REGRESANDO A LA IGLESIA

2 Junio 1999
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Un fragmento de :

REGRESANDO A LA IGLESIA de Rodrigo Abarca

http://aguasvivas.lawebcristiana.com/libros/iglesia.htm




Capítulo IV
¿Quién es Suficiente?


«Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor» (Ef. 2:20-21).
«Y a unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles» (1Co. 12:28).
«Yo (Pablo) como perito arquitecto puse el fundamento y otro edifica encima; pero cada uno mire cómo sobreedifica» (1Co. 3:10).
«Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?» (2Co. 2:16).

El Señor ha designado apóstoles para establecer su iglesia en la tierra, pues en el orden divino ellos son los iniciadores, los obreros encargados de poner el fundamento de Jesucristo.


En la analogía paulina, la iglesia es representada como un edificio cuyo cimiento, Jesucristo, es colocado por los apóstoles y profetas. Nuestra atención se concentrará, por ahora, en los apóstoles o enviados. Más adelante nos ocuparemos de los profetas, cuando consideremos la vida y la práctica de las iglesias locales.


Constituyó primero apóstoles

Ahora bien, el componente primordial de una edificación es el fundamento. Antes de levantar cualquier otro aspecto de un edificio debe resolverse la cuestión del cimiento. Más aún, el éxito y la supervivencia de la estructura superior dependen de la base que la sustenta.


El Señor nos habló acerca de esto en la parábola del hombre que levantó su casa sobre la arena y de aquel otro que lo hizo sobre la roca. El producto del esfuerzo de cada uno fue probado sucesivamente por las lluvias, los vientos y los ríos. ¿El resultado? Mientras la casa de uno permaneció intacta, la otra quedó absolutamente arruinada. La diferencia entre ambas, nos dice el Señor, estaba en el fundamento. Uno era de arena; el otro, de roca sólida e inconmovible. Lo importante, en conclusión, es edificar sobre el fundamento correcto.


Ya hemos visto que el fundamento eterno de la iglesia es Cristo. De él procede todo cuanto ella es. Por otra parte, hemos considerado también que la obra de Dios tiene una dimensión práctica y experimental. Todo cuanto ha sido consumado en Cristo ha de tener una expresión visible e histórica, pues la iglesia, eterna y celestial, ha de manifestarse concretamente en la tierra.
Dicha expresión, no obstante, no es una cuestión opcional o trivial, que depende de la iniciativa de los hombres. Existe solo una forma capaz de dar expresión plena al deseo de Dios y esta quedó registrada en las páginas del Nuevo Testamento, en el ejemplo específico de las iglesias fundadas por los apóstoles. Si queremos caminar según el corazón del Señor, sin duda buscaremos volver no sólo al contenido sino también a los principios originales. Y en ese caso, nuestra búsqueda nos conducirá a aquellos que Dios puso como iniciadores. A los hombres llamados por él para poner el fundamento de la iglesia: los apóstoles de Jesucristo.


Si queremos ver nuestra experiencia cristiana restaurada al patrón original no podemos soslayar este punto, pues, como se ha dicho, los principios de Dios no cambian jamás. La restauración de la vida y práctica de la iglesia a su forma primordial, tal cual ha sido pensada por él, requiere antes que cualquier otra cosa la obra específica de estos obreros del Señor.


La iglesia, nos dice Pablo, se edifica sobre el fundamento de los apóstoles y profetas. Nadie más está capacitado y comisionado para hacer esta obra. Ellos son las piedras que primero se elevan sobre el fundamento, es decir, los dones que Dios puso primero en la iglesia según el orden de edificación. Sobre ellos y su obra ha de elevarse toda la casa.


No obstante, en la perspectiva de Dios, dicho lugar «principal», no tiene una connotación jerárquica, ni dice relación con una cadena de mando. Ellos no son, en ningún sentido, la cabeza de una organización llamada «iglesia». Por cierto, representan en cierto modo la expresión más alta de la autoridad divina, mas dicha autoridad es funcional y espiritual.


¿Qué queremos decir? Recordemos que la iglesia es un cuerpo, y como tal, algo muy distinto de una organización humana. Sin embargo, la mente natural está habituada a concebir la autoridad como una cadena de mando, donde la «máxima autoridad» se encuentra en la cima jerárquica de dicha cadena, llámese ésta presidente, gerente general, comandante, obispo, pastor principal o cualquier otro nombre que se le asemeje. Pero en la iglesia de Cristo el asunto es completamente distinto, pues ella fue creada para que Cristo tuviese la preeminencia sobre todas las cosas. Nadie puede constituirse en “cabeza visible» de la iglesia, sin quebrantar esta verdad, pues el cuerpo tiene y tendrá siempre una sola cabeza: Jesucristo. Ninguno más que él tiene derecho a ocupar ese lugar de privilegio. «El primero de vosotros, - les dijo el Señor, será vuestro servidor».


Por ello, los apóstoles, quienes representan en la práctica la autoridad espiritual más alta, han sido puestos como las primeras piedras y en cierto sentido, como los postreros de todos. Su lugar es una completa paradoja que hace resaltar el poder de Dios. Ellos han sido enviados con la autoridad de establecer la iglesia de Cristo en la tierra, mas para ello no pueden contar con otras armas que aquellas que provee el Espíritu de Dios. Su obra ha de ser completamente espiritual. Nada que sea meramente humano, ninguna capacidad, fortaleza o autoridad meramente natural puede introducirse en su tarea, pues han sido comisionados para hacer una obra que no les pertenece en absoluto. Otro les envía, y junto con ello le señala tanto la forma como el contenido de su misión. Nada se deja a su propia iniciativa o improvisación.


Para comprender mejor su singular posición podríamos imaginar tal vez la siguiente escena, con un fin puramente explicativo: el Señor reúne a sus obreros y extiende delante de ellos un plano maravilloso. «Esta es mi iglesia», les dice, «y esto que ustedes ven acá, en la base, es el fundamento. Grábense bien su forma, sus medidas y cada uno de sus detalles hasta lo más ínfimo, pues ustedes tienen la misión de ir y hacer reales estos planos. No pueden, ni deben agregar o quitar nada a lo que les ha sido mostrado, pues no es su obra la que van a establecer. No obstante, antes de ir deben saber que ustedes no tienen ni la fuerza, ni la capacidad para realizar esta obra. Así pues mi Espíritu vendrá sobre ustedes para recordarles todo lo que han visto y capacitarles para su tarea. Cada día de su vida deben morir a sí mismos y entregarse a su vida y dirección. Solo así podrán asegurarse el logro de su misión; de otra manera fracasarán.


Ahora bien, su tarea es ir por todo el mundo y establecer mi iglesia. En cada ciudad deben poner el fundamento que han visto y trabajar hasta que mi iglesia sea levantada. Pero en ese preciso momento, cuando por fin comiencen a ver el fruto de su labor, deberán permitir, que otros hombres se hagan cargo de edificar sobre el fundamento que ustedes han colocado en ella. Deben estar atentos para reconocer a aquellos hombres, y cuando llegue el momento, entregarles la responsabilidad de cuidar de mi casa en cada localidad. Nunca deberán ceder a la tentación de apropiarse de mi casa, ni usar su mayor conocimiento y experiencia para ponerse a la cabeza de ella. Yo mismo seré la cabeza de mi iglesia en cada pueblo y ciudad. Sin embargo, sobre ustedes recaerá la responsabilidad por el estado general de todas las iglesias, pues serán los primeros, y de la calidad de su trabajo dependerá la calidad de todo el edificio. Vayan, pues, con mi autoridad y he aquí yo estaré con vosotros hasta la consumación de todo».


En nuestra escena imaginaria encontramos que la comisión apostólica es específica y corre por cauces bien definidos. Su ministerio, como se ha visto, resulta absolutamente esencial. Sin ellos la iglesia jamás será edificada según la voluntad de Dios. ¿Por qué razón? Porque Dios ha establecido a los apóstoles como los iniciadores, lo cual quiere decir que sólo por su intermedio el fundamento de Cristo puede ser colocado adecuadamente.


Pablo nos dice que «nadie puede establecer otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo». Y establecer ese fundamento en la vida de la iglesia es el aporte específico de los apóstoles de Cristo. Nadie más está capacitado para una tarea semejante. No podemos cambiar este hecho. Los ancianos, maestros e incluso los profetas deben trabajar a partir de la obra de los apóstoles, nunca sustituirla, pues en rigor dichos dones nacen de Cristo por intermedio del trabajo de estos obreros del Señor.


Con todo, el Señor ha provisto que ningún hombre ni ministerio tenga hegemonía en su iglesia. Por ello, una característica esencial de sus apóstoles es el «no tener morada fija». Ellos ponen el fundamento y luego se van a hacer lo mismo una vez más en otra parte. Nunca se quedan en un mismo lugar por mucho tiempo; a lo sumo, el necesario para realizar su labor, pues su misión no es erigir una iglesia que gire en torno a su ministerio sino una cuyo centro sea Cristo1. El sello característico de su servicio es la vida que imparten por donde quiera que van; vida que brota de un profundo conocimiento del Señor, de su cruz y el poder de su resurrección.


Ciertamente los apóstoles no se improvisan, ni son el resultado de un curso rápido en pocas semanas. Se requieren un llamamiento, una comisión específica del Espíritu y años, muchos años, de caminar bajo su disciplina y formación. «De manera que la muerte actúa en nosotros, y en vosotros la vida» (2Co. 4:12) escribe Pablo a los corintios, mostrándoles el principio que rige todo su servicio en el Señor, ya que impartir la vida de Cristo es la tarea principal de un apóstol.


No obstante, para entender mejor esta afirmación debemos considerar una vez más la matriz original de donde surgió la iglesia.

Estableciendo un modelo

¿Cómo se establece el fundamento de Cristo? ¿Cuáles son sus elementos constitutivos? ¿Qué experiencia y que práctica debe ser puesta en primer lugar cuando se establece la iglesia en una localidad específica? ¿Cómo se edifica la iglesia? ¿Cuál es la norma o modelo concreto? Y más aún ¿Quién es suficiente para estas cosas?


Para responder estas preguntas quizá se necesite un apóstol de la época bíblica. Sin embargo, ya no tenemos a uno de esos hombres entre nosotros y sólo podemos de intentar una respuesta a partir de lo que las Escrituras registraron sobre las prácticas, normas de conducta y principios de los obreros neotestamentarios. Nuestra base para un intento semejante se encuentra en la misma enseñanza de los apóstoles, pues existe una firme y persistente convicción a través de todas sus cartas de que no sólo sus palabras, sino también sus principios de conducta constituyen el fundamento de vida para la iglesia:

«Lo que has oído de mí ante mucho testigos, esto encarga a hombres fieles» (2Tim. 2:2).
«El cual os recordará mi proceder en Cristo, de la manera que enseño en todas partes y en todas las iglesias» (1Co. 4:17).
“Porque vosotros mismos sabéis de qué manera debéis imitarnos” (2Ts. 2:7).
“Sino para daros nosotros mismos un ejemplo para que nos imitaseis” (2Ts. 2:9).
«Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo» (2Cor. 11:1).
“Pero en aquello a que hemos llegado sigamos una misma regla, sintamos una misma cosa” (Fil. 3:16).
“Hermanos, sed imitadores de mí, y mirad a los que así se conducen según el ejemplo que tenéis en nosotros” (Fil. 3:17).
«Guarda el buen depósito por el Espíritu Santo que mora en nosotros» (2Tim. 2:14).
«Pero tú que has seguido mi doctrina, conducta, propósito, fe, … « (2Tim. 3:10).

Estos y otros pasajes similares nos permiten asumir que en el ejemplo sobre cómo los apóstoles establecieron la iglesia en el primer siglo, el Espíritu Santo nos ha dado una norma permanente para todos los tiempos porvenir. Nada nos permite pensar que Dios ha cambiado su modo de obrar en nuestros días, sino todo lo contrario.


De acuerdo con el Nuevo Testamento, debemos ceñirnos no sólo a las palabras, sino también al ejemplo apostólico. La causa de esta convicción se encuentra en que ellos aprendieron de Cristo mismo la forma de establecer la iglesia. Simplemente procuraban ser fieles al modelo original que habían visto, oído, contemplado y palpado con el Señor (1Jn.1:1-4). Nos referimos, por cierto, a aquel núcleo original que conformó la matriz histórica de la iglesia: los doce discípulos.

No comenzaron como apóstoles, sino sencillamente como hombres comunes que, llamados por Jesús, debieron abandonarlo todo y seguirle. Así comenzó su extraordinaria aventura, destinada a cambiar un día todo el curso de la historia. No obstante, nada sospechaban entonces del alto designio al que estaban llamados, pues, entendámoslo bien, eran hombres ordinarios cuyos nombres hubiesen permanecido para siempre en el anonimato a no mediar su encuentro con Jesucristo.


Tampoco sospechaban que con ellos Dios estaba estableciendo una norma de vida y experiencia, que vendría a ser el patrón básico para la iglesia: la vida corporativa centrada en Jesucristo. Pues, los doce discípulos fueron apartados, en primer lugar, para estar con Cristo (Mr.3:13-14). No para ejercer un ministerio, ni un servicio determinado, ni nada parecido; sino simplemente para estar con Jesucristo, conocerle y experimentar su vida.


Durante tres años estuvieron abocados casi exclusivamente a esto. Semana tras semana, día tras día, hora tras hora, vivieron para conocer a Cristo en medio de todas las circunstancias posibles. Aquella fue una experiencia profunda, intensa y gloriosa, pues era a Dios mismo a quien podían ver, tocar, y escuchar en una forma que nadie soñó jamás.


Pero no todo fue gloria durante aquellos años. También hubo fracasos, crisis, roces, peleas, y todo aquello de lo que es capaz la naturaleza humana cuando se la expone.


Y tiene que ser así. Una y otra vez fueron puestos a prueba, sólo para descubrir su propia incapacidad, debilidad y fracaso. Como se ha dicho antes, sus motivos y deseos más ocultos fueron puestos en evidencia en el contraste con la luz que emanaba del Señor. Así conocieron cuán egoístas, débiles y pecaminosos eran realmente. Este es uno de los resultados inmediatos de la vida en común con el Señor. Tarde o temprano termina manifestándose quienes somos realmente, por mucho que nos esforcemos en ocultarlo.


Algo similar nos ocurre en el matrimonio. Ante de casarnos, muchos creemos ser personas muy espirituales (por cierto, esta es una tentación más común en los solteros por la razón que se verá más adelante). No obstante, una vez que comenzamos a vivir junto a otra persona, muy pronto empiezan las dificultades. Nuestro verdadero carácter sale a luz y ya no parecemos tan amorosos, humildes y pacientes como antes.


¿Qué nos ha ocurrido? ¿Nos hemos vuelto menos espirituales? Por supuesto que no. A decir verdad, nunca fuimos tan espirituales. Nuestro problema estaba en que no lo sabíamos. Mas, una vez expuestos, todo lo artificial se derrumba.


¿Para qué? Hay una sola razón para ello, y tiene que ver precisamente con la verdadera naturaleza de la iglesia.


La operación decisiva de la cruz

Hemos dicho que la iglesia fue creada para contener y expresar la vida divina. Sin embargo, existe un gran obstáculo para que este designio se realice en nosotros. ¿Es el pecado? No ¿El mundo quizá? Tampoco ¿Satanás, entonces? Ni siquiera él. Se trata de algo mucho más sutil, apreciado y absolutamente ignorado por una gran mayoría de cristianos. Me refiero, concretamente, a nuestra propia naturaleza humana, repleta de legítimos afectos, nobles ideales, temores, esperanzas y completamente inútil para Dios, a la cual algunos han llamado también vida del yo. Ella y sólo ella puede frustrar y estorbar más que cualquier otra cosa el propósito de Dios.


Antes de servir de algo para el Señor y estar preparados para experimentar la vida de iglesia, los apóstoles debieron ser tratados en este aspecto fundamental, porque todo se reduce finalmente a una sola cosa: o vivimos por medio de nuestra propia vida (en cuyo caso yo soy quien está en el centro de todo), o nos entregamos a vivir por medio de la vida divina (en cuyo caso Cristo está en el centro de todo). Y ninguno que no se haya despojado primero de su propia vida está en condiciones de experimentar a Cristo como su nueva vida en el contexto del cuerpo. A esto se refería el Señor cuando dijo: «el que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará» (Mt. 10:39); y también al decir: «si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc. 9:23). No obstante, antes de continuar, es preciso hacer aquí una breve digresión para realizar una importante aclaración al respecto.

La vida o fuerza natural es aquella parte de nosotros que tenemos por creación de Dios y que, por causa de vivir tanto tiempo bajo el dominio del pecado, se ha desarrollado desmedidamente. El problema está en que nos hace completamente incapaces de experimentar la vida del cuerpo de Cristo.


No es una cosa mala en principio. Está aquí por creación de Dios, ya que está hecha de nuestras capacidades, emociones, afectos y actividad naturales. Por ello, Dios no desea destruirla, tal como hizo con el viejo hombre en la cruz (mas aún, en su plan original, ella fue diseñada para ser el medio comunicador de la vida divina). Su trabajo, en este caso, consiste más bien en acotarla, podarla y someterla, a fin de que se transforme en un instrumento dócil en sus manos.


Para lograrlo, él utiliza la cruz. Antes de experimentar su operación subjetiva, somos de poca utilidad para Dios, pues en nosotros la nueva vida aún se encuentra encerrada y limitada por nuestra fuerza natural. A esta vida natural Pablo la llama el hombre exterior, mientras que a la vida divina que mora en nuestro espíritu la llama el hombre interior (2 Co. 4:16).


A la luz de la parábola del grano de trigo es fácil entender esta distinción. El hombre exterior es la cáscara que envuelve la semilla; el interior, la vida que permanece encerrada dentro de ella. Para que la vida pueda ser liberada y desarrollarse, se requiere que la envoltura exterior sea desgastada y partida por la acción de los elementos químicos que actúan bajo la tierra. Cuando ello ocurre, entonces la vida encuentra un camino para expresarse y crecer; pero la muerte debió actuar primero sobre la cáscara de la semilla.


La cruz opera sobre el hombre natural en idéntica forma. Por su medio, Dios quebranta nuestra vida natural, para traerla al lugar donde se sujeta prestamente al gobierno de su Espíritu Santo, transformándola así en un instrumento útil en sus manos. Antes de que esto ocurra estamos llenos de pensamientos, sentimientos, iniciativas afectos y opiniones personales. Después, simplemente no nos atrevemos a movernos por nuestra propia cuenta.


Mas ¿En qué consiste concretamente la obra de la cruz? Pues bien, ella es esencialmente la disciplina formativa del Espíritu Santo. En dicha disciplina, el Espíritu nos conduce a través de dolorosas y difíciles circunstancias con el fin de que aprendamos a no hacer nada por nuestra propia cuenta, o a partir de nosotros mismos.


Progresivamente (de una manera cada vez más profunda) nos va despojando de nuestra vida centrada en la actividad natural de la carne. Lo que busca es llevarnos al punto en que reconozcamos la inutilidad de nuestros esfuerzos personales, la vanidad de nuestros propios afectos, pensamientos e iniciativas y nos abandonemos completamente a él, su vida y dirección.


La dolorosas circunstancias que él ordena para este fin pueden ser externas o internas, según lo requieran aquellos aspectos que progresivamente desea tocar. Puede tratarse de una enfermedad propia o de un ser querido (algunas enfermedades son permitidas por Dios), una gran dificultad financiera, la incomprensión y rechazo de personas cuya opinión estimamos, el carácter difícil de otras personas con quienes tratamos, o bien, períodos de mucha oscuridad, confusión y sufrimiento interior, en los que nos sentimos cual si su gracia nos hubiese abandonado. No obstante, a través de todas estas experiencias él busca traernos a un lugar de abundancia, bendición y mucho fruto en nuestro servicio (el apóstol Pablo describe este hecho glorioso en 2 Co. 3:7-12).


Sin embargo, la obra de la cruz se realiza sólo con nuestro consentimiento voluntario. Las diferencias que notamos entre los creyentes está precisamente en este punto. Algunos se aferran a su vida natural y no están dispuestos a ceder nada ante la disciplina divina. Estos hijos de Dios no están preparados para pagar el precio. Otros, por el contrario, aceptan que la mano de Dios se pose sobre sus vidas y los despoje de todo aquello que es inútil ante sus ojos. No quieren retener nada para sí.

Comprenden que para ganar a Cristo es necesario perderlo todo primero, aún aquello que a la vista de otros es bueno, útil y valioso (Fil. 3:7-8), porque quieren seguirlo por el camino más excelente. Son de aquellos que van tras al Cordero por donde quiera que va (Ap. 14:4), para quienes es la promesa del Señor Jesús: “donde yo estuviere, allí estará también mi servidor”. A los ojos de los hombres pueden aparecer incluso como extraños y menospreciables, mas para Dios son un tesoro especial.


En este sentido, durante sus años con Jesús los apóstoles fueron llevados sucesiva y progresivamente a experimentar la confusión, el fracaso y la pérdida a fin de que aprendieran a desechar su vida natural, egocéntrica e individualista y abandonarse en su lugar a la vida de Cristo.


Paulatinamente, a través de profundas experiencias, fueron despojados de toda su independencia y auto confianza. Y, al mismo tiempo, en Cristo aprendieron la humildad, la mansedumbre, la ternura y el amor como forma básica de vida. De esta manera, Cristo mismo fue convirtiéndose poco a poco en el centro de su ser.


Finalmente, tras el devastador momento de la cruz y la gloria de aquella mañana de resurrección, aquellos hombres estuvieron preparados para convertirse en apóstoles de Jesucristo. Del pasado quedaba muy poco; excepto quizá el nombre, todo lo demás había sido barrido por la cruz y la resurrección.

El nacimiento de la iglesia

Entonces sobrevino. Como un viento recio que llenó toda la casa donde oraban juntos, el Espíritu Santo descendió sobre ellos impartiéndoles la misma vida que habían aprendido a seguir y obedecer mientras estaban con Cristo. Aquella vida que había llegado a ser la razón de toda su existencia estaba otra vez entre ellos, aún más íntima y real que antes. Pero todavía más, una tremenda sensación de autoridad los envolvió, pues el reino de Dios y la autoridad de Cristo, habían bajado a la tierra.


En ese mismo instante, por el poder de la vida que estaba dentro de ellos, fueron unidos para formar, junto con todos sus hermanos allí presentes, el cuerpo de Cristo en la tierra. Y al nacer la iglesia, nació también su oficio apostólico. Con ello, el Espíritu Santo estableció ese día una norma permanente: la iglesia nace junto con los apóstoles.
La historia nos cuenta que ese mismo día 3000 personas fueron agregadas a la iglesia y, un poco más tarde, otras 5000 más.

¡Asombroso! Sí, y también terriblemente complicado. Casi 8000 personas traídas a Cristo por obra del Espíritu Santo de una manera completamente inesperada. ¿Qué harían con toda esa gente? ¿Enviarla de vuelta a su casa con unas cuantas palabras de bendición (muchos procedían de remotas regiones del imperio)? ¿O había algo más?


Pero aquellos hombres habían sido preparados para ese momento, aunque probablemente lo ignoraban hasta ese instante. Por esto, dirigidos por el Espíritu Santo, hicieron algo completamente inédito y extraordinario: le dijeron a toda esa gente que comenzara a vivir junto con ellos la misma clase de experiencia que habían vivido previamente con Cristo. Jesús mismo les había enseñado a hacerlo así cuando los llamó para que estuviesen con él. Por consiguiente, cuando llegó el momento, sencillamente decidieron vivir con todos los nuevos creyentes la misma clase de experiencia vital que Cristo había vivido con ellos (probablemente, este fue el inicio de lo que luego se llamaría “la doctrina de los apóstoles”). Una experiencia de 18 horas al día durante los 7 días de la semana.


Así comenzó la iglesia de Cristo; a partir de ese grupo de hombres cuyas únicas credenciales eran el haber vivido continuamente con Jesús durante los últimos tres años de su vida.


Los apóstoles reunieron a esos nuevos creyentes y les traspasaron todo cuanto habían visto, oído, contemplado, experimentado y aprendido con Jesucristo; y, sin lugar a dudas, aquellos nuevos discípulos llegaron a conocerle tal como los apóstoles lo hicieron antes: un Señor real, íntimo y presente en medio de ellos.


Sin embargo, si seguimos el relato de los Hechos, encontramos que para realizar su tarea no construyeron un costoso edificio donde reunir a los discípulos, ni elaboraron un acabado programa de enseñanza bíblica, ni se preocuparon por desarrollar una complicada y eficiente organización eclesiástica (tal vez, nadie pensaba en esas cosas en aquellos días de gloria). Por lo pronto, sencillamente siguieron la misma metodología del Señor y adoptaron con ellos una forma de vida sencilla, informal, extraordinariamente práctica y flexible, haciendo uso de los mismos elementos que el Señor había utilizado durante su ministerio: un lugar suficientemente amplio para reunir a una gran cantidad de gente (qué mejor que el patio del templo) y las casas de los mismos creyentes (Hch.5:42).


Los apóstoles no estuvieron ocupados en llegar a ser las cabezas jerárquicas de ninguna clase de complejo movimiento u organización, pues tenían en sus manos una obra infinitamente superior. Su única ocupación durante los años que siguieron fue transmitir a la naciente iglesia la misma clase de vida que habían conocido y aprendido con Cristo el Señor. Predicar y enseñar a Jesucristo, nos dice el libro de los Hechos, fue la actividad preponderante de aquellos hombres enviados por Dios a poner el fundamento de su iglesia. Por supuesto, dicho fundamento es Cristo mismo y su misión fue llevar a sus hermanos a conocer y expresar la vida de Cristo tal cual ellos lo habían aprendido primero del mismo Señor. Por ello, vienen a constituir el fundamento de la iglesia, pues por su vida y ministerio el Espíritu imparte el conocimiento más profundo y esencial de Cristo a todos sus hijos.


Pero Dios les ha puesto una regla a seguir: que una vez hecha su tarea deban marcharse para permitir que las iglesias crezcan y se desarrollen bajo la exclusiva dirección de Cristo, su cabeza, por medio del Espíritu Santo. Deben, por ello, esperar y permitir que otros se hagan cargo de sobreedificar una vez puesto el fundamento, pues la edificación de la iglesia no es la obra exclusiva de ningún hombre en particular, sino el resultado del servicio conjunto de muchos dones, en el ministerio mutuo de todos los santos.


Aquí, en este preciso punto, se encuentra la prueba más concluyente de su oficio apostólico: la capacidad que tengan las iglesias por ellos fundadas para sobrevivir y desarrollarse bajo la guía del Señor. Si han hecho bien su tarea, la obra se mantendrá en pie, pues Cristo habrá llegado a ser el centro mismo de ella. Mas si lo hacen mal, por cierto su obra caerá por carecer del adecuado fundamento.


Esta es, en cierto sentido, la imposible misión que el Señor dio a sus apóstoles: poner el fundamento de su iglesia y esperar, contra toda esperanza, que su obra permanezca cuando se hallan marchado y no puedan estar allí para protegerla. De ahí las palabras de Pablo en su segunda carta a los corintios: ¿Y para estas cosas, quién es suficiente? Sin lugar a dudas, nadie, excepto quienes han aprendido a despojarse de toda confianza en sí mismos y confiar plenamente en Aquel que tiene el poder de sujetar a sí mismo todas las cosas. Quienes han abandonado toda esperanza en sus propios recursos, reconociendo su propia incompetencia para una tarea semejante, y dependen exclusivamente del Espíritu de Dios para realizar su misión. «No que seamos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra competencia proviene de Dios» (2Co. 3:5).

El fundamento inalterable

Una vez colocado el fundamento de Cristo en cada naciente iglesia los apóstoles tenían por norma el marcharse a otro lugar para hacer lo mismo una vez más. No obstante, podían confiar en que el Espíritu Santo guardaría y fortalecería a esas nacientes iglesias, continuando su obra edificadora.


Ciertamente regresarían de tanto en tanto para confirmar a sus hermanos, completar lo que falta a su fe, corregir lo deficiente y dar orientación a los ancianos locales. No obstante, su autoridad en las iglesias ya establecidas nunca reemplazaría el lugar de los otros dones dados por el Señor para continuar equipando a los santos. Si el fundamento había sido puesto en la forma correcta, la iglesia sabría cómo encontrar en Cristo toda la dirección y sustento necesarios para seguir creciendo. No obstante, el fundamento de los apóstoles no podía ser alterado ni cambiado, y las iglesias, si querían permanecer delante del Señor, debían permanecer fieles a ellos y su obra, pues sólo de esa manera la matriz original de vida dada por el Señor sería preservada.


A pesar de ello, la triste realidad es que en algún punto de su historia la iglesia perdió su vínculo con el fundamento apostólico y se alejó de la sencilla forma original de vida y experiencia centrada sólo en Jesucristo. Lentamente la complejidad y las estructuras organizativas del mundo penetraron en ella y la transformaron por completo. El fundamento de Cristo fue reemplazado por una eficiente y compleja organización eclesiástica, estructurada a imagen y semejanza del imperio romano.


En el principio, las iglesias dependían exclusivamente de Cristo para existir en cada ciudad. Luego, a medida que el cristianismo creció y se hizo fuerte, hombres hábiles, inteligentes, con una gran preparación intelectual y un conocimiento casi nulo de la cruz y del Señor como su propia vida, entraron en ellas. Esos hombres pronto fueron reconocidos, debido a sus grandes dotes personales, como líderes entre los hermanos y comenzaron a ocupar los lugares de importancia. Y esos hombres, utilizando sus amplias capacidades, construyeron y dieron forma a un vasto sistema religioso, sistematizado hasta los últimos detalles.


Pero estos nuevos edificadores olvidaron una cosa; la más importante de todas, la única que jamás debían olvidar: edificar sobre la sencillez del verdadero fundamento puesto por los apóstoles de Jesucristo. Pero quizá no conocían al Señor lo suficiente, y, por tanto, no podían edificar con los materiales adecuados. Su obra era solo madera, heno y hojarasca. El resultado, no obstante, fue devastador, y aún en nuestros días la iglesia no se recupera de sus consecuencias.


Algo que no era Cristo había sido introducido en la experiencia de los creyentes, en principio sutil e insignificante, pero que gradualmente llegaría a invadir toda la vida de la iglesia. Algo demoledor. El hombre natural (el yo humano, carnal y egocéntrico) se había introducido en ella con todas sus buenas ideas, proyectos, habilidades y nula utilidad para Dios. El propósito de Dios terminó siendo olvidado y reemplazado por ambiciones y objetivos meramente humanos (es triste comprobar cómo durante los últimos 18 siglos la iglesia no ha sabido prácticamente nada del eterno propósito divino revelado en la páginas del Nuevo Testamento).


Sin embargo, todas aquellas metas eran en principio buenas y hasta loables, como también sus resultados inmediatos. No obstante, eran menos que Cristo y finalmente terminaron por destruir la obra de Dios, pues en algún punto de esta trágica historia, tal como ocurrió en el Israel de antaño, la gloria de Señor abandonó el templo.


Siempre ocurrirá lo mismo cuando lo que es meramente humano usurpa el lugar de Cristo en la experiencia de la iglesia. La complejidad, la organización, la sistematización y las estructuras preestablecidas sustituyen a la vida y la iglesia muere. Démosles una oportunidad, el tiempo suficiente (unos cuantos siglos) para hacer su tarea y lo que emergerá será algo tan completamente distinto a Cristo, tan abismalmente deforme, que llegaremos incluso a preguntarnos cómo pudo morar alguna vez allí la vida divina. Exteriormente parecerá más fuerte que nunca; pero la suya será una fortaleza humana, carnal, jamás sometida por la cruz de Cristo, y, por lo mismo, no sustentada por el Espíritu Santo. No importa cuán importante e imponente aparezca a los ojos de los hombres; ante Dios habrá perdido todo su valor y su juicio sobre ella es definitivo: «tienes nombre de que vives, y estás muerta». Esta y no otra es la consecuencia de abandonar el fundamento apostólico.


Por consiguiente, puesto que dicho fundamento resulta tan determinante y esencial para la iglesia del Señor, nos es absolutamente imprescindible retornar a él, si nuestro deseo es llegar a ver la restauración del testimonio viviente de Cristo en la tierra.


Esto nos lleva, en consecuencia, a la matriz original y los hombres que la establecen. «La cristiandad de hoy en día - ha observado un escritor cristiano - se ha desviado muy lejos de lo que era la iglesia primitiva. Es necesaria una restauración. Sin duda alguna, la primera cosa que necesita ser restaurada en la iglesia es lo primero que el Señor le dio a la iglesia: apóstoles. Y es así que sin una plena restauración de este oficio, todo otro análisis, todas las demás esperanzas, todos los otros sueños y planes de ver a la iglesia otra vez como ella debe ser, carecen de sentido»2.


Notas
1. Es posible distinguir quizá dos “modelos” de obra apostólica en el Nuevo Testamento. El primero se encuentra en el ejemplo de Jerusalén, donde la iglesia creció y permaneció con los doce durante aproximadamente cinco o seis años. Después de eso, tras la primera persecución, fue alejada de ellos (sólo los apóstoles permanecieron en Jerusalén), y esparcidos por todas partes aquellos hermanos constituyeron núcleos de nuevas iglesias en todas la regiones circunvecinas. El segundo ejemplo está en Antioquia, desde donde los apóstoles enviados por el Espíritu viajaban como obreros itinerantes estableciendo iglesias, a las que luego de un tiempo abandonaban para continuar haciendo la obra más allá de ellas. En este libro se asume que ambos ejemplos nos legan un principio básico de la acción apostólica, vale decir, nos enseñan que la tarea de estos obreros del Señor es establecer el fundamento de Cristo en cada iglesia local y luego de un tiempo abandonarlas a la exclusiva dirección del Señor, su cabeza. Sin embargo, esto no significa que los apóstoles no tuviesen un lugar en las iglesias ya establecidas, el que se deriva de la misma naturaleza de su función. Por cierto, ellos volvían de tiempo en tiempo para corregir lo deficiente, completar lo que faltaba, y establecer ancianos (Tit 1:5). Su tarea era velar por la obra y la iglesias en general (2Co. 11:28), mientras que en las iglesias locales dicha supervisión estaba en manos de los ancianos locales. La autoridad de los apóstoles en la iglesias locales no era una forma de gobierno extra local, sino una supervisión y un apoyo espiritual como obreros más maduros y experimentados, y estaba dirigida especialmente hacia los ancianos. De esta manera, si las iglesias querían permanecer en el fundamento de Cristo debían reconocer y aceptar dicha ayuda y supervisión espiritual. No obstante, dicho reconocimiento debía efectuarse bajo el principio de la mutualidad y reciprocidad, y no como alguna clase de subordinación jerárquica (Ap. 2:2b).

2. Revolución: La Historia de la Iglesia Primitiva, Gene Edwards.



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:beso:
 
Espero que este epígrafe lo disfrute Jonathan Navarro, pues son escritos y enseñanzas de hermanos de su denominación y que están publicados en la web de Santiago Escuain, también de las Asambleas de hermanos.



http://www.sedin.org/propesp/herm08.html


CAPÍTULO 8
LA IGLESIA DE DIOS

Según el antiguo principio del catolicismo, era la iglesia lo que hacía al cristiano. No había perdón de pecados ni salvación para el alma fuera de su comunión. No importa cuán genuina fuese la fe y piedad de alguien, si no pertenecía a la santa iglesia católica y gozaba del beneficio de sus sacramentos, era imposible la salvación. En base del principio protestante, los cristianos constituyen la iglesia. Un resultado de la Reforma en el siglo dieciséis fue la transferencia de poder de la iglesia al individuo. La idea de la iglesia como única dispensadora de la bendición fue rechazada; y cada persona fue llamada a leer la Biblia por sí misma, a examinar por sí mismo, a creer por sí mismo, por cuanto tenía que responder por sí mismo. Este fue el pensamiento acabado de surgir de la Reforma: la bendición individual en primer lugar; la formación de la iglesia después.

Hasta aquí, los Reformadores estaban en lo cierto. Pero olvidaron examinar la Escritura acerca de cómo estaba formada la iglesia. La verdadera idea de la iglesia de Dios como cuerpo de Cristo, vitalmente unida a Él por el Espíritu Santo enviado del cielo fue totalmente pasada por alto, aunque está abundantemente enseñada en las epístolas. Al perderse así de vista el propio puesto y obra del Señor en la asamblea por el Espíritu Santo, los hombres comenzaron a unirse y a constituir llamadas iglesias según sus propios pensamientos. Una gran variedad de iglesias o sociedades religiosas brotó rápidamente en muchas partes de la Cristiandad; pero cada país tenía su propio concepto acerca de cómo se debía constituir y regir la iglesia; unos creían que el poder eclesiástico debía quedar en manos del magistrado civil; otros creían que la iglesia debía retener este poder en su interior; y esta diferencia de opinión tuvo como resultado los innumerables cuerpos nacionales y no conformistas que vemos en todas partes a nuestro alrededor. Gracias a Dios, se insistió en la fe individual como el gran principio de salvación para el alma; y las almas humanas fueron salvas, y con ello Dios fue glorificado; pero quedando esto asegurado, los hombres podían unirse para constituir iglesias según sus propios pensamientos. La gran Sardis fue el resultado de ello; y de esta iglesia dice el Señor: «Yo conozco tus obras, que tienes nombre que vives, y estás muerto». Ésta es la condición de lo que se conoce como Protestantismo, después de los días de los primeros Reformadores. Un gran nombre de vivir — una sublime profesión y apariencia de cristianismo, pero sin poder vital.

Nada es más manifiesto para el estudioso de la historia de la iglesia con su Nuevo Testamento delante de él que estas penosas realidades; y nada nos parece más llano ni más extensamente enseñado en las epístolas que la doctrina de la iglesia. Por ejemplo, leemos en Efesios 4, «Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu» (v. 4, RVR77, RVA, NVI); pero según el Protestantismo deberíamos leer: «Hay muchos cuerpos y un espíritu». Pero sólo puede haber uno de constitución divina. También leemos: «procurando con diligencia guardar la unidad del Espíritu» (v. 3).

Esto significa llanamente la unidad constituida por el Espíritu —siendo el Espíritu Santo el poder conformador de la iglesia que es el cuerpo de Cristo. Los cristianos son las unidades que el Espíritu Santo confirma en una unidad perfecta. Esto nosotros debemos con toda diligencia procurar «guardar», mantener, exhibir, llevar a cabo en la práctica; y no inventar alguna nueva organización, alguna nueva compañía de cristianos, como ha sido el caso siempre desde la Reforma. «Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu» (1 Co. 12:12, 13).

Después de lo que ha sido citado del primer opúsculo del Sr. Darby, The Nature and Unity of the Church [La naturaleza y unidad de la iglesia], será innecesario abundar acerca de esta cuestión bajo este encabezamiento. Además, esta verdad, con la del Espíritu Santo que se identifica con el creyente y la iglesia desde el día de Pentecostés, está firmemente entretejida en la totalidad de este «breve bosquejo». Con todo, unos pocos pasajes de la Palabra de Dios pueden ser de utilidad para aquellos que deseen hacer Su voluntad.

En primer lugar observaríamos aquel que afecta más profundamente al corazón: «Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha» (Ef. 5:25-27). Esta revelación del amor del Salvador debería hacernos sentir a todos la indecible importancia de aquello que recibe el nombre de iglesia, y de cumplir toda la mente del bendito Señor hacia la misma en nuestros caminos prácticos. Ella es el objeto especial de Su afecto, de Su cuidado. Ha sido redimida a costa de Su sangre, de Su vida, de Él mismo. Y, antes de mucho, Él se la presentará a Sí mismo como una iglesia gloriosa sin lo más mínimo que sea indigno de Su gloria, o que pudiera ofender la mirada o causar dolor al corazón del Esposo celestial. ¡Qué privilegio formar parte de aquella «iglesia gloriosa» entonces, y qué bendición actuar como miembro de este «un cuerpo» ahora!

Cristo mismo es el primero en anunciar el comienzo de la iglesia. «Sobre esta roca edificaré mi iglesia» (Mt. 16:18). La edificación no había comenzado todavía. Cristo, reconocido como el Hijo del Dios viviente, iba a constituir el fundamento de esta nueva obra, y la declaración de que «las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» muestra con llaneza que iba a ser edificada sobre la tierra, no en el cielo, y en medio de las tempestades y persecuciones que la asaltarían a causa de la astucia y del poder del enemigo.

El siguiente pensamiento que tenemos acerca de la iglesia es su unidad. Según la involuntaria profecía de Caifás, Jesús iba a morir por la nación judía; «y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn. 11:50-52). Ya había hijos de Dios, pero estaban dispersos, aislados; como piedras preparadas y listas para edificar, pero no unidas aún. Por la muerte de Cristo se llevó a cabo la gran obra sobre la que se fundamentan las esperanzas futuras de Israel y la reunión actual en uno de los hijos de Dios que estaban dispersos —la iglesia que es el cuerpo de Cristo.

Esto tuvo lugar por medio del poder del Espíritu Santo descendido del cielo en el día de Pentecostés. El hecho de su existencia se declara en Hechos 2: «Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos.» Así el Señor añadió el remanente salvo de Israel a la asamblea cristiana. La unión y unidad de los salvos se cumplieron como un hecho por la presencia del Espíritu Santo descendido del cielo. Ellos formaron un cuerpo sobre la tierra, un cuerpo visible, reconocido por Dios, al que todos los que Él llamaba al conocimiento de Jesús eran unidos por el Espíritu Santo que habitaba en ellos.

Luego podemos observar un notable desarrollo en relación con la conversión de Saulo de Tarso, un nuevo instrumento de la gracia soberana de Dios (Hch. 9). Saulo nunca conoció personalmente a Cristo en Su vida aquí en la tierra; ahora le ve por primera vez en gloria celestial. Esta fue una nueva revelación del Hijo. ¡Una verdad sumamente bendita y llena de verdad en gracia para el corazón! Aunque era el Señor de la gloria, se presenta como Jesús: «Mas yendo por el camino, aconteció que al llegar cerca de Damasco, repentinamente le rodeó un resplandor de luz del cielo; y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? El dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues.»

Nada podría ser más claro que esto por lo que respecta a la unión del Señor en la gloria con los miembros de Su cuerpo sobre la tierra. Los santos son Él mismo —Su cuerpo. Pero, ¿quién puede hablar de las innumerables bendiciones que brotan para el creyente, para la iglesia, mediante esta unión? ¡Uno con Cristo! ¡Qué verdad tan maravillosa, tan preciosa! Uno con Cristo como el Hombre exaltado en la gloria; uno con Él en posición, en privilegio, en el amor del Padre, en gloria sin fin. ¡Y qué gran luz arroja esta verdad sobre los detalles de la salvación! ¿Qué hay ahora del perdón? La fe responde: Soy uno con Cristo; mis pecados están tan alejados de mí como de Él. ¿Qué hay ahora de la justificación? Soy uno con Cristo, justo como Él lo es. ¿Qué hay de la aceptación? Soy aceptado en el Amado. ¿Qué de la vida eterna? Soy uno con Cristo; no hay una vida diferente en la cabeza de la que hay en la mano. ¿Qué de la gloria? Uno con Él en la misma gloria para siempre jamás.

Pero algunos preguntarán: «¿No hay peligro de caer de esta posición?» Hay un constante peligro de perder el justo aprecio de la misma y el goce de la misma, pero no de perder la cosa misma. Esta unión nunca puede romperse. El que es unido al Señor, un espíritu es con él. El Espíritu Santo, que une al creyente en la tierra con Cristo en el cielo, nunca puede fracasar. Pero hay mucho menos fracaso por parte de aquellos que viven en el poder de esta verdad que con aquellos que están en la esclavitud del legalismo, y acosados por dudas y temores. Con la mente en perfecto reposo, goza más de Cristo y se cuida menos del mundo y de las cosas del tiempo. La gracia es nuestro único poder para andar, como dice Pablo a Timoteo: «Tú, pues, hijo mío, esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús» (2 Ti. 2:1).


El funcionamiento práctico de la Asamblea

Como ya se ha observado la enseñanza de las epístolas acerca de la doctrina de la iglesia, especialmente en 1 Corintios 12 y Efesios 4, podemos pasar al funcionamiento práctico de la asamblea. En Mateo 18 el bendito Señor nos da una indicación de ello mismo, asignando a ello la autoridad del cielo mismo, aunque sólo dos o tres constituyan la asamblea. Sea para disciplina o para presentar petición a Dios, el Señor establece este gran principio, de que «donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (v. 20). Así reunidos, es una reunión de asamblea. Nada podría ser más sencillo, más alentador, más bendito: Cristo el centro, el Espíritu Santo como poder de reunión a este centro, con estas palabras de indecible seguridad para el corazón: «Allí estoy yo» (la mejor traducción es: «reunidos a mi nombre»).

A los ojos de un mero espectador, la reunión puede parecer algo muy pobre. Sólo unos pocos cristianos reunidos, puede que en un local muy humilde, sin una apariencia de grandes dones entre ellos; pero para la fe no ha sido una pobre reunión, ni nunca puede serlo. El Señor ha estado allí; ¿y podríamos calificar de pobre una reunión en la que está el bendito y adorable Señor?

Al mismo tiempo, admitimos que, para aquellos que están acostumbrados a todo el estilo y la grandeza de las reuniones populares, la apariencia puede haber sido muy pobre. Pero para los que conocen la feliz libertad, el gozo celestial, la peculiar bendición, de reunirse sencillamente al nombre del Señor, los arreglos humanos más perfectos serían totalmente intolerables. Se tiene que experimentar la diferencia entre las dos reuniones para ser conocida y apreciada; el lenguaje no puede describirla.

Pero algunos dirán que se reúnen en el nombre de Jesús, y que el evangelio se predica fielmente, y que entre ellos hay muchas personas fervientes. Y puede que así sea; pero la buena predicación y personas excelentes no constituyen a la reunión en iglesia. Ninguna comunidad de santos, si no están reunidos en obediencia a la Palabra de Dios y sujetos al Señor Jesús mediante la energía del Espíritu Santo, está realmente sobre terreno divino. La cuestión es: ¿estamos sobre el fundamento de la Palabra de Dios? ¿No tenemos ningún otro centro, ningún otro nombre alrededor del que nos reunimos, más que el nombre de nuestro ausente Señor; ningún poder de unión y gobierno más que el Espíritu Santo, y ninguna regla de acción más que la veraz Palabra de Dios? En el momento en que comencemos a reunir personas —aunque se trate de cristianos verdaderos— alrededor de una persona particular, o hacia algún punto de vista o sistema, estamos sólo constituyendo un grupo sectario. Pero los que se mantienen adheridos a Cristo como el centro de la unidad del Espíritu no forman una secta, y nunca pueden serlo en tanto que abracen en principio a cada uno de los que pertenecen a Cristo sobre la faz del mundo entero.

El partimiento del pan —observado el primer día de la semana (Hch. 20:7)— es la más alta expresión de la unidad de la iglesia. «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan» (1 Co. 19:16, 17).[1]


Profecía

Desde el avivamiento de la verdad profética en la primera parte del siglo diecinueve el estudio de la profecía ha hecho algún progreso, aunque en el caso de algunos no ha llegado a ser tema de interés general. Grandes secciones de la iglesia profesante siguen rechazándolo como especulativo y no provechoso. Esta es una situación profundamente deplorable, aunque no sorprendente. Han surgido diversas escuelas de interpretación profética que han tratado de publicar sus puntos de vista, pero muchas de ellas carecen de lo necesario para darles consistencia y para hacerlas interesantes y provechosas para una mente espiritual. Cristo no es el centro de sus sistemas como lo es siempre del de Dios —el centro en el que todas las cosas han de ser reunidas en los cielos y en la tierra. Al no contemplar la mente de Dios respecto al juicio de las naciones, la restauración de Israel y el establecimiento del reino de Cristo sobre la tierra en poder y gloria, no saben qué hacer con las Escrituras proféticas. Muchos se han refugiado en el principio de interpretar la profecía mediante la historia, alegando que sólo se puede comprender cuando está cumplida. Tomemos un ejemplo de esta escuela y sometámoslo al juicio de la palabra de Dios.

«Los diez cuernos. ¿Cuál es la historia providencial de estos cuernos, según es generalmente aplicada por los comentaristas? Azotes que han persistido durante ciento cincuenta años, desde el primero hasta el último, operando el derrumbamiento del Imperio Romano, antes existente, y estableciéndose ellos como conquistadores en todo su territorio occidental. Tomemos el relato profético. Surge una bestia del mar con diez cuernos, todos crecidos, después de lo cual surge un cuerno pequeño; y la bestia, junto con sus cuernos, son objetos de los juicios de Dios, no sus ejecutores. Esto es profecía; aquello fue providencia.»[2]

Este modo de interpretación, como se verá, aparta la mente de Cristo para emprender un rastreo de personas y acontecimientos en la historia que de alguna manera se correspondan con los rasgos de la profecía. Pero si es necesario para los cristianos estudiar las historias de Roma y de otras naciones para poder comprender la profecía, ¡cuán pocos entre ellos tienen los medios para hacerlo! Desde luego que este principio se condena a sí mismo como no de Dios. No dudamos de que muchas profecías han tenido un cumplimiento parcial, que no completo, en la providencia de Dios. «Entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, ... sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo». (2 P. 1:20, 21). «El sentido es que ninguna profecía de la escritura tiene una interpretación aislada y propia. Limitemos una profecía al acontecimiento particular que se supone que sea designado por esta escritura, y lo hacemos de interpretación privada. Por ejemplo, si se contempla la profecía de la caída de Babilonia en Isaías 13, 14 como el único sentido de esta escritura, se hace que esta profecía sea de interpretación privada. ¿Cómo? Porque se hace que el acontecimiento cubra la profecía —se interpreta la profecía por el acontecimiento. Pero esto es precisamente lo que según la Escritura la profecía no debe ser; y es para advertir al lector de este error que el apóstol escribe aquí como lo hace. La verdad, al contrario, es que toda profecía tiene como objeto el establecimiento del reino de Cristo; y si se apartan las líneas de la profecía del gran punto focal al que convergen todas, uno destruye la relación final de estas líneas proféticas con el centro. Toda la profecía se proyecta hacia el reino de Cristo, porque procede del Espíritu Santo.»[3]

En relación con esto mismo, el apóstol se refiere de una manera notable, y con referencia a la profecía, a la esplendorosa escena en «el monte santo». «Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones» (2 P. 1:19). Tenemos en dicha escena una prefiguración muy bendita de la venida y reino del Señor Jesús, según lo que los profetas habían presentado a la esperanza del pueblo de Dios —una hermosa ilustración de la gloria y bendición milenaria, que confirma como con un sello divino su certidumbre, aunque no había llegado todavía el tiempo para su manifestación. Los santos muertos son representados como resucitados en Moisés; los vivos transformados —que no han pasado por la muerte— son vistos en la persona de Elías; además, había santos en sus cuerpos naturales representados por Pedro, Jacobo y Juan; y allí estaba el bendito Señor, el Cabeza y Centro de toda la gloria, conversando de manera familiar acerca de la partida (Su muerte) que iba a ser cumplida en Jerusalén.

Se debe prestar mucha atención a la palabra profética, como a una luz que resplandece en un lugar oscuro, hasta que el día amanezca; pero el cristiano tiene algo mejor que la antorcha de la profecía. Pertenece a Cristo, que habita en su corazón por la fe, como la estrella resplandeciente de la mañana —el apropiado objeto de todas sus expectativas hasta que Él venga.


Las tres esferas de la gloria de Cristo

En 1 Corintios 10:32 el apóstol nos provee de una clasificación de la humanidad que nos ayuda en gran manera no sólo a comprender la profecía sino también toda la Palabra de Dios. «No seáis tropiezo ni a judíos, ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios». Aquí tenemos las tres grandes esferas en las que se manifiesta la gloria de Cristo. Por lo que respecta a la condición del hombre ante Dios con referencia a la eternidad, hay sólo dos clases: los salvos y los perdidos —aquellos que han sido realmente nacidos de nuevo, y los que siguen en las tinieblas de la naturaleza y de la incredulidad. Pero por lo que se refiere al gobierno del mundo por parte de Dios, hay tres clases: judíos, gentiles y la iglesia; y nadie puede trazar rectamente la Palabra de verdad si pasa por alto esta división. El seguimiento en la Escritura del propósito de Dios acerca de estas tres clases es la forma más segura de dilucidar el orden de las dispensaciones de Dios, y la armonía de todas las porciones de las Sagradas Escrituras entre sí. Por el presente sólo podremos referirnos a unos pocos pasajes de la Escritura por vía de introducción del lector a este triple propósito de Dios.

1. «Los judíos.» En Génesis 12:1-3, «Jehová había dicho a Abram: ... haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra». Tenemos un desarrollo adicional de este propósito en el capítulo 13: «Y Jehová dijo a Abram, después que Lot se apartó de él: Alza ahora tus ojos, y mira desde el lugar donde estás hacia el norte y el sur, y al oriente y al occidente. Porque toda la tierra que ves, la daré a ti y a tu descendencia para siempre. (vv. 14, 15). En el capítulo 15 se definen los límites de la tierra. En Deuteronomio 28 tenemos la promesa de bendición para ellos en caso de obediencia, y las maldiciones amenazadas en caso de desobediencia. Pero, ¡ay!, este pueblo tan favorecido demostró ser una raza desobediente y dura de cerviz. «Dios ejercitó una enorme longanimidad para con ellos, pero, cuando hubieron rechazado y apedreado a los profetas, Sus siervos, que Él les había enviado, envió a Su Hijo, el heredero de todas las cosas; a Él lo crucificaron y dieron muerte, y así llenaron la medida de sus iniquidades y sellaron su condenación. Por esto, llegó a ellos la ira hasta el extremo; su ciudad y templo fueron destruidos; el país de ellos fue dado al saqueo, y su población entregada a la espada o llevada a la cautividad; durante casi dos mil años han sido un monumento al desagrado de Dios contra el pecado, sufriendo los severos males anunciados a causa del pecado.»[4]

2. «Los gentiles.» Desde el tiempo en que Abraham fue llamado a ser el padre del pueblo propio de Dios, Dios no trató directamente con ninguna nación sobre la tierra excepto los judíos. Hasta la época de Nabucodonosor, el trono y la presencia de Dios estuvieron en medio de Israel. Desde el tiempo en que los judíos fueron llevados cautivos a Babilonia, «Dios dejó de ejercer Su poder soberano en la tierra de manera directa, y éste fue confiado al hombre, de entre los que no eran Su pueblo, en la persona de Nabucodonosor. Este fue un cambio de la mayor importancia por lo que respecta al doble tema del gobierno del mundo y al juicio de Su pueblo por parte de Dios. Ambas cosas abrieron el camino a los grandes objetos de la profecía desarrollados al final —la restauración, mediante tribulación, de un pueblo rebelde, y el juicio de una cabeza del poder infiel y apóstata de los gentiles».

Tenemos un relato de este gran cambio en el profeta Daniel (capítulo 2): «Tú, oh rey, eres rey de reyes; porque el Dios del cielo te ha dado reino, poder, fuerza y majestad. Y dondequiera que habitan hijos de hombres, bestias del campo y aves del cielo, él los ha entregado en tu mano, y te ha dado el dominio sobre todo; tú eres aquella cabeza de oro» (vv. 37, 38). Los tiempos de los gentiles comienzan aquí. El poder que fue así investido en el rey de Babilonia descendió a los medos y persas; de ahí pasó a manos de los griegos, y luego a los romanos, el último reino representado en la imagen. El Imperio Romano, aunque después fue disgregado en varios reinos separados, siguió su nombre en estos reinos, y proseguirá hasta la venida del Señor. Es por este poder que los judíos han sido tan terriblemente asolados y oprimidos. Al final de su cautividad de setenta años, una porción de los judíos regresaron a Jerusalén, pero como meros tributarios del rey de Persia; ya nunca tuvieron un gobierno legítimo independiente propio. Estaban bajo el yugo romano cuando Cristo apareció entre ellos, y no pudieron siquiera dar muerte a su Mesías sin el consentimiento del gobernador romano y la intervención de soldados romanos. Por segunda vez los gentiles destruyeron su ciudad y templo, y el Salvador mismo declaró que Jerusalén sería hollada por los gentiles, hasta que se cumplieran los tiempos de los gentiles (Lc. 21:24).

Pero estos tiempos no durarán para siempre. Dios no ha desechado a Su pueblo al que primero conoció. Él cumplirá a su debido tiempo el pacto de gracia que hizo con Abraham el padre de ellos. Ellos serán todavía una gran nación y cabeza de todas las otras naciones —el centro del que fluirá la bendición a todas las naciones de la tierra.[5]

Incluso en nuestros tiempos podemos ver el comienzo de la gracia restauradora de Dios para con Su pueblo, al darles mucho de su tierra y parte de su antigua ciudad; y esto nos hace anticipar mucho más anhelantes el completo cumplimiento de todas las promesas hechas a los padres.

3. «La iglesia de Dios.» La iglesia, como se verá, es algo totalmente distinto de judíos y gentiles. Cristo vino a los judíos —su propio pueblo, pero ellos no le recibieron. Fue despreciado y desechado de los hombres. Judíos y gentiles se unieron en llevar a cabo Su muerte. Por este acto de insuperable maldad quedó sellada la condenación de ambos. Pero Dios volvió todo esto en una ocasión para su más rica gracia soberana. El bendito Jesús, rechazado por los hombres, tras haber cumplido la gran obra de redención fue resucitado de entre los muertos, y se ha sentado a la diestra del Poder donde ahora espera hasta que Sus enemigos sean puestos por estrado de Sus pies. En tanto que esté sentado a la diestra de Dios, se ha de predicar a las naciones arrepentimiento y remisión de pecados por Su nombre. Todo aquel que de las naciones reciba este mensaje —todo aquel que crea en el evangelio— es perdonado, salvado y queda asociado con el Rechazado de la tierra y Glorificado en el cielo. A los ojos de Dios, en el momento en que un judío recibe este mensaje de misericordia, deja de ser contado como judío; y en el momento en que un gentil lo recibe, deja de ser considerado gentil. Este es un punto de enorme importancia para los caminos y tratos dispensacionales de Dios. El judío, cuando cree en Cristo, muere a todas sus responsabilidades y privilegios como judío, y a todas sus queridas esperanzas de una heredad en la tierra. El gentil muere a toda participación en el poder terrenal que, por un tiempo, está en manos gentiles.

Entonces, los que creen, ¿que son? Forman parte de la verdadera iglesia, y el mundo no tiene lugar para él. Son sencillamente extranjeros y peregrinos ahora en este mundo. Su hogar está en las alturas. Son llamados a compartir la humillación de su Señor en la tierra durante Su ausencia; y compartirán Su gloria cuando Él vuelva.

Otra verdad de gran importancia práctica se hace ahora muy clara; que la iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo, no existió hasta después de la muerte, resurrección y glorificación de Cristo en el cielo, y el descenso del Espíritu Santo en el día de Pentecostés. No es cierto lo que muchos suponen, que «la iglesia de Dios se compone de todos los salvos desde el comienzo hasta el fin de los tiempos».[6]

Admitimos ya de entrada que los santos que componen la iglesia tienen mucho en común con los santos del Antiguo Testamento: el ser vivificados por el mismo Espíritu Santo, justificados mediante la misma preciosa sangre, preservados por la misma gracia omnipotente y destinados en resurrección a ser hechos conforme a la imagen del amado Hijo de Dios. Pero la maravillosa distinción de ser el cuerpo de Cristo, Su esposa, bautizados por el Espíritu Santo, y así uno con Él como el Hombre exaltado en la gloria, todo esto son bendiciones peculiares de la iglesia. En contraste con la idea de que la iglesia se componga de todos los creyentes desde el comienzo hasta el fin de los tiempos, la Escritura la limita a la asamblea de verdaderos creyentes desde el día de Pentecostés —cuando fue constituida por el Espíritu Santo descendido del cielo— hasta el descenso del Señor Jesús en el aire, para recibirla a Sí mismo en la casa del Padre, con sus muchas moradas.

Fue gracias a la cruz que quedó derribada la pared intermedia de separación para que judíos y gentiles pudieran venir a formar un cuerpo. «Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos [judíos y gentiles] un solo y nuevo hombre [no una continuación ni una mejora de lo antiguo, sino UN SOLO Y NUEVO HOMBRE], haciendo la paz» (Ef. 2:14, 15).
 
En contraste con la idea de que la iglesia se componga de todos los creyentes desde el comienzo hasta el fin de los tiempos, la Escritura la limita a la asamblea de verdaderos creyentes desde el día de Pentecostés —cuando fue constituida por el Espíritu Santo descendido del cielo— hasta el descenso del Señor Jesús en el aire, para recibirla a Sí mismo en la casa del Padre, con sus muchas moradas.
 
Maripaz:
Es muy cierto que nos hemos desviado del modelo de la iglesia primitiva pienso que ya el tiempo es corto para que la iglesia se vuelva a el.
Bendiciones para todos