Dos lecturas últimamente me han dado alguna pista para develar el misterio de la “rara fe” de nuestros hermanos en la vieja Iberia y en el Nuevo Mundo.
La llamo de “rara” no sólo por diferir bastante de la fe de los cristianos neotestamentarios, sino incluso de los anglosajones, germanos, eslavos y chinos. Con ello no digo que la fe de estos hermanos no padezca de anomalías -que desconozco-, pero al menos parece como que comenzara a encontrarle explicación a cierto “estilo de fe” que no sólo desentona con la de los tiempos apostólicos, sino también con la de otros pueblos.
Si algún provecho podemos sacar de este estudio, es que si identificamos el virus, quizás, con la gracia de Dios, podamos aislarlo.
Desde hace una década comparto con vosotros lo que voy aprendiendo, y aunque a veces debatimos fuertemente, reconozco que vuestro aporte me ha sido imprescindible y enriquecedor. No osaría avanzar en este campo a no ser con vuestro concurso. No importa si de vez en cuando me asestáis un mandoble que echa a rodar mi cabeza tan lejos que me demoro en encontrarla. Lo cierto es que vuestros cuestionamientos y observaciones me exigen un mayor estudio, así como mis planteamientos también lo exigen de vosotros. Hurgar en las Escrituras, en la Historia, y en la realidad circundante, es todo un ejercicio que nos reporta no solamente rédito intelectual, sino lo que más nos importa: lo espiritual. Así que estaré expectante de vuestras reacciones al tema.
Para empezar, creo que podemos admitir que la fe que recibimos por gracia, como un don de Dios por el oír de su Palabra, viene a nosotros pletórica de vida y completamente saludable. Pero si luego, no la alimentamos debidamente, descuidando el meditar en la Palabra, la oración y la comunión con los hermanos, no es de extrañar que se enfríe, mengüe y hasta arriesgue un naufragio. Sabedor de esto, Pablo instruía a Tito a que los ancianos en la iglesia –entre otras cosas-, fueran “sanos en la fe” (Tito 2:2), pues por negligencia la fe de algunos puede ser trastornada (2Ti 2:18) y por motivaciones espurias otros se extravían y desvían de la fe (1Ti 6: 10, 21).
El hecho que llama poderosamente la atención entre los cristianos evangélicos que profesamos nuestra total adhesión a la sana doctrina de la Palabra de Dios, es la confusión existente por la aceptación como verdadero de todo conocimiento proveniente de la Biblia pero que no obliga a proceder en consecuencia. O sea, tácitamente se admite que la doctrina, con su conjunto de principios, verdades y mandamientos bíblicos, no sólo ha de creerse y enseñarse, sino practicarse.
Luego, en nuestra experiencia congregacional, absortos asistimos al desgraciado espectáculo de verlos perder fuerza hasta desvanecerse por completo. Es como si la doctrina estuviera para ser enseñada desde el púlpito, escuchada desde las bancas, y prontamente olvidada finalizada la reunión.
Acá se nos dirá que esto es responsabilidad exclusiva de cada cual ¡y es cierto! Pero lo insólito se da cuando invitamos al mismo expositor a que haga su parte en llevar adelante lo que ha enseñado. Los ojos se ponen vidriosos como si nos estuviéramos tomando demasiado a pecho lo que acabamos de oír. Parece haber consenso que exponer la sana doctrina es suficiente muestra de fidelidad al Señor y su Palabra. Si un oyente pretendiera animar al predicador y a sus auditores a pasar seguidamente a poner en acción lo aprendido, su inusual entusiasmo será tomado por fanatismo. En las conversaciones personales se da lo mismo. La elocuencia y pasión mostrada por el orador desde el púlpito, se transforma luego en una indisimulada reticencia a seguir meneando el asunto, y por no fastidiarle dejamos al impasible expositor refugiado en su apatía. Si esto nos ocurre con los que traen la Palabra, no podemos esperar mejores cosas de los que se la llevan a su casa.
¿Cómo andaría nuestra salud si tras dar las gracias por los alimentos levantamos la mesa y regresamos los platos llenos a la cocina?
¿Cómo puede subsistir nuestra fe si aspirando el delicioso aroma de los manjares sólidos no los asimilamos a nuestra vida sino que nos conformamos con su fragancia?
Retener en nuestra memoria las letras de las verdades bíblicas no nos infunde el poder vital de la Palabra de Dios.
Despavoridos ante tamaña realidad, miramos a todos lados y vemos como el mundo –el religioso, inclusive-, hace de la manera desde siempre acostumbrada. Entonces decidimos en nuestro fuero íntimo seguir profesando una cosa mientras continuamos haciendo la otra. Tal dicotomía anula nuestra identidad, ya que pasamos a ser piezas en el engranaje de un sistema estructural.
Nos consta que la Biblia es la Palabra de Dios, que Jesús es nuestro Señor y muchísimas cosas más; pero parece alcanzar con que llevemos nuestra Biblia a su paseo dominical; que Jesús permanezca en el cielo -pues tampoco tenemos ningún apuro por su regreso-, y que las demás cosas mejor queden como están.
Acá es donde debemos examinarnos nosotros mismos a ver si todavía estamos en la fe (2Co 13:5), pues “cuando venga el Hijo del hombre, ¿hallará fe en la tierra?” (Lc 18:8).
Al conversar con hermanos cristianos de temas bíblicos y espirituales, es desalentadora la apatía con que son recibidas nuestras iniciativas. Por ética, algo se nos responde, pero apenas lo necesario para no pasar por maleducados. Percibiendo cierta incomodidad somos inhibidos a proseguir. Por supuesto que hay excepciones, pero hablamos de lo que generalmente experimentamos en nuestro trato fraternal.
Cuando citamos un texto que expone claramente un innegable principio bíblico, a veces se nos responde que “habría que estudiarlo mejor” -pero sin mostrar interés alguno en hacerlo-; otras se nos dice que convendría mirar otras versiones bíblicas o cerciorarse si el sentido que le damos es el del original. Todo ello sería muy pertinente si fuese acompañado del sincero propósito de verificar lo que se alega. Al no hacerlo, se termina por caer en ese funesto relativismo tendiente a devaluar la Palabra de Dios, dejando en entredicho las verdades bíblicas que se expresan con plena convicción.
Así, el diagnóstico de esta “fe enfermiza” responde al síntoma de la incoherencia de lo que se profesa creer con la indolencia simultánea.
Las lecturas a las que me referí al comienzo, y que pienso que nos dan una buena pista para “identificar al virus” las hallé en un cuento de Unamuno “San Manuel Bueno, Mártir” y en el artículo “El “factor Dios” del premio Nobel de Literatura portugués José Saramago. Ambos pueden leerse íntegros en www.ciudadseva.com en la sección Cuentos.
Para no ser demasiado extenso en este aporte introductorio, dejaré para el próximo mis deducciones tras aquellas lecturas.
Mientras tanto, los “cristianos pensantes” del Foro ya pueden ir haciendo diente con un tema que promete atraer serias y hondas reflexiones de los hermanos foristas.
Ricardo.
La llamo de “rara” no sólo por diferir bastante de la fe de los cristianos neotestamentarios, sino incluso de los anglosajones, germanos, eslavos y chinos. Con ello no digo que la fe de estos hermanos no padezca de anomalías -que desconozco-, pero al menos parece como que comenzara a encontrarle explicación a cierto “estilo de fe” que no sólo desentona con la de los tiempos apostólicos, sino también con la de otros pueblos.
Si algún provecho podemos sacar de este estudio, es que si identificamos el virus, quizás, con la gracia de Dios, podamos aislarlo.
Desde hace una década comparto con vosotros lo que voy aprendiendo, y aunque a veces debatimos fuertemente, reconozco que vuestro aporte me ha sido imprescindible y enriquecedor. No osaría avanzar en este campo a no ser con vuestro concurso. No importa si de vez en cuando me asestáis un mandoble que echa a rodar mi cabeza tan lejos que me demoro en encontrarla. Lo cierto es que vuestros cuestionamientos y observaciones me exigen un mayor estudio, así como mis planteamientos también lo exigen de vosotros. Hurgar en las Escrituras, en la Historia, y en la realidad circundante, es todo un ejercicio que nos reporta no solamente rédito intelectual, sino lo que más nos importa: lo espiritual. Así que estaré expectante de vuestras reacciones al tema.
Para empezar, creo que podemos admitir que la fe que recibimos por gracia, como un don de Dios por el oír de su Palabra, viene a nosotros pletórica de vida y completamente saludable. Pero si luego, no la alimentamos debidamente, descuidando el meditar en la Palabra, la oración y la comunión con los hermanos, no es de extrañar que se enfríe, mengüe y hasta arriesgue un naufragio. Sabedor de esto, Pablo instruía a Tito a que los ancianos en la iglesia –entre otras cosas-, fueran “sanos en la fe” (Tito 2:2), pues por negligencia la fe de algunos puede ser trastornada (2Ti 2:18) y por motivaciones espurias otros se extravían y desvían de la fe (1Ti 6: 10, 21).
El hecho que llama poderosamente la atención entre los cristianos evangélicos que profesamos nuestra total adhesión a la sana doctrina de la Palabra de Dios, es la confusión existente por la aceptación como verdadero de todo conocimiento proveniente de la Biblia pero que no obliga a proceder en consecuencia. O sea, tácitamente se admite que la doctrina, con su conjunto de principios, verdades y mandamientos bíblicos, no sólo ha de creerse y enseñarse, sino practicarse.
Luego, en nuestra experiencia congregacional, absortos asistimos al desgraciado espectáculo de verlos perder fuerza hasta desvanecerse por completo. Es como si la doctrina estuviera para ser enseñada desde el púlpito, escuchada desde las bancas, y prontamente olvidada finalizada la reunión.
Acá se nos dirá que esto es responsabilidad exclusiva de cada cual ¡y es cierto! Pero lo insólito se da cuando invitamos al mismo expositor a que haga su parte en llevar adelante lo que ha enseñado. Los ojos se ponen vidriosos como si nos estuviéramos tomando demasiado a pecho lo que acabamos de oír. Parece haber consenso que exponer la sana doctrina es suficiente muestra de fidelidad al Señor y su Palabra. Si un oyente pretendiera animar al predicador y a sus auditores a pasar seguidamente a poner en acción lo aprendido, su inusual entusiasmo será tomado por fanatismo. En las conversaciones personales se da lo mismo. La elocuencia y pasión mostrada por el orador desde el púlpito, se transforma luego en una indisimulada reticencia a seguir meneando el asunto, y por no fastidiarle dejamos al impasible expositor refugiado en su apatía. Si esto nos ocurre con los que traen la Palabra, no podemos esperar mejores cosas de los que se la llevan a su casa.
¿Cómo andaría nuestra salud si tras dar las gracias por los alimentos levantamos la mesa y regresamos los platos llenos a la cocina?
¿Cómo puede subsistir nuestra fe si aspirando el delicioso aroma de los manjares sólidos no los asimilamos a nuestra vida sino que nos conformamos con su fragancia?
Retener en nuestra memoria las letras de las verdades bíblicas no nos infunde el poder vital de la Palabra de Dios.
Despavoridos ante tamaña realidad, miramos a todos lados y vemos como el mundo –el religioso, inclusive-, hace de la manera desde siempre acostumbrada. Entonces decidimos en nuestro fuero íntimo seguir profesando una cosa mientras continuamos haciendo la otra. Tal dicotomía anula nuestra identidad, ya que pasamos a ser piezas en el engranaje de un sistema estructural.
Nos consta que la Biblia es la Palabra de Dios, que Jesús es nuestro Señor y muchísimas cosas más; pero parece alcanzar con que llevemos nuestra Biblia a su paseo dominical; que Jesús permanezca en el cielo -pues tampoco tenemos ningún apuro por su regreso-, y que las demás cosas mejor queden como están.
Acá es donde debemos examinarnos nosotros mismos a ver si todavía estamos en la fe (2Co 13:5), pues “cuando venga el Hijo del hombre, ¿hallará fe en la tierra?” (Lc 18:8).
Al conversar con hermanos cristianos de temas bíblicos y espirituales, es desalentadora la apatía con que son recibidas nuestras iniciativas. Por ética, algo se nos responde, pero apenas lo necesario para no pasar por maleducados. Percibiendo cierta incomodidad somos inhibidos a proseguir. Por supuesto que hay excepciones, pero hablamos de lo que generalmente experimentamos en nuestro trato fraternal.
Cuando citamos un texto que expone claramente un innegable principio bíblico, a veces se nos responde que “habría que estudiarlo mejor” -pero sin mostrar interés alguno en hacerlo-; otras se nos dice que convendría mirar otras versiones bíblicas o cerciorarse si el sentido que le damos es el del original. Todo ello sería muy pertinente si fuese acompañado del sincero propósito de verificar lo que se alega. Al no hacerlo, se termina por caer en ese funesto relativismo tendiente a devaluar la Palabra de Dios, dejando en entredicho las verdades bíblicas que se expresan con plena convicción.
Así, el diagnóstico de esta “fe enfermiza” responde al síntoma de la incoherencia de lo que se profesa creer con la indolencia simultánea.
Las lecturas a las que me referí al comienzo, y que pienso que nos dan una buena pista para “identificar al virus” las hallé en un cuento de Unamuno “San Manuel Bueno, Mártir” y en el artículo “El “factor Dios” del premio Nobel de Literatura portugués José Saramago. Ambos pueden leerse íntegros en www.ciudadseva.com en la sección Cuentos.
Para no ser demasiado extenso en este aporte introductorio, dejaré para el próximo mis deducciones tras aquellas lecturas.
Mientras tanto, los “cristianos pensantes” del Foro ya pueden ir haciendo diente con un tema que promete atraer serias y hondas reflexiones de los hermanos foristas.
Ricardo.