RECOMIENDO LA IMPRESIÓN DE ESTE TEXTO Y SU LECTURA DETENIDA Y RELAJADA
Su autor es Carmen Jodra: Su poesía ha sido comparada con la de Miguel Hernández y Alberti. Sólo tiene 19 años y ya se reconoce su talento. Ha ganado el XIV premio Hiperión de poesía con su obra Moras agraces. Ya en el 98 obtuvo el primer puesto del II concurso de Poesía María Dolores Mañas. Estudiante de Filología Clásica en la Universidad Autónoma de Madrid, su carrera literaria es ya una realidad.
A propósito de este texto es la siguiente pregunta sujeta a DEBATE:
¿Es posible que personas ateas, ajenas a una realidad de vida en Cristo, tengan una mejor y más auténtica posibilidad de conocer a un Dios desde un punto de vista diferente, no tan mediatizado por nuestra doctrina denominacional? Si es así, ¿no será mejor permanecer e intentar vivir con una independencia REAL de los dogmas y tradiciones de las iglesias actuales, que para la mayoría de nosotros resultan en una “lavadura de coco”, y apegarnos más al Dios vivo? Si esto es así, ¿ES POSIBLE CRECER ESPIRITUALMENTE FUERA DE UN CONTEXTO DE IGLESIA?
NOTA: la publicación de este texto no implica la opinión a favor del espíritu ni el mensaje (si es que hay alguno) que intenta transmitir. Sólo es un texto muy bien escrito de un capítulo bíblico visto desde una perspectiva cuasi-atea, y narrado desde la inquietante vista del alma de Saúl.
SAÚL Y DAVID
Un pastiche seudobíblico
Si el señor Dios es tumultuoso e imprevisible en sus afectos, ¿por qué no yo? A mí me ungió su vidente en los días de mi juventud, cuando brillaba alto el sol de mi vida, derramando el aceite de la consagración sobre mi cabeza, después de haberme besado; y Dios estaba conmigo. De eso hace mucho tiempo. Tuve triunfos asombrosos; a mí me sorprendían más que a nadie; también yo he visto una multitud delirante a mis pies.
Después... Después Él me abandonó. Ofendido por comunes ofensas, de las que, en Su rencor salvaje, se negó a dejarse aplacar. Y había dejado con vida al rey de Amalec, un hombre gordo, jovial, de rara dignidad, de nombre Agag. No había suplicado clemencia cuando vio a sus gentes pasadas a cuchillo; no dejó de darme gracias cuando lo perdoné. El pueblo había apartado además las reses escogidas del botín con la intención de ofrecerlas más tarde en sacrificio; no juzgué prudente disuadirlos de una idea henchida de santa alegría, del júbilo del triunfo. Pero aquellas pocas vidas respetadas Le parecieron una burla a Su venganza; Dios belicoso, soberbio, sediento de sangre. Samuel llegó a la mañana siguiente, con los ojos enrojecidos y ardiendo por la vigilia, y dijo palabras terribles. Le expliqué las cosas lo mejor que pude; como el Dios su Señor, no quiso escuchar. Imploré un perdón que no me ha llegado nunca. “El Señor te ha rechazado”, dijo con su voz de viejo; y allí mismo mató al rey Agag ante mis ojos. Se volvió después a su casa, todo hostilidad; nunca he vuelto ha verlo. El Señor me ha rechazado; me rechazó por sus propias razones impenetrables, comportándose como siempre se comporta, como una mujer, como una de esas criaturas que un día se arrojan a la cara de su amo. El espíritu con que me había llenado en la época de su amor primero me abandonó, y caí extrañamente enfermo.
Una helada angustia se apoderó de mí; más me valiera haber muerto. Sentía como si me hubieran arrancado el corazón y las entrañas, como si me hubieran vaciado por dentro, y sin embargo vivía. Se hizo imposible estar conmigo. Salía de los accesos de cólera para sumirme en la más negra de las tristezas; miraba, con lento asombro, los sirvientes golpeados por mí, las jarras de vino quebradas en el suelo. Jonatán mismo, mi hijo, mi luz, me tomó miedo. Alma clara, huía de la sombra y la tiniebla, de la queja discorde de mis nervios. Yo lo idolatraba; a veces iba a buscarlo por la noche, pero ya no podía llegar hasta él, y sentados en la terraza, en incómodo silencio, lo veía arriesgar miradas en dirección mía; Jonatán, mi hijo, mi segundo, mi mano derecha, el que había hecho la guerra a mi lado, y allí estaba, junto a mí, a mil años de distancia.
Se desveló conmigo la casa entera; mis servidores se desvivían por mí, se ponían a mis órdenes, con una abnegación que me conmovía sin ayudarme. Buscaban auxilios y remedios imposibles, de plantas, de plegarias, de bellas esclavas jóvenes, egipcias y cananeas de finos talles. Yo sólo quería morir.”Que coma un poco”, decían. “Que salga, que respire”, “Que diga algo siquiera”, y se arrodillaban ante el trono. Yo sólo quería morir.
Entonces, un día trajeron a David. Mi escudero me lo presentó, conduciéndolo de la mano. Éste es David, oí, hijo de Obed, betlemnita. Tocará el arpa y te aliviará... Traía en brazos un cabrito que su padre me enviaba como pobre presente; se adelantó y me lo ofreció. Entonces me juré que no lo dejaría marchar.
¿Y bien? ¿Debería afirmar que fueron su arpa y su voz los que me conquistaron? ¿Qué era de la música de sus canciones de lo que yo dependía? ¿O más bien de sus ojos, su franca sonrisa, su pelo dorado? El encanto de su juventud bendita... Entonces yo aún no lo sabía, pero el espíritu del Señor estaba ya en él. Se había vertido el crisma sobre su cabeza y había recibido el beso de Samuel, a escondidas, entre sus hermanos, en una oscura aldea, lejos del rey Saúl. Y Saúl, de quien el Señor se había retirado, Saúl, que ansiaba la muerte y que no tenía fuerzas siquiera para procurarla, Saúl adoraba al muchacho rubio y pequeño que siempre tenía para él palabras dulces, que tocaba el arpa sentando en el suelo, sobre una piel de león.
Llegó a ser mi vida, pero él tenía su propia vida. Volví a la guerra, y él iba y venía, entre el campamento y la casa de su padre, donde tenía deberes estúpidos, ser buen hijo, cuidar unas cuantas ovejas. Sus hermanos mayores estaban en el ejército, y él les traía noticias de casa, a veces nos cruzábamos, y me sonreía con su sonrisa increíble; a veces todavía podía lograr que se retirara a solas conmigo, y me hablaba y tocaba para el arpa para mí unos momentos. A veces se interesaba por la guerra, y a veces mataba gigantes. Aquella mañana me contaron lo que andaba diciendo, con el loco orgullo de los poseídos por el Señor. Lo hice llamar, y vino a mí corriendo. Acababa de enterarse del desafío del enemigo. “No se desanime mi señor. Tu siervo irá a batirse con ese filisteo.” Hablaba de perros incircuncisos, de oprobio de Israel, del ejército del Dios vivo. En su exaltación era todo confianza, seguro de mi favor. Lo dejé ir, temblando de miedo; lo cubrí con mis propias armas, pero aquel niño se doblaba bajo el peso del bronce. Al fin se encaminó al valle solo y desnudo, como lo que era, pastor con honda y cayado. Goliat se rió de él; fue la última vez que rió. Con su cabeza en la mano volvió David, jadeante. Bendecía incansablemente a Dios. Nos reunimos en mi tienda, entre vítores; todos querían tocarlo, felicitarlo, quitármelo. Allí lo conoció Jonatán: quedó tan impresionado como yo. Pero él era joven, gracioso, su afecto no entendía de tragedias. Supo ganárselo a su vez; enseguida se hicieron grandes amigos.
Entonces empezaron los celos; unos celos fuertes, ansiosos, por todo lo que tuviera que ver con él; celos de la gente que lo rodeaba, y de él mismo; celos que me atormentaban cuando estaba lejos de mí, y cuando estaba conmigo. Comencé a enviarlo en expediciones militares, y lo puse al frente de mis tropas, para mayor recelo de mi general Abner, que miraba con desconfianza al fascinante advenedizo. Deseaba honrarlo, deseaba exhibir a los cuatro vientos mi estima por él, y que todos lo respetaran, lo obedecieran, lo adularan, doblando la rodilla ante mi joven favorito. Pero lo que hicieron fue amarlo, y ni eso ni su competencia militar entraba en mis planes. Sus victorias, que yo no hubiera podido imaginar, me herían en mi orgullo; la adoración del pueblo, que yo hubiese debido prever, me hería en el centro mismo del corazón. Lo casé, por atarlo más a mí, con mi hija Micol, que era dulce y tonta y que estaba tontamente enamorada de él. Me trajo en un saquito la horrible dote: los doscientos filisteos. Como todos los demás, Micol lo adoraba, y él se dejaba querer. Más me dolía la amistad de Jonatán, a quien se había unido por pacto de alianza, y a quien amaba como a sí mismo, y esto era para mí como si se hubiera celebrado un matrimonio a mis espaldas.
Lo veía ahora, cuando lo veía, como el glorioso guerrero en que se había convertido, cubiertos sus rizos dorados del polvo de la batalla, y hubiera querido encerrarlo en mi alcoba y que nadie más pudiera tenerlo, y que no hiciera sino cantar, y hablarme con su voz grave, dejando correr sus dedos sobre las cuerdas del arpa. Aún tocaba para mí, sin embargo, y mi corazón sangraba. Salía de nuevo al frente del ejército, y de nuevo regresaba en triunfo; yo oía historias sobre sus gritos de guerra, sobre su santo celo y su confianza en el Señor. Era consciente de que lo enviaba a un riesgo de muerte, y acabé por no saber si quería evitárselo o no. Estaba volviéndome loco. Al fin una vez, mientras se mecía en su música, y yo lo contemplaba con creciente amargura, tomé la lanza y la arrojé contra él. Pude haberlo matado, y habría matado mi vida... Un quiebro ágil lo salvó, y huyó, espantado. Pude haberlo matado, y habría matado mi tormento. Nunca sabré si fallé porque quería fallar... Di orden de perseguirlo, y sus amigos y mi boba hija lo protegieron; di orden de matarlo. Supe que había buscado refugio junto a Samuel, n casa de éste, en Rama, y la noticia me irritó particularmente.
En el banquete de la luna nueva, David hubiera debido sentarse a mi derecha. A mi derecha se había sentado muchas veces, había reído y bebido a mi salud, y yo con él. El día del banquete llegó, Jonatán frente a mí, Abner a mi izquierda, y el sitio de David estaba vacío. Interrogué a mi hijo sobre su ausencia, a sabiendas de que llegaríamos a palabras duras. Me enfurecí ante la excusa infantil que fue su respuesta, le reproché su amistad, exigí que me lo trajera para matarlo. A esto se me revolvió como un león. “¿Por qué tiene que morir? ¿Qué ha hecho?”, gritó, incapaz de entender lo que no podía entender yo mismo. Blandí la lanza contra mi propio hijo, contra mi hijo a quien tanto quería. Consumido por monstruosos, incestuosos celos de mi idolatrado Jonatán, y de David mi idolatrado, y abandonado en el espantoso silencio de Dios, me debatía en la pendiente de la locura. Volví a caer en crisis de ira y de indomable tristeza, y tuve delirio, y fiebre, y melancolía. Hubiera necesitado un segundo David, para que me calmase con su arpa la angustia que me producía el primero.
Iniciamos un absurdo juego de persecución que dura hasta hoy. Seiscientos hombres se han unido al fugitivo, desheredados y aventureros sin nada que perder, dispuestos a todo por él. Con todas mis fuerzas quisiera ser el último de los miserables que tienen el privilegio inmenso de estar a su lado... En este tiempo me ha perdonado la vida dos veces: dos veces ha estado lo bastante cerca de mí como para sentir mi aliento, y dos veces ha proclamado que no tocará al ungido del Señor. Pero el ungido del Señor ha perdido del todo la gracia divina, y tendría por gran consuelo morir a manos del joven perfecto y despiadado al que persigue... Agitado, puerilmente esperanzado al ver que no quiere matarme, ha proclamado a gritos mi devoción por él, he llorado delante de todo mi ejército, y lo he llamado mi hijo. Pero no es cierto que no quiera matarme; es el ungido de Dios al que se niega a profanar, por más que lo sepa perdido...
Hoy, lleno de miedo a la vista del campamento filisteo, desesperado por el implacable silencio del Dios que me odia y a quien acudo una vez y otra vez en vano, he ido a ver una bruja, yo, que prohibí en otro tiempo tales prácticas. La sombra de Samuel, muerto hace años, se elevó pavorosamente de su descanso, visión terrible, largas barbas en una calavera... Hostil y severo como en vida, enemigo mío como en vida, me ha confirmado también la enemistad de nuestro Dios. Mañana moriré en el campo de batalla; mi fiel Jonatán, quien pese a todo jamás me abandonó, morirá conmigo; David reinará en mi lugar, como suponía... Me pregunto tan sólo si lo lamentará un poco; sin duda cantará un largo canto fúnebre por Jonatán, pero me pregunto si lo cantará también para mí, si me amará todavía un poco como creo que me amó los primeros días, cuando tocaba el arpa sobre su piel de león y me sonreía con su sonrisa increíble.
Su autor es Carmen Jodra: Su poesía ha sido comparada con la de Miguel Hernández y Alberti. Sólo tiene 19 años y ya se reconoce su talento. Ha ganado el XIV premio Hiperión de poesía con su obra Moras agraces. Ya en el 98 obtuvo el primer puesto del II concurso de Poesía María Dolores Mañas. Estudiante de Filología Clásica en la Universidad Autónoma de Madrid, su carrera literaria es ya una realidad.
A propósito de este texto es la siguiente pregunta sujeta a DEBATE:
¿Es posible que personas ateas, ajenas a una realidad de vida en Cristo, tengan una mejor y más auténtica posibilidad de conocer a un Dios desde un punto de vista diferente, no tan mediatizado por nuestra doctrina denominacional? Si es así, ¿no será mejor permanecer e intentar vivir con una independencia REAL de los dogmas y tradiciones de las iglesias actuales, que para la mayoría de nosotros resultan en una “lavadura de coco”, y apegarnos más al Dios vivo? Si esto es así, ¿ES POSIBLE CRECER ESPIRITUALMENTE FUERA DE UN CONTEXTO DE IGLESIA?
NOTA: la publicación de este texto no implica la opinión a favor del espíritu ni el mensaje (si es que hay alguno) que intenta transmitir. Sólo es un texto muy bien escrito de un capítulo bíblico visto desde una perspectiva cuasi-atea, y narrado desde la inquietante vista del alma de Saúl.
SAÚL Y DAVID
Un pastiche seudobíblico
Si el señor Dios es tumultuoso e imprevisible en sus afectos, ¿por qué no yo? A mí me ungió su vidente en los días de mi juventud, cuando brillaba alto el sol de mi vida, derramando el aceite de la consagración sobre mi cabeza, después de haberme besado; y Dios estaba conmigo. De eso hace mucho tiempo. Tuve triunfos asombrosos; a mí me sorprendían más que a nadie; también yo he visto una multitud delirante a mis pies.
Después... Después Él me abandonó. Ofendido por comunes ofensas, de las que, en Su rencor salvaje, se negó a dejarse aplacar. Y había dejado con vida al rey de Amalec, un hombre gordo, jovial, de rara dignidad, de nombre Agag. No había suplicado clemencia cuando vio a sus gentes pasadas a cuchillo; no dejó de darme gracias cuando lo perdoné. El pueblo había apartado además las reses escogidas del botín con la intención de ofrecerlas más tarde en sacrificio; no juzgué prudente disuadirlos de una idea henchida de santa alegría, del júbilo del triunfo. Pero aquellas pocas vidas respetadas Le parecieron una burla a Su venganza; Dios belicoso, soberbio, sediento de sangre. Samuel llegó a la mañana siguiente, con los ojos enrojecidos y ardiendo por la vigilia, y dijo palabras terribles. Le expliqué las cosas lo mejor que pude; como el Dios su Señor, no quiso escuchar. Imploré un perdón que no me ha llegado nunca. “El Señor te ha rechazado”, dijo con su voz de viejo; y allí mismo mató al rey Agag ante mis ojos. Se volvió después a su casa, todo hostilidad; nunca he vuelto ha verlo. El Señor me ha rechazado; me rechazó por sus propias razones impenetrables, comportándose como siempre se comporta, como una mujer, como una de esas criaturas que un día se arrojan a la cara de su amo. El espíritu con que me había llenado en la época de su amor primero me abandonó, y caí extrañamente enfermo.
Una helada angustia se apoderó de mí; más me valiera haber muerto. Sentía como si me hubieran arrancado el corazón y las entrañas, como si me hubieran vaciado por dentro, y sin embargo vivía. Se hizo imposible estar conmigo. Salía de los accesos de cólera para sumirme en la más negra de las tristezas; miraba, con lento asombro, los sirvientes golpeados por mí, las jarras de vino quebradas en el suelo. Jonatán mismo, mi hijo, mi luz, me tomó miedo. Alma clara, huía de la sombra y la tiniebla, de la queja discorde de mis nervios. Yo lo idolatraba; a veces iba a buscarlo por la noche, pero ya no podía llegar hasta él, y sentados en la terraza, en incómodo silencio, lo veía arriesgar miradas en dirección mía; Jonatán, mi hijo, mi segundo, mi mano derecha, el que había hecho la guerra a mi lado, y allí estaba, junto a mí, a mil años de distancia.
Se desveló conmigo la casa entera; mis servidores se desvivían por mí, se ponían a mis órdenes, con una abnegación que me conmovía sin ayudarme. Buscaban auxilios y remedios imposibles, de plantas, de plegarias, de bellas esclavas jóvenes, egipcias y cananeas de finos talles. Yo sólo quería morir.”Que coma un poco”, decían. “Que salga, que respire”, “Que diga algo siquiera”, y se arrodillaban ante el trono. Yo sólo quería morir.
Entonces, un día trajeron a David. Mi escudero me lo presentó, conduciéndolo de la mano. Éste es David, oí, hijo de Obed, betlemnita. Tocará el arpa y te aliviará... Traía en brazos un cabrito que su padre me enviaba como pobre presente; se adelantó y me lo ofreció. Entonces me juré que no lo dejaría marchar.
¿Y bien? ¿Debería afirmar que fueron su arpa y su voz los que me conquistaron? ¿Qué era de la música de sus canciones de lo que yo dependía? ¿O más bien de sus ojos, su franca sonrisa, su pelo dorado? El encanto de su juventud bendita... Entonces yo aún no lo sabía, pero el espíritu del Señor estaba ya en él. Se había vertido el crisma sobre su cabeza y había recibido el beso de Samuel, a escondidas, entre sus hermanos, en una oscura aldea, lejos del rey Saúl. Y Saúl, de quien el Señor se había retirado, Saúl, que ansiaba la muerte y que no tenía fuerzas siquiera para procurarla, Saúl adoraba al muchacho rubio y pequeño que siempre tenía para él palabras dulces, que tocaba el arpa sentando en el suelo, sobre una piel de león.
Llegó a ser mi vida, pero él tenía su propia vida. Volví a la guerra, y él iba y venía, entre el campamento y la casa de su padre, donde tenía deberes estúpidos, ser buen hijo, cuidar unas cuantas ovejas. Sus hermanos mayores estaban en el ejército, y él les traía noticias de casa, a veces nos cruzábamos, y me sonreía con su sonrisa increíble; a veces todavía podía lograr que se retirara a solas conmigo, y me hablaba y tocaba para el arpa para mí unos momentos. A veces se interesaba por la guerra, y a veces mataba gigantes. Aquella mañana me contaron lo que andaba diciendo, con el loco orgullo de los poseídos por el Señor. Lo hice llamar, y vino a mí corriendo. Acababa de enterarse del desafío del enemigo. “No se desanime mi señor. Tu siervo irá a batirse con ese filisteo.” Hablaba de perros incircuncisos, de oprobio de Israel, del ejército del Dios vivo. En su exaltación era todo confianza, seguro de mi favor. Lo dejé ir, temblando de miedo; lo cubrí con mis propias armas, pero aquel niño se doblaba bajo el peso del bronce. Al fin se encaminó al valle solo y desnudo, como lo que era, pastor con honda y cayado. Goliat se rió de él; fue la última vez que rió. Con su cabeza en la mano volvió David, jadeante. Bendecía incansablemente a Dios. Nos reunimos en mi tienda, entre vítores; todos querían tocarlo, felicitarlo, quitármelo. Allí lo conoció Jonatán: quedó tan impresionado como yo. Pero él era joven, gracioso, su afecto no entendía de tragedias. Supo ganárselo a su vez; enseguida se hicieron grandes amigos.
Entonces empezaron los celos; unos celos fuertes, ansiosos, por todo lo que tuviera que ver con él; celos de la gente que lo rodeaba, y de él mismo; celos que me atormentaban cuando estaba lejos de mí, y cuando estaba conmigo. Comencé a enviarlo en expediciones militares, y lo puse al frente de mis tropas, para mayor recelo de mi general Abner, que miraba con desconfianza al fascinante advenedizo. Deseaba honrarlo, deseaba exhibir a los cuatro vientos mi estima por él, y que todos lo respetaran, lo obedecieran, lo adularan, doblando la rodilla ante mi joven favorito. Pero lo que hicieron fue amarlo, y ni eso ni su competencia militar entraba en mis planes. Sus victorias, que yo no hubiera podido imaginar, me herían en mi orgullo; la adoración del pueblo, que yo hubiese debido prever, me hería en el centro mismo del corazón. Lo casé, por atarlo más a mí, con mi hija Micol, que era dulce y tonta y que estaba tontamente enamorada de él. Me trajo en un saquito la horrible dote: los doscientos filisteos. Como todos los demás, Micol lo adoraba, y él se dejaba querer. Más me dolía la amistad de Jonatán, a quien se había unido por pacto de alianza, y a quien amaba como a sí mismo, y esto era para mí como si se hubiera celebrado un matrimonio a mis espaldas.
Lo veía ahora, cuando lo veía, como el glorioso guerrero en que se había convertido, cubiertos sus rizos dorados del polvo de la batalla, y hubiera querido encerrarlo en mi alcoba y que nadie más pudiera tenerlo, y que no hiciera sino cantar, y hablarme con su voz grave, dejando correr sus dedos sobre las cuerdas del arpa. Aún tocaba para mí, sin embargo, y mi corazón sangraba. Salía de nuevo al frente del ejército, y de nuevo regresaba en triunfo; yo oía historias sobre sus gritos de guerra, sobre su santo celo y su confianza en el Señor. Era consciente de que lo enviaba a un riesgo de muerte, y acabé por no saber si quería evitárselo o no. Estaba volviéndome loco. Al fin una vez, mientras se mecía en su música, y yo lo contemplaba con creciente amargura, tomé la lanza y la arrojé contra él. Pude haberlo matado, y habría matado mi vida... Un quiebro ágil lo salvó, y huyó, espantado. Pude haberlo matado, y habría matado mi tormento. Nunca sabré si fallé porque quería fallar... Di orden de perseguirlo, y sus amigos y mi boba hija lo protegieron; di orden de matarlo. Supe que había buscado refugio junto a Samuel, n casa de éste, en Rama, y la noticia me irritó particularmente.
En el banquete de la luna nueva, David hubiera debido sentarse a mi derecha. A mi derecha se había sentado muchas veces, había reído y bebido a mi salud, y yo con él. El día del banquete llegó, Jonatán frente a mí, Abner a mi izquierda, y el sitio de David estaba vacío. Interrogué a mi hijo sobre su ausencia, a sabiendas de que llegaríamos a palabras duras. Me enfurecí ante la excusa infantil que fue su respuesta, le reproché su amistad, exigí que me lo trajera para matarlo. A esto se me revolvió como un león. “¿Por qué tiene que morir? ¿Qué ha hecho?”, gritó, incapaz de entender lo que no podía entender yo mismo. Blandí la lanza contra mi propio hijo, contra mi hijo a quien tanto quería. Consumido por monstruosos, incestuosos celos de mi idolatrado Jonatán, y de David mi idolatrado, y abandonado en el espantoso silencio de Dios, me debatía en la pendiente de la locura. Volví a caer en crisis de ira y de indomable tristeza, y tuve delirio, y fiebre, y melancolía. Hubiera necesitado un segundo David, para que me calmase con su arpa la angustia que me producía el primero.
Iniciamos un absurdo juego de persecución que dura hasta hoy. Seiscientos hombres se han unido al fugitivo, desheredados y aventureros sin nada que perder, dispuestos a todo por él. Con todas mis fuerzas quisiera ser el último de los miserables que tienen el privilegio inmenso de estar a su lado... En este tiempo me ha perdonado la vida dos veces: dos veces ha estado lo bastante cerca de mí como para sentir mi aliento, y dos veces ha proclamado que no tocará al ungido del Señor. Pero el ungido del Señor ha perdido del todo la gracia divina, y tendría por gran consuelo morir a manos del joven perfecto y despiadado al que persigue... Agitado, puerilmente esperanzado al ver que no quiere matarme, ha proclamado a gritos mi devoción por él, he llorado delante de todo mi ejército, y lo he llamado mi hijo. Pero no es cierto que no quiera matarme; es el ungido de Dios al que se niega a profanar, por más que lo sepa perdido...
Hoy, lleno de miedo a la vista del campamento filisteo, desesperado por el implacable silencio del Dios que me odia y a quien acudo una vez y otra vez en vano, he ido a ver una bruja, yo, que prohibí en otro tiempo tales prácticas. La sombra de Samuel, muerto hace años, se elevó pavorosamente de su descanso, visión terrible, largas barbas en una calavera... Hostil y severo como en vida, enemigo mío como en vida, me ha confirmado también la enemistad de nuestro Dios. Mañana moriré en el campo de batalla; mi fiel Jonatán, quien pese a todo jamás me abandonó, morirá conmigo; David reinará en mi lugar, como suponía... Me pregunto tan sólo si lo lamentará un poco; sin duda cantará un largo canto fúnebre por Jonatán, pero me pregunto si lo cantará también para mí, si me amará todavía un poco como creo que me amó los primeros días, cuando tocaba el arpa sobre su piel de león y me sonreía con su sonrisa increíble.