Te hago el favor.
DISCURSO DEL OBISPO STROSSMAYER SOBRE
LA INFALIBILIDAD PAPAL
Pronunciado en el mismo Concilio Ecuménico que la promulgó
PROLOGO
La Voz de Dios testifica en contra
El día 18 de julio de 1870, fue el día en que el papa Pío Nono, públicamente
reclamó para sí la Infalibilidad -atributo del mismo Dios. El largo tiempo en que
el dogma de la infalibilidad se discutía, dio amplia oportunidad al Papa, y a sus
amigos los Jesuitas, a proyectar hacer un milagro en el momento en que el
Papa lo promulgara. Su plan consistía en colocar varios espejos en el tejado
del Salón del Concilio: y colocarlos de tal manera que esos espejos pudieran
ser puestos en juego al momento que se quería, para derramar sobre la cabeza
del Papa un brillantísimo reflejo de los rayos del sol, al tiempo cuando las
cabezas y caras del gentío estuvieran en la sombra de aquel grande edificio.
Este proyecto, en circunstancias ordinarias, hubiera dado buen resultado,
porque en el mes de julio, el cielo de Roma está raso, sin nada de nubes, y los
rayos del sol están a la disposición de cualquiera que quiera dirigirlos por
medio de espejos. Estando todo arreglado, hicieron a la gente saber que se
esperaba ver un milagro en el día en que el Papa se declarara infalible.
El siguiente párrafo lo tomamos del boletín del muy conocido periódico inglés,
The Times , de Londres, fecha del 25 de julio de 1870:
"Los cortesanos del Papa le prometían la ayuda del cielo en aquel día propicio.
El Salón del Concilio estaba arreglado de tal manera, que en el mismo día y
hora del triunfo, cuando los padres de la asamblea estuvieran metidos en la
sombra del vasto edificio, de repente un rayo de gloria celestial hubiera de
brillar sobre el trono papal...
...Pero desgraciadamente, esta gloria no había de aparecer, c omo lo prueba el
desenlace, y la inauguración del nuevo rey fue destinada a ser señalada con
truenos y aguas como en el tiempo de la siega del trigo en los días de Samuel,
en lugar de tener las sonrisas del cielo."
El corresponsal del "Times" -quien, como ya se sabe, fue Lord Acton, católico
inteligente, y catedrático en la universidad de Cambridge- escribiendo de Roma
con fecha del 19 de julio, el día después de la promulgación del dogma, dice
así:
"Comenzaré con la fiesta. Hubo truenos y relámpagos toda la noche, y en la
mañana amaneció lloviendo; en lugar de tener el hermoso cielo de Roma, el
brillante y ardiente sol, tuvimos lo que se puede llamar la tempestad de la
estación. Los negocios del día comenzaron con la lectura del dogma, y el
gentío en la puerta del "Baldacchino" fue inmenso. Consistía, en lo general, de
sacerdotes, monjes, hermanas de la caridad y estudiantes de varias escuelas,
y por esta razón hubo grande apretura en el Salón, todos esperando ver el
prometido milagro. La lectura del dogma fue seguido por la revista de los
padres, y PLACET, tras PLACET, se oía, aunque no muy seguido.
La tempestad que amenazaba toda la mañana, ahora estalló con terrible
violencia, e hizo a muchos creer que era una demostración de la ira Divina;
hasta un oficial del ‘Palatino Guard’ dijo:, ‘sin duda muchos lo interpretarán así’.
Y de esta manera cada ‘placet’ de los padres luchaba con la tempestad: los
truenos estallaban arriba y los rayos penetraban por las ventanas y las bóvedas,
dividiendo así la atención de la muchedumbre. ¡Placet! gritaba Su eminencia, o
Su gracia, y el estruendo de los truenos siguió en respuesta, y los relámpagos
jugaban alrededor del Baldocchino y en todas partes de la Iglesia y Concilio,
como para anunciar la contestación. Y así continuó por casi hora y media;
durante ese tiempo siguió la revista; y una escena más imponente jamás he
visto. ...La tempestad llegó a lo más fuerte de su furor cuando llevaron el
resultado de la elección al Papa; las tinieblas eran tan densas que fue
necesario colocar un inmenso cirio a su lado para poderse leer las palabras
que le vestían de poderes Divinos, y mientras el Papa leía, incesantemente
brillaban los relámpagos y los truenos estallaban".
EL DISCURSO
VENERABLES PADRES Y HERMANOS:
No sin temor, pero con una conciencia libre y tranquila, ante Dios que vive y me
ve, tomo la palabra en esta augusta Asamblea.
Desde que me hallo sentado aquí entre vosotros, he seguido con atención los
discursos que se han pronunciado, ansioso de que un rayo de luz
descendiendo de arriba, ilumine mi inteligencia y me permitiese votar los
cánones de este santo Concilio Ecuménico con perfecto conocimiento de causa.
Penetrado del sentimiento de responsabilidad por el cual Dios me pedirá
cuentas, hemos puesto a estudiar con escru pulosa atención los escritos del
Antiguo y Nuevo Testamento, y he interrogado estos venerables monumentos
de la verdad, para que me permitiesen saber si el Santo Pontífice que aquí
preside, es ciertamente el sucesor de San Pedro, Vicario de Jesucristo e
infalible doctor de la Iglesia.
Para resolver esta grave cuestión, me he visto obligado a prescindir del estado
actual de las cosas, y a transportar mi mente, con la antorcha del Evangelio en
las manos, a los tiempos en que ni el ultramontanismo ni el galicismo existían,
y en los cuales la Iglesia tenía por doctores a San Pablo, San Pedro y San
Juan, doctores a quienes nadie puede negar la autoridad divina sin poner en
duda lo que la Santa Biblia, que tengo delante, nos enseña, y el Concilio de
Trento proclamó Regla de fe y de moral.
He abierto, pues, estas sagradas páginas, y ¿me atreveré a decirlo? nada he
encontrado que sancione próxima ni remotamente, la opinión de los
ultramontanos. Aun es mayor mi sorpresa por no encontrar en los tiempos
apostólicos nada que haya sido motivo de cuestión sobre un papa sucesor de
San Pedro y Vicario de Jesucristo, como tampoco sobre Mahoma, que no
existía aún.
Vos, monseñor Maning, diréis que estoy demente. ¡No, monseñores, no
blasfemo ni estoy loco! Habiendo leído todo el Nuevo Testamento, declaro ante
Dios, con mi mano elevada al gran crucifijo, que ningún vestigio he podido
encontrar del papado, tal como existe ahora.
No me rehuséis vuestra atención, mis venerables hermanos, ni con vuestros
murmullos e interrupciones justifiquéis a los que dicen, como el padre Jacinto,
que este Concilio no es libre, porque vuestros votos han sido de antemano
impuestos. Si esto fuese cierto, esta augusta Asamblea, hacia la cual están
dirigidas las miradas de todo el mundo, caería en el más profundo descrédito.
Si deseáis que sea grande, debemos ser libres -Agradezco a su Excelencia
monseñor Duponloup el signo de aprobación que hace con la cabeza. Esto me
alienta, prosigo.
Leyendo, pues, los santos libros con toda la atención de que el Señor me ha
hecho capaz, no encuentro un solo capítulo o un versículo en el cual Jesús dé
a San Pedro la jefatura de los apóstoles, sus colaboradores.
Si Simón, el hijo de Jonás, hubiese sido lo que hoy día creemos ser su santidad
Pío IX, extraño es que El no les hubiera dicho: "Cuando haya ascendido a mi
Padre, debéis todos obedecer a Simón Pedro, así como ahora me obedecéis a
Mí. Le establezco por mi vicario en la tierra." No solamente calla Cristo sobre
este particular, sino que piensa tan poco en dar una cabeza a la Iglesia, que
cuando promete tronos a Sus doce apóstoles para juzgar a las doce tribus de
Israel (Mateo, cap. 19, vers. 28) les promete doce, uno para cada uno, sin decir
que entre dichos tronos uno sería más elevado y pertenecería a Pedro.
Indudablemente si tal hubiese sido Su intención, lo indicaría. La lógica nos
conduce a la conclusión de que Cristo no quiso elevar a Pedro a la cabeza del
colegio apostólico.
Cuando Cristo envió a los apóstoles a conquistar el mundo, a todos igualmente
dio el poder de ligar y desligar, y a todos hizo la promesa del Espíritu Santo;
permitidme repetirlo: si El hubiera querido constituir a Pedro Su vicario, le
hubiera dado el mando supremo sobre su ejército espiritual.
Cristo, -así lo dice la Santa Escritura,- prohibió a Pedro y a sus colegas reinar o
ejercer señorío o tener potestad sobre los fieles, como hacen los reyes de los
gentiles (Lucas 22:25, 26). Si San Pedro hubiera sido elegido papa, Jesús no
diría esto, porque según nuestra tradición, el papado tiene en sus manos dos
espadas, símbolos del poder espiritual y del temporal.
Hay una cosa que me ha sorprendido muchísimo. Agitándola en mi mente, me
he dicho: Si Pedro hubiera sido elegido papa, ¿se permitirían sus colegas
enviarle con San Juan a Samaria para anunciar el Evangelio del Hijo de Dios?
(Hechos 8:14) ¿Qué os parecería, venerables hermanos, si nos permitiésemos
ahora mismo enviar a su santidad Pío IX y a su eminencia monseñor Plantier al
Patriarca de Constantinopla para persuadirle a que pusiese fin al cisma de
Oriente?
Mas he aquí otro hecho mayor de importancia. Un concilio ecuménico se reúne
en Jerusalén para decidir cuestiones que dividían a los fieles. ¿Quién debiera
convocar este concilio, si San Pedro era papa? Claramente San Pedro. ¿Quién
debiera presidirlo? San Pedro o su delegado. ¿Quién debiera firmar o
promulgar sus cánones? San Pedro. Pues bien, nada de esto sucedió. Nuestro
apóstol asistió al Concilio como los demás, pero no fue él quien resumió la
discusión, sino Santiago; y cuando se promulgaron los decretos, se hizo en
nombre de los apóstoles, ancianos, y hermanos (Hechos 15).
¿Es esta la práctica de nuestra Iglesia? Cuánto más examino ¡oh venerables
hermanos! tanto más me convenzo de que en las Sagradas Escrituras el hijo
de Jonás no aparec e ser el primero. Ahora bien: mientras nosotros enseñamos
que la Iglesia está edificada sobre San Pedro, San Pablo, en cuya autoridad no
puede dudarse, dice en su Epístola a los de Éfeso (cap. 2 ver. 20) que está
edificada sobre el fundamento de los apósto les y profetas, siendo la principal
piedra del ángulo Jesucristo mismo.
Ese mismo apóstol cree tan poco en la supremacía de Pedro, que claramente
culpa a los que dicen: "Somos de Pedro." Si este último apóstol hubiera sido el
vicario de Cristo, San Pablo, se hubiera guardado bien de censurar con tanta
violencia a los que pertenecían a su propio colega.
El mismo apóstol Pablo, al enumerar los oficios de la Iglesia, menciona
apóstoles, profetas, evangelistas, doctores y pastores... ¿Es creíble, mis
venerables hermanos, que San Pablo, el gran apóstol de los gentiles,
olvidárase del primero de estos oficios, el papado, si el papado fuera de
institución divina? Ese olvido me parece tan imposible, como el que un
historiador de este concilio no hiciere mención de su Santidad Pío IX.
(Varias voces: "¡Silencio hereje, silencio!")
Calmaos, venerables hermanos, que todavía no he concluido. Si me impedís
que prosiga, os mostráis al mundo dispuesto a la injusticia, cerrando la boca al
menor miembro de esta Asamblea. Continúo.
El apóstol Pablo no hace mención en ninguna de sus epístolas a las diferentes
Iglesias, de la primacía de Pedro. Si esta primacía existiese; si en una palabra
la Iglesia hubiera tenido una cabeza suprema dentro de sí, infalible en
enseñanza, ¿podría el gran Apóstol de los gentiles olvidarse de mencionarla?
¡Que digo! más probable es que hubiera escrito una larga epístola sobre esta
importante materia. Entonces, cuando se erigió el edificio de la doctrina ¿podría
olvidarse, como lo hace, de la fundación de la clave del arco? Ahora bien: si no
opináis que la Iglesia nunca fue más bella, más pura ni más santa que en los
tiempos en que no hubo papa..... (¡No es verdad, no es verdad!) No diga
monseñor Navel, no; alguno de vosotros, mis venerables hermanos s e atreve a
pensar que la Iglesia que hoy tiene un papa por cabeza, es más firme en la fe,
más pura en la moral que la Iglesia apostólica, dígalo abiertamente ante el
Universo, puesto que este recinto es un centro desde el cual nuestras palabras
vuelan de polo a polo. Prosigo.
Ni en los escritos de San Pablo, San Juan o Santiago, descubro traza alguna o
germen de poder papal.
San Lucas, el historiador de los trabajos misioneros de los apóstoles, guarda
silencio sobre este importantísimo punto. Y el silencio de estos hombres santos,
cuyos escritos forman parte del canon de las divinamente inspiradas Escrituras,
nos parece tan difícil o imposible, si Pedro fuese papa, y tan inexcusable, como
si Thiers, escribiendo la historia de Bonaparte, omitiese el título de
EMPERADOR.
Veo delante de mí un miembro de la Asamblea, que dice señalándome con el
dedo: "¡Ahí está un obispo sistemático, que se ha introducido entre nosotros
con falsa bandera!". No, no, mis venerables hermanos; no he entrado en esta
augusta Asamblea como ladrón, por la ventana, sino por la puerta, como
vosotros; mi título me dio derecho a ello, así como mi conciencia cristiana me
obliga a hablar y decir lo que creo sea la verdad.
Lo que más me ha sorprendido, y se puede demostrar, es el silencio del mismo
San Pedro. Si el apóstol fuese lo que proclamáis que fue, es decir, Vicario de
Jesucristo en la tierra, él, por lo menos, debe saberlo. Y si lo sabía, ¿cómo es
que ni una sola vez, obra como papa? Podría haberlo hecho el día de
Pentecostés, cuando predicó su primer sermón, y no lo hizo: como tampoco lo
hace en las dos epístolas que dirige a la Iglesia. ¿Podéis concebir tal papa, mis
venerables hermanos, si Pedro era papa?
Resulta, pues, que si queréis mantener que fue papa, la consecuencia natural
es que él no lo sabía. Ahora pregunto a todo el que quiera pensar y reflexionar:
¿Son posibles estas dos suposiciones? Digo pues, que mientras los apóstoles
vivieron, la Iglesia nunca creyó que había papa. Para mantener lo contrario,
sería preciso entregar las Sagradas Escrituras a las llamas, o ignorarlas por
completo.
Mas oigo decir por todos lados: "pues qué ¿no estuvo San Pedro en Roma?
¿No fue crucificado con la cabeza abajo? ¿No se conocen los lugares donde
enseñó, y los altares donde dijo misa en esta ciu dad eterna?".
Que San Pedro haya estado en Roma, reposa, mis venerables hermanos, sólo
sobre la tradición; mas supuesto que hubiese sido obispo en Roma; ¿cómo
podéis probar su episcopado por su presencia? Scaligero, uno de los hombres
más eruditos, no vaciló en decir que el episcopado de San Pedro y su
residencia en Roma deben clasificarse entre las leyendas ridículas.
(Repetidos gritos ¡Tapadle la boca; hacedle descender de esa cátedra!).
Venerables hermanos: estoy pronto a callarme; mas ¿no será mejor, en una
Asamblea como la nuestra, probar todas las cosas como manda el Apóstol, y
creer sólo lo que es bueno? Porque mis venerables amigos, tenemos un
dictador ante el cual todos debemos postrarnos y callar, hasta su santidad Pío
IX e inclinar la cabeza: ese dictador es la Historia, la cual no es una leyenda
que se puede amoldar al modo que el alfarero modela su barro, sino como un
diamante que esculpe en el cristal palabras indelebles. Hasta ahora me he
apoyado sólo en ella, y no encuentro vestigio alguno del papado en los tiempos
apostólicos; la falta es suya y no la mía. ¿Queréis quizás colocarme en la
posición de un acusado de mentira? Hacedlo si podéis.
Oiga a la derecha estas palabras: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré
Mi Iglesia." (Mateo 16:18). Contestaré a esa objeción luego, mis venerables
hermanos, antes de hacerlo deseo presentaros el resultado de mis
investigaciones históricas.
No hallando ningún vestigio del papa en los tiempos apostólicos, me dije a mí
mismo: "Quizás hallaré en los anales de la Iglesia lo que ando buscando." Bien:
busqué al papa en los cuatro primeros siglos, y no he podido dar con él.
Espero que ninguno de vosotros dudará de la gran autoridad del santo obispo
de Hipona, el grande y bendito San Agustín. Este piadoso doc tor, honor y gloria
de la Iglesia Católica, fue secretario en el Concilio de Melive. En los decretos
de esta venerable Asamblea se hallan estas significativas palabras: "Todo él
que apelase a los de otra parte del mar, no será admitido a la comunión por
ninguno en África." Los obispos de África no reconocían tampoco al de Roma,
que castigaban con excomunión a los que recurriesen a su arbitraje.
Estos mismos obispos en el sexto Concilio de Cartago, celebrado bajo Aurelio,
que lo era de dicha ciudad, escribieron a Celestino, obispo de Roma,
amonestándole que no recibiese apelaciones de los obispos, sacerdotes o
clérigos de África, que no enviase más legados o comisionados, y que no
introdujese el orgullo humano en la Iglesia.
Que el patriarca de Roma había, desde los primeros tiempos, tratado de traer a
sí toda autoridad, es un hecho evidente, como es otro hecho igualmente
evidente, que no poseía la supremacía que los ultramontanos le atribuyen.
Si la hubiera poseído, ¿osarían los obispos de África, San Agustín entre ellos,
prohibir las apelaciones a los decretos de su supremo tribunal?
Y reconozco, sin embargo, que el patriarca de Roma ocupaba el primer puesto.
Una de las leyes de Justiniano dice: "Mandamos, conforme a la definición de
los cuatro Concilios, que el santo papa de la antigua Roma sea el primero de
los obispos, y su alteza el arzobispo de Constantinopla, que es la nueva Roma
sea el segundo." Inclínate, pues a la soberanía del papa, me diréis.
No corráis tan presurosos a esa conclusión, mis venerables hermanos, pues la
ley de Justiniano lleva escrito al frente: "Del orden de las sedes patriarcales."
Precedencia es una cosa, y poder de Jurisdicción, es otra. Por ejemplo:
suponiendo que en Florencia se reuniese una Asamblea
de todos los obispos del reino, presidencia se daría naturalmente al primado de
Florencia como entre los orientales se concedería al patriarca de
Constantinopla y en Inglaterra al arzobispo de Canterbury; pero ni el primero, ni
el segundo, ni el tercero podrían deducir de la asignada posición una
jurisdicción sobre sus compañeros.
La importancia de los obispos de Roma procede, no de su poder divino, sino de
la importancia de la ciudad donde está su sede. Monseñor Darboy no es
superior en dignidad al arzobispo de Aviñón, y, no obstante, París le da una
consideración que no gozaría si en vez de tener su palacio en las orillas del
Sena, se hallase sobre el Ródano. Esto es verdadero en las jerarquías
religiosas, como lo es también en materias civiles y políticas. El prefecto de
Florencia no es mas que un prefecto como el de Pisa; pero civil y políticamente,
es de mayor importancia.
He dicho ya que desde los primeros siglos, el patriarca de Roma aspiraba al
gobierno universal de la Iglesia, y desgraciadamente casi lo alcanzó; pero no
consiguió, por cierto, sus pretensiones, pues el emperador Teodosio II hizo una
ley estableciendo que el patriarca de Constantinopla tuviera la misma autoridad
que el de Roma.
Los padres del Concilio de Calcedonia colocan a los obispos de la antigua y
nueva Roma en la misma categoría en todas las cosas, incluso las
eclesiásticas.
El sexto Concilio de Cartago prohibió a todos los obispos que se arrogasen el
título de pontífice de los obispos u obispos soberanos.
En cuanto al título de Obispo universal que los papas se arrogaron más tarde,
Gregorio I, creyendo que sus sucesores nunca pensarían en adornarse con él,
escribió estas palabras: "Ninguno de mis predecesores ha consentido en llevar
ese título profano, porque cuando un patriarca se arroga el nombre de univers al,
el carácter de patriarca sufre descrédito. Lejos esté, pues de los cristianos el
deseo de darse un título que cause descrédito a sus hermanos."
San Gregorio dirigió estas palabras a su colega de Constantinopla, que
pretendía hacerse primado de la Igles ia: "No se le importe del título de
universal que Juan ha tomado ilegalmente, y ningunos de los patriarcas se
arroguen ese nombre profano, porque, ¿cuántas desgracias no deberíamos
esperar, si entre los sacerdotes se suscitasen tales ambiciones? Alcanzaría n lo
que se tiene predicho de ellos: ‘El es rey de los hijos del orgullo.’ ". El papa
Pelagio II llama a Juan obispo de Constantinopla, que aspiraba al sumo
pontificado, "impío y profano".
Estas autoridades, y podría citar cien más y de igual valor: ¿no prueban con
una claridad semejante al resplandor del sol al mediodía, que los primeros
obispos de Roma no fueron reconocidos como obispos universales y cabezas
de las Iglesias, sino hasta tiempos muy posteriores? Y por otra parte, ¿quién no
sabe que desde el año 325, en que se celebró el primer Concilio Ecuménico de
Constantinopla, entre más de 1100 obispos que asistieron a los primeros seis
Concilios generales, no se hallaron presentes más que 16 obispos del
Occidente?
¿Quién ignora que los Concilios fueron convocados por los Emperadores, sin
siquiera informárseles de ello, y frecuentemente hasta en oposición a los
deseos del obispo de Roma? ¿Y que Osio, obispo de Córdoba, presidió en el
primer Concilio de Nicea y redactó sus cánones? El mismo Osio presidió
después el Concilio de Sárdica, y excluyó al legado de Julio, obispo de Roma.
No haré más citas, mis venerables hermanos, y paso a hablar del gran
argumento a que se refirió anteriormente alguno de vosotros para establecer el
primado del obispo de Roma.
Por "la roca (piedra) sobre que la Santa Iglesia está edificada", entenderéis que
es Pedro. Si esto fuera verdad, la disputa quedaría terminada; pero nuestros
antecesores (y ciertamente debieron saber algo) no opinan sobre esto como
nosotros.
San Cirilo, en su cuarto libro de la Trinidad, dice: "Creo que por la roca debéis
entender la fe invariable de los apóstoles". San Hilario, obispo de Poitiers, en
su segundo libro sobre la Trinidad, dice: "La roca (piedra) es la bendita y sola
roca de la fe confesada por la boca de San Pedro". Y en el sexto libro de la
Trinidad, dice: "Es esta la roca la confesión de la fe sobre la que está edificada
la Iglesia". "Dios", dice San Jerónimo en el sexto libro sobre San Mateo, "ha
fundado Su Iglesia sobre esta roca de la que el apóstol Pedro fue apellidado".
De conformidad con él, San Crisóstomo dice en su homilía 55 sobre San Mateo:
"Sobre esta roca edificaré mi Iglesia". Es decir, sobre la fe de la confesión.
Ahora bien ¿cuál fue la confesión del apóstol? Hela aquí: "Tú eres Cristo, el
Hijo del Dios vivo".
Ambrosio, el santo arzobispo de Milán sobre el segundo capítulo de la epístola
a los Efesios, San Braulio de Seleucia y los padres del Concilio de Calcedonia,
enseñan precisamente la misma doctrina. Entre los doctores de la antigüedad
cristiana, San Agustín ocupa uno de los primeros puestos por su sabiduría y su
santidad. Oíd pues, lo que escribe sobre la primera epístola de San Juan:
"¿Qué significan estas palabras: Edificaré Mi Iglesia sobre esta Roca? Sobre
esta fe, sobre eso que me dices, Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo". En su
tratado 124 sobre San Juan, encontramos esta muy significativa frase: "Sobre
esta roca que tú has confesado, edificaré mi Iglesia, puesto que Cristo mismo
era roca". El gran obispo no creía tampoco que la Iglesia fuese edificada sobre
San Pedro, que dijo a su grey en el sermón 13: "Tú eres Pedro y sobre esta
roca, (piedra) que tú has confesado, sobre esta roca, que tú has reconocido
diciendo: Tú eres el Cristo el Hijo del Dios vivo, edificaré mi Iglesia; sobre Mi
mismo, que soy el Hijo de Dios, la edificaré y no Yo sobre ti".
Lo que San Agustín enseña sobre este célebre pasaje, era la opinión de todo el
mundo cristiano en sus días; por consiguiente, resumo y establezco: primero,
que Jesús dio a sus apóstoles el mismo poder que San Pedro; segundo, que
los apóstoles nunca reconocieron en San Pedro al Vicario de Jesucristo y al
infalible doctor de la Iglesia; tercero, que el mismo Pedro nunca pensó ser papa;
cuarto, que los Concilios de los cuatro primeros siglos, cuando reconocían la
alta posición que el obispo de Roma ocupaba en la Iglesia por motivo de estar
en Roma, tan sólo le otorgaba una preeminencia honorífica, nunca poder y
jurisdicción; "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia", nunca
entendieron que la Iglesia estaba edificada sobre Pedro ( Super Petrum), sino
sobre la roca ( Super Petram).
Concluyo victoriosamente, conforme a la historia, la razón, la lógica, el buen
sentido y la conciencia cristiana, que Jesucristo no dio supremacía alguna a
San Pedro, y que los obispos de Roma no se constituyeron soberanos de la
Iglesia sino confiscando uno por uno todos los derechos del episcopado.
(Voces: ¡Silencio insolente protestante, silencio!)
¡No soy un protestante insolente! ¡No, y mil veces no! La historia no es católica,
ni anglicana, ni calvinista, ni luterana, ni arriana, ni griega, ni cismática, ni
ultramontana. Es lo que es: es decir, algo más poderoso que todas las
confesiones de fe, que todos los cánones de los Concilios ecuménicos.
¡Escribid contra ella, si osáis hacerlo! Mas no podréis destruirla, como tampoco
sacando un ladrillo del Coliseo podríais derribar. Si he dicho algo que la historia
pruebe ser falso, enseñádmelo con la historia, y sin titubear un momento haré
la más venerable apología. Mas tened paciencia y veréis que todavía no he
dicho todo lo que quiero y puedo. Si la pira fúnebre me aguardase en la plaza
de San Pedro, no callaría, porque me siento precisado a proseguir.