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El fin de un pistolero-político
EDITORIAL (Libertad Digital)
Una de las peores secuelas de la II Guerra Mundial fue la pérdida de prestigio de Occidente entre los pueblos que Europa había colonizado a lo largo y ancho del mundo, a lo que se unió la pérdida de la convicción de los propios europeos acerca de la superioridad de su cultura y, por consiguiente, la falta de voluntad de seguir ejerciendo su influencia civilizadora en los territorios bajo su jurisdicción.
El lugar de los administradores coloniales fue ocupado por pistoleros con pretensiones políticas educados en las universidades occidentales, que por entonces difundían el marxismo-leninismo como si se tratara de las ecuaciones newtonianas del movimiento aplicadas a la Historia. Era la hora del FLN argelino, de Castro, de Ho Chi Mihn, de Pol Pot, de Mengistu... y de Arafat.
La vía hacia la “liberación” era muy sencilla: se trataba —con armamento y asesoramiento soviéticos, principalmente— de cometer crueles masacres para provocar la reacción violenta e incontrolada del gobierno de la metrópoli. Después, con el apoyo de la prensa nacional e internacional —su principal aliada, a veces por ignorancia, las más por convicción— había que airear todo lo posible los excesos (reales o fingidos) cometidos por los gobiernos que les combatían, adobados convenientemente con proclamas y eslóganes sobre la liberación de los pueblos oprimidos por el “imperialismo”.
El FLN, Castro y Ho Chi Mihn triunfaron con esta “estrategia”. Mucho se ha escrito sobre las causas de su éxito, pero quizá la principal —y la menos analizada— ha sido la falta de voluntad y de convicción de los occidentales —los europeos principalmente— en la defensa de la única civilización que, con todas sus sombras, ha sido la única capaz de conjugar la libertad, la prosperidad y el respeto por la vida.
No sucedió así en el caso de Israel. Los hebreos no podían permitirse la opción de ceder ante la brutalidad y la infamia y marcharse de Palestina. Decidieron, con el apoyo de EEUU, quedarse y resistir ante un enemigo que les superaba con creces en número y efectivos, y que deseaba arrojarlos al mar por cualquier medio. Vencidos en tres guerras, los árabes recurrieron al modelo terrorista, que tan “buenos resultados” había dado en Argelia.
Pero pasados casi treinta años, y después de desaprovechar la única victoria relativa que le vino de la mano de Barak y Clinton hace ya casi dos años, Arafat ha perdido la partida. Las masacres indiscriminadas perpetradas por los terroristas palestinos, la propaganda antisemita y la franca hostilidad de la ONU, destinadas a minar la capacidad de resistencia y la integridad moral de los israelíes, han chocado frontalmente con su firme voluntad de defenderse y sobrevivir. La patética aparición teatral del Rais a la luz de una vela, dispuesto a morir como un “mártir”, mientras que los terroristas planean y perpetran nuevas masacres, produce una mezcla de risa, de vergüenza ajena y de repugnancia: muestra inequívocas de que Arafat se ha convertido en un sangriento anacronismo después del 11-S.
El fin de Arafat es inminente, puesto que sus principales valedores, los europeos, después de las últimas masacres perpetradas por los terroristas suicidas, probablemente ya ni siquiera estarán dispuestos a mover ni un dedo retórico para salvarlo una vez más. Mientras tanto, Sharon no debería cometer el error que cometieron los franceses en Argelia ni los norteamericanos en Vietnam: ensañarse con la población civil. Esta es precisamente la gran "baza" progandística de los terroristas-políticos: usar su propio pueblo como carnada para descontrolar la ira de quienes les combaten con toda justicia.