Sin poner nunca a Satanás en el centro de su Evangelio, Jesús habló de él sólo en momentos evidentemente cruciales, y con declaraciones importantes. En primer lugar inició su ministerio público aceptando ser tentado por el diablo en el desierto: la narración de Marcos, precisamente a causa de su sobriedad, es tan decisiva como la de Mateo y la de Lucas
[6]. Puso en guardia a los suyos en el sermón de la montaña y en la oración que les enseñó, el Padrenuestro, como admiten hoy muchos exegetas
[7], apoyándose en el testimonio de diversas liturgias
[8].
En las parábolas, Jesús atribuyó a Satanás los obstáculos que encontraba su predicación
[9], como en el caso de la cizaña sembrada en el campo del padre de familia
[10]. A Simón Pedro anunció que «las puertas del infierno» intentarían prevalecer sobre la Iglesia
[11], que Satanás trataría de pasarlo por la criba como a los demás apóstoles
[12]. En el momento de dejar el Cenáculo, Cristo declaró como inminente la venida del «príncipe de este mundo»
[13]. En el Getsemaní, cuando fue arrestado por los soldados, afirmó que había llegado la hora del «poder de las tinieblas»
[14]; sin embargo Él sabía y lo había declarado en el Cenáculo, que «el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado»
[15].
Estos hechos y estas declaraciones —bien encuadrados, repetidos y concordantes— no son casuales ni pueden ser tratados como datos fabulosos que hay que desmitificar. En caso contrario habría que admitir que en aquellas horas críticas la conciencia de Jesús, cuya lucidez y dominio de sí mismo aparecen evidentes ante los jueces, era presa de fantasmas ilusorios y que su palabra carecía de toda firmeza; lo cual estaría en contraste con la impresión de los primeros que la escucharon y de los lectores de los evangelios
. Se impone, por tanto, una conclusión: Satanás, a quien Jesús había afrontado con sus exorcismos, que había encontrado en el desierto y en la pasión, no puede ser el simple producto de la capacidad humana de inventar fábulas o de personificar las ideas, ni tampoco un vestigio aberrante del lenguaje cultural primitivo.
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Por otra parte, Pablo no identifica el pecado con Satanás. En efecto, en el pecado él ve, ante todo, lo que este último es esencialmente: un acto personal de los hombres, y también el estado de culpabilidad y de ceguera en el que Satanás trata efectivamente de meterlos y mantenerlos
[16]. De esta manera,
Pablo distingue bien a Satanás del pecado. El Apóstol, que frente a la «ley del pecado que siente en sus miembros» confiesa su impotencia sin la ayuda de la gracia
[17], es el mismo que, con gran decisión, invita a resistir a Satanás
[18], a no dejarse dominar por él, a no darle entrada
[19], a aplastarlo bajo los pies
[20]. Porque Satanás es para él una entidad personal,
«el dios de este mundo»[21], un adversario astuto, distinto tanto de nosotros como del pecado al que él lleva.
Como en el Evangelio, el Apóstol ve a Satanás activo en la historia del mundo, o sea, en lo que él llama «el misterio de la iniquidad»
[22]; en la incredulidad que rechaza reconocer la gloria de Cristo
[23], en la aberración de la idolatría
[24], en la seducción que amenaza la fidelidad de la Iglesia a Cristo su Esposo
[25] y, finalmente, en la prevaricación escatológica que conduce al culto del hombre, colocándole en lugar de Dios
[26].
Ciertamente, Satanás induce al pecado, pero se distingue del mal que hace cometer.
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El Concilio Lateranense IV (1215) y su contenido demonológico
Lo esencial de esta exposición es sobrio. Sobre el diablo y los demonios el Concilio se limita a afirmar que, siendo criaturas del único Dios, ellos no son sustancialmente malos, sino que se convirtieron en tales siguiendo su libre albedrío.
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las formulaciones positivas y negativas (siglos IV-V)
De hecho, ya en el siglo IV la Iglesia había tomado posición contra la tesis maniquea de dos principios igualmente eternos y opuestos
[64]; tanto en Oriente como en Occidente, enseñaba firmemente que Satanás y los demonios han sido creados y hechos naturalmente buenos. «Debes creer, decía San Gregorio Nacianceno al neófito, que no existe una esencia del mal, ni un reino (del mal), sin principio o subsistente por sí mismo o creado por Dios»
[65].
El diablo era considerado creatura de Dios,
buena y luminosa en un principio, que por desgracia no se mantuvo en la verdad, en que había sido hecho (
Jn 8, 44), sino que se había revelado contra el Señor
[66]. El mal, por consiguiente, no estaba en su naturaleza, sino en un acto libre y contingente de su voluntad
[67]. Afirmaciones de este tipo —que se pueden leer equivalentemente en San Basilio
[68], San Gregorio Nacianceno
[69], San Juan Crisóstomo
[70], Dídimo de Alejandría
[71]en Oriente; y en Tertuliano
[72], Eusebio de Vercelli
[73], San Ambrosio
[74], San Agustín
[75], en Occidente— podían asumir eventualmente una firme formulación dogmática.
etc etc