eso somos asumidos en los misterios de su vida, conformes con El, consepultados y resucitados juntamente con El, hasta que reinemos con El (cf. Fil., 3,21; 2 Tim., 2,11; Ef., 2,6; Col., 2,12 etc).

Peregrinos todavía sobre la tierra siguiendo sus huellas en el sufrimiento y en la persecución, nos unimos a sus dolores como el cuerpo a la Cabeza, padeciendo con El, para ser con el glorificados (cf. Rom., 8,17).

Por El "el cuerpo entero, alimentado y trabado por las coyunturas y ligamentos, crece con crecimiento divino" (Col., 2,19). El dispone constantemente en su cuerpo, es decir, en la Iglesia, los dones de los servicios por los que en su virtud nos ayudamos mutuamente en orden a la salvación, para que siguiendo la verdad en la caridad, crezcamos por todos los medios en El, que es nuestra Cabeza (cf. Ef., 4,11-16).

Mas para que incesantemente nos renovemos en El (cf. Ef., 4,23), nos concedió participar en su Espíritu, que siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros, de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su operación pudo ser comparada por los Santos Padres con el servicio que realiza el principio de la vida, o el alma, en el cuerpo humano.

Cristo, por cierto, ama a la Iglesia como a su propia Esposa, como el varón que amando a su mujer ama su propio cuerpo (cf. Ef., 5,25-28); pero la Iglesia , por su parte, está sujeta a su Cabeza (Ef., 5,23-24). "Porque en El habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Col., 2,9), colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Ef., 1,22-23), para que ella anhele y consiga toda la plenitud de Dios (cf. Ef., 3,19).

La Iglesia visible y espiritual a un tiempo

8. Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de caridad en este mundo como una trabazón visible, y la mantiene constantemente, por la cual comunica a todos la verdad y la gracia. Pero la sociedad dotada de órganos jerárquicos, y el cuerpo místico de Cristo, reunión visible y comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de bienes celestiales, no han de considerarse como dos cosas, porque forman una realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino.

Por esta profunda analogía se asimila al Misterio del Verbo encarnado. Pues como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano de salvación a El indisolublemente unido, de forma semejante a la unión social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el incremento del cuerpo (cf. f., 4,16).

Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y apostólica, la que nuestro Salvador entregó después de su resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn., 24,17), confiándole a él y a los demás apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt., 28,18), y la erigió para siempre como "columna y fundamento de la verdad" (1 Tim., 3,15).

Esta Iglesia constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, permanece en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, aunque pueden encontrarse fuera de ella muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad católica.

Mas como Cristo efectuó la redención en la pobreza y en la persecución, así la Iglesia es la llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación. Cristo Jesús, "existiendo en la forma de Dios, se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo" (Fil., 2,69), y por nosotros, "se hizo pobre, siendo rico" (2 Cor., 8,9); así la Iglesia, aunque el cumplimiento de su misión exige recursos humanos, no está constituida para buscar la gloria de este mundo, sino para predicar la humildad y la abnegación incluso con su ejemplo.

Cristo fue enviado por el Padre a "evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos" (Le., 4,18), "para buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc., 19,10); de manera semejante la Iglesia abraza a todos los afligidos por la debilidad humana, más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en aliviar sus necesidades y pretende servir en ellos a Cristo.

Pues mientras Cristo, santo, inocente, inmaculado (Hebr., 7,26), no conoció el pecado (2 Cor., 5,21), sino que vino sólo a expiar los pecados del pueblo (cf. Hebr., 21,7), la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación.

La Iglesia, "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga (cf. 1 Cor., 11,26). Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas, y descubre fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin de los tiempos se descubra con todo esplendor.




CAPITULO II


EL PUEBLO DE DIOS

Nueva Alianza y nuevo Pueblo

9. En todo tiempo y en todo pueblo son adeptos a Dios los que le temen y practican la justicia (cf. Act., 10,35). Quiso, sin embargo, Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente.

Eligió como pueblo suyo el pueblo de Israel, con quien estableció una alianza, y a quien instruyo gradualmente manifestándole a Sí mismo y sus divinos designios a través de su historia, y santificándolo para Sí.

Pero todo esto lo realizó como preparación y figura de la nueva alianza, perfecta que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne. "He aquí que llega el tiempo -dice el Señor-, y haré una nueva alianza con la casa de Israel y con la casa de Judá. Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos, y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán", afirma el Señor (Jr., 31,31-34).

Nueva alianza que estableció Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Cor., 11,25), convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles que se condensara en unidad no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera un nuevo Pueblo de Dios.

Pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo (cf. 1 Pe., 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn., 3,5-6), son hechos por fin "linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición ... que en un tiempo no era pueblo, y ahora pueblo de Dios" (Pe., 2,9-10).

Ese pueblo mesiánico tiene por Cabeza a Cristo, "que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación" (Rom., 4,25), y habiendo conseguido un nombre que está sobre todo nombre, reina ahora gloriosamente en los cielos.

Tienen por condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandato de amar, como el mismo Cristo nos amó (cf. Jn., 13,34). Tienen últimamente como fin la dilatación del Reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por El mismo al fin de los tiempos cuanto se manifieste Cristo, nuestra vida (cf. Col., 3,4) , y "la misma criatura será libertad de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios" (Rom., 8,21).

Aquel pueblo mesiánico, por tanto, aunque de momento no contenga a todos los hombres, y muchas veces aparezca como una pequeña grey es, sin embargo, el germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano.

Constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por El como instrumento de la redención universal y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt., 5,13-16).

Así como el pueblo de Israel según la carne, el peregrino del desierto, es llamado alguna vez Iglesia (cf. 2 Esdras, 13,1; Núm., 20,4; Deut., 23, 1ss), así el nuevo Israel que va avanzando en este mundo hacia la ciudad futura y permanente (cf. Hebr., 13,14) se llama también Iglesia de Cristo (cf. Mt., 16,18), porque El la adquirió con su sangre (cf. Act., 20,28), la llenó de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para una unión visible y social.

La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación, y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera, para todos y cada uno. Rebosando todos los límites de tiempos y de lugares, entra en la historia humana con la obligación de extenderse a todas las naciones.

Caminando, pues, la Iglesia a través de peligros y de tribulaciones, de tal forma se ve confortada por al fuerza de la gracia de Dios que el Señor le prometió, que en la debilidad de la carne no pierde su fidelidad absoluta, sino que persevera siendo digna esposa de su Señor, y no deja de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso.

El sacerdocio común

10. Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hebr., 5,1-5), a su nuevo pueblo "lo hizo Reino de sacerdotes para Dios, su Padre" (cf. Ap., 1,6; 5,9-10). Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cf. 1 Pe., 2,4-10).

Por ello, todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cf. Act., 2,42.47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rom., 12,1), han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y a quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cf. 1 Pe., 3,15).

El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordena el uno para el otro, aunque cada cual participa de forma peculiar del sacerdocio de Cristo. Su diferencia es esencial no solo gradual. Porque el sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee, modela y dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo: los fieles, en cambio, en virtud del sacerdocio real, participan en la oblación de la eucaristía, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante.

Ejercicio del sacerdocio común en los sacramentos

11. La condición sagrada y orgánicamente constituida de la comunidad sacerdotal se actualiza tanto por los sacramentos como por las virtudes. Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia.

Por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo, y de esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y defender la fe, con su palabra y sus obras, como verdaderos testigos de Cristo.

Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cima de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente con ella; y así, tanto por la oblación como por la sagrada comunión, todos toman parte activa en la acción litúrgica, no confusamente, sino cada uno según su condición.

Pero una vez saciados con el cuerpo de Cristo en la asamblea sagrada, manifiestan concretamente la unidad del pueblo de Dios aptamente significada y maravillosamente producida por este augustísimo sacramento.

Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de Este, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que,pecando, ofendieron, la cual, con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda en su conversión.

La Iglesia entera encomienda al Señor, paciente y glorificado, a los que sufren, con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, para que los alivie y los salva (cf. Sant., 5,14-16); más aún, los exhorta a que uniéndose libremente a la pasión y a la muerte de Cristo (Rom., 8,17; Col., 1 24; 2 Tim., 2,11-12; 1 Pe., 4,13), contribuyan al bien del Pueblo de Dios.

Además, aquellos que entre los fieles se distinguen por el orden sagrado, quedan destinados en el nombre de Cristo para apacentar la Iglesia con la palabra y con la gracia de Dios.

Por fin, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que manifiestan y participan del misterio de la unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia (Ef., 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de los hijos, y, por tanto, tienen en su condición y estado de vida su propia gracia en el Pueblo de Dios (cf. 1 Cor., 7,7).

Pues de esta unión conyugal procede la familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana, que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el bautismo en hijos de Dios para perpetuar el Pueblo de Dios en el correr de los tiempos.

En esta como Iglesia doméstica, los padres han de ser para con sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno, y con especial cuidado la vocación sagrada.

Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios cada uno por su camino a la perfección de la santidad por la que el mismo Padre es perfecto.

Sentido de la fe y de los carismas en el Pueblo de Dios

12. El pueblo santo de Dios participa también del don profético de Cristo, difundiendo su vivo testimonio, sobre todo por la vida de fe y de caridad, ofreciendo a Dios el sacrificio de la alabanza, el fruto de los labios que bendicen su nombre (cf. Hebr., 13,15).

La universalidad de los fieles que tiene la unción del Santo (cf. 1 Jn., 2,20-17) no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando "desde el Obispo hasta los últimos fieles seglares" manifiestan el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres.

Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio, al que sigue fidelísimamente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1 Tes., 2,13), se adhiere indefectiblemente a la fe dada de una vez para siempre a los santos (cf. Jds., 3), penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la vida.

Además, el mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al Pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que "distribuye sus dones a cada uno según quiere" (1 Cor., 12,11), reparte entre los fieles de cualquier condición incluso gracias especiales, con que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia según aquellas palabras: "A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad" (1 Cor., 12,7).

Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo.

Los dones extraordinarios no hay que pedirlos temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos de los trabajos apostólicos, sino que el juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los que presiden la Iglesia, a quienes compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino probarlo todo y quedarse con lo bueno (cf. 1 Tes., 5,19-21).

Universalidad y catolicidad del único Pueblo de Dios

13. Todos los hombres son llamados a formar parte del Pueblo de Dios. Por lo cual este Pueblo, siendo uno y único, ha de abarcar el mundo entero y todos los tiempos para cumplir los designios de la voluntad de Dios, que creó en el principio una sola naturaleza humana y determinó congregar en un conjunto a todos sus hijos, que estaban dispersos (cf. Jn., 11,52).

Para ello envió Dios a su Hijo a quien constituyó heredero universal (cf. He., 1,2), para que fuera Maestro, Rey y Sacerdote nuestro, Cabeza del nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios. Para ello, por fin, envió al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, que es para toda la Iglesia, y para todos y cada uno de los creyentes, principio de asociación y de unidad en la doctrina de los Apóstoles y en la unión, en la fracción del pan y en la oración (cf. Act., 2,42).

Así, pues, de todas las gentes de la tierra se compone el Pueblo de Dios, porque de todas recibe sus ciudadanos, que lo son de un reino, por cierto no terreno, sino celestial. Pues todos los fieles esparcidos por la haz de la tierra comunican en el Espíritu Santo con los demás, y así "el que habita en Roma sabe que los indios son también sus miembros".

Pero como el Reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn., 18,36), la Iglesia, o Pueblo de Dios, introduciendo este Reino no arrebata a ningún pueblo ningún bien temporal, sino al contrario, todas las facultades, riquezas y costumbres que revelan la idiosincrasia de cada pueblo, en lo que tienen de bueno, las favorece y asume; pero al recibirlas las purifica, las fortalece y las eleva.

Pues sabe muy bien que debe asociarse a aquel Rey, a quien fueron dadas en heredad todas las naciones (cf. Sal., 2,8) y a cuya ciudad llevan dones y obsequios (cf. Sal., 71 [72], 10; Is., 60,4-7; Ap., 21,24).

Este carácter de universalidad, que distingue al Pueblo de Dios, es un don del mismo Señor por el que la Iglesia católica tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad entera con todos sus bienes, bajo Cristo como Cabeza en la unidad de su Espíritu.

En virtud de esta catolicidad cada una de las partes presenta sus dones a las otras partes y a toda la Iglesia, de suerte que el todo y cada uno de sus elementos se aumentan con todos lo que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad.

De donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo congrega gentes de diversos pueblos, sino que en sí mismo está integrado de diversos elementos, Porque hay diversidad entre sus miembros, ya según los oficios, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos; ya según la condición y ordenación de vida, pues muchos en el estado religioso tendiendo a la santidad por el camino más arduo estimulan con su ejemplo a los hermanos.

Además, en la comunión eclesiástica existen Iglesias particulares, que gozan de tradiciones propias, permaneciendo íntegro el primado de la Cátedra de Pedro, que preside todo el conjunto de la caridad, defiende las legítimas variedades y al mismo tiempo procura que estas particularidades no sólo no perjudiquen a la unidad, sino incluso cooperen en ella.

De aquí dimanan finalmente entre las diversas partes de la Iglesia los vínculos de íntima comunicación de riquezas espirituales, operarios apostólicos y ayudas materiales. Los miembros del Pueblo de Dios están llamados a la comunicación de bienes, y a cada una de las Iglesias pueden aplicarse estas palabras del Apóstol: "El don que cada uno haya recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios" (1 Pe., 4,10).

Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz y a ella pertenecen de varios modos y se ordenan, tanto los fieles católicos como los otros cristianos, e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios.

Los fieles católicos

14. El sagrado Concilio pone ante todo su atención en los fieles católicos y enseña, fundado en la Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrina es necesaria para la Salvación. Pues solamente Cristo es el Mediador y el camino de la salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y El, inculcando con palabras concretas la necesidad de la fe y del bautismo (cf. Mc., 16,16; Jn., 3,5), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como puerta obligada.

Por lo cual no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Jesucristo como necesaria, rehusaran entrar o no quisieran permanecer en ella.

A la sociedad de la Iglesia se incorporan plenamente los que, poseyendo el Espíritu de Cristo, reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de salvación depositados en ella, y se unen por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del régimen eclesiástico y de la comunión, a su organización visible con Cristo, que la dirige por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos.


Sin embargo, no alcanza la salvación, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien no perseverando en la caridad permanece en el seno de la Iglesia "en cuerpo", pero no "en corazón". No olviden, con todo, los hijos de la Iglesia que su excelsa condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia especial de Cristo: y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las obras, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad.

Los catecúmenos que, por la moción del Espíritu Santo, solicitan con voluntad expresa ser incorporados a la Iglesia, se unen a ella por este mismo deseo; y la madre Iglesia los abraza ya amorosa y solícitamente como a hijos.

Vínculos de la Iglesia con los cristianos no católicos

15. La Iglesia se siente unida por varios vínculos con todos lo que se honran con el nombre de cristianos, por estar bautizados, aunque no profesan íntegramente la fe, o no conservan la unidad de comunión bajo el Sucesor de Pedro.

Pues conservan la Sagrada Escritura como norma de fe y de vida, y manifiestan celo apostólico, creen con amor en Dios Padre todopoderoso, y en el hijo de Dios Salvador, están marcados con el bautismo, con el que se unen a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias Iglesias o comunidades eclesiales otros sacramentos.

Muchos de ellos tienen episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen Madre de Dios. Hay que contar también la comunión de oraciones y de otros beneficios espirituales; más aún, cierta unión en el Espíritu Santo, puesto que también obra en ellos su virtud santificante por medio de dones y de gracias, y a algunos de ellos les dio la fortaleza del martirio.

De esta forma el Espíritu promueve en todos los discípulos de Cristo el deseo y la colaboración para que todos se unan en paz en un rebaño y bajo un solo Pastor, como Cristo determinó. Para cuya consecución la madre Iglesia no cesa de orar, de esperar y de trabajar, y exhorta a todos sus hijos a la santificación y renovación para que la señal de Cristo resplandezca con mayores claridades sobre el rostro de la Iglesia.

Los no cristianos

16. Por fin, los que todavía no recibieron el Evangelio, están ordenados al Pueblo de Dios por varias razones. En primer lugar, por cierto, aquel pueblo a quien se confiaron las alianzas y las promesas y del que nació Cristo según la carne (cf. Rom., 9,4-5); pueblo, según la elección, amadísimo a causa de los padres; porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables (cf. Rom., 11,28-29).

Pero el designio de salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que confesando profesar la fe de Abraham adoran con nosotros a un solo Dios, misericordiosos, que ha de juzgar a los hombres en el último día.

Este mismo Dios tampoco está lejos de otros que entre sombras e imágenes buscan al Dios desconocido, puesto que les da a todos la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Act., 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tim., 2,4).

Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna.

La divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida recta.

La Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero, que entre ellos se da, como preparación evangélica, y dado por quien ilumina a todos los hombres, para que al fin tenga la vida. pero con demasiada frecuencia los hombres, engañados por el maligno, se hicieron necios en sus razonamientos y trocaron la verdad de Dios por la mentira sirviendo a la criatura en lugar del Criador (cf. Rom., 1,24-25), o viviendo y muriendo sin Dios en este mundo están expuestos a una horrible desesperación.

Por lo cual la Iglesia, recordando el mandato del Señor: "Predicad el Evangelio a toda criatura (cf. Mc., 16,16), fomenta encarecidamente las misiones para promover la gloria de Dios y la salvación de todos.

Carácter misionero de la Iglesia

17. Como el Padre envió al Hijo, así el Hijo envió a los Apóstoles (cf. Jn., 20,21), diciendo: "Id y enseñad a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt., 28,19-20).

Este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo recibió de los Apóstoles con la encomienda de llevarla hasta el fin de la tierra (cf. Act., 1,8). De aquí que haga suyas las palabras del Apóstol: " ¡Ay de mí si no evangelizara! " (1 Cor., 9,16), por lo que se preocupa incansablemente de enviar evangelizadores hasta que queden plenamente establecidas nuevas Iglesias y éstas continúen la obra evangelizadora.

Por eso se ve impulsada por el Espíritu Santo a poner todos los medios para que se cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como principio de salvación para todo el mundo. predicando el Evangelio, mueve a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los dispone para el bautismo, los arranca de la servidumbre del error y de la idolatría y los incorpora a Cristo, para que crezcan hasta la plenitud por la caridad hacia El.

Con su obra consigue que todo lo bueno que haya depositado en la mente y en el corazón de estos hombres, en los ritos y en las culturas de estos pueblos, no solamente no desaparezca, sino que cobre vigor y se eleve y se perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre.

Sobre todos los discípulos de Cristo pesa la obligación de propagar la fe según su propia condición de vida. Pero aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, no obstante, propio del sacerdote el consumar la edificación del Cuerpo de Cristo por el sacrificio eucarístico, realizando las palabras de Dios dichas por el profeta: "Desde el orto del sol hasta el ocaso es grande mi nombre entre las gentes, y en todo lugar se ofrece a mi nombre una oblación pura" (Mal., 1,11).

Así, pues ora y trabaja a un tiempo la Iglesia, para que la totalidad del mundo se incorpore al Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda todo honor y gloria al Creador y Padre universal.





CAPITULO III


DE LA CONSTITUCION JERARQUICA DE LA IGLESIA Y EN PARTICULAR SOBRE EL EPISCOPADO

P r o e m i o

18. En orden a apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tiendan todos libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación.

Este santo Concilio, siguiendo las huellas del Vaticano I, enseña y declara a una con él que Jesucristo, eterno Pastor, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles como El mismo había sido enviado por el Padre (cf. Jn., 20,21), y quiso que los sucesores de éstos, los Obispos, hasta la consumación de los siglos, fuesen los pastores en su Iglesia.

Pero para que el episcopado mismo fuese uno solo e indiviso, estableció al frente de los demás apóstoles al bienaventurado Pedro, y puso en él el principio visible y perpetuo fundamento de la unidad de la fe y de comunión.

Esta doctrina de la institución perpetuidad, fuerza y razón de ser del sacro Primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, el santo Concilio la propone nuevamente como objeto firme de fe a todos los fieles y, prosiguiendo dentro de la misma línea, se propone, ante la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los apóstoles, los cuales junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa de Dios vivo.


La institución de los Apóstoles

19. El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que El quiso, eligió a los doce para que viviesen con El y enviarlos a predicar el Reino de Dios (cf. Mc., 3,13-19; Mt., 10,1-42): a estos, Apóstoles (cf. Lc., 6,13) los fundó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, y puso al frente de ellos, sacándolo de en medio de los mismos, a Pedro (cf. Jn., 21,15-17).

A éstos envió Cristo, primero a los hijos de Israel, luego a todas las gentes (cf. Rom., 1,16), para que con la potestad que les entregaba, hiciesen discípulos suyos a todos los pueblos, los santificasen y gobernasen (cf. Mt., 28,16-20; Mc., 16,15; Lc., 24,45-48; Jn., 20,21-23) y así dilatasen la Iglesia y la apacentasen, sirviéndola, bajo la dirección del Señor, todos los días hasta la consumación de los siglos (cf. Mt., 28,20).

En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cf. Act., 2,1-26), según la promesa del Señor: "Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaría y hasta el último confín de la tierra" (Act., 1,8).

Los Apóstoles, pues, predicando en todas partes el Evangelio (cf. Mc., 16,20), que los oyentes recibían por influjo del Espíritu Santo, reúnen la Iglesia universal que el Señor fundó sobre los Apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro su cabeza, siendo la piedra angular del edificio Cristo Jesús (cf. Ap., 21,14; Mt., 16,18; Ef., 2,20).

Los Obispos, sucesores de los Apóstoles

20. Esta divina misión confiada por Cristo a los Apóstoles ha de durar hasta el fin de los siglos (cf. Mt., 28,20), puesto que el Evangelio que ellos deben transmitir en todo tiempo es el principio de la vida para la Iglesia. Por lo cual los Apóstoles en esta sociedad jerárquicamente organizada tuvieron cuidado de establecer sucesores.

En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio, sino que a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, los Apóstoles, a modo de testamento, confiaron a sus cooperadores inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra por ellos comenzada, encomendándoles que atendieran a toda la grey en medio de la cual el Espíritu Santo, los había puesto para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Act., 20,28).

Establecieron, pues, tales colaboradores y les dieron la orden de que, a su vez, otros hombres probados, al morir ellos, se hiciesen cargo del ministerio. Entre los varios ministerios que ya desde los primeros tiempos se ejercitan en la Iglesia, según testimonio de la tradición, ocupa el primer lugar el oficio de aquellos que, constituidos en el episcopado, por una sucesión que surge desde el principio, conservan la sucesión de la semilla apostólica primera.

Así, según atestigua San Ireneo, por medio de aquellos que fueron establecidos por los Apóstoles como Obispos y como sucesores suyos hasta nosotros, se pregona y se conserva la tradición apostólica en el mundo entero.

Así, pues, los Obispos, junto con los presbíteros y diáconos, recibieron el ministerio de la comunidad para presidir sobre la grey en nombre de Dios como pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros dotados de autoridad.

Y así como permanece el oficio concedido por Dios singularmente a Pedro como a primero entre los Apóstoles, y se transmite a sus sucesores, así también permanece el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia que permanentemente ejercita el orden sacro de los Obispos han sucedido este Sagrado Sínodo que los Obispos han sucedido por institución divina en el lugar de los Apóstoles como pastores de la Iglesia, y quien a ellos escucha, a Cristo escucha, a quien los desprecia a Cristo desprecia y al que le envió (cf. Lc., 10,16).


El episcopado como sacramento

21. Así, pues, en los Obispos, a quienes asisten los presbíteros, Jesucristo nuestro Señor está presente en medio de los fieles como Pontífice Supremo. Porque, sentado a la diestra de Dios Padre, no está lejos de la congregación de sus pontífices, sino que principalmente, a través de su servicio eximio, predica la palabra de Dios a todas las gentes y administra sin cesar los sacramentos de la fe a los creyentes y, por medio de su oficio paternal (cf. 1 Cor., 4,15), va agregando nuevos miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural; finalmente, por medio de la sabiduría y prudencia de ellos rige y guía al Pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinación hacia la eterna felicidad.

Estos pastores, elegidos para apacentar la grey del Señor, son los ministros de Cristo y los dispensadores de los misterios de Dios (cf. 1 Cor., 4,1), y a ellos está encomendado el testimonio del Evangelio de la gracia de Dios (cf. Rom. 15,16; Act., 20,24) y la administración del Espíritu y de la justicia en gloria (cf. 2 Cor., 3,8-9).

Para realizar estos oficios tan altos, fueron los apóstoles enriquecidos por Cristo con la efusión especial del Espíritu Santo (cf. Act., 1,8; 2,4; Jn., 20, 22-23), y ellos, a su vez, por la imposición de las manos transmitieron a sus colaboradores el don del Espíritu (cf. 1 Tim., 4,14; 2 Tim., 1,6-7), que ha llegado hasta nosotros en la consagración episcopal.

Este Santo Sínodo enseña que con la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden, que por esto se llama en la liturgia de la Iglesia y en el testimonio de los Santos Padres "supremo sacerdocio" o "cumbre del ministerio sagrado".

Ahora bien, la consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también el oficio de enseñar y regir, los cuales, sin embargo, por su naturaleza, no pueden ejercitarse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio.

En efecto, según la tradición, que aparece sobre todo en los ritos litúrgicos y en la práctica de la Iglesia, tanto de Oriente como de Occidente es cosa clara que con la imposición de las manos se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter, de tal manera que los Obispos en forma eminente y visible hagan las veces de Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice y obren en su nombre. Es propio de los Obispos el admitir, por medio del Sacramento del Orden, nuevos elegidos en el cuerpo episcopal.

El Colegio de los Obispos y su Cabeza

22. Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un solo Colegio Apostólico, de igual modo se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos sucesores de los Apóstoles. Ya la más antigua disciplina, conforme a la cual los Obispos establecidos por todo el mundo comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma por el vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz, como también los concilios convocados, para resolver en común las cosas más importantes después de haber considerado el parecer de muchos, manifiestan la naturaleza y forma colegial propia del orden episcopal.

Forma que claramente demuestran los concilios ecuménicos que a lo largo de los siglos se han celebrado. Esto mismo lo muestra también el uso, introducido de antiguo, de llamar a varios Obispos a tomar parte en el rito de consagración cuando un nuevo elegido ha de ser elevado al ministerio del sumo sacerdocio. Uno es constituido miembro del cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio.

El Colegio o cuerpo episcopal, por su parte, no tiene autoridad si no se considera incluido el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como cabeza del mismo, quedando siempre a salvo el poder primacial de éste, tanto sobre los pastores como sobre los fieles.

Porque el Pontífice Romano tiene en virtud de su cargo de Vicario de Cristo y Pastor de toda Iglesia potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que puede siempre ejercer libremente.


En cambio, el orden de los Obispos, que sucede en el magisterio y en el régimen pastoral al Colegio Apostólico, y en quien perdura continuamente el cuerpo apostólico, junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la universal Iglesia, potestad que no puede ejercitarse sino con el consentimiento del Romano Pontífice.

El Señor puso tan sólo a Simón como roca y portador de las llaves de la Iglesia (Mt., 16,18-19), y le constituyó Pastor de toda su grey (cf. Jn., 21,15ss); pero el oficio que dio a Pedro de atar y desatar, consta que lo dio también al Colegio de los Apóstoles unido con su Cabeza (Mt., 18,18; 28,16-20).

Este Colegio expresa la variedad y universalidad del Pueblo de Dios en cuanto está compuesto de muchos; y la unidad de la grey de Cristo, en cuanto está agrupado bajo una sola Cabeza. Dentro de este Colegio, los Obispos, actuando fielmente el primado y principado de su Cabeza, gozan de potestad propia en bien no sólo de sus propios fieles, sino incluso de toda la Iglesia, mientras el Espíritu Santo robustece sin cesar su estructura orgánica y su concordia.

La potestad suprema que este Colegio posee sobre la Iglesia universal se ejercita de modo solemne en el Concilio Ecuménico. No puede hacer Concilio Ecuménico que no se aprobado o al menos aceptado como tal por el sucesor de Pedro.

Y es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos Concilios Ecuménicos, presidirlos y confirmarlos. Esta misma potestad colegial puede ser ejercitada por Obispos dispersos por el mundo a una con el Papa, con tal que la Cabeza del Colegio los llame a una acción colegial, o por lo menos apruebe la acción unida de ellos o la acepte libremente para que sea un verdadero acto colegial.

Relaciones de los Obispos dentro de la Iglesia

23. La unión colegial se manifiesta también en las mutuas relaciones de cada Obispo con las Iglesias particulares y con la Iglesia universal. El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo visible de unidad, así de los Obispos como de la multitud de los fieles.

Del mismo modo, cada Obispo es el principio y fundamento visible de unidad en su propia Iglesia, formada a imagen de la Iglesia universal; y de todas las Iglesias particulares queda integrada la una y única Iglesia católica. Por esto cada Obispo representa a su Iglesia, tal como todos a una con el Papa, representan toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad.


Cada uno de los Obispos, puesto al frente de una Iglesia particular, ejercita su poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios que se le ha confiado, no sobre las otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal.

Pero, en cuanto miembros del Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos deben tener aquella solicitud por la Iglesia universal que la institución y precepto de Cristo exigen, que si bien no se ejercita por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, grandemente, al progreso de la Iglesia universal.

Todos los Obispos, en efecto, deben promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común en toda la Iglesia, instruir a los fieles en el amor del Cuerpo místico de Cristo, sobre todo de los miembros pobres y de los que sufren o son perseguidos por la justicia (cf. Mt., 5,10); promover, en fin, toda acción que sea común a la Iglesia, sobre todo en orden a la dilatación de la fe y a la difusión plena de la luz de la verdad entre todos los hombres.

Por lo demás, es cosa clara que gobernando bien sus propias Iglesias como porciones de la Iglesia universal, contribuyen en gran manera al bien de todo el Cuerpo místico, que es también el cuerpo de todas las Iglesias.

El cuidado de anunciar el Evangelio en todo el mundo pertenece al cuerpo de los pastores, ya que a todos ellos en común dio Cristo el mandato imponiéndoles un oficio común, según explicó ya el Papa Celestino a los padres del Concilio de Efeso.

Por tanto, todos los Obispos, en cuanto se lo permite el desempeño de su propio oficio, deben colaborar entre sí y con el sucesor de Pedro, a quien particularmente se le ha encomendado el oficio excelso de propagar la religión cristiana. Deben, pues, con todas sus fuerzas proveer no sólo de operarios para la mies, sino también de socorros espirituales y materiales, ya sea directamente por sí, ya sea excitando la ardiente cooperación de los fieles.

Procuren finalmente los Obispos, según el venerable ejemplo de la antigüedad, prestar una fraternal ayuda a las otras Iglesias, sobre todo a las Iglesias vecinas y más pobres, dentro de esta universal sociedad de la caridad.

La divina Providencia ha hecho que en diversas regiones las varias Iglesias fundadas por los Apóstoles y sus sucesores, con el correr de los tiempos se hayan reunido en grupos orgánicamente unidos que, dentro de la unidad de fe y la única constitución divina de la Iglesia universal, gozan de disciplina propia, de ritos litúrgicos propios y de un propio patrimonio teológico y espiritual.

Entre los cuales, concretamente las antiguas Iglesias patriarcales, como madres en la fe, engendraron a otras como a hijas, y con ellas han quedado unidas hasta nuestros días, por vínculos especiales de caridad, tanto en la vida sacramental como en la mutua observancia de derechos y deberes.

Esta variedad de Iglesias locales, dirigidas a un solo objetivo, muestra admirablemente la indivisa catolicidad de la Iglesia. Del mismo modo las Conferencias Episcopales hoy en día pueden desarrollar una obra múltiple y fecunda a fin de que el sentimiento de la colegialidad tenga una aplicación concreta.

El ministerio de los Obispos

24. Los Obispos, en su calidad de sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor a quien se ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda criatura, a fin de que todos los hombres logren la salvación por medio de la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos (cf. Mt., 28,18; Mc., 16,15-16; Act., 26,17ss.).

Para el desempeño de esta misión, Cristo Señor prometió a sus Apóstoles el Espíritu Santo, a quien envió de hecho el día de Pentecostés desde el cielo para que, confortados con su virtud, fuesen sus testigos hasta los confines de la tierra ante las gentes, pueblos y reyes (cf. Act., 1,8; 2,1ss.; 9,15).

Este encargo que el Señor confió a los pastores de su pueblo es un verdadero servicio, y en la Sagrada Escritura se llama muy significativamente "diakonía", o sea ministerio (cf. Act., 1,17-25; 21,19; Rom., 11,13; 1 Tim., 1,12).

la misión canónica de los Obispos puede hacerse ya sea por las legítimas costumbres que no hayan sido revocadas por la potestad suprema y universal de la Iglesia, ya sea por las leyes dictadas o reconocidas por la misma autoridad, ya sea también directamente por el mismo sucesor de Pedro : y ningún Obispo puede ser elevado a tal oficio contra la voluntad de éste, o sea cuando él niega la comunión apostólica.

El oficio de enseñar de los Obispos

25. Entre los oficios principales de los Obispos se destaca la predicación del Evangelio. Porque los Obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, es decir, herederos de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de creerse y ha de aplicarse a la vida, la ilustran con la luz del Espíritu Santo, extrayendo del tesoro de la Revelación las cosas nuevas y las cosas viejas (cf. Mt., 13,52), la hacen fructificar y con vigilancia apartan de la grey los errores que la amenazan (cf. 2 Tim., 4,1-4).

Obispos, cuando enseñan en comunión por el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como los testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte tienen obligación de aceptar y adherirse con religiosa sumisión del espíritu al parecer de su Obispo en materias de fe y de costumbres cuando él la expone en nombre de Cristo.

Esta religiosa sumisión de la voluntad y del entendimiento de modo particular se debe al magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se adhiera al parecer expresado por él según el deseo que haya manifestado él mismo, como puede descubrirse ya sea por la índole del documento, ya sea por la insistencia con que repite una misma doctrina, ya sea también por las fórmulas empleadas.


Aunque cada uno de los prelados por sí no posea la prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, si todos ellos, aun estando dispersos por el mundo, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro, convienen en un mismo parecer como maestros auténticos que exponen como definitiva una doctrina en las cosas de fe y de costumbres, en ese caso anuncian infaliblemente la doctrina de Cristo.

Iglesia universal, y sus definiciones de fe deben aceptarse con sumisión.

Esta infalibilidad que el Divino Redentor quiso que tuviera su Iglesia cuando define la doctrina de fe y de costumbres, se extiende a todo cuanto abarca el depósito de la divina Revelación entregado para la fiel custodia y exposición.

Esta infalibilidad compete al Romano Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal, en razón de su oficio, cuando proclama como definitiva la doctrina de fe o de costumbres en su calidad de supremo pastor y maestro de todos los fieles a quienes ha de confirmarlos en la fe (cf. Lc., 22,32).

Por lo cual, con razón se dice que sus definiciones por sí y no por el consentimiento de la Iglesia son irreformables, puesto que han sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo prometida a él en San Pedro, y así no necesitan de ninguna aprobación de otros ni admiten tampoco la apelación a ningún otro tribunal.

Porque en esos casos el Romano Pontífice no da una sentencia como persona privada, sino que en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en quien singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma, expone o defiende la doctrina de la fe católica.

La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el cuerpo de los Obispos cuando ejercen el supremo magisterio juntamente con el sucesor de Pedro. A estas definiciones nunca puede faltar el asenso de la Iglesia por la acción del Espíritu Santo en virtud de la cual la grey toda de Cristo se conserva y progresa en la unidad de la fe.

Cuando el Romano Pontífice o con él el Cuerpo Episcopal definen una doctrina lo hacen siempre de acuerdo con la Revelación, a la cual, o por escrito, o por transmisión de la sucesión legítima de los Obispos, y sobre todo por cuidado del mismo Pontífice Romano, se nos transmite íntegra y en la Iglesia se conserva y expone con religiosa fidelidad, gracias a la luz del Espíritu de la verdad.


El Romano Pontífice y los Obispos, como lo requiere su cargo y la importancia del asunto, celosamente trabajan con los medios adecuados, a fin de que se estudie como debe esta Revelación y se la proponga apropiadamente y no aceptan ninguna nueva revelación pública dentro del divino depósito de la fe.

El oficio de los Obispos de santificar

26. El Obispo, revestido como está de la plenitud del Sacramento del Orden, es "el administrador de la gracia del supremo sacerdocio", sobre todo en la Eucaristía que él mismo celebra, ya sea por sí, ya sea por otros, que hace vivir y crecer a la Iglesia.

Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles, que, unidos a sus pastores, reciben también el nombre de Iglesia en el Nuevo Testamento .

Ellas son, cada una en su lugar, el Pueblo nuevo, llamado por Dios en el Espíritu Santo y plenitud (cf. 1 Tes., 1,5). En ellas se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor "a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad".

En toda celebración, reunida la comunidad bajo el ministerio sagrado del Obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y "unidad del Cuerpo místico de Cristo sin la cual no puede haber salvación". En estas comunidades, por más que sean con frecuencia pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, Cristo está presente, el cual con su poder da unidad a la Iglesia, una, católica y apostólica. Porque "la participación del cuerpo y sangre de Cristo no hace otra cosa sino que pasemos a ser aquello que recibimos".

Ahora bien, toda legítima celebración de la Eucaristía la dirige el Obispo, al cual ha sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la religiosa cristiana y de administrarlo conforme a los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia, las cuales él precisará según su propio criterio adaptándolas a su diócesis.

Así, los Obispos, orando por el pueblo y trabajando, dan de muchas maneras y abundantemente de la plenitud de la santidad de Cristo. Por medio del ministerio de la palabra comunican la virtud de Dios a todos aquellos que creen para la salvación (cf. Rom., 1,16), y por medio de los sacramentos, cuya administración sana y fructuosa regulan ellos con su autoridad, santifican a los fieles.

Ellos regulan la administración del bautismo, por medio del cual se concede la participación en el sacerdocio regio de Cristo. Ellos son los ministros originarios de la confirmación, dispensadores de las sagradas órdenes, y los moderadores de la disciplina penitencial; ellos solícitamente exhortan e instruyen a su pueblo a que participe con fe y reverencia en la liturgia y, sobre todo, en el santo sacrificio de la misa.


Ellos, finalmente, deben edificar a sus súbditos, con el ejemplo de su vida, guardando su conducta no sólo de todo mal, sino con la ayuda de Dios, transformándola en bien dentro de lo posible para llegar a la vida terna juntamente con la grey que se les ha confiado.

Oficio de los Obispos de regir

Los Obispos rigen como vicarios y legados de Cristo las Iglesias particulares que se les han encomendado, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y con su potestad sagrada, que ejercitan únicamente para edificar su grey en la verdad y la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el menor y el que ocupa el primer puesto como el servidor (cf. Lc., 22,26-27).

Esta potestad que personalmente poseen en nombre de Cristo, es propia, ordinaria e inmediata aunque el ejercicio último de la misma sea regulada por la autoridad suprema, y aunque, con miras a la utilidad de la Iglesia o de los fieles, pueda quedar circunscrita dentro de ciertos límites.

En virtud de esta potestad, los Obispos tienen el sagrado derecho y ante Dios el deber de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece al culto y organización del apostolado.

A ellos se les confía plenamente el oficio pastoral, es decir, el cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas, y no deben ser tenidos como vicarios del Romano Pontífice, ya que ejercitan potestad propia y son, con verdad, los jefes del pueblo que gobiernan.


Así, pues, su potestad no queda anulada por la potestad suprema y universal, sino que, al revés, queda afirmada, robustecida y defendida, puesto que el Espíritu Santo mantiene indefectiblemente la forma de gobierno que Cristo Señor estableció en su Iglesia.

El Obispo, enviado por el Padre de familias a gobernar su familia, tenga siempre ante los ojos el ejemplo del Buen Pastor, que vino no a ser servido, sino a servir (cf. Mt., 20,28; Mc., 10,45); y a entregar su vida por sus ovejas (cf. J., 10, 11).

Sacado de entre los hombres y rodeado él mismo de flaquezas, puede apiadarse de los ignorantes y de los errados (cf. Hebr., 5,1-2). No se niegue a oír a sus súbditos, a los que como a verdaderos hijos suyos abraza y a quienes exhorta a cooperar animosamente con él.

Consciente de que ha de dar cuenta a Dios de sus almas (cf. Hebr., 13,17), trabaje con la oración, con la predicación y con todas las obras de caridad por ellos y también por los que todavía no son de la única grey; a éstos téngalos por encomendados en el Señor.

Siendo él deudor para con todos, a la manera de Pablo, esté dispuesto a evangelizar a todos (cf. Rom., 1,14-15) y no deje de exhortar a sus fieles a la actividad apostólica y misionera. Los fieles, por su lado, deben estar unidos a su Obispo como la Iglesia lo está con Cristo y como Cristo mismo lo está con el Padre, para que todas las cosas armonicen en la unidad y crezcan para la gloria de Dios (cf. 2 Cor., 4,15).

Los presbíteros y sus relaciones con Cristo, con los Obispos, con el presbiterio y con el pueblo cristiano

28. Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn., 10,36), ha hecho participantes de su consagración y de su misión a los Obispos por medio de los apóstoles y de sus sucesores. Ellos han encomendado legítimamente el oficio de su ministerio en diverso grado a diversos sujetos en la Iglesia. Así, el ministerio eclesiástico de divina institución es ejercitado en diversas categorías por aquellos que ya desde antiguo se llamaron Obispos presbíteros, diáconos.

Los presbíteros, aunque no tienen la cumbre del pontificado y en el ejercicio de su potestad dependen de los Obispos con todo están unidos con ellos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del orden, han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, según la imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote (Hch., 5,1-10; 7,24; 9,11-28), para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino.

Participando, en el grado propio de su ministerio del oficio de Cristo, único Mediador (1 Tim., 2,5), anuncian a todos la divina palabra. Pero su oficio sagrado lo ejercitan, sobre todo, en el culto eucarístico o comunión, en el cual, representando la persona de Cristo, y proclamando su Misterio, juntan con el sacrificio de su Cabeza, Cristo, las oraciones de los fieles (cf. 1 Cor., 11,26), representando y aplicando en el sacrificio de la Misa, hasta la venida del Señor, el único Sacrificio del Nuevo Testamento, a saber, el de Cristo que se ofrece a sí mismo al Padre, como hostia inmaculada (cf. Hebr., 9,14-28).

Para con los fieles arrepentidos o enfermos desempeñan principalmente el ministerio de la reconciliación y del alivio. Presentan a Dios Padre las necesidades y súplicas de los fieles (cf. Hebr., 5,1-4).

Ellos, ejercitando, en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada y dirigida hacia la unidad y por Cristo en el Espíritu, la conducen hasta Dios Padre. En medio de la grey le adoran en espíritu y en verdad (cf. Jn., 4,24).

Se afanan finalmente en la palabra y en la enseñanza (cf. 1 Tim., 5,17), creyendo en aquello que leen cuando meditan en la ley del Señor, enseñando aquello en que creen, imitando aquello que enseñan.

Los presbíteros, como próvidos colaboradores del orden episcopal, como ayuda e instrumento suyo llamados para servir al Pueblo de Dios, forman, junto con su Obispo, un presbiterio dedicado a diversas ocupaciones. En cada una de las congregaciones de fieles, ellos representan al Obispo con quien están confiada y animosamente unidos, y toman sobre sí una parte de la carga y solicitud pastoral y la ejercitan en el diario trabajo.

Ellos, bajo la autoridad del Obisposantifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos confiada, hacen visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda a la edificación del Cuerpo total de Cristo (cf. Ef., 4,12).

Preocupados siempre por el bien de los hijos de Dios, procuran cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis y aun de toda la Iglesia. Los presbíteros, en virtud de esta participación en el sacerdocio y en la misión, reconozcan al Obispo como verdadero padre y obedézcanle reverentemente.

El Obispo, por su parte, considere a los sacerdotes como hijos y amigos, tal como Cristo a sus discípulos ya no los llama siervos, sino amigos (cf. Jn., 15,15). Todos los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, por razón del orden y del ministerio, están, pues, adscritos al cuerpo episcopal y sirven al bien de toda la Iglesia según la vocación y la gracia de cada cual.

En virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, los presbíteros todos se unen entre sí en íntima fraternidad, que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las reuniones, en la comunión de vida de trabajo y de caridad.

Respecto de los fieles, a quienes con el bautismo y la doctrina han engendrado espiritualmente (cf. 1 Cor., 4,15; 1 Pe., 1,23), tengan la solicitud de padres en Cristo. Haciéndose de buena gana modelos de la grey (1 Pe., 5,3), así gobiernen y sirvan a su comunidad local de tal manera que ésta merezca llamarse con el nombre que es gala del Pueblo de Dios único y total, es decir, Iglesia de Dios (cf. 1 Cor., 1,2; 2 Cor., 1,1).

Acuérdese que con su conducta de todos los días y con su solicitud muestran a fieles e infieles, a católicos y no católicos, la imagen del verdadero ministerio sacerdotal y pastoral y que deben, ante la faz de todos, dar testimonio de verdad y de vida, y que como buenos pastores deben buscar también (cf. Lc., 15,4-7) a aquellos que, bautizados en la Iglesia católica, han abandonado, sin embargo, ya sea la práctica de los sacramentos, ya sea incluso la fe.

Como el mundo entero tiende, cada día más, a la unidad de organización civil, económica y social, así conviene que cada vez más los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten todo conato de dispersión para que todo el género humano venga a la unidad de la familia de Dios.

Los diáconos

29. En el grado inferior de la jerarquía están los diáconos, que reciben la imposición de manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio. Así confortados con la gracia sacramental en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad.

Es oficio propio del diácono, según la autoridad competente se lo indicare, la administración solemne del bautismo, el conservar y distribuir la Eucaristía, el asistir en nombre de la Iglesia y bendecir los matrimonios, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir los ritos de funerales y sepelios.

Dedicados a los oficios de caridad y administración, recuerden los diáconos el aviso de San Policarpo: "Misericordiosos, diligentes, procedan en su conducta conforme a la verdad del Señor, que se hizo servidor de todos".

Teniendo en cuenta que, según la disciplina actualmente vigente en la Iglesia latina, en muchas regiones no hay quien fácilmente desempeñe estas funciones tan necesarias para la vida de la Iglesia, se podrá restablecer en adelante el diaconado como grado propio y permanente en la jerarquía.

Tocará a las distintas conferencias episcopales el decidir, oportuno para la atención de los fieles, y en dónde, el establecer estos diáconos. Con el consentimiento del Romano Pontífice, este diaconado se podrá conferir a hombres de edad madura, aunque estén casados, o también a jóvenes idóneos; pero para éstos debe mantenerse firme la ley del celibato.



CAPITULO IV


LOS LAICOS

Peculiaridad

30. El Santo Sínodo, una vez declaradas las funciones de la jerarquía, vuelve gozosamente su espíritu hacia el estado de los fieles cristianos, llamados laicos. Cuanto se ha dicho del Pueblo de Dios se dirige por igual a los laicos, religiosos y clérigos; sin embargo, a los laicos, hombres y mujeres, en razón de su condición y misión, les corresponden ciertas particularidades cuyos fundamentos, por las especiales circunstancias de nuestro tiempo, hay que considerar con mayor amplitud.

Los sagrados pastores conocen muy bien la importancia de la contribución de los laicos al bien de toda la Iglesia. Pues los sagrados pastores saben que ellos no fueron constituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia cerca del mundo, sino que su excelsa función es apacentar de tal modo a los fieles y de tal manera reconocer sus servicios y carismas, que todos, a su modo, cooperen unánimemente a la obra común.

Es necesario, por tanto, que todos "abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquél que es nuestra Cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad" (Ef., 4, 15-16).

Qué se entiende por laicos

31. Por el nombre de laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que están en estado religioso reconocido por la Iglesia, es decir, los fieles cristianos que, por estar incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, por su parte, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo.

El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Los que recibieron el orden sagrado, aunque algunas veces pueden tratar asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión secular, están ordenados principal y directamente al sagrado ministerio, por razón de su vocación particular, en tanto que los religiosos, por su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser transfigurado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas.

A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y a cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida.

Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad.

A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y del Redentor.

Dignidad de los laicos. Unidad en la diversidad

32. La Iglesia santa, por voluntad divina, está ordenada y se rige con admirable variedad. "Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros y todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros" (Rom., 12,4-5).

El pueblo elegido de Dios es uno: "Un Señor, una fe, un bautismo" (Ef. 4,5); común la dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, gracia común de hijos, común vocación a la perfección, una salvación, una esperanza y una indivisa caridad. Ante Cristo y ante la Iglesia no existe desigualdad alguna en razón de estirpe o nacimiento, condición social o sexo, porque "no hay judío ni griego, no hay siervo ni libre, no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois "uno" en Cristo Jesús" (Gal., 3,28; cf. Col., 3,11).

Aunque no todos en la Iglesia marchan por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado la misma fe por la justicia de Dios (cf. 2; Pe., 1,1). Y si es cierto que algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos para los demás como doctores, dispensadores de los misterios y pastores, sin embargo, se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la acción común de todos los fieles para la edificación del Cuerpo de Cristo.

La diferencia que puso el Señor entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la unión, puesto que los pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por necesidad recíproca; los pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al servicio los unos de los otros, y al de los demás fieles, y estos últimos, a su vez asocien su trabajo con el de los pastores y doctores.

De este modo, en la diversidad, todos darán testimonio de la admirable unidad del Cuerpo de Cristo; pues la misma diversidad de gracias, servicios y funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque "todas estas cosas son obras del único e idéntico Espíritu" (1 Cor., 12,11).

Si, pues, los seglares, por designación divina, tienen a Jesucristo por hermano, que siendo Señor de todas las cosas vino, sin embargo, a servir y no a ser servido (cf. Mt., 20,28), así también tienen por hermanos a quienes, constituidos en el sagrado ministerio, enseñando, santificando y gobernando con la autoridad de Cristo, apacientan la familia de Dios de tal modo que se cumpla por todos el mandato nuevo de la caridad.

A este respecto dice hermosamente San Agustín: "Si me aterra el hecho de lo que soy para vosotros, eso mismo me consuela, porque estoy con vosotros. Para vosotros soy el obispo, con vosotros soy el cristiano. Aquél es el nombre del cargo; éste de la gracia; aquél el del peligro; éste, el de la salvación".

El apostolado de los laicos

33. Los laicos congregados en el Pueblo de Dios y constituidos en un solo Cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza, cualesquiera que sean, están llamados, a fuer de miembros vivos, a procurar el crecimiento de la Iglesia y su perenne santificación con todas sus fuerzas, recibidas por beneficio del Creador y gracia del Redentor.

El apostolado de los laicos es la participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, a cuyo apostolado todos están llamados por el mismo Señor en razón del bautismo y de la confirmación. Por los sacramentos, especialmente por la Sagrada Eucaristía, se comunica y se nutre aquel amor hacia Dios y hacia los hombres, que es el alma de todo apostolado.

Los laicos, sin embargo, están llamados, particularmente, a hacer presente y operante a la Iglesia en los lugares y condiciones donde ella no puede ser sal de la tierra si no es a través de ellos.

Así, pues, todo laico, por los mismos dones que le han sido conferidos, se convierte en testigo e instrumento vivo, a la vez, de la misión de la misma Iglesia "en la medida del don de Cristo" (Ef., 4,7).

Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los fieles, los laicos pueden también ser llamados de diversos modos a una cooperación más inmediata con el apostolado de la jerarquía, como aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho en el Señor (cf. Fil., 4,3; Rom., 16,3ss.).

Por los demás, son aptos para que la jerarquía les confíe el ejercicio de determinados cargos eclesiásticos, ordenados a un fin espiritual.

Así, pues, incumbe a todos los laicos colaborar en la hermosa empresa de que el divino designio de salvación alcance más y más a todos los hombres de todos los tiempos y de todas las tierras. Abraseles, pues, camino por doquier para que, a la medida de sus fuerzas y de las necesidades de los tiempos, participen también ellos, celosamente, en la misión salvadora de la Iglesia.

Consagración del mundo

34. Cristo Jesús, Supremo y eterno sacerdote porque desea continuar su testimonio y su servicio por medio de los laicos, vivifica a éstos con su Espíritu e ininterrumpidamente los impulsa a toda obra buena y perfecta.

Pero aquellos a quienes asocia íntimamente a su vida y misión también les hace partícipes de su oficio sacerdotal, en orden al ejercicio del culto espiritual, para gloria de Dios y salvación de los hombres.

Por lo que los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, tienen una vocación admirable y son instruidos para que en ellos se produzcan siempre los más abundantes frutos del Espíritu. Pues todas sus obras, preces y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y de cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en "hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo" (1 Pe., 2,5), que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, ofrecen piadosísimamente al Padre. Así también los laicos, como adoradores en todo lugar y obrando santamente, consagran a Dios el mundo mismo.

El testimonio de su vida

35. Cristo, el gran Profeta, que por el testimonio de su vida y por la virtud de su palabra proclamó el Reino del Padre, cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la jerarquía, que enseña en su nombre y con su potestad, sino también por medio de los laicos, a quienes por ello, constituye en testigos y les ilumina con el sentido de la fe y la gracia de la palabra (cf. Act., 2,17-18; Ap., 19,10) para que la virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana familiar y social.

Ellos se muestran como hijos de la promesa cuando fuertes en la fe y la esperanza aprovechan el tiempo presente (cf. Ef., 5,16; Col., 4,5) y esperan con paciencia la gloria futura (cf. Rom., 8,25).

Pero que no escondan esta esperanza en la interioridad del alma, sino manifiéstenla en diálogo continuo y en el forcejeo "con los espíritus malignos" (Ef., 6,12), incluso a través de las estructuras de la vida secular.

Así como los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se nutre la vida y el apostolado de los fieles, prefiguran el cielo nuevo y la tierra nueva (cf. Ap., 21,1), así los laicos, se hacen valiosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos (cf. Hebr., 11,1), así asocian, sin desmayo, la profesión de fe con la vida de fe.

Esta evangelización, es decir, el mensaje de Cristo, pregonado con el testimonio de la vida y de la palabra, adquiere una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de que se realiza dentro de las comunes condiciones de la vida en el mundo.

En este quehacer es de gran valor aquel estado de vida que está santificado por un especial sacramento, es decir, la vida matrimonial y familiar.

Aquí se encuentra un ejercicio y una hermosa escuela para el apostolado de los laicos cuando la religión cristiana penetra toda institución de la vida y la transforma más cada día. Aquí los cónyuges tienen su propia vocación para que ellos, entre sí, y sus hijos, sean testigos de la fe y del amor de Cristo.

La familia cristiana proclama muy alto tanto las presentes virtudes del Reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada. Y así, con su ejemplo y testimonio, arguye al mundo el pecado e ilumina a los que buscan la verdad.

Por tanto, los laicos, también cuando se ocupan de las cosas temporales, pueden y deben realizar una acción preciosa en orden a la evangelización del mundo. Porque si bien algunos de entre ellos, al faltar los sagrados ministros o estar impedidos éstos en caso de persecución, les suplen en determinados oficios sagrados en la medida de sus facultades, y aunque muchos de ellos consumen todas sus energías en el trabajo apostólico, conviene, sin embargo, que todos cooperen a la dilatación e incremento del Reino de Cristo en el mundo.

Por ello, trabajen los laicos celosamente por conocer más profundamente la verdad revelada e impetren insistentemente de Dios el don de la sabiduría.

En las estructuras humanas

36. Cristo, hecho obediente hasta la muerte y, en razón de ello, exaltado por el Padre (cf. Flp., 2,8-9), entró en la gloria de su reino; a El están sometidas todas las cosas hasta que El se someta a sí mismo y todo lo creado al Padre, para que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1 COr., 15,27-28).

Tal potestad la comunicó a sus discípulos para que quedasen constituidos en una libertad regia, y con la abnegación y la vida santa vencieran en sí mismos el reino del pecado (cf. Rom., 6,12), e incluso sirviendo a Cristo también en los demás, condujeran en humildad y paciencia a sus hermanos hasta aquel Rey, a quien servir es reinar.

Porque el Señor desea dilatar su Reino también por mediación de los fieles laicos; un reino de verdad y de vida, un reino de santidad y de gracia, un reino de justicia, de amor y de paz, en el cual la misma criatura quedará libre de la servidumbre de la corrupción en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rom., 8,21).

Grande, realmente, es la promesa, y grande el mandato que se da a los discípulos. "Todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios" (1 Cor., 3,23).

Deben, pues, los fieles conocer la naturaleza íntima de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios y, además, deben ayudarse entre sí, también mediante las actividades seculares, para lograr una vida más santa, de suerte que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz.

Para que este deber pueda cumplirse en el ámbito universal, corresponde a los laicos el puesto principal. Procuren, pues, seriamente que por su competencia en los asuntos profanos y por su actividad, elevada desde dentro por la gracia de Cristo, los bienes creados se desarrollen al servicio de todos y cada uno de los hombres y se distribuyan mejor entre ellos, según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil; y que a su manera conduzcan a los hombres al progreso universal en la libertad cristiana y humana.

Así Cristo, a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su luz salvadora a toda la sociedad humana.

A más de lo dicho, los laicos procuren coordinar sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo, si en algún caso incitan al pecado, de modo que todo esto se conforme a las normas de la justicia y favorezca, más bien que impida, la practica de las virtudes. Obrando así impregnarán de sentido moral la cultura y el trabajo humano.

De esta manera se prepara a la vez y mejor el campo del mundo para la siembra de la divina palabra, y se abren de par en par a la Iglesia las puertas por las que ha de entrar en el mundo el mensaje de la paz.

En razón de la misma economía de la salvación, los fieles han de aprender diligentemente a distinguir entre los derechos y obligaciones que les corresponden por su pertenencia a la Iglesia y aquellos otros que les competen como miembros de la sociedad humana.

Procuren acoplarlos armónicamente entre sí, recordando que, en cualquier asunto temporal, deben guiarse por la conciencia cristiana, ya que ninguna actividad humana, ni siquiera en el orden temporal, puede sustraerse al imperio de Dios.

En nuestro tiempo, concretamente, es de la mayor importancia que esa distinción y esta armonía brille con suma claridad en el comportamiento de los fieles para que la misión de la Iglesia pueda responder mejor a las circunstancias particulares del mundo de hoy.

Porque, así como debe reconocerse que la ciudad terrena, vinculada justamente a las preocupaciones temporales, se rige por principios propios, con la misma razón hay que rechazar la infausta doctrina que intenta edificar a la sociedad prescindiendo en absoluta de la religión y que ataca o destruye la libertad religiosa de los ciudadanos.

Relaciones de los laicos con la jerarquía

37. Los laicos, como todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con abundancia, de los sagrados pastores, de entre los bienes espirituales de la Iglesia, ante todo, los auxilios de la Palabra de Dios y de los sacramentos; y han de hacerles saber, con aquella libertad y confianza digna de Dios y de los hermanos en Cristo, sus necesidades y sus deseos.

En la medida de los conocimientos, de la competencia y del prestigio que poseen, tienen el derecho y, en algún caso, la obligación de manifestar su parecer sobre aquellas cosas que dicen relación al bien de la Iglesia.

Hágase esto, si las circunstancias lo requieren, mediante instituciones establecidas al efecto por la Iglesia, y siempre con veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia aquellos que, por razón de su oficio sagrado, personifican a Cristo.

Procuren los seglares, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de Cristo, que con su obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el gozoso camino de la libertad de los hijos de Dios, aceptar con prontitud y cristiana obediencia todo lo que los sagrados pastores, como representantes de Cristo, establecen en la Iglesia actuando de maestros y gobernantes.

Y no dejen de encomendar a Dios en sus oraciones a sus prelados, para que, ya que viven en continua vigilancia, obligados a dar cuenta de nuestras almas, cumplan esto con gozo y no con angustia (cf. Hebr., 13,17).

Los sagrados pastores, por su parte, reconozcan y promuevan la dignidad y la responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Hagan uso gustosamente de sus prudentes consejos, encárguenles, con confianza, tareas en servicio de la Iglesia, y déjenles libertad y espacio para actuar, e incluso denles ánimo para que ellos, espontáneamente, asuman tareas propias.

Consideren atentamente en Cristo, con amor de padres, las iniciativas, las peticiones y los deseos propuestos por los laicos. Y reconozcan cumplidamente los pastores la justa libertad que a todos compete dentro de la sociedad temporal.

De este trato familiar entre los laicos y pastores son de esperar muchos bienes para la Iglesia, porque así se robustece en los seglares el sentido de su propia responsabilidad, se fomenta el entusiasmo y se asocian con mayor facilidad las fuerzas de los fieles a la obra de los pastores.

Pues estos últimos, ayudados por la experiencia de los laicos, pueden juzgar con mayor precisión y aptitud lo mismo los asuntos espirituales que los temporales, de suerte que la Iglesia entera, fortalecida por todos sus miembros, pueda cumplir con mayor eficacia su misión en favor de la vida del mundo.

Conclusión

38. Cada seglar debe ser ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús, y señal del Dios vivo. Todos en conjunto y cada cual en particular deben alimentar al mundo con frutos espirituales (cf. Gal., 5,22) e infundirle aquel espíritu del que están animados aquellos pobres, mansos y pacíficos, a quienes el Señor, en el Evangelio, proclamó bienaventurados (cf. Mt., 5,3-9). En una palabra, "lo que es el alma en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo".




CAPITULO V


UNIVERSAL VOCACION Y LA SANTIDAD EN LA IGLESIA

Llamamiento a la santidad

39. La Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Concilio, creemos que es indefectiblemente santa, ya que Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu llamamos "el solo Santo", amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef., 5,25-26), la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios.

Por eso, todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol : "Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación" (1 Tes., 4,3; Ef., 1,4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta incesantemente y se debe manifestar en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles; se expresa de múltiples modos en todos aquellos que, con edificación de los demás, se acercan en su propio estado de vida a la cumbre de la caridad; pero aparece de modo particular en la práctica de los que comúnmente llamamos consejos evangélicos.

Esta práctica de los consejos, que por impulso del Espíritu Santo algunos cristianos abrazan, tanto en forma privada como en una condición o estado admitido por la Iglesia, da en el mundo, y conviene que lo dé, un espléndido testimonio y ejemplo de esa santidad.

El Divino Maestro y modelo de toda perfección

40. Nuestro Señor Jesucristo predicó la santidad de vida, de la que El es Maestro y Modelo, a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fuesen. "Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto" (Mt., 5, 48).

Envió a todos el Espíritu Santo, que los moviera interiormente, para que amen a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mc., 12,30), y para que se amen unos a otros como Cristo nos amó (cf. Jn., 13,34; 15,12).

Los seguidores de Cristo, llamados por Dios, no en virtud de sus propios méritos, sino por designio y gracia de El, y justificados en Cristo Nuestro Señor, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida, con la ayuda de Dios.

Les amonesta el Apóstol a que vivan "como conviene a los santos" (Ef., 5,3, y que "como elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia" (Col., 3,12) y produzcan los frutos del Espíritu para santificación (cf. Gal., 5,22; Rom., 6,22).

Pero como todos tropezamos en muchas cosas (cf. Sant., 3,2), tenemos continua necesidad de la misericordia de Dios y hemos de orar todos los días: "Perdónanos nuestras deudas" (Mt., 6, 12).

Fluye de ahí la clara consecuencia que todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano.

Para alcanzar esa perfección, los fieles, según la diversas medida de los dones recibidos de Cristo, siguiendo sus huellas y amoldándose a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, deberán esforzarse para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como brillantemente lo demuestra en la historia de la Iglesia la vida de tantos santos.

La santidad en los diversos estados

41. Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios y al Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria.

Según eso, cada uno según los propios dones y las gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que excita la esperanza y obra por la caridad. Es menester, en primer lugar, que los pastores del rebaño de Cristo cumplan con su deber ministerial, santamente y con entusiasmo, con humildad y fortaleza, según la imagen del Sumo y Eterno sacerdote, pastor y obispo de nuestras almas; cumplido así su ministerio, será para ellos un magnífico medio de santificación.

Los escogidos a la plenitud del sacerdocio reciben como don, con la gracia sacramental, el poder ejercitar el perfecto deber de su pastoral caridad con la oración, con el sacrificio y la predicación, en todo género de preocupación y servicio episcopal, sin miedo de ofrecer la vida por sus ovejas y haciéndose modelo de la grey (cf. 1 Pe., 5,13). Así incluso con su ejemplo, han de estimular a la Iglesia hacia una creciente santidad.

Los presbíteros, a semejanza del orden de los Obispos, cuya corona espiritual forman participando de la gracia del oficio de ellos por Cristo, eterno y único Mediador, crezcan en el amor de Dios y del prójimo por el ejercicio cotidiano de su deber; conserven el vínculo de la comunión sacerdotal; abunden en toda clase de bienes espirituales y den a todos un testimonio vivo de Dios, emulando a aquellos sacerdotes que en el transcurso de los siglos nos dejaron muchas veces con un servicio humilde y escondido, preclaro ejemplo de santidad, cuya alabanza se difunde por la Iglesia de Dios.

Ofrezcan, como es su deber, sus oraciones y sacrificios por su grey y por todo el Pueblo de Dios, conscientes de lo que hacen e imitando lo que tratan. Así, en vez de encontrar un obstáculo en sus preocupaciones apostólicas, peligros y contratiempos, sírvanse más bien de todo ello para elevarse a más alta santidad, alimentando y fomentando su actividad con la frecuencia de la contemplación, para consuelo de toda la Iglesia de Dios.

Todos los presbíteros, y en particular los que por el título peculiar de su ordenación se llaman sacerdotes diocesanos, recuerden cuánto contribuirá a su santificación el fiel acuerdo y la generosa cooperación con su propio Obispo.

Son también participantes de la misión y de la gracia del supremo sacerdote, de una manera particular, los ministros de orden inferior, en primer lugar los diáconos, los cuales, al dedicarse a los misterios de Cristo y de la Iglesia, deben conservarse inmunes de todo vicio y agradar a Dios y ser ejemplo de todo lo bueno ante los hombres (cf. 1 Tim., 3,8-10; 12-13).

Los clérigos, que llamados por Dios y apartados para su servicio se preparan para los deberes de los ministros bajo la vigilancia de los pastores, están obligados a ir adaptando su manera de pensar y sentir a tan preclara elección, asiduos en la oración, fervorosos en el amor, preocupados siempre por la verdad, la justicia, la buena fama, realizando todo para gloria y honor de Dios.

A los cuales todavía se añaden aquellos seglares, escogidos por Dios, que, entregados totalmente a las tareas apostólicas, son llamados por el Obispo y trabajan en el campo del Señor con mucho fruto.

Conviene que los cónyuges y padres cristianos, siguiendo su propio camino, se ayuden el uno al otro en la gracia, con la fidelidad en su amor a lo largo de toda la vida, y eduquen en la doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a la prole que el Señor les haya dado. De esta manera ofrecen al mundo el ejemplo de una incansable y generoso amor, construyen la fraternidad de la caridad y se presentan como testigos y cooperadores de la fecundidad de la Madre Iglesia, como símbolo y al mismo tiempo participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por ella.

Un ejemplo análogo lo dan los que, en estado de viudez o de celibato, pueden contribuir no poco a la santidad y actividad de la Iglesia. Y por su lado, los que viven entregados al duro trabajo conviene que en ese mismo trabajo humano busquen su perfección, ayuden a sus conciudadanos, traten de mejorar la sociedad entera y la creación, pero traten también de imitar, en su laboriosa caridad, a Cristo, cuyas manos se ejercitaron en el trabajo manual, y que continúa trabajando por la salvación de todos en unión con el Padre; gozosos en la esperanza, ayudándose unos a otros en llevar sus cargas, y sirviéndose incluso del trabajo cotidiano para subir a una mayor santidad, incluso apostólica.

Sepan también que están unidos de una manera especial con Cristo en sus dolores por la salvación del mundo todos los que se ven oprimidos por la pobreza, la enfermedad, los achaques y otros muchos sufrimientos o padecen persecución por la justicia: todos aquellos a quienes el Señor en su Evangelio llamó Bienaventurados, y a quienes: "El Señor... de toda gracia, que nos llamó a su eterna gloria en Cristo Jesús, después de un poco de sufrimiento, nos perfeccionará El mismo, nos confirmará, nos solidificará" (1 Pe., 5,10).

Por consiguiente, todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre Celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, incluso en el servicio temporal, la caridad con que Dios amó al mundo.

Los consejos evangélicos

42. "Dios es caridad y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en El" (1 Jn., 4,16). Y Dios difundió su caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (cf. Rom., 5,5). Por consiguiente, el don principal y más necesario es la caridad con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por El.

Pero a fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, debe cada uno de los fieles oír de buena gana la Palabra de Dios y cumplir con las obras de su voluntad, con la ayuda de su gracia, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en otras funciones sagradas, y aplicarse de una manera constante a la oración, a la abnegación de sí mismo, a un fraterno y solícito servicio de los demás y al ejercicio de todas las virtudes.

Porque la caridad, como vínculo de la perfección y plenitud de la ley (cf. Col., 3,14), gobierna todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que el amor hacia Dios y hacia el prójimo sea la característica distintiva del verdadero discípulo de Cristo.

Así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por nosotros, nadie tiene un mayor amor que el que ofrece la vida por El y por sus hermanos (cf. 1 Jn., 3,16; Jn., 15,13). Pues bien, ya desde los primeros tiempos algunos cristianos se vieron llamados, y siempre se encontrarán otros llamados a dar este máximo testimonio de amor delante de todos, principalmente delante de los perseguidores.

El martirio, por consiguiente, con el que el discípulo llega a hacerse semejante al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, asemejándose a El en el derramamiento de su sangre, es considerado por la Iglesia como un supremo don y la prueba mayor de la caridad. Y si ese don se da a pocos, conviene que todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.

La santidad de la Iglesia se fomenta también de una manera especial en los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen sus discípulos, entre los que descuella el precioso don de la gracia divina que el Padre da a algunos (cf. Mt., 19,11; 1 Cor., 7,7) de entregarse más fácilmente sólo a Dios en la virginidad o en el celibato, sin dividir con otro su corazón (cf. 1 Cor., 7,32-34).

Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido considerada por la Iglesia en grandísima estima, como señal y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo.

La Iglesia considera también la amonestación del Apóstol, quien, animando a los fieles a la práctica de la caridad, les exhorta a que "sientan en sí lo que se debe sentir en Cristo Jesús", que "se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo... hecho obediente hasta la muerte" (Flp., 2,7-8), y por nosotros " se hizo pobre, siendo rico" (2 Cor., 8,9).

Y como este testimonio e imitación de la caridad y humildad de Cristo, habrá siempre discípulos dispuestos a darlo, se alegra la Madre Iglesia de encontrar en su seno a muchos, hombres y mujeres, que sigan más de cerca el anonadamiento del Salvador y la ponen en más clara evidencia, aceptando la pobreza con la libertad de los hijos de Dios y renunciando a su propia voluntad, pues ésos se someten al hombre por Dios en materia de perfección, más allá de lo que están obligados por el precepto, para asemejarse más a Cristo obediente.

Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la perfección de su propio estado. Vigilen, pues, todos por ordenar rectamente sus sentimientos, no sea que en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas, encuentren un obstáculo que les aparte, contra el espíritu de pobreza evangélica, de la búsqueda de la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol: "Los que usan de este mundo, no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo pasan" (cf. 1 Cor., 7,31).




CAPITULO VI


DE LOS RELIGIOSOS

La profesión de los consejos evangélicos en la Iglesia

43. Los consejos evangélicos, castidad ofrecida a Dios, pobreza y obediencia, como consejos fundados en las palabras y ejemplos del Señor y recomendados por los Apóstoles, por los padres, doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino que la Iglesia recibió del Señor, y que con su gracia se conserva perpetuamente.

La autoridad de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se preocupó de interpretar esos consejos, de regular su práctica y de determinar también las formas estables de vivirlos. De ahí ha resultado que han ido creciendo, a la manera de un árbol que se ramifica espléndido y pujante en el campo del Señor a partir de una semilla puesta por Dios, formas diversísimas de vida monacal y cenobítica (vida solitaria y vida en común) en gran variedad de familias que se desarrollan, ya para ventaja de sus propios miembros, ya para el bien de todo el Cuerpo de Cristo.

Y es que esas familias ofrecen a sus miembros todas las condiciones para una mayor estabilidad en su modo de vida, una doctrina experimentada para conseguir la perfección, una comunidad fraterna en la milicia de Cristo y una libertad mejorada por la obediencia, en modo de poder guardar fielmente y cumplir con seguridad su profesión religiosa, avanzando en la vida de la caridad con espíritu gozoso.

Un estado, así, en la divina y jerárquica constitución de la Iglesia, no es un estado intermedio entre la condición del clero y la condición seglar, sino que de ésta y de aquélla se sienten llamados por Dios algunos fieles al goce de un don particular en la vida de la Iglesia para contribuir, cada uno a su modo, en la misión salvífica de ésta.

Naturaleza e importancia del estado religioso en la Iglesia

44. Por los votos, o por otros sagrados vínculos análogos a ellos a su manera, se obliga el fiel cristiano a la práctica de los tres consejos evangélicos antes citados, entregándose totalmente al servicio de Dios sumamente amado, en una entrega que crea en él una especial relación con el servicio y la gloria de Dios.

Ya por el bautismo había muerto el pecado y se había consagrado a Dios; ahora, para conseguir un fruto más abundante de la gracia bautismal trata de liberarse, por la profesión de los consejos evangélicos en la Iglesia, de los impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino, y se consagra más íntimamente al divino servicio.

Esta consagración será tanto más perfecta cuanto por vínculos más firmes y más estables se represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Esposa, la Iglesia.

Y como los consejos evangélicos tienen la virtud de unir con la Iglesia y con su ministerio de una manera especial a quienes los practican, por la caridad a la que conducen, la vida espiritual de éstos es menester que se consagre al bien de toda la Iglesia.

De ahí hace el deber de trabajar según las fuerzas y según la forma de la propia vocación, sea con la oración, sea con la actividad laboriosa, por implantar o robustecer en las almas el Reino de Cristo y dilatarlo por el ancho mundo. De ahí también que la Iglesia proteja y favorezca la índole propia de los diversos Institutos religiosos.

Por consiguiente, la profesión de los consejos evangélicos aparece como un distintivo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a cumplir sin desfallecimiento los deberes de la vocación cristiana. Porque, al no tener el Pueblo de Dios una ciudadanía permanente en este mundo, sino que busca la futura, el estado religioso, que deja más libres a sus seguidores frente a los cuidados terrenos, manifiesta mejor a todos los presentes los bienes celestiales -presentes incluso en esta vida- y, sobre todo, da un testimonio de la vida nueva y eterna conseguida por la redención de Cristo y preanuncia la resurrección futura y la gloria del Reino celestial.

Y ese mismo estado imita más de cerca y representa perpetuamente en la Iglesia aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo para cumplir la voluntad del Padre y que dejó propuesta a los discípulos que quisieran seguirle. Finalmente, pone a la vista de todos, de una manera peculiar, la elevación del Reino de Dios sobre todo lo terreno y sus grandes exigencias; demuestra también a la Humanidad entera la maravillosa grandeza de la virtud de Cristo que reina y el infinito poder del Espíritu Santo que obra maravillas en su Iglesia.

Por consiguiente, un estado cuya esencia está en la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenezca a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de una manera indiscutible, a su vida y a su santidad.

Bajo la autoridad de la Iglesia

45. Siendo un deber de la jerarquía eclesiástica al apacentar al Pueblo de Dios y conducirlo a los pastos mejores (cf. Ez., 34,14), toca también a ella dirigir con la sabiduría de sus leyes la práctica de los consejos evangélicos, con los que se fomenta de un modo singular la perfección de la caridad hacia Dios y hacia el prójimo.

La misión jerarquía, siguiendo dócilmente el impulso del Espíritu Santo admite las reglas propuestas por varones y mujeres ilustres, y las aprueba auténticamente después de una más completa ordenación, y, además está presente con su autoridad vigilante y protectora en el desarrollo de los Institutos, erigidos por todas partes para la edificación del Cuerpo de Cristo, a fin de que crezcan y florezcan en todos modos, según el espíritu de sus fundadores.

El Sumo Pontífice, por razón de su primado sobre toda la Iglesia, mirando a la mejor providencia por las necesidades de toda la grey del Señor, puede eximir de la jurisdicción de los ordinarios y someter a su sola autoridad cualquier Instituto de perfección y a todos y cada uno de sus miembros.

Y por la misma razón pueden ser éstos dejados o confiados a la autoridad patriarcal propia. Los miembros de estos Institutos, en el cumplimiento de sus deberes para con la Iglesia según la forma peculiar de su Instituto, deben prestar a los Obispos la debida reverencia y obediencia según las leyes canónicas, por su autoridad pastoral en las Iglesias particulares y por la necesaria unidad y concordia en el trabajo apostólico.

La Iglesia no sólo eleva con su sanción la profesión religiosa a la dignidad de un estado canónico, sino que la presenta en la misma acción litúrgica como un estado consagrado a Dios. Ya que la misma Iglesia, con la autoridad recibida de Dios, recibe los votos de los profesos, les obtiene del Señor, con la oración pública, los auxilios y la gracia divina, les encomienda a Dios y les imparte una bendición espiritual, asociando su oblación al sacrificio eucarístico.

Estima de la profesión de los consejos evangélicos

46. Pongan, pues, especial solicitud los religiosos en que, por ellos, la Iglesia demuestre mejor cada día a fieles e infieles, el Cristo, ya sea entregado a la contemplación en el monte, ya sea anunciando el Reino de Dios a las turbas, sanando enfermos y heridos, convirtiendo los pecadores a una vida correcta, bendiciendo a los niños, haciendo el bien a todos, siempre obediente a la voluntad del Padre que le envió.

Tengan por fin todos bien entendido que la profesión de los consejos evangélicos, aunque lleva consigo la renuncia de bienes que indudablemente se han de tener en mucho, sin embargo, no es un impedimiento para el desarrollo de la persona humana, sino que, por su misma naturaleza, la favorece grandemente.

Porque los consejos evangélicos, aceptados voluntariamente según la vocación personal de cada uno, contribuyen no poco a la purificación del corazón y a la libertad del espíritu, excitan continuamente el fervor de la caridad y, sobre todo, como se demuestra con el ejemplo de tantos santos fundadores, son capaces de asemejar más la vida del hombre cristiano con la vida virginal y pobre que para sí escogió Cristo Nuestro Señor y abrazó su Madre la Virgen. Ni piense nadie que los religiosos por su consagración, se hacen extraños a la Humanidad o inútiles para la ciudad terrena.

Porque, aunque en algunos casos no estén directamente presente ante los coetáneos, los tienen, sin embargo, presentes, de un modo más profundo, en las entrañas de Cristo y cooperan con ellos espiritualmente para que la edificación de la ciudad terrena se funde siempre en Dios y se dirija a El, "no sea que trabajen en vano los que la edifican".

Por eso, este Sagrado Sínodo confirma y alaba a los hombres y mujeres, hermanos y hermanas que, en los monasterios, en las escuelas y hospitales o en las misiones, ilustran a la Esposa de Cristo con la constante y humilde fidelidad en su consagración y ofrecen a todos los hombres generosamente los más variados servicios.

Perseverancia

47. Esmérese por consiguiente todo el que haya sido llamado a la profesión de esos consejos, por perseverar y destacarse en la vocación a la que ha sido llamado, para que más abunde la santidad en la Iglesia y para mayor gloria de la Trinidad, una e indivisible, que en Cristo y por Cristo es la fuente y origen de toda santidad.




CAPITULO VII


INDOLE ESCATOLOGICA DE LA IGLESIA PEREGRINANTE Y SU UNION CON LA IGLESIA CELESTIAL

Indole escatológica de nuestra vocación en la Iglesia

48. La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino "cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas" (Act., 3,21) y cuando, con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado (cf. Ef., 1,10; Col., 1,20; 2 Pe., 3,10-13).

Porque Cristo levantado en alto sobre la tierra atrajo hacia Sí a todos los hombres (cf. J., 12,32); resucitando de entre los muertos (cf. Rom., 6,9) envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por El constituyó a su Cuerpo que es la Iglesia, como Sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombre a su Iglesia y por Ella unirlos a Sí más estrechamente, y alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre hacerlos partícipes de su vida gloriosa.

Así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Flp., 2,12).

La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros (cf. 1 Cor., 10,11), y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente, ya que la Iglesia, aun en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad.

Y mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que tenga su morada la santidad (cf. 2 Pe., 3,13), la Iglesia peregrinante, en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen de este mundo que pasa, y Ella misma vive entre las criaturas que gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rom., 8,19-22).

Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el sello del Espíritu Santo, "que es prenda de nuestra herencia" (Ef., 1,14), somos llamados hijos de Dios y lo somos de verdad (cf. 1 Jn., 3,1); pero todavía no hemos sido manifestados con Cristo en aquella gloria (cf. Col., 3,4), en la que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (cf. 1 Jn., 3,2).

Por tanto, "mientras habitamos en este cuerpo, vivimos en el destierro lejos del Señor" (2 Cor., 5,6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rom., 8,23) y ansiamos estar con Cristo (cf. Flp., 1,23).

Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Cor., 5,15). Por eso ponemos toda nuestra voluntad en agradar al Señor en todo (cf. 2 Cor., 5,9), y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y poder resistir en el día malo (cf. Ef., 6,11-13).

Y como no sabemos ni el día ni la hora, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Hb., 9,27), si queremos entrar con El a las nupcias merezcamos ser contados entre los escogidos (cf. Mt., 25,31-46); no sea que, como aquellos siervos malos y perezosos (cf. Mt., 25,26), seamos arrojados al fuego eterno (cf. Mt., 25,41), a las tinieblas exteriores en donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt., 22,13-25,30).

En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer "ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las obras buenas o malas que hizo en su vida mortal (2 Cor., 5,10); y al fin del mundo "saldrán los que obraron el bien, para la resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de condenación" (Jn., 5,29; cf. Mt., 25,46).

Teniendo, pues, por cierto, que "los padecimientos de esta vida presente son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros" (Rom., 8,18; cf. 2 Tim., 2,11-12), con fe firme esperamos el cumplimiento de "la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo" (Tit., 2,13), quien "transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo" (Flp., 3,21) y vendrá "para ser" glorificado en sus santos y para ser "la admiración de todos los que han tenido fe" (2 Tes., 1,10).

Comunión de la Iglesia celestial con la Iglesia peregrinante

49. Así, pues, hasta cuando el Señor venga revestido de majestad y acompañado de todos sus ángeles (cf. Mt., 25,3) y destruida la muerte le sean sometidas todas las cosas (cf. 1 Cor., 15,26-27), algunos entre sus discípulos peregrinan en la tierra otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es; mas todos, aunque en grado y formas distintas, estamos unidos en fraterna caridad y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios.

porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu crecen juntos y en El se unen entre sí, formando una sola Iglesia (cf. Ef., 4,16). Así que la unión de los peregrinos con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe; antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de los bienes espirituales.

Por lo mismo que los bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que ella misma ofrece a Dios en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación (cf. 1 Cor., 12,12-27).

Porque ellos llegaron ya a la patria y gozan "de la presencia del Señor" (cf. 2 Cor., 5,8); por El, con El y en El no cesan de interceder por nosotros ante el Padre, presentando por medio del único Mediador de Dios y de los hombres, Cristo Jesús ( 1 Tim., 2,5), los méritos que en la tierra alcanzaron; sirviendo al Señor en todas las cosas y completando en su propia carne, en favor del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia lo que falta a las tribulaciones de Cristo (cf. Col., 1,24). Su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad.

Relaciones de la Iglesia peregrinante con la Iglesia celestial

50. La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios por ellos, "porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados" (2 Mac., 12,46).

Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de amor con el derramamiento de su sangre, nos están íntimamente unidas; a ellos, junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos ángeles , profesó peculiar veneración e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión.

A éstos, luego se unieron también aquellos otros que habían imitado más de cerca la virginidad y la pobreza de Cristo, y, en fin, otros, cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas y cuyos divinos carismas lo hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles.

Al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a cristo, nuevos motivos nos impulsan a buscar la Ciudad futura (cf. Hebr., 13,14-11,10), y al mismo tiempo aprendemos cuál sea, entre las mundanas vicisitudes, al camino seguro conforme al propio estado y condición de cada uno, que nos conduzca a la perfecta unión con Cristo, o sea a la santidad.

Dios manifiesta a los hombres en forma viva su presencia y su rostro, en la vida de aquellos, hombres como nosotros que con mayor perfección se transforman en la imagen de Cristo (cf. 2 Cor., 3,18). En ellos, El mismo nos habla y nos ofrece su signo de ese Reino suyo hacia el cual somos poderosamente atraídos, con tan grande nube de testigos que nos cubre (cf. Hb., 12,1) y con tan gran testimonio de la verdad del Evangelio.

Y no sólo veneramos la memoria de los santos del cielo por el ejemplo que nos dan, sino aún más, para que la unión de la Iglesia en el Espíritu sea corroborada por el ejercicio de la caridad fraterna (cf. Ef., 4,1-6).

Porque así como la comunión cristiana entre los viadores nos conduce más cerca de Cristo, así el consorcio con los santos nos une con Cristo, de quien dimana como de Fuente y Cabeza toda la gracia y la vida del mismo Pueblo de Dios.

Conviene, pues, en sumo grado, que amemos a estos amigos y coherederos de Jesucristo, hermanos también nuestros y eximios bienhechores; rindamos a Dios las debidas gracias por ello, "invoquémoslos humildemente y, para impetrar de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, ayuda y auxilios.

En verdad, todo genuino testimonio de amor ofrecido por nosotros a los bienaventurados, por su misma naturaleza, se dirige y termina en Cristo, que es la "corona de todos los santos", y por El a Dios, que es admirable en sus santos y en ellos es glorificado".

Nuestra unión con la Iglesia celestial se realiza en forma nobilísima, especialmente cuando en la sagrada liturgia, en la cual "la virtud del Espíritu Santo obra sobre nosotros por los signos sacramentales", celebramos juntos, con fraterna alegría, la alabanza de la Divina Majestad, y todos los redimidos por la Sangre de Cristo de toda tribu, lengua, pueblo y nación (cf. Ap., 5,9), congregados en una misma Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza de Dios Uno y Trino.

Al celebrar, pues, el Sacrificio Eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial en una misma comunión, "venerando la memoria, en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, del bienaventurado José y de los bienaventurados Apóstoles, mártires y santos todos".

El Concilio establece disposiciones pastorales

51. Este Sagrado Sínodo recibe con gran piedad tan venerable fe de nuestros antepasados acerca del consorcio vital con nuestros hermanos que están en la gloria celestial o aún están purificándose después de la muerte; y de nuevo confirma los decretos de los sagrados Concilios Niceno II, Florentino y Tridentino.

Junto con esto, por su solicitud pastoral, exhorta a todos aquellos a quienes corresponde para que traten de apartar o corregir cualesquiera abusos, excesos o defectos que acaso se hubieran introducido y restauren todo conforme a la mejor alabanza de Cristo y de Dios.

Enseñen, pues, a los fieles que el auténtico culto a los santos no consiste tanto en la multiplicidad de los actos exteriores cuanto en la intensidad de un amor práctico, por el cual para mayor bien nuestro y de la Iglesia, buscamos en los santos "el ejemplo de su vida, la participación de su intimidad y la ayuda de su intercesión".

Y, por otro lado, expliquen a los fieles que nuestro trato con los bienaventurados, si se considera en la plena luz de la fe, lejos de atenuar el culto latréutico debido a Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, más bien lo enriquece ampliamente.

Porque todos los que somos hijos de Dios y constituímos una familia en Cristo (cf. Hebr., 3,6), al unirnos en mutua caridad y en la misma alabanza de la Trinidad, correspondemos a la íntima vocación de la Iglesia y participamos con gusto anticipado de la liturgia de la gloria perfecta del cielo.

Porque cuando Cristo aparezca y se verifique la resurrección gloriosa de los muertos, la claridad de Dios iluminará la ciudad celeste y su Lumbrera será el Cordero (cf. Ap., 21,24). Entonces toda la Iglesia de los santos, en la suma beatitud de la caridad, adorará a Dios y "al Cordero que fue inmolado" (Ap., 5,12), a una voz proclamando "Al que está sentado en el Trono y al Cordero: la alabanza el honor y la gloria y el imperio por los siglos de los siglos" (Ap., 5,13-14).




CAPITULO VIII


LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA, MADRE DE DIOS, EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

Proemio

52. El benignísimo y sapientísimo Dios, al querer llevar a término la redención del mundo, "cuando llegó la plenitud del tiempo, envió a su Hijo hecho de mujer... para que recibiésemos la adopción de hijos" (Gal., 4,4-5). "El cual por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, descendió de los cielos, y se encarnó por obra del Espíritu Santo de María Virgen".

Este misterio divino de salvación se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo, y en ella los fieles, unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos sus Santos, deben también venerar la memoria, "en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo".

La Bienaventurada Virgen y la Iglesia

53. En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a El unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas.

Al mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su

amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella cabeza, por lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima.

Intención del Concilio

54. Por eso, el Sacrosanto Sínodo, al exponer la doctrina de la Iglesia, en la cual el Divino Redentor, realiza la salvación, quiere aclarar cuidadosamente tanto la misión de la Bienaventurada Virgen María en el misterio del Verbo Encarnado y del Cuerpo Místico, como los deberes de los hombres redimidos hacia la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, en especial de los creyentes, sin que tenga la intención de proponer una completa doctrina de María, ni tampoco dirimir las cuestiones no llevadas a una plena luz por el trabajo de los teólogos.

Conservan, pues, su derecho las sentencias que se proponen libremente en las Escuelas católicas sobre Aquélla, que en la Santa Iglesia ocupa después de Cristo el lugar más alto y el más cercano a nosotros.

II. OFICIO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN EN LA ECONOMIA DE LA SALVACION

La Madre del Mesías en el Antiguo Testamento

55. La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la venerable Tradición, muestran en forma cada vez más clara el oficio de la Madre del Salvador en la economía de la salvación y, por así decirlo, lo muestran ante los ojos. Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la Salvación en la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento de Cristo al mundo.

Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos bajo la luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad, iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; ella misma, bajo esta luz es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres caídos en pecado (cf. Gen., 3,15).

Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel (Is., 7,14; Miq., 5,2-3; Mt., 1,22-23). Ella misma sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con confianza la salvación. En fin, con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la primera, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne.

María en la Anunciación

56. El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la Encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también contribuirá a la vida. Lo cual vale en forma eminente de la Madre de Jesús, que dio al mundo la vida misma que renueva todas las cosas y que fue adornada por Dios con dones dignos de tan gran oficio.

Por eso, no es extraño que entre los Santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como "llena de gracia" (cf. Lc., 1,28), y ella responde al enviado celestial: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc., 1,38).

Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual, esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con El y bajo El, por la gracia de Dios omnipotente.

Con razón, pues, los Santos Padres estima a María, no como un mero instrumento pasivo, sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia. Porque ella, como dice San Ireneo, "obedeciendo fue causa de la salvación propia y de la del género humano entero".

Por eso, no pocos padres antiguos en su predicación, gustosamente afirman: "El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe" ; y comparándola con Eva, llaman a María Madre de los vivientes, y afirman con mayor frecuencia: "La muerte vino por Eva; por María, la vida".

La Bienaventurada Virgen y el Niño Jesús

57. La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte; en primer término, cuando María se dirige a toda prisa a visitar a Isabel, es saludada por ella a causa de su fe en a salvación prometida, y el precursor saltó de gozo (cf. Lc., 1,41-45) en el seno de su Madre; y en la Natividad, cuando la Madre de Dios, llena de alegría, muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que lejos de disminuir consagró su integridad virginal.

Y cuando, ofrecido el rescate de los pobres, lo presentó al Señor en el Templo, oyó al mismo tiempo a Simeón que anunciaba que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre para que se manifestasen los pensamientos de muchos corazones (cfr. Lc., 2,34-35).

Al Niño Jesús perdido y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en el templo, ocupado en las cosas que pertenecían a su Padre, y no entendieron su respuesta. Mas su Madre conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas (cf. lc., 2,41-51).

La Bienaventurada Virgen en el ministerio público de Jesús

58. En la vida pública de Jesús, su Madre aparece significativamente; ya al principio durante las nupcias de Caná de Galilea, movida a misericordia, consiguió por su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cf. Jn., 2,1-11). En el decurso de su predicación recibió las palabras con las que el Hijo (cf. Lc., 2,19-51), elevando el Reino de Dios sobre los motivos y vínculos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que oían y observaban la palabra de Dios como ella lo hacía fielmente (cf. Mc., 3,35; Lc., 11, 27-28).

Así también la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn., 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma, y, por fin, fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo Jesús, moribundo en la Cruz con estas palabras: "¡Mujer, he ahí a tu hijo!" (Jn., 19,26-27).

La Bienaventurada Virgen después de la Ascensión de Jesús

59. Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los Apóstoles antes del día de Pentecostés "perseverar unánimemente en la oración con las mujeres, y María la Madre de Jesús y los hermanos de Este" (Act., 1,14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la Anunciación.

Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejará más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap., 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte.

III. LA BIENAVENTURADA VIRGEN Y LA IGLESIA

María, esclava del Señor, en la obra de la redención y de la santificación

60. Unico es nuestro Mediador según la palabra del Apóstol: "Porque uno es Dios y uno el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se entregó a Sí mismo como precio de rescate por todos" (1 Tim., 2,5-6).

Pero la misión maternal de María hacia los hombres, de ninguna manera obscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo salvífico de la Bienaventurada VIrgen en favor de los hombres no es exigido por ninguna ley, sino que nace del Divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo.

Maternidad espiritual

61. La Bienaventurada VIrgen, predestinada, junto con la Encarnación del Verbo, desde toda la eternidad, cual Madre de Dios, por designio de la Divina Providencia, fue en la tierra la esclarecida Madre del Divino Redentor, y en forma singular la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor.

Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras El moría en la Cruz, cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia.

62. Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la Cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos. Pues una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión los dones de la eterna salvación.

Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la Bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora.

Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador. Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo Encarnado nuestro Redentor; pero así como el sacerdocio de Cristo es participado de varias maneras tanto por los ministros como por el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en formas distintas en las criaturas, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única.

La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado: lo experimenta continuamente y lo recomienda al corazón de los fieles para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador.

María, como Virgen y Madre, tipo de la Iglesia

63. La Bienaventurada Virgen, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la Iglesia. la Madre de Dios es tipo de la Iglesia, orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo.

Porque en el misterio de la Iglesia que con razón también es llamada madre y virgen, la Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y singular el modelo de la virgen y de la madre, pues creyendo y obedeciendo engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como una nueva Eva, practicando una fe, no adulterada por duda alguna, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios. Dio a luz al Hijo a quien Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rom., 8,29), a saber, los fieles a cuya generación y educación coopera con materno amor.

64. Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también ella es hecha Madre por la palabra de Dios fielmente recibida: en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, e imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad.

Virtudes de María que han de ser imitadas por la Iglesia

65. Mientras que la Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga (cf. Ef., 5,27), los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado; y por eso levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos, como modelo de virtudes.

La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre ella y contemplándola en la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración entra más profundamente en el sumo misterio de la Encarnación y se asemeja más y más a su Esposo. Porque María, que habiendo entrado íntimamente en la historia de la Salvación, en cierta manera en sí une y refleja las más grandes exigencias de la fe, mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio hacia el amor del Padre.

La Iglesia, a su vez, buscando la gloria de Cristo, se hace más semejante a su excelso tipo, progresando continuamente en la fe, la esperanza y la caridad, buscando y bendiciendo en todas las cosas la divina voluntad. Por lo cual, también en su obra apostólica, con razón, la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que por la Iglesia nazca y crezca también en los corazones de los fieles.

La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres.

IV. CULTO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN EN LA IGLESIA

Naturaleza y fundamento del culto

66. María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue exaltada sobre todos los ángeles y los hombres, en cuanto que es la Santísima Madre de dios, que intervino en los misterios de Cristo, con razón es honrada con especial culto por la Iglesia. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen en honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas.

Especialmente desde el Sínodo de Efeso, el culto del Pueblo de Dios hacia María creció admirablemente en la veneración y en el amor, en la invocación e imitación, según palabras proféticas de ella misma: "Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque hizo en mí cosas grandes el que es poderoso" (Lc., 1,48).

Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia, aunque es del todo singular, difiere esencialmente del culto de adoración, que se rinde al Verbo Encarnado, igual que al Padre y al Espíritu Santo, y contribuye poderosamente a este culto. Pues las diversas formas de la piedad hacia la Madre de Dios, que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina santa y ortodoxa, según las condiciones de los tiempos y lugares y según la índole y modo de ser de los fieles, hacen que, mientras se honra a la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas (cf. Col., 1,15-16) y en quien tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud (Col., 1,19), sea mejor conocido, sea amado, sea glorificado y sean cumplidos sus mandamientos.

Espíritu de la predicación y del culto

67. El Sacrosanto Sínodo enseña en particular y exhorta al mismo tiempo a todos los hijos de la Iglesia a que cultiven generosamente el culto, sobre todo litúrgico, hacia la Bienaventurada Virgen, como también estimen mucho las prácticas y ejercicios de piedad hacia ella, recomendados en el curso de los siglos por el Magisterio, y que observen religiosamente aquellas cosas que en los tiempos pasados fueron decretadas acerca del culto de las imágenes de Cristo, de la Bienaventurada Virgen y de los Santos.

Asimismo exhorta encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la divina palabra que se abstengan con cuidado tanto de toda falsa exageración, como también de una excesiva estrechez de espíritu, al considerar la singular dignidad de la Madre de Dios. Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y doctores y de las Litúrgicas de la Iglesia bajo la dirección de Magisterio, ilustren rectamente los dones y privilegios de la Bienaventurada Virgen, que siempre están referidos a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad, y, con diligencia, aparten todo aquello que sea de palabra, sea de obra, pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otros acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia.

Recuerden, pues, los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril y transitorio, ni en vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, por la que somos conducidos a conocer la excelencia de la Madre de Dios y somos excitados a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.

V. MARIA, SIGNO DE ESPERANZA CIERTA Y CONSUELO PARA EL PUEBLO DE DIOS PEREGRINANTE

María, signo del pueblo de Dios

68. Entre tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cf., 2 Pe., 3,10), antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo.

María interceda por la unión de los cristianos

69. Ofrece gran gozo y consuelo para este Sacrosanto Sínodo, el hecho de que tampoco falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los orientales, que corren parejos con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo devoto en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios.

Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que asistió con sus oraciones a la naciente Iglesia, ahora también, ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles en la comunión de todos los santos, interceda ante su Hijo para que las familias de todos los pueblos tanto los que se honran con el nombre de cristianos, como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e individua Trinidad.

Todas y cada una de las cosas contenidas en esta Constitución han obtenido el beneplácito de los Padres del Sacrosanto Concilio. Y nos, en virtud de la potestad apostólica recibida de Cristo, juntamente con los Venerables Padres, las aprobamos, decretamos y establecemos en el Espíritu Santo, y mandamos que lo así decidido conciliarmente sea promulgado para gloria de Dios.

Roma, en San Pedro, 21 de noviembre de 1964.

Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia Católica.

(Siguen las firmas de los Padres Conciliares)


--------------------------------------------------------------------------------
 
Tobi:
Es para mondarse. ¿Quienes fueron los que salvaron la religión y la patria?

Luis:
Los que lucharon en el bando nacional, salvando a España de caer en una dictadura marxista.


Tobi:
Primero traicionaron a la democracia, con un cardenal a la cabeza (Segura)

Luis:
La democracia republicana fue traicionada por los socialistas masones y los nacionalista catalanes.


Sobre ese tema ha escrito recientemente César Vidal (sí, otra vez él) en un artículo publicado en El Mundo

La derecha española: de Cánovas a Aznar
CESAR VIDAL

ediaba el mes de enero de 1875 cuando un jovencísimo Alfonso XII llevaba a cabo su entrada en Madrid. Daba inicio así el periodo de la Restauración y el final de un sexenio revolucionario que, iniciado en 1868, no podía haber concluido peor a impulso de las fuerzas situadas en el campo político de la izquierda y del separatismo regional. Aunque las masas recibieron con entusiasmo al nuevo Rey, los desafíos que se cernían sobre la nueva época no eran de escasa consideración. Fue mérito precisamente de un político autodefinido como liberal conservador y llamado Cánovas del Castillo el crear un sistema que buscaba fundamentalmente alcanzar dos objetivos. El primero era apartar a los militares de la vida política dejándola en manos de civiles y el segundo, que el mencionado sistema fuera parlamentario y se asemejara al británico sustentándose en dos partidos que se turnaran en el Gobierno del país. Esta visión quedó consagrada en la Constitución liberal de 1876 que fue, en realidad, el inicio de uno de los periodos legislativamente más fecundos de la historia española. Durante los años siguientes, a impulso de Cánovas, se fue legislando en materia de libertades y de desarrollo legal y económico, de tal manera que, efectivamente, España vio alejarse el temor al pronunciamiento militar y, sobre todo, conoció una década de paz en que la nación se aproximó al ejercicio de la democracia parlamentaria.
La desdichada muerte de Alfonso XII en 1885 y la asunción de la regencia por parte de su viuda María Cristina de Habsburgo sirvieron para demostrar que el sistema funcionaba impecablemente y cuando los conservadores fueron derrotados electoralmente por los liberales y éstos asumieron las tareas de gobierno se confirmó la tendencia modernizadora de una monarquía que nada tenía que envidiar a las de otros países mediterráneos o de Europa central. De hecho, la Ley de Asociaciones de 1887 permitió la legalización de las primeras asociaciones obreristas mientras que la Ley Electoral de 1890 establecía el sufragio universal, una medida que significaría un duro golpe para la estructura caciquil que perduraba en buena parte del país. Que no fuera afortunado el desenlace se debió a dos factores bien concretos, la aparición de un catalanismo que en 1883 preconizaba abiertamente la creación de partidos exclusivamente catalanes y la acción de una izquierda que lejos de querer integrarse en el sistema no dudó en recurrir incluso al terrorismo para desbordarlo. La postura de la derecha fue intentar integrar a ambas corrientes en el sistema. Los resultados de esta actitud no fueron empero alentadores. Mientras en 1892 los prohombres de la Unió catalanista aprobaban en Manresa unas bases que desbordaban la Constitución e incluían la catalanidad forzosa de los funcionarios de la región, las cortes propias y el control de la seguridad entre otras metas; el terrorismo izquierdista atacaba a Martínez Campos y colocaba una bomba en el Liceo en 1893 o asesinaba a Cánovas del Castillo en 1897.

El desastre colonial de 1898 no fue, como tantas veces se ha afirmado, el toque de muertos del sistema pero tuvo lugar cuando éste comenzaba a toparse con enemigos que cada día eran más fuertes y para los que la democracia parlamentaria no significaba nada si se interponía en el logro de sus objetivos. Así iniciaba un peligroso declive un régimen parlamentario ausente de presiones militares y comparable e incluso superior en las áreas económica, social y cultural con el de otros países de la zona mediterránea.La gran prueba del régimen el verdadero origen de su agonía se produjo en 1917 cuando el catalanismo, que había logrado tres años antes el establecimiento de la Mancomunidad, y el partido socialista trabaron una alianza contra el sistema parlamentario a la que lograron arrastrar a un sector del Ejército. Convencidas ambas fuerzas de que no podrían llegar al poder legalmente decidieron desbordarlo y proceder a su liquidación. La asonada catalanistasocialista-militar fracasó fundamentalmente por su falta de base popular, pero la respuesta de la derecha en el poder consistió en intentar nuevamente integrar en el sistema parlamentario a sus adversarios más decididos. La respuesta del catalanismo fue abandonar a los socialistas y Cambó pasó a formar parte de un Gobierno de concentración nacional. No funcionó.

El sistema caía y la derecha que lo había creado no lograba atinar con la manera de insuflarle vida, la izquierda y el catalanismo, que carecían de base popular para dominarlo, seguían socavándolo a la espera de obtener de su desplome beneficios que en su formulación entraban en el terreno de la utopía. Pablo Iglesias, que presidía un partido socialista verdaderamente raquítico si se lo comparaba con sus homólogos europeos y que tenía en el Parlamento una presencia meramente testimonial, llegó al extremo de anunciar que para impedir la llegada de Maura al poder los socialistas estaban dispuestos a llegar al «atentado personal».

Una vez más, el golpe para la monarquía parlamentaria vino de fuera. Tras el desastre de Annual en el curso de la prolongada guerra en Marruecos, un sector importante de la derecha tanto nacional como catalanista llegó a la conclusión de que la única salida era un pronunciamiento que acabara con el terrorismo y restableciera la paz social. El golpe de estado, impulsado por el general Miguel Primo de Rivera, se produjo el 13 de septiembre de 1923 y fue acogido con un entusiasmo inquietante por la aplastante mayoría de una población que deseaba sosiego. Curiosamente, sólo los políticos derechistas de las décadas anteriores y los anarquistas sintieron desde el principio una marcada desconfianza frente a sus acciones. Primo de Rivera solventó la crisis marroquí tras el éxito del desembarco de Annual y adoptó una serie de medidas económicas y sociales sin parangón como fue el caso de la nacionalización de telefónica, la creación de CAMPSA y la regulación de las condiciones de trabajo de mujeres y niños. La CNT anarquista fue ilegalizada pero el PSOE que tan reticente había sido a integrarse en la monarquía parlamentaria anterior se avino ahora a formar parte del sistema siendo nombrado Largo Caballero consejero de Estado. El 13 de septiembre de 1926, más de siete millones y medio de personas sobre una población total de 23 millones acudieron a depositar su firma en apoyo del régimen. Sin embargo, a pesar de sus logros, sus días estaban contados. No deseando reproducir un régimen como el fascista que Mussolini había creado en Italia e incapaz de asumir la renovación del sistema parlamentario, el primorriverismo cayó de la misma manera incruenta que había sido proclamado. Durante los meses siguientes, la nación se vio sometida a una repetida sucesión de conjuras antisistema.

En abril de 1931, en el curso de unas elecciones municipales las candidaturas republicanas obtuvieron 5.775 concejales frente a 22.150 monárquicos. En puridad, los monárquicos habían obtenido el cuádruple de votos que los republicanos. Sin embargo, el hecho de que la victoria electoral hubiera sido republicana en la mayoría de las capitales de provincia sembró el pánico entre los políticos monárquicos y apenas unos días después de haber perdido las elecciones los republicanos proclamaban un nuevo régimen.

La República fue concebida sustancialmente como un régimen para las izquierdas y los catalanistas. Su texto legal, impecable jurídicamente, era marcadamente sectario y pretendía de manera nada soterrada la expulsión de la vida pública de un sector de la población que no era inferior a la mitad del país. No resulta por ello extraño que en 1933, apenas se aprobó el voto femenino a instancias precisamente de Clara Campoamor, una diputada de derechas, la victoria electoral se decantara claramente a favor de este sector del arco político. Propuso entonces Azaña con respaldo socialista un golpe militar que impidiera la llegada al poder de las derechas y, no conseguido ese objetivo, se inició una campaña anunciando que el Gobierno derechista acabaría instaurando una dictadura. La realidad fue bien distinta. Desde 1933 a 1936, el número de escuelas y el de familias asentadas en terrenos expropiados por la reforma agraria aumentó en comparación con el logrado por las izquierdas en los años anteriores pero además las derechas se mantuvieron impecablemente dentro de la legalidad republicana. En paralelo, mientras los anarquistas seguían su política de lucha armada, en octubre de 1934 volvió a producirse la conjunción socialista catalanista destinada a desbordar anticonstitucionalmente el sistema y tomar un poder que las urnas le habían negado. El golpe socialista-catalanista de octubre de 1934 fracasó porque carecía de apoyo popular pero la derecha en el poder no aprovechó el restablecimiento de la legalidad para implantar una dictadura fascista tal y como afirmaban sus enemigos. Sin embargo, posiblemente a partir de ese momento el experimento republicano se convirtió en una imposibilidad.

La derecha, la «media España que no se resigna a morir», según conocida frase, reaccionó en 1936 de la misma manera que la izquierda en 1934, es decir, recurriendo a las armas. Sin embargo, la base popular del alzamiento era mucho mayor que la de los que en octubre de 1934 se habían levantado contra el Gobierno de la República y esta vez la acción de los sublevados concluyó con una victoria militar de la que nació una dictadura. Que el franquismo demostró una enorme capacidad represiva y se mostró despiadado con sus enemigos es algo que no admite discusión.Tampoco puede ponerse en tela de juicio que protagonizó un desarrollo económico excepcional en los años 60, convirtiendo a España, que estableció mecanismos sociales impensables décadas antes como fue la creación del sistema de la Seguridad Social, que creó unas clases medias y generó una clase política que diseñó y llevó a cabo la transición hacia la democracia. A pesar de todos sus logros objetivos, la derecha surcó la Transición cargada de culpa y de complejos.


De entrada, se negó la denominación de derecha y asumió la de centro, olvidando que el papel de la derecha en la Historia había sido mucho más enriquecedor, creativo y avanzado que el de las izquierdas o el de los nacionalismos y, sobre todo, dotó a sus adversarios históricos de una legitimidad histórica de la que en puridad carecían. Esa actitud explica en parte, fenómenos como la llegada al poder de un partido como el PSOE que brilló por su ausencia en la oposición a Franco o la mitificación histórica del PNV, un partido que pactó por separado la paz con los fascistas de Mussolini traicionando a sus compañeros de trincheras republicanos durante la Guerra Civil. Explica asimismo el estallido de la UCD, el derrotismo de una AP que creía que España sería de centro izquierda por los siglos de los siglos, el papanatismo que ha permitido la toma de los centros culturales por parte de corrientes que poco o nada han aportado a la cultura española o la divulgación de tópicos como el de identificar progreso con izquierda más propios de comisarios políticos que de conocedores de la historia.Si la derecha comenzó a perder en parte su masoquista actitud de aconejamiento a finales de los años 80 e inicios de los 90 se debió no tanto a su propia fuerza y decisión cuanto al clamor de una ciudadanía harta de la corrupción socialista, del chantajismo de los nacionalistas y del terrorismo. No puede extrañar que José María Aznar encontrara eco entre millones de votantes cuando lanzó un mensaje que pretendía acabar con el guerracivilismo tan hábil y repetidamente utilizado por la izquierda y los nacionalistas, que llamaba a la renovación democrática frente a la corrupción, que apelaba a reformas liberales para superar el marasmo económico socialista y que buscaba concluir de una vez el proceso de ordenación territorial.

Aún así necesitó mostrar los excelentes increíbles desde ciertos puntos de vista frutos de una primera gestión para obtener una mayoría absoluta. Durante estos años, la derecha ha mostrado que, como ha sido habitual en la historia de España, no sólo su gestión económica es mejor que la de la izquierda y se traduce en mayores cotas de bienestar, en un aumento del empleo y en un desarrollo del crecimiento económico, sino que, además, también es mucho más sensible objetivamente a realidades como la femenina. A pesar de todo, los desafíos de la derecha de Aznar siguen siendo enormes y no se reducen lamentablemente a la cuestión de su sucesión. Pasan por perder de una vez por todas un complejo que no sólo no se corresponde con la Historia sino que además la lleva ocasionalmente a adoptar medidas que, consideradas progresistas, en realidad, son absurdas y negativas; por cerrar definitivamente el mapa de la ordenación territorial española; por mantener una actitud de firmeza frente a un sector de la izquierda y a buena parte del nacionalismo que, rememorando viejos tiempos, están más dispuestos a liquidar un sistema que no pueden dominar que a permanecer integrados en él; por seguir defendiendo la causa de la libertad económica e institucional frente al espectro del intervencionismo estatal y de los grandes grupos de presión y por continuar mirando al futuro sin olvidar que la Historia de España hunde sus raíces en un pasado nada despreciable y en ocasiones glorioso. Si lo consigue, la derecha habrá rendido a la nación a la que tanto dio su mejor servicio de libertad, justicia y progreso.

César Vidal es historiador y escritor.

--------------

Hale, Tobi, espero que hayas disfrutado mucho leyendo cómo César explica a la perfección quién se cargó España empujándola a una Guerra Civil de la que masones (tus amigos del alma) y marxistas salieron perdiendo. Eso sí, tras haber perpretado antes la mayor masacre sufrida por la Iglesia Católica en toda la Historia de Europa (si quieres, doy cifras y datos que demuestran esto)