Todo lo que desees lo encontrarás en Cristo
-Testimonio de un exseminarista-
Ante todo, quiero dar gracias al Señor, dador de todo bien, por permitirme compartir su obra en mi vida. Muchas veces escuché aquellas palabras de Pablo: "Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, los que conforme a su propósito son llamados" (Romanos 8:28). Sin embargo estas palabras, aunque sencillas, encierran en sí una profunda enseñanza. Dios tiene un plan para nuestras vidas, y aunque nosotros nos empeñamos muchas veces en cambiarlo, al fin, en Su misericordia, Dios lo lleva a cabo, con el único fin de hacernos felices y de llevarnos de regreso a Él.
Nací en el seno de una familia católica y toda mi niñez transcurrió en la Iglesia. En el año 1987, cuando el Papa Juan Pablo II visitaba nuestro país, participé en la Jornada Mundial de la juventud en Buenos Aires. Este evento me impactó profundamente. Desde niño desea ba servir a Dios y consagrarme a Él. No sabía mucho acerca de ello pero lo deseaba profun damente.
Ingresé en el Colegio de San Pedro, en la ciudad de Pedro Luro, provincia de Buenos Aires, Argentina, perteneciente a los Padres Salesianos. De allí pasaría al aspirantado cerca de General Roca, y así podría iniciar mis estudios eclesiásticos para poder llegar a ser sacerdote.
Junto con mi formación comenzó mi búsqueda. Las dudas comenzaron a sucederse una tras otra. Al ingresar en el Seminario Mayor para cursar los estudios superiores, comenzó den tro de mí el dilema: alcanzar a Dios; llegar a ser santo; lo que Dios decía, y lo que decían los hombres; la gratuidad de la salvación, y todo lo que yo debía hacer para alcanzarla; las tradiciones humanas y los mandatos divinos; la preocupación obsesiva por la forma y el descuido de la sustancia.
Una frase fue la que desató aquel mar de dudas en mí, decía San Ignacio: "Si la Iglesia dice que algo es blanco, aunque tú lo veas negro, por decirlo la Iglesia debes admitir que es blanco".
Aquello me pareció horrible.
Acostumbraba a meditar las palabras de la Escritura, y descubría allí a un Señor amoroso y lleno de misericordia, que nada tenía que ver con esta tortura que comenzaría a vivir de allí en adelante.
Me aterraba la idea de ser santo, porque miraba todo lo que debía hacer para llegar a esto, lo confrontaba con mi propia debilidad humana y sabía que era imposible. Leía: "Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe" (Efesios 2:8-9), y no podía comprender que yo debiera ha cer tanto para alcanzar un regalo. Porque eso entendía que era la salvación, un regalo, no un premio.
Comenzaban las meditaciones interminables, recitar largas oraciones, los ritos vacíos de contenido para mí, que, más que acercarme al Dios y Padre, me parecían enormes obstáculos que se interponían entre nosotros.
La idea de perder una salvación que Dios había comprado a precio de la sangre de Su único Hijo, me parecía incongruente con tamaño sacrificio.
Que Jesucristo hubiese padecido por mí tantos dolores y tormentos y yo tuviera que hacer penitencias extremas para alcanzar esa salvación no alcanzaba a comprenderlo. Llevaba rigurosamente en mis piernas el cilicio para castigar mi carne; pasaba largas horas de rodi llas con los brazos en cruz y maceraba mi cuerpo con las disciplinas para reprimir la debilidad de mi carne y conservar la pureza.
Todo era poco para obtener la gracia de la Perseverancia Final.
Cada vez que teníamos retiros o leía los escritos de los santos, la "Imitación de Cristo" de Tomas de Kempis, el "Ejercicio de perfección" de Alonso Rodríguez, el "Compendio de Teología, ascética y mística" de Tanquerey, se me alejaba a pasos agigantados la idea de alcanzar a Dios y lentamente día tras día, iba cayendo en la desesperación más terrible.
Dios no era para mí. Yo no era capaz de alcanzarlo. El camino hacia Él era intransitable. Me venían a la mente aquellas palabras de Cristo a los fariseos: "...cargáis a los hombres con cargas que no pueden llevar, pero vosotros ni aun con un dedo las tocáis" (Lucas 11:46).
La Confesión Sacramental, resultaba para mí algo aterrador, y el lugar donde más sufría. ¿Cómo hacer para confesar todos mis pecados sin olvidarme? El fantasma de la culpa y los escrúpulos me enloquecían. ¿Por qué Dios había de escoger este medio tan traumático para perdonarme? Aquel lugar de confesión se convertía en la fuente más propicia para la menti ra, la hipocresía y otras tantas formas de guardar una imagen ante los superiores con los que uno debía convivir cada día.
La virgen María. ¡Cuánta culpa me generaba no tenerle devoción! Sólo ella era el camino seguro para llegar a Cristo. Leer los escritos de algunos santos, que encumbraban la devo ción a María, no hacían más que generarme culpa y más culpa... y terminar de confirmar que Dios no era para mí y que yo no podía alcanzar la salvación eterna.
El culto a la Eucaristía o presencia real y sustancial de Cristo en la hostia consagrada era el centro de nuestra fe. No podía escuchar Su voz que me hablara desde allí. No podía imagi narme al Señor preso en un disco de pan, rodeado de velas, incienso y un montón de ora ciones a las que respondía mecánicamente. No sentía la Obra transformadora de Dios en mi vida. Quería vivir con Él a cada instante, quería un Dios que caminara conmigo, una perso na que estuviera presente en todos y cada uno de los instantes de mi vida.... quería a Je sús.... no detrás de ningún velo. El velo se rompió. Quería estar con Él y no tener que ir hasta el Sagrario cada vez que necesitaba hablarle. Lo quería en mí.
No quiero detallar lo que vi durante esos seis años. Los desequilibrios emocionales a los cuales conduce una piedad así, la hipocresía que engendra en el alma, la disociación produ cida por una doble vida, los desórdenes de toda índole que ocultaban aquellas paredes y de los cuales Dios es testigo, la soledad, la falta de afectos, de caridad cristiana que se vive cuando uno empieza a caer en una indiferencia que convierte el alma en un desierto, pero no en un desierto fértil, como es aquel al que el Señor nos conduce para hacernos crecer, para amarnos.
No es mi propósito quitar o menoscabar la fama de nadie ¡Dios me libre de esto! Pero digo la verdad.
Todo este camino espiritual planteado por la doctrina católica lleva a dos puertos: o a la indiferencia, entiéndase, acostumbramiento, tibieza (y recuerde lo que Dios dice acerca de los tibios), o a la desesperación, terrible pecado contra el Espíritu Santo.
Dios, en su eterno designio, permitió que yo cayera en el primero. La indiferencia. Ya no era posible alcanzarlo. Luego...vivamos como
mejor podamos.
Aquel año, el último que pasé en aquel lugar, fue el más duro que recuerdo en mi vida.
Pero lo más triste es que ya no quería saber más nada de Dios. Él, -así pensaba yo- me había destruido. Por querer llegar a Él lo perdí todo.
En esta situación, comencé a inculparlo y a recriminarle lo que había hecho de mí. Aquel día le dije: ¡y ahora quién me ayuda!
La respuesta no se hizo esperar. Recuerdo que una noche, una de aquellas largas noches que no dormía, prendí la radio y escuché en una emisora cristiana un himno que decía:
Maravilloso es el gran amor que Cristo mi Señor, derramó en mí; siendo rebelde y pecador, yo de Su muerte causa fui.....
Entonces recordé aquella noche que le dije sí al Señor. Comencé a llorar, pero ahora no de sufrimiento. Sentía gozo en mí. Aquel gozo que había experimentado 10 años antes, y pedí al Señor que me iluminara, que me guiara, que quitara de mi toda confusión. Me condujo al reencuentro con la Palabra y por medio de ella a la reconciliación con Dios.
Dios comenzó a obrar en mi alma y a sanar la imagen errónea que yo tenía de Él. Dios em pezó a restaurar mi vida de una manera especial.
A los hermanos que lean este testimonio quiero decirles desde lo más profundo de mi co razón: Dios es la mejor elección que pueden hacer en sus vidas. Apartarse de Él, es conde narse a la noche oscura y tenebrosa de la angustia y el dolor. En Cristo, sólo en Él, encon traremos el amor, el gozo y la paz. ¿Adónde iremos si sólo Él tiene palabras de vida eterna?
A los amigos que compartan este testimonio, los invito a venir a Jesús. No mires a los hombres, mira a Dios. Recuerda aquella escena del Evangelio, cuando Pedro pidió al Señor caminar sobre las aguas. Él se mantuvo firme mientras miró al Señor. Apenas apartó su vista de Él, se hundió. Ven amigo al Señor, pues Él murió por ti.
Católico amado: sufro de pensar en ti. Sufro al saber que un Sacrificio tan grande como el del Señor pueda ser en vano. Sufro de pensar que estás perdiendo tu tiempo en prácticas y ritos que obstaculizan tu caminar hacia Dios. Hay una senda que te conducirá sin duda a la felicidad completa: Jesucristo.
"Yo soy el Camino, y la Verdad, y la Vida; nadie viene al Padre, sino por Mí" (Juan 14:6).
Alejandro María Martos
http://www.epos.nl/ecr/
-Testimonio de un exseminarista-
Ante todo, quiero dar gracias al Señor, dador de todo bien, por permitirme compartir su obra en mi vida. Muchas veces escuché aquellas palabras de Pablo: "Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, los que conforme a su propósito son llamados" (Romanos 8:28). Sin embargo estas palabras, aunque sencillas, encierran en sí una profunda enseñanza. Dios tiene un plan para nuestras vidas, y aunque nosotros nos empeñamos muchas veces en cambiarlo, al fin, en Su misericordia, Dios lo lleva a cabo, con el único fin de hacernos felices y de llevarnos de regreso a Él.
Nací en el seno de una familia católica y toda mi niñez transcurrió en la Iglesia. En el año 1987, cuando el Papa Juan Pablo II visitaba nuestro país, participé en la Jornada Mundial de la juventud en Buenos Aires. Este evento me impactó profundamente. Desde niño desea ba servir a Dios y consagrarme a Él. No sabía mucho acerca de ello pero lo deseaba profun damente.
Ingresé en el Colegio de San Pedro, en la ciudad de Pedro Luro, provincia de Buenos Aires, Argentina, perteneciente a los Padres Salesianos. De allí pasaría al aspirantado cerca de General Roca, y así podría iniciar mis estudios eclesiásticos para poder llegar a ser sacerdote.
Junto con mi formación comenzó mi búsqueda. Las dudas comenzaron a sucederse una tras otra. Al ingresar en el Seminario Mayor para cursar los estudios superiores, comenzó den tro de mí el dilema: alcanzar a Dios; llegar a ser santo; lo que Dios decía, y lo que decían los hombres; la gratuidad de la salvación, y todo lo que yo debía hacer para alcanzarla; las tradiciones humanas y los mandatos divinos; la preocupación obsesiva por la forma y el descuido de la sustancia.
Una frase fue la que desató aquel mar de dudas en mí, decía San Ignacio: "Si la Iglesia dice que algo es blanco, aunque tú lo veas negro, por decirlo la Iglesia debes admitir que es blanco".
Aquello me pareció horrible.
Acostumbraba a meditar las palabras de la Escritura, y descubría allí a un Señor amoroso y lleno de misericordia, que nada tenía que ver con esta tortura que comenzaría a vivir de allí en adelante.
Me aterraba la idea de ser santo, porque miraba todo lo que debía hacer para llegar a esto, lo confrontaba con mi propia debilidad humana y sabía que era imposible. Leía: "Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe" (Efesios 2:8-9), y no podía comprender que yo debiera ha cer tanto para alcanzar un regalo. Porque eso entendía que era la salvación, un regalo, no un premio.
Comenzaban las meditaciones interminables, recitar largas oraciones, los ritos vacíos de contenido para mí, que, más que acercarme al Dios y Padre, me parecían enormes obstáculos que se interponían entre nosotros.
La idea de perder una salvación que Dios había comprado a precio de la sangre de Su único Hijo, me parecía incongruente con tamaño sacrificio.
Que Jesucristo hubiese padecido por mí tantos dolores y tormentos y yo tuviera que hacer penitencias extremas para alcanzar esa salvación no alcanzaba a comprenderlo. Llevaba rigurosamente en mis piernas el cilicio para castigar mi carne; pasaba largas horas de rodi llas con los brazos en cruz y maceraba mi cuerpo con las disciplinas para reprimir la debilidad de mi carne y conservar la pureza.
Todo era poco para obtener la gracia de la Perseverancia Final.
Cada vez que teníamos retiros o leía los escritos de los santos, la "Imitación de Cristo" de Tomas de Kempis, el "Ejercicio de perfección" de Alonso Rodríguez, el "Compendio de Teología, ascética y mística" de Tanquerey, se me alejaba a pasos agigantados la idea de alcanzar a Dios y lentamente día tras día, iba cayendo en la desesperación más terrible.
Dios no era para mí. Yo no era capaz de alcanzarlo. El camino hacia Él era intransitable. Me venían a la mente aquellas palabras de Cristo a los fariseos: "...cargáis a los hombres con cargas que no pueden llevar, pero vosotros ni aun con un dedo las tocáis" (Lucas 11:46).
La Confesión Sacramental, resultaba para mí algo aterrador, y el lugar donde más sufría. ¿Cómo hacer para confesar todos mis pecados sin olvidarme? El fantasma de la culpa y los escrúpulos me enloquecían. ¿Por qué Dios había de escoger este medio tan traumático para perdonarme? Aquel lugar de confesión se convertía en la fuente más propicia para la menti ra, la hipocresía y otras tantas formas de guardar una imagen ante los superiores con los que uno debía convivir cada día.
La virgen María. ¡Cuánta culpa me generaba no tenerle devoción! Sólo ella era el camino seguro para llegar a Cristo. Leer los escritos de algunos santos, que encumbraban la devo ción a María, no hacían más que generarme culpa y más culpa... y terminar de confirmar que Dios no era para mí y que yo no podía alcanzar la salvación eterna.
El culto a la Eucaristía o presencia real y sustancial de Cristo en la hostia consagrada era el centro de nuestra fe. No podía escuchar Su voz que me hablara desde allí. No podía imagi narme al Señor preso en un disco de pan, rodeado de velas, incienso y un montón de ora ciones a las que respondía mecánicamente. No sentía la Obra transformadora de Dios en mi vida. Quería vivir con Él a cada instante, quería un Dios que caminara conmigo, una perso na que estuviera presente en todos y cada uno de los instantes de mi vida.... quería a Je sús.... no detrás de ningún velo. El velo se rompió. Quería estar con Él y no tener que ir hasta el Sagrario cada vez que necesitaba hablarle. Lo quería en mí.
No quiero detallar lo que vi durante esos seis años. Los desequilibrios emocionales a los cuales conduce una piedad así, la hipocresía que engendra en el alma, la disociación produ cida por una doble vida, los desórdenes de toda índole que ocultaban aquellas paredes y de los cuales Dios es testigo, la soledad, la falta de afectos, de caridad cristiana que se vive cuando uno empieza a caer en una indiferencia que convierte el alma en un desierto, pero no en un desierto fértil, como es aquel al que el Señor nos conduce para hacernos crecer, para amarnos.
No es mi propósito quitar o menoscabar la fama de nadie ¡Dios me libre de esto! Pero digo la verdad.
Todo este camino espiritual planteado por la doctrina católica lleva a dos puertos: o a la indiferencia, entiéndase, acostumbramiento, tibieza (y recuerde lo que Dios dice acerca de los tibios), o a la desesperación, terrible pecado contra el Espíritu Santo.
Dios, en su eterno designio, permitió que yo cayera en el primero. La indiferencia. Ya no era posible alcanzarlo. Luego...vivamos como
mejor podamos.
Aquel año, el último que pasé en aquel lugar, fue el más duro que recuerdo en mi vida.
Pero lo más triste es que ya no quería saber más nada de Dios. Él, -así pensaba yo- me había destruido. Por querer llegar a Él lo perdí todo.
En esta situación, comencé a inculparlo y a recriminarle lo que había hecho de mí. Aquel día le dije: ¡y ahora quién me ayuda!
La respuesta no se hizo esperar. Recuerdo que una noche, una de aquellas largas noches que no dormía, prendí la radio y escuché en una emisora cristiana un himno que decía:
Maravilloso es el gran amor que Cristo mi Señor, derramó en mí; siendo rebelde y pecador, yo de Su muerte causa fui.....
Entonces recordé aquella noche que le dije sí al Señor. Comencé a llorar, pero ahora no de sufrimiento. Sentía gozo en mí. Aquel gozo que había experimentado 10 años antes, y pedí al Señor que me iluminara, que me guiara, que quitara de mi toda confusión. Me condujo al reencuentro con la Palabra y por medio de ella a la reconciliación con Dios.
Dios comenzó a obrar en mi alma y a sanar la imagen errónea que yo tenía de Él. Dios em pezó a restaurar mi vida de una manera especial.
A los hermanos que lean este testimonio quiero decirles desde lo más profundo de mi co razón: Dios es la mejor elección que pueden hacer en sus vidas. Apartarse de Él, es conde narse a la noche oscura y tenebrosa de la angustia y el dolor. En Cristo, sólo en Él, encon traremos el amor, el gozo y la paz. ¿Adónde iremos si sólo Él tiene palabras de vida eterna?
A los amigos que compartan este testimonio, los invito a venir a Jesús. No mires a los hombres, mira a Dios. Recuerda aquella escena del Evangelio, cuando Pedro pidió al Señor caminar sobre las aguas. Él se mantuvo firme mientras miró al Señor. Apenas apartó su vista de Él, se hundió. Ven amigo al Señor, pues Él murió por ti.
Católico amado: sufro de pensar en ti. Sufro al saber que un Sacrificio tan grande como el del Señor pueda ser en vano. Sufro de pensar que estás perdiendo tu tiempo en prácticas y ritos que obstaculizan tu caminar hacia Dios. Hay una senda que te conducirá sin duda a la felicidad completa: Jesucristo.
"Yo soy el Camino, y la Verdad, y la Vida; nadie viene al Padre, sino por Mí" (Juan 14:6).
Alejandro María Martos
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